sábado, 6 de junio de 2020

‘El precio de la paz. El dinero, la democracia y la vida. John Maynard Keynes’, El libro de moda en EEUU que cuestiona la visión económica de las élites españolas


LAS COSAS QUE DIGO YO EN MI BLOG TAMBIÉN SON ESTUPENDAS PARA LA CLASE OBRERA-POPULAR,...: LA HUMANIDAD,...¡¡.                                                                Lmm.


El libro de moda en EEUU que cuestiona la visión económica de las élites españolas


https://conversacionsobrehistoria.info/2020/05/31/el-libro-de-moda-en-eeuu-que-cuestiona-la-vision-economica-de-las-elites-espanolas/

Se titula ‘The Price of Peace. Money, Democracy and the Life of John Maynard Keynes’, lo firma un periodista, Zachary D. Carter, es una biografía sobre uno de los economistas más importantes de la Historia y se ha convertido en uno de los libros de la temporada estadounidense. Es un texto muy ameno en la exposición, que sabe mezclar ágilmente los elementos personales con las teorías económicas y que describe bien la influencia ambigua que han tenido las propuestas de Keynes, incluso en nuestra época; su mayor mérito, sin embargo, reside en la comprensión diáfana de lo que implicaban realmente las ideas del economista británico.
https://conversacionsobrehistoria.info/2020/05/31/el-libro-de-moda-en-eeuu-que-cuestiona-la-vision-economica-de-las-elites-espanolas/
En momentos de crisis como el presente suele hablarse de regreso al keynesianismo, a esa presencia estatal imprescindible para ayudar a que los problemas se solucionen. Todo el mundo coincide en la necesidad de la acción institucional, aunque en los grados, duración y dirección de la misma suele haber divergencias. El sector empresarial, por ejemplo, es absolutamente partidario de ella, pero siempre que tenga lugar como paréntesis selectivo.
La normalidad de siempre
Esta semana, el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, afirmaba que las empresas no quieren una nueva normalidad tras la pandemia, sino la de siempre y bien sujeta al rigor presupuestario. Pero esa vieja normalidad no es posible, precisamente porque se está actuando para combatir la crisis. Demandar rigor presupuestario implica consecuencias presentes que deberían ser explicadas: cada euro que se dé a las empresas españolas, por una u otra vía, va a tener un coste muy elevado en el futuro cercano, ya que provocará que aumente nuestra deuda, y la factura que nos van a pasar los mercados puede ser demasiado elevada. Si se fuera consecuente con la intención de mantener un presupuesto equilibrado cuyo objetivo fuese reducir la deuda, la acción lógica sería no ofrecer ningún tipo de ayuda que implicase coste económico. No estoy seguro de que esa sea la opción preferida por quienes abogan por la frugalidad.
Además, esa visión austera ha estado ligado a un concepto, «riesgo moral», que se hizo muy popular en la anterior crisis: no era pertinente prestar dinero a Estados que se habían endeudado irresponsablemente y no habían realizado las reformas adecuadas en los buenos tiempos, pero que pretendían en las recesiones que otros les ayudasen. Dado que habían incurrido en una actitud irresponsable, debían pagar las consecuencias. Es una actitud que vemos cómo se repite hoy, y en Europa está muy instalada en los países del norte. Pero si esta perspectiva fuera la correcta, tendría sentido aplicarla íntegramente, y esta crisis sería un buen momento. Desde el punto de vista del equilibrio presupuestario, no tendría sentido que los Estados gastasen grandes cantidades de dinero en ayudar o rescatar a muchas grandes empresas que están en dificultades, ya que se endeudaron para ofrecer enormes cantidades a sus accionistas a través de dividendos y recompras de acciones.
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Que hubieran hecho los deberes
Esa es la causa principal, con la ligazón que la une al sector financiero, de esta crisis, por lo que supondría un tremendo riesgo moral aliviar sus cuentas: las compañías que han sido mal gestionadas, gastaron irresponsablemente y no pensaron en guardar para tiempos difíciles, no tendrían que ser recompensadas con ayudas públicas. Por los mismos motivos, si los Estados del norte no quieren dar ni un euro a los del sur, tampoco deberían hacerlo con las empresas que llevan su bandera: que hubieran hecho los deberes.
Si no se hace de este modo, estaríamos inyectando dinero a las empresas más grandes para que ajustasen sus cuentas de resultados, para que después la factura de la deuda se distribuya entre los ciudadanos. Pero eso no sería austeridad, sino trasladar los resultados de una mala gestión privada a las arcas públicas. Desde el punto de vista de la economía ortodoxa, algo así sería intolerable.
Lo curioso no es que Garamendi o los países del norte insistan en la austeridad sin tener en cuenta la contradicción de solicitarla en estos instantes, sino que sea un lugar común entre la gran mayoría de nuestros expertos económicos. El gobernador del Banco de España, Hernández de Cos, ha defendido el gasto público que ha impulsado el Gobierno para hacer frente a la pandemia, pero también ha señalado que habría que trazar rápidamente una estrategia para reducir los niveles de déficit y deuda públicos generados por la crisis. Ha alertado, además, de que deberían existir cautelas frente a medidas como la renta mínima, ya que ha provocado en otros países «trampas de pobreza» que pueden desincentivar la búsqueda de empleo. Quizá le falte algo de coherencia a sus declaraciones, porque, en ese caso, también sería conveniente acercarse con mucha cautela a las ayudas públicas a las empresas que ha concedido el Gobierno: podrían generar «trampas de riqueza», ya que al acudir el Estado a su rescate, se desincentivaría a los propietarios y directivos de las empresas para que las gestionasen bien, las hicieran rentables y guardasen para los malos tiempos.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (c) junto al presidente de la Federación Nacional de Organizaciones de Autónomos (ATA), Lorenzo Amor (i)y el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi (d), a principios de marzo de 2020(foto: Pablo Monge)
El otro keynesianismo
Es sorprendente tal carga de banalidad, y no solo por el escaso peso empírico de las trampas de pobreza, sino por la insistencia en la austeridad como mecanismo esencial de gestión de la economía. Sabemos que no funciona, y lo llevamos comprobando bastante tiempo: llevamos dos rescates masivos en solo una década; en el plano interno ha generado mucha desigualdad en los países occidentales y ha debilitado enormemente a las pymes, los autónomos y los trabajadores; y en lo externo, la austeridad occidental ha beneficiado sustancialmente a China.
Es llamativo el anclaje de nuestras élites económicas en un sistema que no funciona, en especial cuando están exigiendo que ahora, en los malos momentos, se abandone temporalmente esa perspectiva. Si la frugalidad es la solución, no debió variarse ni en la crisis anterior para rescatar a los bancos, ni en la actual para rescatar a las grandes compañías endeudadas. Aplicar el keynesianismo para unos y el neoliberalismo para otros, que en eso ha consistido nuestra gestión de la economía desde hace demasiado tiempo, y la forma en que se ha diseñado el Quantitative Easing del BCE es la mejor prueba, no es una receta económica, es hacer trampas en el juego.
 Conviene recordar aquí algunas afirmaciones de Keynes que Zach Carter recoge en su excelente libro: es difícil cuestionar esa forma perniciosa de gestión de la economía que ahora se denomina frugalidad porque es un dogma y, como tal, convierte los debates en imposibles. Keynes aseguraba que cuestionar la austeridad era como discutir con un obispo del siglo XIX acerca de Darwin: todo lo que se argumentaba era tomado como una herejía, y cuanta más evidencia se mostraba, más se insistía en calificar como hereje a quien refutaba las tesis dominantes. Además, cualquier objeción se solventa fácilmente: si la austeridad ha fallado, es porque no se fue lo suficientemente austero. El mismo argumento que cuando se intentaban detener las pandemias de otros siglos con oraciones; si continuaba muriendo gente, es porque no se había rezado lo suficiente.
Una persona sin hogar duerme mientras una mujer carga sus compras en la Vega Central, principal mercado de abastos de Santiago (Chile).Alberto Valdés / EFE (El País)
Las leyes naturales
El libro de Carter es muy pertinente a este respecto, porque subraya ideas muy relevantes para nuestra época. Según Keynes, la historia económica es una historia fundamentalmente política, porque la economía es un instrumento que utilizan los Estados soberanos y no un conjunto de leyes naturales. No estamos ante una disciplina científica desapasionada que descubre leyes inquebrantables, sino ante un conjunto de posiciones que reflejan cómo los seres humanos, y las estructuras de las que se dotan, arreglan los asuntos comunes.
Por eso, afirma Carter, la ‘Teoría general del empleo, el interés y el dinero’ es una obra maestra del pensamiento social y político, entroncada con las de Aristóteles, Thomas Hobbes, Edmund Burke o Karl Marx. Es una teoría de la democracia y el poder, de la psicología y del cambio histórico, así como una reivindicación firme de la fuerza de las ideas. Y lo es precisamente porque demuestra la necesidad del poder, ya que la prosperidad debe ser orquestada y sostenida por el liderazgo político, y no determinada por sus instrumentos, como la economía, que no deja de ser un conjunto de técnicas para alcanzar ciertos objetivos; en segundo lugar, es un libro básico porque reformula el problema central de la sociedad, así como el corazón de la economía, al afirmar que el asunto que debe resolverse es el de la desigualdad y no esas interrelaciones entre oferta y demanda que habían ocupado a los economistas durante siglos.
Zachary D. Carter (foto: facebook)
Para ese objetivo, Keynes no ofreció ninguna métrica, señala Carter, más allá del «pleno empleo», y tampoco dedicó demasiado tiempo a discutir cómo deberían los gobiernos manejar la demanda agregada, la inversión o el poder adquisitivo. Se trataba de crear prosperidad mediante el aprovechamiento de las capacidades productivas de una sociedad, y eso admitía instrumentos diferentes según la situación y el momento. Pero lo que resultaba evidente para Keynes era que la austeridad, producto de la convicción en leyes naturales que de no seguirse destruirían la economía, constituía el mayor problema para que la economía funcionase.
Las ideas contra el poder
La visión de Keynes incluía un aspecto más, de vital importancia tanto entonces como hoy, que Carter resalta convenientemente: la Historia no estaba construida únicamente por los intereses de los capitalistas, sino que las creencias y las ideas de las personas también podían cambiar las cosas. Esta perspectiva era otra forma de decir que la sociedad podía transformarse de una manera sustancial sin necesidad de derrocar el orden presente; las ideas eran el camino para introducir la autocorrección que todos los sistemas necesitan. Esto era una llamada a la esperanza, pero también una separación radical de aquellas posturas políticas que, como el marxismo, entendían la sociedad organizada desde posiciones de poder y tensiones entre clases que solo podían ser solucionadas mediante la destrucción de un sistema y la construcción de otro nuevo. Keynes se alejaba así tanto del liberalismo austero imperante como del comunismo, y establecía un camino por el cual era posible conservar la vitalidad de la sociedad occidental y su deseo de libertad, pero al mismo tiempo arreglar problemas serios, como la desigualdad, y más en tiempos de la Gran Depresión. Y tenía razón, en la medida en que personas como él tejieron el New Deal, así como el capitalismo fordista que reinó tras la II Guerra Mundial. Ese camino, insiste Carter, debería ser explorado y utilizado de nuevo en nuestro tiempo, cuando es tan necesario o más que entonces.
Sin embargo, las ideas de Keynes y Carter están sometidas a una paradoja: del mismo modo que el keynesianismo está siendo utilizado hoy con objetivos muy distintos de los pretendidos por el economista británico, hasta el punto de que muchos de sus instrumentos se emplean de un modo que hace la desigualdad mayor, también estamos asistiendo a un cambio en nuestro sistema a través de un proceso no violento que nos lleva hacia posiciones más autoritarias. Las instituciones siguen existiendo y operando, pero están cobrando un sesgo cada vez menos liberal, y la pandemia no ha hecho más que intensificar esta postura. Este no es el tipo de cambio que Keynes había imaginado.
Estamos en un momento de transición, no en el punto de llegada, y las políticas de austeridad supondrán una carga extra de tirantez social en países que ya están bastante tensionados. El giro hacia sociedades menos democráticas está de fondo, y las señales del autoritarismo están marcando el camino. Pero ese fue también el momento en el que tuvo que desenvolverse Keynes, porque los años 20 fueron la semilla de los fascismos europeos. El economista británico tenía una fórmula, la capacidad de autocorrección del sistema a través de las ideas y del aprovechamiento de las capacidades productivas de una sociedad, y ese es un posible camino; el otro es el aumento de las tensiones sociales y su resolución en forma de Estados autoritarios. Ahora mismo no se adivinan otras posibilidades, y habrá que elegir. En ese escenario, la clave de bóveda es la ausencia de prosperidad y un nivel grande de desigualdad.
(*) Jefe de Opinión de El Confidencial. Autor de «El tiempo pervertido. Derecha e izquierda en el siglo XXI». (Ed. Akal), «Los límites del deseo. Instrucciones de uso del capitalismo del siglo XXI» (Ed.Clave Intelectual), «Nosotros o el caos» (Ed. Deusto) y «El fin de la clase media» (Ed. Clave Intelectual).
Fuente: El Confidencial 31 de mayo 2020
Portada: Wilians Collins (El Confidencial)

