La «Semana sangrienta» de julio de 1931 en Sevilla. Entre la historia y la manipulación
Francisco Espinosa Maestre
Prólogo a «La ‘Semana Sangrienta’ de julio de 1931» de José Mª García Márquez (*)
El interés de la historia de Sevilla entre 1931 y 1936 desborda el marco local. La versión general dominante sobre la experiencia republicana, que llega hasta nuestros días, es que el final de la monarquía y la proclamación de la II República fueron aceptadas mayoritariamente por la sociedad española. Incluso los sectores que no compartían las ideas republicanas entendieron que la monarquía era insostenible. Sin embargo esa alegría general que conocemos por imágenes y testimonios duró muy poco, ya que el desorden público más absoluto fue apoderándose poco a poco de la situación hasta desembocar en un proceso revolucionario en octubre de 1934 y en una guerra civil dos años después. En esta versión el golpe militar de Sanjurjo de agosto de 1932 viene a ser un mero episodio sin importancia. Para esta versión la República equivalió a caos.
La renovación historiográfica iniciada en las décadas finales del siglo XX aportó una visión más matizada de aquella etapa tan breve pero tan intensa de nuestra historia reciente. Sin embargo ese avance se enfrentó a muchas limitaciones. La situación de los archivos heredada de la dictadura resultaba lamentable y el modelo de transición no favoreció en modo alguno la mirada al pasado. Baste decir que los archivos judiciales militares, claves en un país en que el orden público estuvo tradicionalmente militarizado, no se abrieron a la investigación hasta 1997, a lo que habría que añadir el tiempo que ha llevado catalogarlos. Esta documentación, además, no ha pasado a archivos nacionales con horarios favorables a la investigación, sino que ha permanecido en ámbito militar con consulta muy limitada y, salvo excepción que confirma la regla, no se ha digitalizado.
Por otra parte, sin que se llegara a consumar esa renovación historiográfica y en oposición a la inhibición que caracterizó los largos años del PSOE en el poder, la reacción alentada desde fines de los noventa por la derecha frente al movimiento en pro de la memoria histórica aparecido entonces, favoreció primero el surgimiento de una versión neofranquista alentada desde ciertos medios de prensa y después una apuesta académica más elaborada pero con la misma intención: seguir responsabilizando a la República de la guerra civil. De este modo, a cuatro décadas de la transición y a diferencia de los países europeos de nuestro entorno marcados por el fascismo, no ha sido posible consensuar una interpretación del pasado reciente. No en vano los mismos que destruyeron la democracia republicana fueron los que controlaron el proceso de transición.
En este panorama el trabajo de José María García Márquez resulta una novedad interesante. Y esto por más que contemos ya desde hace tiempo con algunos trabajos sobre la República en Sevilla que, pese a su interés, adolecían de serias carencias por la imposibilidad de acceder a ciertas fuentes, lo cual afectaba considerablemente el resultado. En esta ocasión el autor ha tenido a su favor dos hechos: un buen trabajo de archivo y una serie de investigaciones previas sobre Sevilla que le permiten ver con perspectiva el hecho investigado.
La obra de García Márquez nos muestra la realidad de aquel episodio partiendo de una buena base documental tanto local como nacional, realidad que intuíamos pero que hacía falta documentar. De este modo ha conseguido crear un relato coherente y lleno de matices de los primeros meses de la República en Sevilla. La versión dominante que comenté al principio no resiste la prueba. La historia no es como nos han contado. La realidad es que las maniobras encaminadas a impedir el desarrollo y la implantación del nuevo régimen político, tal como demostró José Ángel Sánchez Asiaín en La financiación de la guerra civil española (Crítica, 2012), comenzaron el mismo día de su proclamación y desembocarán en el golpe de Sanjurjo de agosto de 1932.
No suele darse la importancia que merece al hecho de que el único lugar donde triunfó la “Sanjurjada” fue precisamente Sevilla. El libro de García Márquez permite entender por qué esto fue así. La secuencia temporal que se analiza es muy breve, ya que abarca desde abril a julio de 1931, momento en que tuvieron lugar los hechos más importantes que se describen, pero la sombra se alarga hasta 1936. Su importancia fue tal –hablamos de hechos que tuvieron repercusión nacional– que cabe afirmar que la República quedó dañada desde ese momento tanto ante sus enemigos, que tomaron conciencia de su poder, como sobre todo ante quienes tenían puestas sus esperanzas en ella, que se vieron desamparados e indefensos ante los desmanes de la reacción, que actuó sin freno alguno.
Lo cierto es que, frente a la versión que nos ha llegado, nunca existió ninguna revolución en marcha ni un plan comunista para ocupar el poder, sino una conspiración permanente contra la República que se manifestó ya desde sus comienzos. En Sevilla los primeros meses estuvieron marcados por acontecimientos de diverso signo. La movilización popular fue común a la que hubo en otros lugares del país y la actuación de las fuerzas armadas, especialmente la Guardia Civil, fue sumamente violenta y causó víctimas en distintos lugares. Esto no era ninguna novedad. La particularidad del caso sevillano es que va mucho más allá de los enfrentamientos habituales entre fuerzas armadas y manifestantes. En ningún otro lugar vemos el Gobierno Civil ocupado por monárquicos armados y revestidos de poder al mando de un militar que dirige todas las operaciones. El militar no era otro que el capitán Manuel Díaz Criado, fuente de problemas durante toda la República y que será nombrado delegado de Orden Público por Queipo en julio de 1936.
La conspiración que tuvo lugar en Sevilla contra la República a las pocas semanas de proclamarse tuvo cuatro pilares: los sectores monárquicos, las fuerzas de carácter represivo (Ejército, Guardia Civil y Policía), el poder judicial y el cuarto poder: la prensa. Los cuatro actuarán conjuntamente creando un muro infranqueable. Pero poco hubieran podido hacer sin la ayuda y estrecha colaboración del Gobierno Civil, es decir, de la máxima autoridad designada por el ministro de Gobernación de la República, y del jefe militar de la División Orgánica. Fue la confluencia de Miguel Maura Gamazo en Gobernación, José Bastos Ansart en el Gobierno Civil y Leopoldo Ruiz Trillo como máxima autoridad militar, todos ellos manifiestos enemigos de la República, la que marcó los sucesos de Sevilla. Entre los tres, armando todo el ruido posible, montarán esa “semana sangrienta” que les permitirá llevar a cabo un proceso represivo que dejará herido al movimiento obrero, especialmente a comunistas y anarquistas, y en extraña situación al gobierno de la República por mostrar debilidad a los pocos meses de su existencia. Lo anómalo de la situación queda en evidencia con solo decir que, sin motivo alguno, entre mayo y julio fue declarado el estado de guerra en dos ocasiones y que la justicia civil quedó supeditada a la jurisdicción militar.
Las fuerzas armadas actuaron a su aire sin tener que rendir cuentas a nadie. Los sectores antirrepublicanos vieron ahí la ocasión de recuperar el poder perdido. La derecha más reaccionaria pasó a controlar el Gobierno Civil en un proceso que comenzó con la ocupación militar de la ciudad y culminó con la aplicación de la “ley de fugas” a cuatro personas en el Parque de María Luisa y con el bombardeo de la “Casa Cornelio”, un bar popular del barrio de la Macarena. La gravedad de lo ocurrido en esos días, con varias decenas de muertos y heridos, debiera haber bastado para sustituir y exigir responsabilidades a las autoridades civiles y militares, incluyendo entre estas a quienes decidieron encausar a quien les vino en gana. No fue así y las víctimas fueron las que pagaron con su vida los excesos represivos. Por su parte la República no quiso llegar al fondo del asunto pese a las advertencias de algunos parlamentarios y periodistas y, como era habitual en el poder, amparó la actuación de los responsables.
Todo ello constituye un relato que deja un sabor amargo por el triunfo absoluto de la impunidad y por saber en qué acabó todo aquello exactamente cinco años después. García Márquez, que conoce bien lo que ocurrió a partir de julio de 1936, tiene el acierto de recordarnos que los protagonistas de aquel asalto a la República, tanto civiles como militares, son los mismos que volverán a la acción en cuantas ocasiones se presentaron en los años siguientes hasta culminar en la barbarie de 1936. En este sentido la “Semana sangrienta” no fue más que un primer ensayo. La gravedad de los hechos permite afirmar que el papel de los sectores reaccionarios sevillanos en el período republicano representa un elemento a tener en cuenta en la desestabilización del nuevo régimen. No en vano fue la única ciudad en la que triunfaron los golpes militares de 1932 y 1936. Y si el primero acabó diluyéndose ante el fracaso general, el segundo resultó fundamental para el control del suroeste del país y, sobre todo, para recibir al Ejército de África, sin el cual la sublevación hubiera fracasado en poco tiempo.
Mención aparte merece el papel jugado por la prensa, que no fue otro que justificar ante la opinión pública las operaciones represivas llevadas a cabo. La prensa en general vino a jugar el papel de la sección de Agit-Prop de la derecha reaccionaria. El periodismo no existió y los periodistas de los principales medios sevillanos trabajaron para la reacción bajo el principio de la involución permanente. Esa fue su labor entre 1931 y 1936. El prototipo sería Enrique Vila con su Un año de República en Sevilla, que vio la luz en junio del 1932, cuando faltaban dos meses para el golpe de agosto de ese mismo año. Él mismo será, bajo el pseudónimo de “Guzmán de Alfarache”, el autor de la Historia del Glorioso Alzamiento de Sevilla (1937), el primer trabajo periodístico de homenaje al golpe de Queipo.
El trabajo de José María García Márquez esclarece un episodio importante y abre nuevas perspectivas para los estudios de la II República en lo referente a la conflictividad social y política. La batalla de la historia y de la propaganda sobre el ciclo histórico abierto con la proclamación de la República y cerrado con la muerte del dictador continúa tan activa como siempre. En un país donde la II República sigue siendo un período maldito de nuestra historia y hay quienes siguen justificando el golpe militar cuyo fracaso parcial condujo a la guerra civil, es importante recuperar su verdadera historia.