Ilustraciones: Conversación sobre la Historia )).....


“The Economist”, el semanario de las clases dominantes

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Alexander Zevin (*)
Historiador, Universidad de California en Los Ángeles


Desde 1843, un semanal británico a la vanguardia de la lucha por el libre comercio
¿Qué tienen en común el apoyo a la guerra de Irak y a la legalización de las drogas, la condena de WikiLeaks y la del “Leviatán estatal”, la celebración del liberalismo y el llamamiento al rescate de los bancos? Todas estas posiciones han sido defendidas por una misma publicación: The Economist, que, cada semana, ofrece un espejo agradable para las clases dominantes.
Paralizada por la continua reducción de sus ventas, sus suscriptores y sus ingresos publicitarios, la prensa escrita atraviesa un periodo de crisis al cual los beneficios de internet no han aportado el remedio esperado. The Economist es una excepción. A pesar de la reciente caída de sus ventas, el semanario británico sigue mostrando una salud radiante, sobre todo en Estados Unidos, donde actualmente se concentra la mayoría de sus lectores.
Semejante éxito intriga. La National Public Radio (NPR) estadounidense se preguntaba en 2006 cómo un semanario con un “nombre soporífero” y un “contenido a veces esotérico” había logrado ganar un 13% más de lectores con respecto al año anterior. Más recientemente, el anuncio de su tirada para 2010 –un millón cuatrocientos veinte mil ejemplares por número, 820.000 de ellos en Estados Unidos, donde las ventas se multiplicaron por diez desde 1982– dio lugar a una nueva descarga de comentarios envidiosos.
Para The New York Times, este rendimiento se explicaría por un agudo sentido del marketing: la elegante austeridad del logo –letras blancas en un rectángulo rojo–, sumada a un precio de venta relativamente alto, constituiría una suerte de indicador social, una forma para el lector adinerado, o que sueña con serlo, de mostrar su pertenencia a la elite (1). El semanario no se priva de alimentar esta identificación, como en la campaña publicitaria de 2007: “En la cima uno está solo, pero al menos tiene qué leer”.
Por su obsesión de fomentar los deseos de nobleza del consumidor, The Economist se había ganado ya en 1991 el sarcasmo de The Washington Post. El periodista James Fallows acusaba allí a la revista londinense de pronunciar sermones estereotipados dirigidos a un público de privilegiados fácilmente engañado por el acento británico y el “estilo pomposo de Oxbridge (contracción de las palabras Oxford y Cambridge) (2). La alusión a cierto elitismo no era inmerecida. Según sus propias cifras, The Economist posee el segmento de lectores más rico de la prensa estadounidense (con un ingreso anual promedio de 166.626 dólares, frente a sólo 156.162 dólares para el lector de The Wall Street Journal y 45.800 dólares para el ingreso promedio de una familia estadounidense). Un destinatario de oro para la industria del lujo: en 2007, el sitio de internet de la revista señalaba con orgullo que el 20% de sus lectores tenía una bodega de vinos añejos, y que el 4,7% había pagado más de 3.000 dólares por un reloj. Al igual que el fular de un gran diseñador, The Economist actúa como la señal distintiva de una comunidad sorprendentemente amplia. Lo hojean tanto los responsables de las decisiones del Primer Mundo como los estudiantes que aspiran a serlo, e incluso, aparentemente, la estrella del Tea Party, Sarah Palin.
Otros periódicos, como el Columbia Journalism Review, atribuyen su éxito a la calidad de su escritura o a su tratamiento de la actualidad internacional. Pero ya sea que lo critiquen o sueñen con imitarlo, los comentaristas suelen compartir el mismo enfoque, que consiste en explicar la insolente prosperidad de su competidor a través de sus decisiones formales. Ahora bien, su capacidad para crecer incluso en tiempos de crisis –de lo que suele jactarse– no podría reducirse a una cuestión de estilo o de marketing. Se basa en primer lugar en una política editorial claramente asumida: promover la “sabiduría de los mercados” y combatir toda intervención de los poderes públicos. Los medios de comunicación estadounidenses tienden a dar crédito a la imagen que The Economist da de sí mismo, la de un partidario de “extremo centro” y del sentido común económico. En un reciente editorial publicado en apoyo a los conservadores británicos, el semanario afirmaba no haberse “sometido nunca a ningún partido”, y reivindicaba su “adhesión desde hace mucho tiempo al liberalismo”, una posición jamás traicionada desde su creación en 1843, cuando Gran Bretaña aún era la primera potencia económica mundial.
James Wilson_retratado por John Watson-Gordon en 1859 (foto: Wikimedia Commons)
Fundado por un fabricante de sombreros, James Wilson, para oponerse a una nueva legislación proteccionista sobre el trigo (las corn laws), The Economist militó siempre con fervor por el librecambio. En esa época, se trataba de defender los intereses de los manufactureros de Manchester contra los impuestos aduaneros instaurados por el Parlamento tras el derrumbe del precio de los cereales en 1815. El joven lobby industrial británico estaba a su vez preocupado por sus exportaciones –afectadas por medidas de retorsión– y por el coste de su mano de obra, que reclamaría una compensación salarial por el encarecimiento del precio del pan. La contraofensiva condujo en 1846 a la anulación de las leyes rechazadas. Wilson podía frotarse las manos: primera campaña de prensa, primera victoria.
Su sucesor, Walter Bagehot, amplió el público del diario incorporando una pizca de untuosidad a una prosa reconocida por su virulencia. La sección política, que él mismo redactaba, le servía de tribuna para reclamar sin descanso la independencia del Banco de Inglaterra. Ésta se produciría en 1997 –por decisión de Anthony Blair–, brindando una consagración histórica al llamamiento lanzado por Bagehot más de un siglo atrás. Nuevamente, The Economist vio triunfar una de sus causas más preciadas.
Walter Bagehot (foto: Getty Images)
Los accionistas del diario reafirman su carácter institucional. La mitad de sus participaciones está en manos de The Financial Times Limited (la sociedad editora del diario británico Financial Times, una filial del grupo Pearson). El resto pertenece a accionistas independientes: las familias Cadbury, Rothschild y Schroder, así como diversos (y antiguos) miembros de la redacción. En ciento sesenta y nueve años, sólo se han sucedido dieciséis hombres a la cabeza de la revista. Desde los años 1900 casi todos provienen de Oxford o Cambridge. Una característica contribuye a la coherencia de la línea editorial: los artículos no están firmados. Más allá de algunas colaboraciones externas y de la columna tradicionalmente cedida a todo colaborador que se va, los setenta periodistas (de los cuales aproximadamente cincuenta están instalados en la sede londinense) trabajan en el anonimato. El éxito de sus blogs no ha alterado sustancialmente esta capa de invisibilidad. “Sucede pues que nuestras decisiones editoriales siguen un recorrido excepcionalmente democrático”, nos explica el director actual, John Micklethwait. “La ausencia de firma favorece además la cooperación entre periodistas (3), señaló el director de redacción Bill Emmott. La precisión no deja de ser curiosa: consagrado desde hace un siglo y medio a la promoción de la competencia universal, el semanario se basa en el principio inverso –la cooperación–, para organizar su propia producción.
Dando la espalda a la City y a Fleet Street, sede histórica de los grandes diarios londinenses, The Economist prefirió establecerse en el refinado barrio de Saint James. Difícil no imaginar allí a sus lectores relajándose en un club privado, degustando un vino fino, invirtiendo en una obra de arte contemporáneo o encargando un traje a medida. En el corazón de este enclave del buen gusto millonario, el edificio neobrutalista del diario parece desentonar tanto como durante su construcción en 1964. Las tres torres desiguales que conforman este edificio “didáctico y seco”, según la expresión de sus arquitectos, parecen dirigir a la vez un reproche y un homenaje a la magnificencia de los alrededores.
Oficinas de The Economist (foto: Wikiarquitectura)
Un laberinto de oficinas estrechas conduce al santuario del jefe de redacción, donde los miembros del equipo se amontonan como sardinas cada lunes para seleccionar los temas pendientes, intercambiar ocurrencias y elegir la ilustración de portada. De los cuarenta periodistas presentes ese día, aproximadamente un tercio son mujeres, y solamente una cuarta parte, jóvenes de menos de 30 años. La broma según la cual The Economist estaría redactado por una banda de muchachos no se constata, al ser la mayoría de mediana edad. Gideon Rachman, quien se pasó al Financial Times tras haber trabajado quince años en The Economist, señala que se trata de una evolución reciente: “A comienzos de los años 1990, un joven periodista con ambiciones consideraba The Economist un buen trampolín para Fleet Street. Hoy sucede más bien lo contrario. The Economist ofrece buenos salarios y empleos estables, de manera tal que los periodistas con experiencia se ponen en fila para postularse”. ¿El promedio de una edad más venerable del equipo refuerza su homogeneidad? Según Rachman, “la ausencia de diversidad representa más bien una ventaja”. Favorece la armonía colectiva y la ortodoxia de los puntos de vista.
La perseverancia y la longevidad constituyen una ventaja. Pero también pueden convertirse en un obstáculo, tal como lo demuestra la reacción del semanario a la crisis financiera de 2008. Desde luego, el diario no perdió su flema. Mientras el secretario del Tesoro estadounidense Henry (“Hank”) Paulson imploraba a su Presidente el rescate de Wall Street, desgranaba doctamente sus soluciones para poner parches al mercado inmobiliario, reflotar los créditos y las inversiones, detener el aumento del desempleo y apaciguar el mercado de las deudas soberanas. El tono indiferente con el que prescribía sus recetas le valió un diploma de honor: había visto otras.
Durante su primer siglo de vida, fue testigo de varias depresiones mundiales (de 1873 a 1896, los años 1930), una crisis bancaria (1907), el derrumbe de los mercados (1929) y una devaluación histórica de la libra esterlina (1931), por sólo mencionar los casos más notorios de desbarajuste económico. El siguiente siglo no fue mucho más tranquilo, con el fin del sistema monetario de Bretton Woods, las crisis petroleras y las diversas convulsiones regionales que acompañaron la caída del crecimiento durante los años 1970. Frente a la crisis financiera, The Economist adoptó pues la postura soberana del viejo mono que conoce todas las muecas. Sus recomendaciones, sin embargo, no brillaron ni por su claridad ni por su constancia.
Como guardián del templo liberal, el diario mostró una sorprendente falta de firmeza doctrinal. Salvo algunas reservas morales, aplaudió primero los planes de rescate a favor de los bancos. “Ha llegado el momento de dejar de lado los dogmas y la política para concentrarse en respuestas pragmáticas, explicaba. Esto significa, a corto plazo, una intervención gubernamental más sostenida de lo que los contribuyentes, las políticas y los diarios adeptos al librecambio desearían en tiempos normales”. Probablemente los electores tengan algo que decir frente a esos cientos de miles de millones pagados a especuladores sin escrúpulos; pero ello no quita que, estima The Economist, la potencia pública actuó sabiamente: su intervención evitó a los ciudadanos la pesadilla de los años 1930, con sus quiebras bancarias y sus colas en los comedores populares. “Ningún país, ninguna industria saldría indemne de un ataque cardíaco financiero”, concluía el 11 de octubre de 2008.
Tres meses más tarde, consideraba que la intervención pública había durado bastante. Y lanzaba esta advertencia: nacionalizar los bancos “atentaría contra la propiedad privada”, fomentaría el amiguismo político, malgastaría una fortuna y castigaría al sector privado (24 de enero de 2009). Sus propias recomendaciones se volvieron entonces contradictorias. Por un lado, reclamaba una mejor coordinación, especialmente en el seno de la eurozona, con el fin de salvar a los bancos y prevenir un contagio de la crisis de las deudas soberanas. Por el otro, se oponía a toda medida que disuadiera a los inversores de alimentar esa misma crisis especulando contra los Estados (9 de diciembre de 2010). Su única propuesta realmente coherente –excepto, por supuesto, los rituales llamamientos a un mayor rigor presupuestario y salarial– consistía en la redistribución de las deudas europeas a través de los eurobonos, presentados como una solución milagrosa. Pero la idea había sido tomada de Bruegel, un think tank bruselense presidido hasta 2008 por Mario Monti, el actual Primer Ministro italiano. El diario había acostumbrado a sus lectores a una mayor audacia.
Las causas de la crisis, en cambio, seguían siendo en gran medida insondables. “Es a quienes dirigen el sistema a los que hay que sancionar, no al sistema mismo”, proclamaba el diario el 20 de septiembre de 2010. Unos meses antes, comentando el callejón sin salida político estadounidense, invitaba además a sus lectores a “castigar a Obama en vez de al sistema” (18 de febrero de 2010). Desde el momento en que las estructuras nunca se cuestionan y que sólo las personas deben rendir cuentas, la distribución de buenas y malas calificaciones reemplaza el análisis: se reprendía al presidente del Consejo italiano Silvio Berlusconi por su corrupción, al jefe de Estado francés Nicolas Sarkozy por sus reformas demasiado tímidas, pero se festejaba las intervenciones enfurruñadas de la canciller alemana Angela Merkel.
En octubre de 2008, unos meses después del crac de Wall Street, el semanario concluía: “El capitalismo es el mejor sistema económico que el hombre haya inventado jamás”. Y agregaba: “A largo plazo, la cuestión radicará en saber a quién se le imputará esta catástrofe”. En enero de 2012, se convirtió nuevamente en el defensor de la desregulación financiera: en portada, una imagen de Londres atacada por dirigibles –en alusión a los bombardeos alemanes de la Segunda Guerra Mundial– ilustraba las amenazas que pesarían sobre el mayor centro financiero del mundo. “Salven a la City”, proclamaba el titular (7 de enero de 2012).
Se aprende mucho leyendo The Economist. Wilson, su fundador, había estimado que la función de un diario consistía en proveer información fiable y clara que permitiera a los industriales y los ministros actuar con conocimiento de causa. La suya fue así la primera publicación en dar a conocer listas de precios mayoristas. Incluso hoy, dedica varias páginas a todo tipo de indicadores económicos y financieros: volumen de transacciones internacionales, previsión de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB), emisión de gases de efecto invernadero…
La revista londinense se distingue también por la dimensión de su cobertura internacional. Es quizás el único semanario en el mundo capaz de tratar en un mismo número el comercio por internet en China, el surtidor de dólares de Las Vegas, las “negociaciones de paz” en Oriente Medio, la búsqueda de vida en Marte, un nuevo museo de arte en Qatar y un oscuro explorador sudafricano devorado por un cocodrilo. The Economist ha alimentado siempre ambiciones enciclopédicas, tal como lo demuestra el extenso título al que recurrió en 1845 para aprovechar el auge del ferrocarril: “The Economist, semanario comercial, gaceta de banqueros y monitor ferroviario. Diario político, literario y de interés general”. Durante buena parte de su historia, esta denominación fue casi tan larga como el propio diario –sólo cincuenta páginas en la década de 1920, reducidas a una docena en la de 1940, cuando la escasez de papel hacía estragos–. Hoy, un ejemplar tiene aproximadamente un centenar de páginas. La abundancia de temas va evidentemente de la mano con un tratamiento breve: salvo algunas investigaciones especiales, los artículos son notablemente cortos.
Austera en palabras, la prosa del diario no deja sin embargo de transparentar cierta suficiencia –especialmente respecto de aquellos que no comparten su afición por el liberalismo liso y llano–. El célebre economista estadounidense Paul Krugman pagó los platos rotos por ello. Pese a que no puede considerárselo sospechoso de cruzada anticapitalista, suele ser blanco de floridos epítetos: “keynesiano burdo”, “militante empedernido”, “héroe popular de la izquierda estadounidense en su torre de marfil”, “el Michael Moore de la gente que piensa” (13 de noviembre de 2003). Contrariamente al movimiento de protesta contra la Organización Mundial del Comercio (OMC) de finales de los años 1990, considerado “estúpido”, “egoísta”, y equiparado con un “intento por empobrecer el mundo emergente a través del proteccionismo”, Ocupar Wall Street goza de la indulgencia de The Economist. Sus quejas serían en efecto “legítimas y bien fundadas”, ya que apuntan en realidad al “Estado obeso”, y bastaría con “liberalizar la economía” para satisfacerlas. Difícilmente los acampantes de Zuccotti Park se reconozcan en este retrato.
Cuando manifestantes descontentos invaden las calles, The Economist suele no ver allí más que una ola de agitación juvenil. De ahí el flagrante fracaso de su tratamiento de la revolución tunecina: concluyó un poco apresuradamente que una minoría de estudiantes y sindicalistas no tenía posibilidad alguna de derrocar al presidente Zine El Abidine Ben Ali (6 de enero de 2011). Quien fue rápidamente alabado por la amplitud de sus “concesiones” frente a las “multitudes pacíficas”, cuando ya se registraban doscientos treinta y cuatro manifestantes asesinados (26 de febrero de 2011).
El semanario preferido de las elites económicas siente poca simpatía por las elites universitarias. Sus críticas están a veces bien fundadas: un reportaje describía en 2010 la condición precaria de los egresados estadounidenses, explotados por sus propias instituciones para realizar a bajo precio informes “prestigiosos” elogiando los porcentajes de éxito de los establecimientos en los exámenes, las últimas tendencias de sus investigaciones de doctorado, etc. Salvo que The Economist infería de ello no la necesidad de financiar mejor la educación superior, con vistas por ejemplo a crear cargos titulares, sino la de disminuir el número de doctorandos (16 de diciembre de 2010). Cuatro años antes, se burlaba de los “herederos de Derrida y Foucault” quienes, cuando no pierden su tiempo en ahondar en temas “oscuros” como la “deconstrucción” o la “intersemiótica”, multiplican los trabajos de investigación dedicados a… The Economist (16 de diciembre de 2004). El anti-intelectualismo sigue siendo aparentemente un valor seguro, a juzgar por una reciente referencia al filósofo Louis Althusser, cuya vida y obra se resumían en una frase: “marxista loco asesino de mujeres (4) (12 de agosto de 2010).
Esta reseña de un libro sobre la esclavitud en The Economist generó una polémica considerable en 2014
¿Encarna realmente The Economist esa mezcla ideal de liberalismo económico, social y político que su director, Micklethwait, no deja de alabar en el público estadounidense? El diario no parece haberse dado cuenta de que la libertad de comercio precedió a las libertades sociales y democráticas, para cuya conquista los pueblos pagaron a veces un pesado tributo. Y el librecambio que preconiza no ha tornado aún la economía más eficaz ni más humana, lejos de ello. Wilson militaba contra el boicot comercial a los países esclavistas, debido a que una medida semejante perjudicaría tanto a los consumidores británicos como a los propios esclavos. Preconizó luego un mayor librecambio para salvar una Irlanda presa de la hambruna (5). Cuando esta solución fracasó, The Economist fustigó a los irlandeses por su ingratitud y recomendó una represión más severa.
Si bien la filosofía liberal debe reinar sin trabas sobre la economía, admite en cambio algunas excepciones en el terreno político. Bagehot se alegró del golpe de Estado de Napoleón III en 1851, considerando la mentalidad francesa –“irritable, volátil, superficial, exageradamente lógica, poco apta para el compromiso”– incompatible con el encanto parlamentario del modelo inglés (6). Esta desconfianza hacia Francia persiste actualmente, ya que, durante la campaña presidencial de la primavera de 2012, The Economist describía al candidato François Hollande como un “hombre peligroso” movido por una “profunda hostilidad hacia el mundo empresarial”, mientras que el Partido Socialista, aún “no reformado”, soñaba con conducir al país a una “ruptura” con Alemania (28 de abril).
Bagehot dio muestras de la misma perspicacia en el momento de estallar la Guerra Civil en Estados Unidos. Primero atraído por la intervención, festejó la declaración de independencia de los confederados en 1861, negando que la esclavitud hubiera podido desempeñar un papel en el conflicto, y alegrándose de la división del país en dos entidades “menos agresivas, menos insolentes y menos irritables”, y sobre todo dispuestas a vender su algodón menos caro a las hilanderías de Manchester (7).
A pesar de algunas excepciones a su credo liberal, The Economist siguió siendo fiel a lo largo del siglo XIX a tres principios clave: imponer el librecambio, aceptar algunas reformas sociales para contener la fiebre revolucionaria, asegurar la paz en el continente.
A partir de la Segunda Guerra Mundial, el semanario aceptó actualizar su corpus ideológico. En 1940, varios artículos daban a entender que podría adecuarse al Estado de bienestar; una manera de admitir que el liberalismo a la Wilson ya no era exitoso. En una selección de ensayos publicada para el centenario del diario, en 1943, el entonces director Geoffrey Crowther se mostraba conciliador: el laisser faire económico, decía, generaba desigualdades y una inseguridad que sólo la intervención pública estaba en condiciones de corregir. Pero The Economist se negaba sin embargo a adoptar los puntos de vista de los socialistas. No “por sus objetivos, sino por los medios a través de los cuales esperan alcanzarlos (8). Esta magnanimidad doctrinal le permitiría enriquecerse con un amplio abanico de talentos y opiniones. Varios refugiados antinazis se sumaron a la redacción, entre ellos –el colmo– dos intelectuales marxistas, el historiador Isaac Deutscher y el escritor Daniel Singer. El paréntesis pluralista se cerró a partir de los años 1960, y el diario retomó su curso derechista.
Geoffrey Crowther fotografiado por Howard Coster en 1937 (foto: National Portrait Gallery)
Actualmente, el modelo social heredado de la posguerra es visto como un obstáculo al crecimiento, y por ende como un enemigo que derrotar. Los sindicatos son los primeros en la mira. En 2011, The Economist explicaba que para reabsorber el déficit presupuestario de Reino Unido, no bastaba con retrasar la edad de jubilación de los empleados públicos y reducir sus jubilaciones: la “guerra contra los sindicatos de los empleados públicos” imponía además aumentos de productividad adicionales y la generalización de los contratos flexibles o a tiempo parcial (6 de enero de 2011). Hace cincuenta años, semejante prosa hubiera sido inconcebible.
Sin embargo, fue en política exterior donde los cambios del diario fueron más notables. A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, su apoyo al Imperio Británico lo dictaba más la prudencia que el chauvinismo. Llegado el caso, no dudaba en pelearse con Cecil Rhodes, el fundador de Rodesia, o Neville Chamberlain, futuro primer ministro, a quienes les reprochaba arruinar el país con sus gastos coloniales. De 1919 a 1939, el semanario abogó sin descanso por el fortalecimiento de la Sociedad de las Naciones junto a Alemania, la Unión Soviética y Estados Unidos (9). Cambio de rumbo en 1956, cuando denunció la invasión francobritánica del Canal de Suez –menos por aversión a los embrollos imperiales que por deferencia hacia Estados Unidos, opuesto a la expedición (10)–.
En adelante, el alineamiento con Washington constituiría el nuevo hilo conductor. Uno tras otro, los responsables del diario aclamarían cada operación militar realizada por la Casa Blanca, tanto en Vietnam como en Irak, en la antigua Yugoslavia o en Afganistán. Nunca The Economist trató a Barack Obama con tantas consideraciones como cuando éste envió refuerzos a Kabul o aviones asesinos no tripulados a Pakistán. Incluso en las cuestiones iraní y norcoreana, se sitúa en la línea dura de la Administración estadounidense, enojándose con una Organización de las Naciones Unidas (ONU) forzosamente pusilánime y burocrática. La cobertura de América Latina sufre las consecuencias de la misma toma de posición, sobre todo en los países gobernados por la izquierda, y más particularmente en Venezuela. Desde 1998, su presidente, Hugo Chávez, ha ganado trece de las catorce elecciones nacionales en condiciones consideradas satisfactorias por los observadores internacionales; sin embargo, The Economist no se cansa de agitar el “temor de que Venezuela se deslice cada vez más rápido hacia una dictadura” (23 de septiembre de 2010, 5 de enero de 2012). ¿Sus fuentes? La misma oposición y los mismos medios de comunicación privados que, con el apoyo de Estados Unidos, fomentaron el fallido golpe de Estado de 2002.
Otro indicio de la afinidad de puntos de vista con la diplomacia estadounidense: la reacción a las revelaciones de WikiLeaks y al caso Assange. En lugar de aprovechar la oportunidad y pronunciarse por una gran causa liberal, la libertad de información, prefiere defender el derecho de Washington a castigar a aquellos que ventilan sus secretos, sean o no “jacobinos digitales” a la cabeza de “sectas” (9 de diciembre de 2010).
Julian Assange entrevistado en el canal de yutube de The Economist (julio de 2010)
En cierta forma, se reconcilió con el liberalismo de su juventud. Respecto del papel del Estado, la sabiduría infalible de los mercados y los peligros del cuestionamiento, sus posiciones no difieren realmente de aquellas con las que ya insistían sus grandes editorialistas victorianos. Con la salvedad de que, en la actualidad, ya no se expresan indirectamente. El liberalismo ha cambiado, tal como lo demuestra la estrecha alianza entablada con los intereses estadounidenses. Liberada de la acusación de chauvinismo, la revista se entusiasma por campañas militares cuya justificación, ya sea humanitaria, patriótica o económica, le habría parecido altamente sospechosa en la época de la dominación británica. Su actual director, formado en los bancos estadounidenses, es un producto genuino de esta nueva cultura editorial donde se mezclan el liberalismo de los días tranquilos y su variante contemporánea. Con más de un siglo y medio de vida, el abanderado de la economía dominante acumula conquistas en los cuatro rincones del planeta, excepto en África. Un imperio infinitamente más vasto que el de sus ancestros ingleses.