Introducción
José María García Márquez
Investigador sevillano especializado en el golpe militar de julio de 1936 y sus consecuencias a través de diversos trabajos entre los que destacan «La UGT de Sevilla: golpe militar, resistencia y represión, 1936-1950» (2009) y «Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla» (2012).
Este es un trabajo breve sobre una semana clave de la historia de la Segunda República en Sevilla. De esa etapa se han hecho interpretaciones de todo tipo: estructurales, sociológicas y electorales, culturales, políticas, etc. Hora es, quizá, de añadir otra lectura diferente basada, sobre todo, en algunas fuentes no utilizadas hasta ahora.
La criminalización de la Segunda República durante el franquismo y la deformación abusiva de su historia tuvieron efectos muy nocivos en la memoria colectiva del país. No solamente el golpe militar acabó con la República, sino que también se puso especial énfasis en destruir su pasa- do. De tal forma esto fue así que, aún hoy, muchas personas siguen identificando República con enfrentamientos, incendios, atentados, pistolerismo, violencias de todo tipo, etc., sin mencionar la ingente y progresista labor legislativa que llevó a cabo y la enorme transformación social que se desencadenó con su llegada. Las llamadas luchas de partidos quedaron sepultadas bajo la bota militar y el partido único. Las libertades pasaron a ser libertinajes, nadie pudo elegir libremente un representante político y el Código de Justicia Militar sustituyó al derecho y a la ley. La represión, por su parte, después de descabezar a las organizaciones del Frente Popular y a los sindicatos obreros, eliminó todo vestigio republicano en todas las instituciones del Estado y en la administración pública. Ni un ferroviario, ni un cartero, ni un maestro, ni un periodista, nadie que no fuera afecto a la dictadura quedó en su puesto de trabajo y un tropel de sustitutos afines se adueñó de todo. Medio país, y no unos cuantos como algunos creen, vivió mejor con Franco, empezando por los empresarios y patronos que tuvieron a su servicio a una masa trabajadora controlada y vigilada en todo momento, sin sindicatos para su defensa y con salarios que solo «recuperaron en 1962 el nivel que habían tenido en 1936».1 Más la Iglesia, que actuó también en funciones policiales en los procesos de depuración con sus certificados de «buena conducta» para aquellos que acreditaran su dócil catolicismo y denunciando a los «descarriados de la fe».
De la misma forma que la transición de la dictadura franquista a la democracia mantuvo incólumes los cuerpos fundamentales que sostuvieron el régimen durante cuatro décadas: el Ejército, la Policía, la Guardia Civil, la Justicia y, por supuesto, la Iglesia, la Segunda República tuvo que avanzar de la mano de esas mismas instituciones heredadas de la Monarquía que, salvo leves cambios en su composición, se mantuvieron en sus mismos principios e ideologías durante toda su corta vida hasta el golpe militar de julio de 1936 que les devolvió sus prerrogativas completas. Entonces, como en la transición posfranquista, no pudo llevarse a cabo una transformación democrática de los aparatos del Estado. Y si bien en la Transición hubo que esperar a la muerte de una generación para que, poco a poco, otras mentalidades fueran ocupando su espacio, la Segunda República ni siquiera tuvo tiempo para ello.
Veremos cómo casi todos los nombres que fluyen en la narración de los sucesos que ocupan este trabajo son los mismos, y en las mismas posiciones ideológicas y políticas, que aparecen tras el golpe militar. Los que apoyaron la sublevación fueron —con muy escasas excepciones— los que combatieron a la República desde su nacimiento, de la misma forma que sus defensores —también con escasas excepciones— recibieron una oleada de terror y represión. Pero hay que hacer una aclaración importante. Si tuviéramos que poner un nombre a esa represión la llamaríamos obrera, pues obreros fueron más del 80 % de las víctimas. Allí donde se poseen datos de profesión u ocupación se constata esta realidad. En Sevilla, por ejemplo, el 55,5 % de las víctimas identificadas eran jornaleros y trabajadores del campo, otro 24 % obreros de la construcción e industrias y manufacturas y el 6,29 % eran mujeres trabajadoras.2 En Huelva, en un estudio sobre la represión judicial militar, el porcentaje alcanza el 75 %, cifra a la que habría que añadir un 7,2 % de mujeres trabajadoras.3
Entre otras muchas cosas, la llegada de la República trajo también, como lógica consecuencia, un mayor peso y actividad de las organizaciones sindicales, que vieron cómo sus filas se incrementaron con millares de afiliados. El marco de nuevas libertades abrió la puerta a una gran acción reivindicativa por mejores jornales y condiciones de trabajo y en Andalucía, en concreto, la precaria y difícil situación de millares de jornaleros propició una fuerte lucha contra el latifundismo. No debemos de olvidar, por ejemplo, que «desde las primeras décadas del siglo, la mano de obra sevillana era de las más baratas del país».4 En el campo, el latifundismo mantenía una dramática situación laboral para millares de jornaleros. Los datos conocidos sobre las tierras expropiables en Sevilla eran espectaculares: 588 propietarios con fincas mayores de 250 ha poseían 542.624 ha, el 91,19 % de dichas tierras; 145 propietarios con fincas mayores de 1.000 ha tenían el 52 % de la superficie expropiable.5 Y aunque el paro agrícola no era solamente imputable a los latifundios —también afectaba a los regadíos y a las pequeñas propiedades— lo cierto es, como nos apunta Florencio Puntas, que cuando llega la Segunda República en Andalucía había en torno a 100.000 parados y la provincia de Sevilla, en concreto, tenía 50.766 desempleados sin medio alguno de vida, recordándonos también cómo la pérdida de la cosecha de aceituna en el otoño de 1930 y la escasa cosecha de cereales de 1931 vinieron a agravar notablemente la situación, provocando una legislación de choque inmediata mediante leyes y decretos, como la de términos municipales, la creación de las bolsas de trabajo y la de laboreo forzoso, que fue abiertamente combatida por la patronal.6
Si no entendemos el clima social y económico imperante al advenimiento de la República será difícil que nos aproximemos al clima político. Si algo caracterizaba a la Sevilla de 1931 era, sobre todo, la miseria, el hacinamiento, los bajos salarios y el paro en un sector importante de su población, sobre todo en la construcción. Todo ello con un incremento no- table de la delincuencia y una actuación abusiva y muchas veces brutal de las fuerzas encargadas del orden público. Y eran problemas heredados de años anteriores. Macarro Vera nos dice que durante 1931 y 1932 el gasto familiar en alimentación fue inferior al de los años precedentes. Es cierto que «los salarios subieron respecto a los años prerrepublicanos, con lo que el nivel de vida aumentó, pero este nivel era tan bajo en su momento de partida, que lo único que se garantizaba con los aumentos salariales era el sobrevivir».7
Otro de los grandes problemas de la ciudad era la carencia de viviendas, agravado por las condiciones de habitabilidad e higiene de muchas de ellas, lo que provocaba un hacinamiento desmesurado en los barrios obreros. En catorce de ellos con más de 20.000 habitantes, las carencias de servicios urbanos eran importantes. Algunos (la Barzola, Vistahermosa, los Carteros, la Haza del Quesero, etc.) no tenían agua potable, alcantarillado o alumbrado.8 La acción de los sindicatos dio una gran visibilidad a todos los problemas que se venían arrastrando y, ahora sí, se exigían soluciones.
En Sevilla, como en Andalucía y en España, esas reivindicaciones se manifestaron en un número considerable de huelgas, que no fueron cargadas en el debe de la patronal y los terratenientes, sino en el debe de la República. Es como si los millares de huelgas que se desarrollaron en la transición tras la muerte de Franco se imputaran a la democracia. Hoy empezamos a conocer cada vez más datos precisos y documentados y sabemos que el número de huelgas y huelguistas entre 1931 y 1936 fue significativamente inferior al del período 1975-1980. Los cuadros 1 y 2 pueden ser ilustrativos de lo que decimos.
Cuadro n.º 1. Huelgas en 1931-1936
Año | N.º de huelgas | Trabajadores Participantes | Jornadas perdidas |
1931 | 734 | 284.208 | 4.624.862 |
1932 | 681 | 421.331 | 5.619.967 |
1933 | 1127 | 908.634 | 15.559.345 |
1934 | 594 | 809.459 | 12.137.320 |
1935 | 181 | 53.609 | No disponible |
1936 | 887 | 809.495 | No disponible |
Totales | 4.204 | 3.286. 736 | |
Fuente: CARRERAS Y TAFUNELL (coords.), Estadísticas históricas de España. Siglos XIX–XX. pp. 1242 y 1243. |
Cuadro n.º 2. Huelgas en 1975-1980
Año | N.º de huelgas | Trabajadores Participantes | Jornadas perdidas |
1975 | 3.156 | 647.100 | 1.814.600 |
1976 | 3.662 | 2.556.763 | 13.593.100 |
1977 | 1.194 | 2.955.000 | 16.641.700 |
1978 | 1.128 | 3.863.855 | 11.550.911 |
1979 | 2.680 | 5.713.193 | 18.916.984 |
1980 | 2.103 | 2.287.000 | 4.712.516 |
Totales | 13.923 | 18.022.911 | 67.229.811 |
Fuente: CARRERAS Y TAFUNELL (coords.), Estadísticas históricas de España. Siglos XIX–XX, pp. 1242 y 1243. |
Obviamente, los datos tienen que ser puestos en relación con la población empleada que había en cada período citado. En 1930, la población era de 23.444.615 y la empleada ascendía a 8.784.489. En 1975, de 35.519.804 habitantes y la población empleada era de 13.288.654, de tal forma que el porcentaje de huelguistas sobre la población fue de 14,01 % en el sexenio 1931-1936 y el 50,74 % en 1975-1980.9
Incluso los datos que se citan en el cuadro nº 1 correspondientes al año 1931 no coinciden con los publicados oficialmente por el Ministerio de Trabajo durante la República. En ese año, aunque aumentó el número de huelgas en relación al anterior, el número de huelguistas fue inferior. Podemos ver esos datos en el siguiente cuadro:
Cuadro nº 3. Huelgas 1930 y 1931
Concepto | 1930 | 1931 |
Número dehuelgas | 402 | 734 |
Número dehuelguistas | 247.460 | 236.177 |
Jornadas perdidas | 3.740.360 | 3.843.260 |
Fuente: MINISTERIO DE TRABAJO Y PREVISIÓN SOCIAL, Estadísticas de las huelgas 1930 y 1931, pp. 11,12 y 14. |
Sabemos también que las huelgas, la agitación y la lucha política no eran nuevas. Continuaba la misma lucha «que estaba sufriendo España desde la primera posguerra mundial, y que alcanzó su momento de mayor intensidad conflictiva durante la dramática andadura de la democracia nacida el 14 de abril de 1931».10
Pese a ello, es evidente que si se comparan las muertes violentas por motivos políticos y sociales que se produjeron durante la transición política y las referidas al período 1931-1936, se comprueba una violencia muy superior en la etapa republicana. Sin embargo, si acudimos al sexenio 1945-1950, que se desarrolló con una gran violencia y represión –especialmente la del movimiento guerrillero y clandestino– observaremos una curiosa coincidencia. Hemos extraído de la base de datos del Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla 11 todos los casos con muertes de los que se instruyeron procedimientos en dicho período por la Auditoría de Guerra para las provincias de Huelva, Sevilla, Córdoba, Cádiz y Jaén, que suman un total de 251 fallecidos (cuadro n.º 4). De otra parte, recopilamos del trabajo de Eduardo González Calleja las cifras de víctimas mortales en las mismas cinco provincias en 1931-1936, con el resultado de 252 (cuadro n.º 5).