(1) «The Economist Tends its Sophisticated Garden”, Jeremy W. Peters, The New York Times, 8 de agosto de 2010. En Francia, The Economist cuesta 5,80 euros frente a 3,50 euros de revistas similares.
(2) 1“The Economics of the Colonial Cringe”, The Washington Post, 6 de octubre de 1991.
(3) Citado por Libération, París, 8 de agosto de 2003.
(4) El filósofo (1918-1990) estranguló a su esposa en 1980.
(5) Léase Ibrahim Warde, “Quand le libre-échange affamait l’Irlande”, Le Monde diplomatique, París, junio de 1996.
(6) Collected Works of Walter Bagehot, Oxford University Press, Londres, 1986, Tomo 4, pág. 81.
(7) Cf. las ediciones del 19 de enero de 1861, 29 de junio de 1861, 28 de septiembre de 1861 y 11 julio de 1863.
(8) The Economist, 1843-1943: A Centenary Volume, Oxford University Press, Londres, 1943, págs. 13-15.
(9) Durante el mismo período, la revista publicó ciento cincuenta artículos que reclamaban una mayor seguridad común y frenos a la carrera armamentista. Graham Hutton, “The Economist and Foreign Affairs”, en The Economist, 1843-1943, op. cit.
(10) Cf. la edición del 6 de octubre de 1956.


Historiador, Universidad de California en Los Ángeles. * Autor de Liberalism at Large: The World According to The Economist (Verso, 2019), de donde se ha extraído este texto.))....

¿Hay vida después del neoliberalismo?

2005
 
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 Joseph E. Stiglitz *
¿Qué tipo de sistema económico es más conducente al bienestar humano? Esa pregunta ha llegado a definir la época actual porque, después de 40 años de neoliberalismo en Estados Unidos y en otras economías avanzadas, sabemos lo que no funciona.
El experimento neoliberal –impuestos más bajos para los ricos, desregulación de los mercados laboral y de productos, financiarización y globalización- ha sido un fracaso espectacular. El crecimiento es más bajo de lo que fue en los 25 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y en su mayoría se acumuló en la cima de la escala de ingresos. Después de décadas de ingresos estancados o inclusive en caída para quienes están por abajo, el neoliberalismo debe decretarse muerto y enterrado.
Hay por lo menos tres alternativas políticas importantes que compiten para sucederlo: el nacionalismo de extrema derecha, el reformismo de centroizquierda y la izquierda progresista (la centroderecha representa el fracaso neoliberal). Sin embargo, con excepción de la izquierda progresista, estas alternativas siguen estando en deuda con alguna forma de la ideología que ha expirado (o debería haber expirado).
La centroizquierda, por ejemplo, representa al neoliberalismo con un rostro humano. Su objetivo es trasladar las políticas del ex presidente norteamericano Bill Clinton y del ex primer ministro británico Tony Blair al siglo XXI, haciendo sólo revisiones tenues a los modos prevalecientes de financiarización y globalización. Mientras tanto, la derecha nacionalista reniega de la globalización y culpa a los migrantes y a los extranjeros de todos los problemas de hoy. Aun así, como ha demostrado la presidencia de Donald Trump, no está menos comprometida –por lo menos en su variante norteamericana- con los recortes impositivos para los ricos, la desregulación y el achicamiento o eliminación de los programas sociales.
Reagan
El tercer campo, en cambio, defiende lo que llamo capitalismo progresista, que prescribe una agenda económica radicalmente diferente, basada en cuatro prioridades. La primera es restablecer el equilibrio entre los mercados, el estado y la sociedad civil. El crecimiento económico lento, la creciente desigualdad, la inestabilidad financiera y la degradación ambiental son problemas nacidos del mercado y, por lo tanto, no pueden ser resueltos, ni lo serán, sólo por el mercado. Los gobiernos tienen la obligación de limitar y delinear los mercados a través de regulaciones ambientales, de salud, de seguridad ocupacional y de otros tipos. También es tarea del gobierno hacer lo que el mercado no puede hacer o no hará, como invertir activamente en investigación básica, tecnología, educación y la salud de sus votantes.
La segunda prioridad es reconocer que la “riqueza de las naciones” es el resultado de la investigación científica –aprender sobre el mundo que nos rodea- y de la organización social que permite que grandes grupos de personas trabajen juntos para el bien común. Los mercados siguen teniendo un rol crucial que desempeñar a la hora de facilitar la cooperación social, pero sólo cumplen este propósito si están subordinados al régimen de derecho y son objeto de controles democráticos. De lo contrario, los individuos pueden enriquecerse explotando a otros, generando riqueza a través de la búsqueda de renta en lugar de creando riqueza a través de una creatividad genuina. Muchos de los ricos de hoy tomaron la ruta de la explotación para llegar adonde están. Se han visto muy favorecidos por las políticas de Trump, que han alentado la búsqueda de renta destruyendo al mismo tiempo las fuentes subyacentes de creación de riqueza. El capitalismo progresista busca hacer precisamente lo contrario.
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Esto nos lleva a la tercera prioridad: abordar el creciente problema del poder de mercado concentrado. Al explotar las ventajas de la información, comprar a potenciales competidores y crear barreras de entrada, las empresas dominantes pueden comprometerse en una búsqueda de renta de gran escala en detrimento de todos los demás. El incremento del poder del mercado corporativo, junto con la caída del poder de negociación de los trabajadores, ayuda a explicar por qué la desigualdad es tan alta y el crecimiento tan débil. A menos que el gobierno asuma un papel más activo de lo que prescribe el neoliberalismo, estos problemas probablemente se vuelvan mucho peores, debido a los avances en el campo de la robótica y la inteligencia artificial.
El cuarto punto clave en la agenda progresista es disociar el poder económico de la influencia política. El poder económico y la influencia política se refuerzan mutuamente y se perpetúan a sí mismos, especialmente donde los individuos ricos y las corporaciones pueden gastar sin límite en las elecciones, como sucede en Estados Unidos. En la medida que Estados Unidos se acerque cada vez más a un sistema esencialmente antidemocrático de “un dólar, un voto”, el sistema de controles tan necesario para la democracia quizá no pueda resistir: nada podrá restringir el poder de los ricos. No se trata simplemente de un problema moral y político: a las economías con menos desigualdad en verdad les va mejor. Las reformas progresistas-capitalistas, por ende, tienen que empezar por recortar la influencia del dinero en la política y reducir la desigualdad de la riqueza.
No hay una solución mágica que pueda revertir el daño provocado por décadas de neoliberalismo. Pero una agenda integral según los lineamientos planteados más arriba decididamente puede hacerlo. Mucho dependerá de si los reformistas son tan decididos a la hora de combatir problemas tales como el excesivo poder del mercado y la desigualdad como lo es el sector privado para crearlos.
Una agenda integral debe centrarse en la educación, la investigación y las otras fuentes verdaderas de riqueza. Debe proteger al medio ambiente y combatir el cambio climático con la misma vigilancia que los partidarios del Nuevo Trato Verde en Estados Unidos y Rebelión contra la Extinción en el Reino Unido. Y debe ofrecer programas públicos que garanticen que a ningún ciudadano se le nieguen los requisitos básicos de una vida decente. Estos incluyen seguridad económica, acceso al trabajo y a un salario digno, atención médica y vivienda adecuada, un retiro seguro y una educación de calidad para los hijos.
estado de bienestar
Esta agenda es sumamente alcanzable; de hecho, no podemos no implementarla. Las alternativas ofrecidas por los nacionalistas y los neoliberales garantizarían más estancamiento, desigualdad, degradación ambiental y acrimonia política, lo que conduciría potencialmente a desenlaces que ni siquiera queremos imaginar.
El capitalismo progresista no es un oxímoron. Más bien, es la alternativa más viable y vibrante para una ideología que claramente ha fracasado. Como tal, representa la mejor oportunidad que tenemos de escapar de nuestro malestar económico y político actual.

*  Joseph E. Stiglitz, a Nobel laureate in economics, is University Professor at Columbia University and Chief Economist at the Roosevelt Institute. He is the author, most recently, of People, Power, and Profits: Progressive Capitalism for an Age of Discontent (W.W. Norton and Allen Lane).

Fuente: Project Syndicate, 30 de mayo de 2019.
Título del artículo: «Después del neoliberalismo» ))....

¿ADÓNDE VA EL CAPITALISMO? (I): El fin del neoliberalismo y el renacimiento de la historia

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Se toma prestado el título del libro «Adónde va el capitalismo» (1960), del japonés Shigeto Tsuru (1912-2006), para agrupar algunas colaboraciones, con fondo histórico, que combinan la crítica del sistema con el planteamiento de nuevas perspectivas. En esta primera colaboración el premio Nobel Stiglitz reflexiona sobre la credibilidad en la fe neoliberal. La única salida, el único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la historia.
Joseph Stiglitz
Al final de la Guerra Fría, el politólogo Francis Fukuyama escribió un famoso ensayo titulado «¿El fin de la historia?», donde sostuvo que el derrumbe del comunismo eliminaría el último obstáculo que separaba al mundo de su destino de democracia liberal y economía de mercado. Muchos estuvieron de acuerdo.
Hoy, ante una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa idea aportó sustento a la doctrina económica neoliberal que prevaleció los últimos cuarenta años.
Hoy la credibilidad de la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como forma más segura de alcanzar la prosperidad compartida está en terapia intensiva, y por buenos motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo lleva cuarenta años debilitando la democracia.
Milton Friedman. General Pinochet
La forma de globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades enteras incapacitados de controlar una parte importante de su propio destino, como Dani Rodrik (de Harvard) explicó con mucha claridad, y como yo sostengo en mis libros recientes Globalization and Its Discontents Revisited y People, Power, and Profits. Los efectos de la liberalización de los mercados de capitales fueron particularmente odiosos: bastaba que el candidato con ventaja en una elección presidencial de un país emergente no fuera del agrado de Wall Street para que los bancos sacaran el dinero del país. Los votantes tenían entonces que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar una dura crisis financiera. Parecía que Wall Street tenía más poder político que la ciudadanía.
Incluso en los países ricos, se decía a los ciudadanos: «no es posible aplicar las políticas que ustedes quieren» (llámense protección social adecuada, salarios dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado) «porque el país perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y ustedes sufrirán».
En todos los países (ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos, y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas estatales.
Las élites aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en la «investigación basada en la evidencia». Pues bien, cuarenta años después, las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios estancados y bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba, en vez de derramarse hacia abajo.
Estadísticas de la Seguridad Social (España) y elaboración de Antonio Antón Nueva tribuna.es 11/11/19
¿A quién se le ocurre que la contención salarial (para conseguir o mantener competitividad) y la reducción de programas públicos pueden contribuir a una mejora de los niveles de vida? Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho a sentirse estafados.
Estamos experimentando las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza en las élites, en la «ciencia» económica en la que se basó el neoliberalismo y en el sistema político corrompido por el dinero que hizo todo esto posible.
La realidad es que pese a su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal. Impuso una ortodoxia intelectual con guardianes totalmente intolerantes del disenso. A los economistas de ideas heterodoxas se los trató como a herejes dignos de ser evitados o, en el mejor de los casos, relegados a unas pocas instituciones aisladas. El neoliberalismo se pareció muy poco a la «sociedad abierta» que defendió Karl Popper. Como recalcó George Soros, Popper era consciente de que la sociedad es un sistema complejo y cambiante en el que cuanto más aprendemos, más influye nuestro conocimiento en la conducta del sistema.
La intolerancia alcanzó su máxima expresión en macroeconomía, donde los modelos predominantes descartaban toda posibilidad de una crisis como la que experimentamos en 2008. Cuando lo imposible sucedió, se lo trató como a un rayo en cielo despejado, un suceso totalmente improbable que ningún modelo podía haber previsto. Incluso hoy, los defensores de estas teorías se niegan a aceptar que su creencia en la autorregulación de los mercados y su desestimación de las externalidades cual inexistentes o insignificantes llevaron a la desregulación que fue un factor fundamental de la crisis. La teoría sobrevive, con intentos tolemaicos de adecuarla a los hechos, lo cual prueba cuán cierto es aquello de que cuando las malas ideas se arraigan, no mueren fácilmente.
Si no bastó la crisis financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los mercados no funciona, debería bastarnos la crisis climática: el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización. Pero también está claro que los demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia sólo empeorarán las cosas.
La única salida, el único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la historia. Debemos revivir la Ilustración y volver a comprometernos con honrar sus valores de libertad, respeto al conocimiento y democracia.
https://nuso.org/articulo/crisis-neoliberalismo-historia-elites-capitalismo-protestas/))....

¿ADÓNDE VA EL CAPITALISMO? (II). En la frontera de un territorio nuevo e impredecible

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En esta serie se  agrupan algunas colaboraciones, con fondo histórico, que combinan la crítica del sistema con el planteamiento de nuevas perspectivas. Si en la primera colaboración el premio Nobel Stiglitz reflexionaba sobre la credibilidad en la fe neoliberal, ahora Nafeez Ahmed resume los principales aspectos del  Informe Mundial de Desarrollo Sostenible de la ONU, elaborado por un  un equipo de biofísicos finlandeses, para advertir que estamos avanzando a un territorio nuevo, impredecible y sin precedentes en el que no hay respuestas para la economía convencional. Una de las lecturas necesarias para ponderar la importancia de la Cumbre del Clima que se celebra estos dias en Madrid.

Nafeez Ahmed (*)

El capitalismo tal como lo conocemos se ha acabado. Eso sugiere un informe encargado por un grupo de científicos designados por el Secretario General de la ONU. ¿La razón? Estamos en pleno proceso de rápida transición hacia una economía mundial radicalmente distinta, como consecuencia de la explotación insostenible de los recursos medioambientales del planeta.
Se aceleran los efectos del cambio climático y el ritmo al que se extinguen las especies, mientras las sociedades están sufriendo mayor desigualdaddesempleomenor crecimiento económicoaumento de la deuda y la ineptitud de sus gobiernos. En contra de lo que suelen creer los legisladores respecto a estos problemas, el informe señala que no se trata de crisis separadas.
Imagen: Sputnik International
Estamos más bien ante crisis que forman parte de la misma transición radical hacia una nueva era caracterizada por la producción ineficaz de combustibles fósiles y el coste cada vez más elevado del cambio climático. En esta era que comienza, según el informe, la mentalidad capitalista convencional ya no es capaz de explicar, predecir o solucionar los entresijos de la economía mundial.