Cuadro n.º 4. Muertos en 1945-1950
Año | Muertos |
1945 | 26 |
1946 | 29 |
1947 | 41 |
1948 | 71 |
1949 | 50 |
1950 | 34 |
Total | 251 |
Fuente: ARCHIVO DEL TRIBUNAL MILITAR TERRITORIAL 2.º |
Cuadro n.º 5. Muertos en 1931-1936
Provincia | Muertos |
Cádiz | 54 |
Córdoba | 39 |
Huelva | 17 |
Jaén | 32 |
Sevilla | 110 |
Total | 252 |
Fuente: GONZÁLEZ CALLEJA, Cifras cruentas, p. 110. |
Es demasiado fácil saber por qué una violencia tan similar cuantitativamente a la otra no tuvo la misma repercusión pública ni mediática. Durante el franquismo, la dictadura se encargó con especial celo de que la población no se enterara de lo que estaba ocurriendo. Y hablamos de víctimas mortales. Junto a estos casos hubo también muchos heridos, atenta- dos, agresiones, robos a mano armada, secuestros, etc. La paz de la dictadura en esos años estuvo plagada de violencia y, además de ocultación y censura, se manipuló toda la información que se consideró necesaria.
Hemos intentado contrastar los datos estadísticos existentes sobre defunciones por muertes violentas u homicidios elaborados por la Delegación de Estadística de Sevilla, pero nos tropezamos con numerosas irregularidades en la información, especialmente en el período de la guerra desde julio de 1936 a marzo de 1939 y la posguerra hasta diciembre de 1945. Cabe señalar, por ejemplo, que durante la guerra se registran como datos estadísticos en la provincia y en la capital un total de 393 homicidios, sin especificar si algunos se corresponden con ejecuciones. Esta cifra resulta claramente manipulada frente a más de doce mil casos documentados. También debemos señalar que en los datos analizados de la posguerra (hasta diciembre de 1945), aparecen 18 homicidios y 1 ejecución judicial, frente a 249 casos documentados e identificados en los archivos milita- res y en los registros civiles.12 Estamos, por tanto, ante una información muy difícil de aceptar. En cualquier caso, si consideramos solamente el volumen global de muertes violentas, homicidios y suicidios, es decir, el capítulo XVII de causas completo, según los registros de la Delegación de Estadística de Sevilla, tendríamos también unos datos sorprendentes. Veamos el siguiente cuadro:
Cuadro nº 6. Muertes violentas, homicidios y suicidios (período 1925-1945)
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En el período que transcurre desde 1925 a 1930 (salvo el año 1927, del que no se conserva documentación), tenemos un promedio de 26,93 casos mensuales de muertes violentas. En el período de la Segunda República, desde abril de 1931 a junio de 1936, el promedio mensual sube a 32,98.
Si analizamos el período de guerra, desde julio de 1936 a marzo de 1939, vemos cómo son 120,24 casos mensuales de promedio. Vamos ahora a la posguerra desde abril de 1939 a diciembre de 1945. El promedio mensual es de 67 casos. Es decir, que se duplican respecto al período republicano, en la misma línea que comentábamos antes respecto a las muertes por causas sociales y políticas en los cuadros 4 y 5.
Este país está acostumbrado a vivir entre secretos policiales, militares, judiciales, económicos, eclesiásticos y políticos. Los entresijos del Estado, de los Gobiernos y de muchas instituciones siempre han quedado ocultos a los ojos de los ciudadanos, y cuando los archivos han podido ser consultados ―muchos años después y solo de manera parcial― los responsables ya estaban muertos y libres de todo cargo. El resultado es que gobernantes y dirigentes de todo signo abarrotan los cementerios sin haber respondido nunca de sus actos, siendo esta una constante en la historia contra la que resulta muy difícil actuar. De tal forma esto ha sido así que en numerosas ocasiones la verdad ha quedado para siempre oculta en archivos infranqueables y que cuando algunos resquicios se han abierto a la investigación, la historia tiene que estar de enhorabuena.