El cambio energético

Esas son las desoladoras conclusiones de un informe científico de antecedentes preparado por un equipo de biofísicos finlandeses. El cometido de este grupo de la finlandesa Unidad de Investigación BIOS era el de ofrecer datos para elaborar el Informe Mundial de Desarrollo Sostenible de la ONU, previsto para este año.
 
Por “primera vez en la historia de la humanidad”, reza el informe, las economías capitalistas “están pasando a fuentes de energía menos eficientes”. Esto se aplica a todas las formas de energía. La producción de energía utilizable con la que seguir potenciando “actividades humanas básicas y no básicas” en la civilización industrial “requerirá más esfuerzo, y no menos”.
Los científicos se refieren al revolucionario trabajo del ecologista de sistemas Charles Hall, de la Universidad Estatal de Nueva York, y del economista Kent Klitgaard, del Wells College. A principios de 2018, ambos profesores publicaron una edición actualizada de su influyente libro, Energy and the Wealth of nations: An Introduction to Biophysycal Economics.
Hall y Klitgaard se muestran sumamente críticos con la teoría económica capitalista predominante, la cual, según ellos, se ha alejado irremisiblemente de los principios más básicos de la ciencia. Aluden al concepto de “rentabilidad energética de la inversión” (EROI, por su acrónimo inglés) como indicador clave del cambio hacia una nueva era de precariedad energética. la EROI es un sencillo indicador que mide cuánta energía usamos para obtener más energía.
En el último siglo, lo único que teníamos que hacer era extraer más y más petróleo del suelo”, señalan Hall y Klitgaard. Hace décadas, la EROI de los combustibles fósiles era muy elevada: un poco de energía permitía extraer grandes cantidades de petróleo, gas y carbón.
Foto: Getty Images
Sin embargo, esta ratio ha cambiado. Hoy día usamos más energía para extraer menores cantidades de combustibles fósiles. Esto se traduce en mayores costes de producción para obtener lo necesario para mantener la maquinaria de la economía en marcha. Todavía hay más material bajo tierra, miles de millones de barriles, seguramente suficientes para freír el planeta varias veces.
No obstante, ahora es más difícil y costoso extraerlo, Y el coste medioambiental es mucho peor, como ya demostró la ola de calor generalizada del año pasado.
Pero los mercados capitalistas no quieren reconocer estos elevados costes. Simplemente no pueden concebirse con los modelos económicos predominantes.
En agosto de 2018, el inversor milmillonario Jeremy Grantham ⎯conocido por haber predicho de forma sistemática las burbujas financieras⎯ publicó una actualización de su análisis de abril de 2013, The Race of Our Lives.
Jeremy Grantham (foto: Fortune Brainstorm/Flickr)
El nuevo documento, The Race of Our Lives Revisited, es una crítica brutal a la complicidad del capitalismo contemporáneo en la crisis ecológica. Su veredicto es que “el capitalismo y la economía predominante simplemente no son capaces de lidiar con estos problemas”, refiriéndose al agotamiento sistemático de los ecosistemas del planeta y de los recursos medioambientales:
Ni siquiera se tiene en consideración el coste de sustitución del cobre, el fosfato, el petróleo y el suelo que usamos. Si así fuera, es probable que en los últimos 10 o 20 años (al menos para el mundo desarrollado) no haya habido beneficios ni aumento de los ingresos, sino todo lo contrario”, señalaba.
En resumidas cuentas, según Grantham, “nos enfrentamos a una forma de capitalismo que ha centrado sus esfuerzos en la maximización del beneficio a corto plazo sin interés alguno por el bien social”. Sin embargo, pese a su influencia y pensamiento crítico, Grantham olvida el factor más fundamental de la situación en la que nos encontramos actualmente: la transición a un futuro con una EROI baja en el que no podremos seguir extrayendo los mismos niveles de excedente de energía y materias que obteníamos hace décadas.
Multitud de expertos están convencidos de que estamos dejando atrás el capitalismo, si bien difieren respecto a las consecuencias que esto tendrá. En su libro Postcapitalismo: Hacia un nuevo futuro, el periodista económico británico Paul Mason señala que la tecnología de la información está allanando el camino para la emancipación de la fuerza laboral al reducir a cero el coste de la producción. De esta forma, asegura, se iniciará una era “poscapitalista” utópica caracterizada por la abundancia extrema y que trascenderá el sistema de precios y las reglas del capitalismo.
Puede sonar bien, pero Mason ignora por completo la infraestructura física colosal del “internet de las cosas”, que crece de forma exponencial. Se prevé que su alzamiento digital consumirá cantidades cada vez más ingentes de energía que producirían el 14 por ciento de las emisiones totales de carbono para el año 2040.

Hacia un nuevo sistema operativo económico

La mayoría de observadores, por tanto, desconocen por completo las realidades biofísicas señaladas en el informe de antecedentes encargado por el Secretario General de la ONU: que el motor de la transición al poscapitalismo es precisamente el declive de aquello que hizo posible el “capitalismo del crecimiento infinito”: la energía barata y abundante.
En general, el informe señala que hemos avanzado a un territorio nuevo, impredecible y sin precedentes en el que no hay respuestas para la economía convencional. El crecimiento económico se ha frenado, los bancos centrales han recurrido a tipos de interés negativos y están comprando grandes cantidades de deuda pública para mantener a flote nuestra economía. Pero ¿qué ocurrirá cuando estas medidas se hayan agotado? Gobiernos y bancos se están quedando sin opciones.
“Podría decirse sin dudar que no existen modelos económicos que puedan aplicarse a la nueva era”, señalan los científicos finlandeses. 
Tras identificar este vacío, señalan oportunidades para la transición.
En un futuro con una EROI reducida, no queda otra que aceptar el hecho de que no seremos capaces de mantener los niveles actuales de crecimiento económico. “Durante las próximas décadas, va a ser extremadamente difícil, cuando no imposible, satisfacer los niveles actuales de consumo energético con soluciones basadas en bajos niveles de emisiones de carbono”, concluye el documento. La transición económica debe necesariamente ir acompañada de medidas para “reducir el consumo total de energía”.
Nube de contaminación en la ciudad de Harbin (China) (imagen: telegraph.co.uk)
Las áreas clave implicadas en esto son el transporte, los alimentos y el sector de la construcción. La planificación urbana debe adaptarse para fomentar los desplazamientos a pie y en bicicleta, así como la electrificación del transporte público. Los hogares y los espacios de trabajo estarán más conectados y adaptados. Por otra parte, el transporte de mercancías internacional y la aviación no pueden seguir creciendo a el ritmo actual.
«Pero los mercados capitalistas no serán capaces de facilitar los cambios necesarios. Será precisa la intervención de los gobiernos y las instituciones deberán ajustar los mercados a los objetivos de supervivencia humana«
Al igual que con el transporte, también será preciso revisar el sistema alimentario mundial. El cambio climático y la agricultura intensiva basada en el petróleo han provocado que haya países que dependan de la importación de alimentos de unas pocas áreas de producción. Será esencial efectuar un cambio hacia la autosuficiencia alimentaria en países pobres y ricos. Y por último, los productos lácteos y la carne deberían dar paso a dietas basadas en plantas.
Asimismo, la fabricación industrial basada en un elevado consumo energético y en el cemento y el acero deberá buscar materiales alternativos. El informe de BIOS recomienda recuperar las construcciones duraderas en madera y otras opciones, como la biomasa.
Central de biomasa (foto: Fundación Sustrai Erakuntza)
Pero los mercados capitalistas no serán capaces de facilitar los cambios necesarios. Será precisa la intervención de los gobiernos y las instituciones deberán ajustar los mercados a los objetivos de supervivencia humana. Actualmente, las perspectivas de que eso ocurra son escasas.
La cuestión de si el sistema resultante de este cambio seguiría constituyendo una forma de capitalismo es puramente semántica y depende de la definición de capitalismo que se tome.
En esa situación, el capitalismo no sería como el que tenemos ahora”, señala uno de los autores, el doctor Järvensivu. “La actividad económica se rige por el significado ⎯mantener las mismas posibilidades para una vida aceptable a la vez que se reducen las emisiones drásticamente⎯ más que por el beneficio, y ese significado se creará política y colectivamente. Creo que este es el mejor caso posible en lo que respecta a un mercado moderno y a las instituciones de mercado. Sin embargo, no puede darse sin reformular profundamente el pensamiento económico-político«.

(*) Nafeez Ahmed  periodista de investigación británico, autor y académico. Editor de la plataforma de periodismo de investigación crowdfunded INSURGE Intelligence. Ha sido ex blogger de medio ambiente para «The Guardian» de marzo de 2013 a julio de 2014.
Este artículo apareció originalmente en VICE US.

¿ADÓNDE VA EL CAPITALISMO? (III): Imaginemos un mundo sin capitalismo

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En esta serie se  agrupan  algunas colaboraciones, con fondo histórico, que combinan la crítica del sistema con el planteamiento de nuevas perspectivas. Los «artículos relacionados» dan cuenta de las colaboraciones anteriores. Hoy martes 21 de enero se inaugura la 49 edición del  World Economic Forum (WEF) 2020 de Davos donde el reto de la deriva climática y de la sostenibilidad será uno de los grandes temas, difícil de entender sin la evolución histórica de la globalización.  Varoufakis nos ayuda a comprender cómo se han desarrollado las megafinanzas, el megacapital, los megafondos de pensiones y las megacrisis financieras. Las debacles de 1929 y 2008, el ascenso imparable de las grandes tecnológicas y los demás ingredientes del malestar actual contra el capitalismo se volvieron ineludibles. Habría que corregir el modelo de propiedad de las corporaciones que nació en 1599 con la aparición de la acción negociable al fundarse la Compañía de las Indias Orientales. Esto supone reescribir el derecho de sociedades.

Yanis Varoufakis (*)Ex-ministro de Economía de Grecia.
Profesor de Economía en la Universidad de Atenas

Los anticapitalistas tuvieron un año pésimo. Pero el capitalismo también.
Si bien la derrota del Partido Laborista de Jeremy Corbyn en el Reino Unido el pasado diciembre le restó impulso a la izquierda radical, particularmente en Estados Unidos (donde ya están cerca las primarias para la elección presidencial), el capitalismo recibió críticas desde lugares insospechados. Milmillonarios, ejecutivos empresariales y hasta la prensa financiera se han unido a intelectuales y líderes comunitarios en una sinfonía de lamentos por la brutalidad, insensibilidad e insostenibilidad del capitalismo rentista. La imposibilidad de seguir haciendo negocios como siempre parece ser una idea muy difundida, incluso en las juntas directivas de las corporaciones más poderosas.
Cada vez más presionados y justificadamente culposos, los ultrarricos (o al menos, los más razonables entre ellos) se sienten amenazados por la aplastante precariedad en que se está hundiendo la mayoría. Como predijo Karl Marx, forman una minoría con poder supremo que se muestra incapaz de dirigir sociedades polarizadas que no pueden garantizar una existencia digna a quienes no poseen activos.
Programa del Foro Económico Mundial de Davos 2020 en una pantalla del centro de congresos (imagen: AFP)
Atrincherados en sus comunidades cerradas, los más inteligentes de los riquérrimos defienden un nuevo «» e incluso piden impuestos más altos para los de su clase. Comprenden que la democracia y el Estado redistributivo son la mejor póliza de seguro posible. Pero ¡ay!, al mismo tiempo temen que, como clase, esté en su naturaleza evitar el pago de la prima.
Los remedios propuestos van de insignificantes a ridículos. La idea de que las juntas directivas no piensen solamente en el valor para los accionistas sería maravillosa si no fuera por un detalle: la remuneración y la designación de las juntas son decisión exclusiva de los accionistas. Asimismo, los llamados a limitar el poder exorbitante de las finanzas serían estupendos si no fuera por el hecho de que la mayoría de las corporaciones responden a las instituciones financieras que poseen el grueso de sus acciones.
Confrontar el capitalismo rentista y crear empresas para las que la responsabilidad social no sea solamente un truco publicitario demanda nada menos que reescribir el derecho de sociedades. Para comprender la magnitud de la tarea, conviene volver al momento de la historia en que la aparición de la acción negociable convirtió el capitalismo en un arma y preguntarnos: ¿estamos listos para corregir ese «error»?
Sala de ventas de la sede de la Compañía de las Indias Orientales hacia 1809, grabado de Thomas Rowlandson, Augustus Charles Pugin y John Bluck (imagen: researchgate.net)
Ese momento ocurrió el 24 de septiembre de 1599. En un edificio de madera a las afueras de Moorgate Fields, no muy lejos de donde Shakespeare estaba ocupado terminando Hamlet, se fundaba la Compañía de las Indias Orientales, un nuevo tipo de empresa cuya propiedad se subdividió en minúsculos fragmentos que podían comprarse y venderse libremente.
Las acciones negociables hicieron posible la aparición de corporaciones privadas más grandes y más poderosas que los Estados. La hipocresía fatal del liberalismo fue usar el elogio de los virtuosos carniceros, panaderos y cerveceros del vecindario para defender a los peores enemigos del libre mercado: las Compañías de las Indias Orientales, que nada saben de comunidades ni de ética, que deciden precios, devoran competidores, corrompen gobiernos y convierten la libertad en farsa.
Luego, hacia fines del siglo XIX, con la formación de las primeras megaempresas interconectadas (como Edison, General Electric y Bell), el genio liberado por la acción negociable dio un paso más. Como ni bancos ni inversores tenían dinero suficiente para alimentar el motor de esas nuevas megaempresas conectadas, apareció el megabanco, en la forma de un cártel mundial de bancos y oscuros fondos, cada uno con accionistas propios.
Se creó entonces un nivel nunca antes visto de deuda para transferir valor al presente, con la esperanza de que las ganancias fueran suficientes para pagarle al futuro. El resultado lógico: megafinanzas, megacapital, megafondos de pensiones, megacrisis financieras. Las debacles de 1929 y 2008, el ascenso imparable de las grandes tecnológicas y los demás ingredientes del malestar actual contra el capitalismo se volvieron ineludibles.
En este sistema, las voces que se alzan para pedir un capitalismo más amable son solo modas pasajeras, sobre todo en la realidad posterior a 2008, que dejó claro que megaempresas y megabancos tienen el control total de la sociedad. A menos que estemos dispuestos a anular la creación de 1599, la acción negociable, no habrá cambios apreciables en la distribución actual del poder y la riqueza. Para imaginar cómo podría ser en la práctica superar el capitalismo, hay que reconsiderar el modelo de propiedad de las corporaciones.
Imagen: razonyrevolucion.org
Imaginemos que las acciones fueran como un derecho a voto, que no se puede comprar ni vender. Así como al ingresar en la universidad uno recibe el carné de la biblioteca, el personal nuevo de las empresas recibirá una única acción por persona que garantiza el derecho a emitir un único voto en elecciones abiertas a todos los accionistas, en las que se decidirán todos los asuntos de la corporación: desde las cuestiones de gestión y planificación hasta la distribución de ganancias netas y bonificaciones.
De pronto, la distinción entre ganancias y salarios ya no tiene sentido, y a las corporaciones se las baja a un nivel que estimula la competencia en el mercado. A cada persona que nace, el banco central le otorga automáticamente un fondo fiduciario (o una cuenta personal de capital), donde periódicamente se deposita un dividendo básico universal. Al llegar la adolescencia, el banco central añade una cuenta corriente gratuita.
Los trabajadores cambian de empresa con total libertad, llevándose consigo el capital de su fondo fiduciario, que pueden prestar a la empresa para la que trabajan o a otras. Como no hay necesidad de turbopotenciar las acciones con la emisión de capital ficticio a gran escala, las finanzas se vuelven deliciosamente aburridas (y estables). Los Estados eliminan los impuestos personales y a las ventas, y solamente gravan las ganancias corporativas, la tierra y las actividades perjudiciales para el bien público.
Pero ya hemos soñado suficiente. La idea es sugerir, en este año nuevo, las posibilidades maravillosas de una sociedad realmente liberal, poscapitalista, tecnológicamente avanzada. Los que se niegan a imaginarla serán esclavos del absurdo que señaló mi amigo Slavoj Žižek: tener más facilidad para concebir el fin del mundo que para imaginar la vida después del capitalismo.
Traducción: Esteban Flamini
Ilustraciones: Conversación sobre la Historia
Portada: Charles Chaplin y Paulette Goddard en el último plano de Tiempos modernos (imagen: United Artists) ))....

¿ADÓNDE VA EL CAPITALISMO? (IV). El nuevo anticapitalismo

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Harold James
Profesor de Historia y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y miembro senior del Centro para la Innovación en Gobernanza Internacional

El nuevo anticapitalismo tiene una correlación directa con la desestabilización financiera y con el acelerado cambio tecnológico. Sin embargo, es un error identificar a los críticos del sistema como neoluditas.
Actualmente estamos atravesando la transformación tecnológica y económica más dramática en la historia de la humanidad. También somos testigos del menor respaldo con el que cuenta el capitalismo en todo el mundo. ¿Estas dos tendencias están conectadas y, de ser así, de qué manera?
Es tentador decir que la creciente impopularidad del capitalismo no es más que un síntoma de ludismo –el impulso que llevó a los trabajadores artesanos a comienzos de la Revolución Industrial a romper la maquinaria que amenazaba sus empleos-. Pero esa explicación no capta la complejidad del movimiento actual en contra del capitalismo, que está siendo liderado no tanto por trabajadores angustiados como por intelectuales y políticos.
La actual ola anticapitalista se produce en un momento en el que el neoliberalismo de libre mercado y la globalización son fustigados casi universalmente. La oposición al neoliberalismo surgió originariamente de la izquierda, pero ha sido adoptada –quizás hasta de manera más vigorosa y rencorosa- por la derecha populista.
Después de todo, ha habido más que un toque de sentimiento anticapitalista de épocas de entreguerras a la antigua usanza en el discurso de 2016 de la ex primera ministra británica Theresa May al denunciar a los «ciudadanos cosmopolitas del mundo» como «ciudadanos de ninguna parte». O como lo expresó su sucesor, el actual primer ministro británico, Boris Johnson, de manera más sucinta: «los negocios, que se jodan». Del mismo modo, en Estados Unidos, el presentador de Fox News Tucker Carlson ha canalizado el pathos de la derecha trumpiana a través de extensas diatribas contra el capitalismo, quejándose de los «mercenarios que no sienten ninguna obligación de largo plazo con la gente a la que gobiernan» y «ni siquiera se preocupan por entender nuestros problemas».
Una explicación parcial para el nuevo espíritu de la época es que se trata de una reacción predecible ante la desestabilización financiera. De la misma manera que las condiciones monetarias luego de la Primera Guerra Mundial parecían injustas y generaron una reacción feroz, la crisis financiera de 2008 alimentó una creencia generalizada de que el sistema está amañado. Mientras que los gobiernos y los bancos centrales rescataron a grandes instituciones financieras para impedir un colapso de todo el sistema financiero global y una repetición de la Gran Depresión, los millones de personas que perdieron sus hogares y empleos tuvieron que arreglárselas por su cuenta.
La crisis financiera por sí sola bastó para sembrar las semillas del sentimiento anticapitalista. Pero también coincidió con una transformación tecnológica y social mucho más amplia. Innovaciones como los teléfonos inteligentes –el iPhone se lanzó en 2007- y las nuevas plataformas de Internet han cambiado esencialmente la manera en que la gente se conecta y hace negocios. En muchos sentidos, la nueva modalidad de negocios es la antítesis del capitalismo, porque está basada en pagos opacos y mercados asimétricos y duales. Ahora obtenemos servicios «vendiendo» nuestra información personal. Pero, en realidad, no somos conscientes de que estamos involucrados en una operación de mercado, porque no hay ningún precio de etiqueta que podamos ver: el precio que pagamos es nuestra privacidad y autonomía personal.
Al mismo tiempo, el pensamiento de suma cero se ha vuelto la forma predominante del análisis económico. Esto también, claramente, tiene raíces en la crisis financiera. Pero también ha sido alimentado por las nuevas tecnologías de la información (TI), debido al poder de los efectos de red al interior de los mercados donde predomina el concepto todo para el vencedor –particularmente con respeto a la economía de plataformas y el desarrollo de inteligencia artificial (IA)-. Cuanta más gente hay en una red, más valiosa se vuelve para cada usuario, y menos espacio hay para un segundo actor en el mercado. Según un famoso anuncio de Avis de 1962, «cuando uno es el número 2, se esfuerza más». Pero ahora, si uno es el número 2, no hay nada que hacer. Ya se ha perdido.
Es más, el nuevo capitalismo de la TI y la IA tiene una geografía específica. Está arraigado en Estados Unidos y China, pero los chinos apuntan a alcanzar un predominio en 2030. El capitalismo siempre ha impulsado el cambio geopolítico, pero ahora que está cada vez más asociado con China –después de haber sido sinónimo de Estados Unidos desde el período de entreguerras en adelante- genera objeciones de fuentes diferentes que en el pasado.
Si miramos para adelante, se seguirán desarrollando los cambios radicales del mundo post-crisis financiera, y la revolución de la TI/IA alterará la naturaleza de gran parte de la actividad económica. Los bancos desaparecerán, no porque sean malos o sistémicamente peligrosos, sino porque son menos eficientes que las nuevas alternativas. A pesar de todas las mejoras en la comunicación electrónica, los costos y cargos bancarios prácticamente no han caído; de hecho, para muchos consumidores en zonas con tasas de interés iguales a cero o negativas, los honorarios en verdad han aumentado. En algún punto en el futuro no tan distante, la mayoría de los servicios bancarios probablemente estarán desglosados y serán ofrecidos individualmente –y de maneras nuevas y mejores- a través de plataformas online.
Campus de Huawei en Shenzhen (China) (imagen: Yahoo News)
La originalidad del capitalismo reside en su capacidad para producir respuestas orgánicas a la mayoría de los problemas de escasez y asignación de recursos. Los mercados tienden naturalmente a recompensar las ideas que demuestran ser más útiles, y penalizan el comportamiento disfuncional. Pueden producir desenlaces generalizados, cosa que los estados no pueden hacer, impulsando a grandes cantidades de individuos a adaptar su comportamiento en respuesta a las señales de precios.
En el mundo cada vez más caliente de hoy, existe obviamente la necesidad de encontrar maneras efectivas de limitar las emisiones de gases de efecto invernadero. Pero inclusive un problema tan complicado como el cambio climático no debería dejarse en manos de tecnócratas. Todos tenemos que estar involucrados, como ciudadanos y como actores del mercado. Por su parte, los defensores del capitalismo tienen que descifrar cómo hacer que el sistema sea más inclusivo, para que pueda ganarse otra vez el respaldo de la población.
Fuente: Project Syndicate (III)
Nueva Sociedad 
Ilustraciones: Conversación sobre la Historia))....