Así como la apertura de los fondos judiciales militares ha dado en los últimos años un vuelco a la historiografía de la represión franquista, estos mismos fondos, referidos al período de la Segunda República, abren la puerta a una segunda lectura de muchos sucesos acaecidos entre abril de 1931 y julio de 1936 que, hasta ahora, se habían estudiado sin acceso a esas fuentes primarias. Además, la información ofrecida por la prensa obrera casi siempre ha sido considerada como sectaria o parcial, siendo muy utilizada por el franquismo y el revisionismo histórico posfranquista para las citas de proclamas y llamamientos de carácter radical que sirvieran a sus intereses ideológicos y políticos, pero la han desdeñado como otra fuente de información diferente a la prensa conservadora y eclesiástica.
Después de que los archivos judiciales militares de la Auditoría de Guerra hayan permanecido ocultos tantos años, hoy podemos conocer con detalle la actuación judicial militar más allá de las notas y declaraciones de prensa de la época, que casi siempre deformaron la realidad de los hechos. Y, unas veces por desconocimiento ante el secretismo militar y otras deliberadamente, según las posiciones políticas de los diferentes medios de comunicación, muchas interpretaciones sesgadas, incompletas o simplemente falsas se han mantenido hasta nuestros días en multitud de opiniones, artículos o libros sobre aquel período. No se trata aquí de obviar ni minimizar el alcance que tuvo la conflictividad social y política en los primeros meses de vida de la República ni la actuación de las organizaciones sindicales y políticas de la izquierda obrera, sino de analizar hasta qué punto esa conflictividad fue manipulada para favorecer unos fines determinados. Y los casos y ejemplos se agolpan unos tras otros a medida que vamos analizándolos.
¿Por qué se sigue utilizando con frecuencia el incendio de la iglesia de San Julián como un caso más de la iconoclastia anticatólica de la República? La misma policía sevillana, mientras presentaba en público a los dos supuestos autores fotografiándose con ellos, emitía su informe al gobernador civil en el que aseveraba que el incendio fue casual y que partió del interior, sin que nadie hubiese accedido a la iglesia. Daba lo mismo: la difusión masiva por todo el país del templo ardiendo cumplió sobradamente su papel. Al igual que ocurrió con los disparos contra la Virgen de la Estrella en la Semana Santa de 1932 y la autoría de Emiliano González, venido desde Ciudad Real. Nadie se preguntó por qué este hombre ―que actuó solo, según se dijo, y con carné de la CNT, como todos los trabajadores de la madera― se afilió después a Falange.
¿Llegaremos algún día a conocer quién puso la bomba que explotó en la sede de la Compañía Telefónica en septiembre de 1931 cuando se había puesto en libertad a 17 huelguistas detenidos y el Gobierno Civil estaba realizando gestiones para la readmisión de los despedidos? Mientras la Compañía adujo que el explosivo se colocó desde fuera, la Guardia Civil, que vigilaba el edificio con tres parejas, insistió una y otra vez en que se hizo desde dentro, al igual que la Policía cuando investigó el caso. Y, además, en la parte que menos podía dañar las comunicaciones. ¿Importó eso acaso? ¿O es que lo que pretendía la noticia era precisamente imputar el sabotaje a los huelguistas de teléfonos? ¿Por qué pagaba la compañía a los guardias civiles el uso de taxis para patrullar la ciudad? Son las versiones de la prensa —eso sí, de una prensa determinada— las que han rellenado de contenido la historiografía de la Segunda República, pero, como en los casos citados, son muy numerosos los sucesos sobre los que se publicó información de dudosa veracidad y que nunca se han documentado adecuadamente.
En el aspecto religioso, aparte de la indiscutible confrontación de la legislación republicana con el estatus de la Iglesia y los actos violentos que se dieron contra templos y religiosos, se suele también dejar fuera del relato lo que era la realidad social que lo envolvía y el descrédito de la Iglesia para un sector muy importante de la población, que la identificada como un elemento más del poder monárquico. La Sevilla católica de 1931 estaba en franca decadencia y ante una generalizada apostasía de sus habitantes frente a los preceptos religiosos. Y el fenómeno tampoco vino con la República, aunque se incrementara con ella. En los informes del período 1928-1932 que todos los párrocos de la provincia y de la capital enviaron al Arzobispado se constata, con la cruda realidad de los datos, que solo un insignificante 0,98 % de la población en la provincia (5.092 sobre 521.481 habitantes) cumplía el precepto de asistir a misa los domingos, y en su mayoría eran mujeres. Las personas que iban a misa no superaban la decena en 35 de las 108 parroquias que enviaron su informe. El porcentaje de las 20 parroquias de la capital se elevaba a un reducido 2,69 %, un total de 5.256 personas sobre una población de 197.533 habitantes. En algunos barrios llaman la atención las escasísimas personas que acudían a las iglesias. Por ejemplo, en la parroquia de la Macarena, San Gil, con 10.000 habitantes en el barrio, eran 60 los vecinos practicantes. En Triana los católicos practicantes eran 90 de 20.000 habitantes.13
Volviendo a la finalidad de este trabajo, resultaría muy extenso analizar todos los sumarios del período republicano disponibles en los archivos militares y estos ya irán siendo objeto de trabajos específicos, pero hemos querido detenernos en un hecho especialmente significativo por la importancia mediática que tuvo en su momento: la llamada «Semana sangrienta» de Sevilla, también denominada «Semana roja», que durante siete días de julio de 1931 ocupó las páginas de todos los periódicos y tuvo tan graves consecuencias.14 Y hemos querido analizar estos sucesos porque fue precisamente Sevilla la ciudad elegida por el general Sanjurjo para sublevarse en agosto de 1932 y, dicho sea de paso, el único lugar donde triunfó el golpe, aunque fuera por poco tiempo.
Ni la justicia civil ni la militar eran muy bien vistas por la mayoría de la población, especialmente por la clase trabajadora. Decía el fiscal José Luis Galbe, destinado en Sevilla:
Al día siguiente, la puerta de la Audiencia estaba cerrada a cal y canto, y en ella habían pintado una balanza clásica de la justicia tachada por una enorme cruz, y al lado, insultante, otra balanza automática ―marca Toledo― de las que funcionaban echándoles monedas.15
Esa burla escondía una abierta crítica a la justicia que, como el mismo Galbe reconocía, «era de todas las ramas de la vida estatal la más sumisa al rey, en cuyo nombre se administraba».16
Hay que añadir que una parte importante de los fondos de la Audiencia Provincial de Sevilla y de sus cuatro juzgados de instrucción relativos a dicho período no se conservan. Pero, en cualquier caso, tanto los escasos archivos de la justicia civil conservados como los de la justicia militar son fundamentales para entender los diferentes conflictos que se sucedieron durante este periodo, y nos permitirán conocer que desde el nacimiento de la Segunda República se llevaron a cabo actuaciones para desprestigiarla y se conspiró sin ningún escrúpulo contra el nuevo Estado.
- Arenas Posadas, Poder, economía y sociedad en el sur, p. 176
- García Márquez, Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla (1936-1963), 160.
- Espinosa Maestre y García Márquez, «La desinfección del solar patrio. La represión judicial militar: Huelva (1936-1945)», en Núñez Díaz-Balart (coord.), La gran represión, 423-424.
- Arenas Posadas, Industrias y clases trabajadoras en la Sevilla del siglo XX, 28.
- Florencio Puntas, Empresariado agrícola y cambio económico, 41.
- Ibidem, 335.
- Macarro Vera, La utopía revolucionaria, 33.
- Ibidem, 40.
- Carreras y Tafunell (coords.), Estadísticas históricas de España. Siglos xix- xx, 1216.
- González Calleja, Cifras cruentas, 307.
- No hemos podido utilizar los datos de Granada y Almería por ubicarse dicho archivo en otra provincia, así como tampoco los de Málaga, por no haber podido tener acceso a su base de datos El hecho de utilizar el período 1945- 1950 se debe a que los últimos procedimientos instruidos en relación a la guerra se culminaron en 1943, con algunos casos aislados en 1944.
- García Márquez, Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla, 187-217.
- Serém, «Conspiracy, coup d’état and civil war in Seville (1936-1939): History and myth in Francoist Spain». Tesis doctoral, Departamento de Historia Internacional, London School of Economics, London, 2012, 268-269 y 273-277. Recuérdese también cómo tras el golpe militar de julio de 1936 las parroquias se llenaron a rebosar de fieles en un masivo e «inesperado» retorno de la fe.
- En realidad el final de los acontecimientos podría situarse el día 29, cuando se levantó el estado de guerra, aunque los días más conflictivos fueron desde el 18 al
- Galbe Loshuertos, La justicia de la República. Memorias de un fiscal del Tribunal Supremo en 1936, 107.
- Ibidem, 108.
(*) Jose María García Márquez, La «Semana sangrienta» de julio de 1931 en Sevilla. Entre la historia y la manipulación, Sevilla, Aconcagua Libros, 2019.
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Prólogo a «La ‘Semana Sangrienta’ de julio de 1931» de José Mª García Márquez (*)
El interés de la historia de Sevilla entre 1931 y 1936 desborda el marco local. La versión general dominante sobre la experiencia republicana, que llega hasta nuestros días, es que el final de la monarquía y la proclamación de la II República fueron aceptadas mayoritariamente por la sociedad española. Incluso los sectores que no compartían las ideas republicanas entendieron que la monarquía era insostenible. Sin embargo esa alegría general que conocemos por imágenes y testimonios duró muy poco, ya que el desorden público más absoluto fue apoderándose poco a poco de la situación hasta desembocar en un proceso revolucionario en octubre de 1934 y en una guerra civil dos años después. En esta versión el golpe militar de Sanjurjo de agosto de 1932 viene a ser un mero episodio sin importancia. Para esta versión la República equivalió a caos.