ADÓNDE VA EL CAPITALISMO (V). La izquierda ante la crisis del neoliberalismo

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Esta serie empezó con un artículo de Stiglitz sobre la credibilidad en la fe neoliberal y la necesidad  de  un renacimiento de la historia. Le siguió  Nafeez Ahmed para  advertir que estamos avanzando hacia un territorio nuevo, impredecible y sin precedentes en el que no hay respuestas para la economía convencional.  En la tercera publicación Varoufakis  propuso corregir el modelo de propiedad de las corporaciones que nació en 1599 con la aparición de la acción negociable al fundarse la Compañía de las Indias Orientales. Harold James analizó luego cómo la oposición al neoliberalismo surgió originariamente de la izquierda, pero había sido adoptada –quizás hasta de manera más vigorosa y rencorosa- por la derecha populista. En esta publicación, que es la penúltima, Sheri Berman  sugiere la necesidad  de ir más allá del ataque al neoliberalismo y mantener  vivas y activas las ideas hasta que lo políticamente imposible se vuelva políticamente inevitable
 
Sheri Berman (*)

La fase neoliberal del capitalismo, sin importar lo evidente que pueda parecer su crisis, no colapsará automáticamente. ¿Está preparada la izquierda para responder al desafío que tiene por delante?
 
Durante los últimos años, las consecuencias negativas del capitalismo neoliberal se han vuelto imposibles de ignorar. Contribuyó a acontecimientos traumáticos tales como la crisis financiera de 2008, como así también a otras tendencias destructivas a largo plazo tales como la inequidad creciente, un menor crecimiento, un monopsonio en aumento y mayores brechas sociales y geográficas. Además, su impacto no se ha limitado a la esfera económica: estos hechos y tendencias han tenido también una influencia nefasta en las sociedades y las democracias occidentales. Como resultado, han proliferado las críticas abrumadoras al capitalismo neoliberal por parte de académicos, políticos y analistas.
Imagen: http://gregmankiw.blogspot.com/
Sin embargo, si el propósito no es limar los bordes ásperos del neoliberalismo sino transformarlo de manera fundamental en un sistema más equitativo, justo y productivo, se necesita algo más que un reconocimiento de sus imperfecciones y desventajas. Como dice el viejo refrán, «no se puede derrotar algo con nada».
Un proceso de dos etapas
Para comprender lo que demandaría librarnos de las ideas y políticas neoliberales que han afectado negativamente las economías, las sociedades y las democracias occidentales durante décadas, necesitamos recordar cómo ocurren las transformaciones ideológicas. El ascenso y la caída de los paradigmas y las ideologías económicas se pueden conceptualizar como un proceso de dos etapas.
En la primera etapa, crece la insatisfacción hacia una ideología dominante, o el reconocimiento de su inadecuación. Estas carencias percibidas crean el potencial –lo que los cientistas políticos llaman «espacio político»– para el cambio. Pero incluso una vez que ese espacio se abre, queda la pregunta de si otra ideología –y, de ser así, cuál– reemplazará a la antigua. Para que se derrumbe una ideología existente, las cosas deben progresar más allá de la etapa en que se la critica y ataca, a una segunda etapa en que una nueva ideología más plausible y atractiva emerge para reemplazarla.
Este proceso se refleja con claridad en el surgimiento del propio neoliberalismo.
Imagen: radicalphilosophy.org
Durante el periodo de posguerra, reinó en Europa occidental un consenso socialdemócrata. Se basaba en un compromiso: se mantenía el capitalismo, pero era un capitalismo muy diferente de su homólogo de principios del siglo XX. Después de 1945 los gobiernos de Europa occidental prometieron regular los mercados y proteger a los ciudadanos de las consecuencias más desestabilizantes y destructivas del capitalismo por medio de una variedad de programas sociales y servicios públicos.
Durante décadas, este orden funcionó bastante bien. Por cerca de 30 años luego de la Segunda Guerra Mundial, Europa occidental experimentó el crecimiento económico más acelerado de su historia y por primera vez la democracia liberal se convirtió en la norma en toda la región.
Sin embargo, a partir de la década de 1970, este orden comenzó a toparse con problemas, cuando una mala combinación de inflación creciente, aumento del desempleo y crecimiento lento –«estanflación»– se extendió por las economías de Europa occidental. Estos problemas crearon el potencial, una apertura política, para el cambio. Pero para que esto pudiera explotarse, era necesario un retador. Ese retador, por supuesto, fue el neoliberalismo.
Alternativa preparada
Durante las décadas de posguerra, una derecha neoliberal había estado reflexionando sobre lo que percibía como las desventajas del consenso socialdemócrata y sobre lo que debería reemplazarlo. Estos neoliberales ganaron poco terreno antes de la década de 1970, ya que el orden de posguerra estaba funcionando bien y, por lo tanto, había poca demanda de un cambio fundamental. Sin embargo, cuando aparecieron los problemas y el descontento, los neoliberales estaban preparados, y no solo con críticas sino también con una alternativa.
Como lo planteó Milton Friedman, el padrino intelectual de este movimiento, «solo una crisis –real o percibida– da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelva políticamente inevitable». Que la izquierda, en ese momento, fuera incapaz de ofrecer explicaciones definidas o soluciones viables para los problemas que enfrentaba el orden socialdemócrata facilitó el triunfo del neoliberalismo.
Imagen: blogpedagog.files.wordpress.com
Ese triunfo también fue facilitado y cimentado por un proceso deliberado de difusión ideológica. Los preceptos centrales del neoliberalismo se volvieron ampliamente aceptados entre los profesionales de la economía, y think tanks y programas educativos ayudaron a difundir ideas neoliberales en las comunidades encargadas de la elaboración de políticas, las comunidades del derecho y otras.
Este proceso de difusión fue tan generalizado y eficaz que arrasó también con los partidos de la izquierda. Stephanie Mudge mostró que, para fines del siglo XX, los economistas keynesianos que dominaban la elaboración de políticas económicas en la mayoría de los partidos de izquierda durante la posguerra habían sido reemplazados por «economistas orientados a las finanzas trasnacionales» y productos de los think tanks neoliberales que se consideraban a sí mismos intérpretes de los mercados y percibían su misión en términos tecnocráticos y de eficiencia, lo que empujaba a la izquierda a adoptar la globalización, la desregulación, la retracción del Estado de Bienestar y otras reformas.
Imagen: nakedkeynesianism.blogspot.com
En los años que condujeron a la crisis de 2008, las voces que se opusieron en forma enfática a la ideología neoliberal reinante fueron pocas y aisladas. Como lo plantearon Marion Fourcade y Sarah Babb, durante este periodo el triunfo del neoliberalismo «como una fuerza ideológica» era completo, «en el sentido de que ‘no había alternativas’ simplemente porque todos creían en y actuaban de acuerdo con creencias [neoliberales]».
Oscilación pendular
La crisis financiera y el creciente reconocimiento de las consecuencias negativas a largo plazo del neoliberalismo han hecho que ahora el péndulo regrese a la posición original. Una apreciación amplia de que muchas ideas y políticas impulsadas por los neoliberales desde la década de 1970 son responsables de la confusión económica, política y social en que se encuentra Occidente ha abierto un espacio político para la transformación. Pero para que eso ocurra, sería necesario que la izquierda estuviera lista con una alternativa, y no solo con críticas.
Es absolutamente posible que un número creciente de personas tome conciencia de los problemas de un orden existente, debilitándolo pero tal vez no causando aún su colapso y reemplazo. En verdad, esos periodos tienen un nombre: interregnos. Históricamente, los interregnos se ubicaron entre el reinado de un monarca y el siguiente; ante la falta de líderes fuertes y legítimos, a menudo estos periodos fueron inestables y violentos.
Protesta contra la cumbre del G-20 en Hamburgo, julio de 2017 (imagen: republica.com)
Desde una perspectiva contemporánea, un interregno es un periodo en el que un viejo orden se está derrumbando pero todavía no ha tomado su lugar uno nuevo. Como en el pasado, sin embargo, esos periodos tienden a ser desordenados y volátiles. O como lo expresó Antonio Gramsci en forma más poética –reflexionando en 1930 desde su celda sobre cómo el fascismo, y no la izquierda, había sido el beneficiario de la crisis del capitalismo en Italia–, durante los interregnos «aparece una gran variedad de síntomas morbosos».
Que se puedan trascender los muchos «síntomas morbosos» –económicos, sociales y políticos– que caracterizan nuestra era presente va a depender de si la izquierda es capaz o no de ir más allá del ataque al neoliberalismo. Tiene que inventar alternativas viables, atractivas y diferentes, y luego construir apoyo para ellas.
(*) Sheri Berman es profesora de ciencias políticas en el Barnard College y autora del libro Democracia y dictaduras en Europa. Desde el Antiguo Régimen hasta nuestros días (Oxford University Press).
FuenteSocial Europe e IPS Journal. Publicado en Nueva Sociedad, enero 2020
Traducción: María Alejandra Cucchi
Ilustraciones: Conversación sobre la Historia
Portada:
Obra atribuida a Bansky con el logotipo de Extinction Rebellion (imagen: revistaarcadia.com) ))....


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