La renovación historiográfica iniciada en las décadas finales del siglo XX aportó una visión más matizada de aquella etapa tan breve pero tan intensa de nuestra historia reciente. Sin embargo ese avance se enfrentó a muchas limitaciones. La situación de los archivos heredada de la dictadura resultaba lamentable y el modelo de transición no favoreció en modo alguno la mirada al pasado. Baste decir que los archivos judiciales militares, claves en un país en que el orden público estuvo tradicionalmente militarizado, no se abrieron a la investigación hasta 1997, a lo que habría que añadir el tiempo que ha llevado catalogarlos. Esta documentación, además, no ha pasado a archivos nacionales con horarios favorables a la investigación, sino que ha permanecido en ámbito militar con consulta muy limitada y, salvo excepción que confirma la regla, no se ha digitalizado.
Por otra parte, sin que se llegara a consumar esa renovación historiográfica y en oposición a la inhibición que caracterizó los largos años del PSOE en el poder, la reacción alentada desde fines de los noventa por la derecha frente al movimiento en pro de la memoria histórica aparecido entonces, favoreció primero el surgimiento de una versión neofranquista alentada desde ciertos medios de prensa y después una apuesta académica más elaborada pero con la misma intención: seguir responsabilizando a la República de la guerra civil. De este modo, a cuatro décadas de la transición y a diferencia de los países europeos de nuestro entorno marcados por el fascismo, no ha sido posible consensuar una interpretación del pasado reciente. No en vano los mismos que destruyeron la democracia republicana fueron los que controlaron el proceso de transición.
En este panorama el trabajo de José María García Márquez resulta una novedad interesante. Y esto por más que contemos ya desde hace tiempo con algunos trabajos sobre la República en Sevilla que, pese a su interés, adolecían de serias carencias por la imposibilidad de acceder a ciertas fuentes, lo cual afectaba considerablemente el resultado. En esta ocasión el autor ha tenido a su favor dos hechos: un buen trabajo de archivo y una serie de investigaciones previas sobre Sevilla que le permiten ver con perspectiva el hecho investigado.
La obra de García Márquez nos muestra la realidad de aquel episodio partiendo de una buena base documental tanto local como nacional, realidad que intuíamos pero que hacía falta documentar. De este modo ha conseguido crear un relato coherente y lleno de matices de los primeros meses de la República en Sevilla. La versión dominante que comenté al principio no resiste la prueba. La historia no es como nos han contado. La realidad es que las maniobras encaminadas a impedir el desarrollo y la implantación del nuevo régimen político, tal como demostró José Ángel Sánchez Asiaín en La financiación de la guerra civil española (Crítica, 2012), comenzaron el mismo día de su proclamación y desembocarán en el golpe de Sanjurjo de agosto de 1932.
No suele darse la importancia que merece al hecho de que el único lugar donde triunfó la “Sanjurjada” fue precisamente Sevilla. El libro de García Márquez permite entender por qué esto fue así. La secuencia temporal que se analiza es muy breve, ya que abarca desde abril a julio de 1931, momento en que tuvieron lugar los hechos más importantes que se describen, pero la sombra se alarga hasta 1936. Su importancia fue tal –hablamos de hechos que tuvieron repercusión nacional– que cabe afirmar que la República quedó dañada desde ese momento tanto ante sus enemigos, que tomaron conciencia de su poder, como sobre todo ante quienes tenían puestas sus esperanzas en ella, que se vieron desamparados e indefensos ante los desmanes de la reacción, que actuó sin freno alguno.
Lo cierto es que, frente a la versión que nos ha llegado, nunca existió ninguna revolución en marcha ni un plan comunista para ocupar el poder, sino una conspiración permanente contra la República que se manifestó ya desde sus comienzos. En Sevilla los primeros meses estuvieron marcados por acontecimientos de diverso signo. La movilización popular fue común a la que hubo en otros lugares del país y la actuación de las fuerzas armadas, especialmente la Guardia Civil, fue sumamente violenta y causó víctimas en distintos lugares. Esto no era ninguna novedad. La particularidad del caso sevillano es que va mucho más allá de los enfrentamientos habituales entre fuerzas armadas y manifestantes. En ningún otro lugar vemos el Gobierno Civil ocupado por monárquicos armados y revestidos de poder al mando de un militar que dirige todas las operaciones. El militar no era otro que el capitán Manuel Díaz Criado, fuente de problemas durante toda la República y que será nombrado delegado de Orden Público por Queipo en julio de 1936.
La conspiración que tuvo lugar en Sevilla contra la República a las pocas semanas de proclamarse tuvo cuatro pilares: los sectores monárquicos, las fuerzas de carácter represivo (Ejército, Guardia Civil y Policía), el poder judicial y el cuarto poder: la prensa. Los cuatro actuarán conjuntamente creando un muro infranqueable. Pero poco hubieran podido hacer sin la ayuda y estrecha colaboración del Gobierno Civil, es decir, de la máxima autoridad designada por el ministro de Gobernación de la República, y del jefe militar de la División Orgánica. Fue la confluencia de Miguel Maura Gamazo en Gobernación, José Bastos Ansart en el Gobierno Civil y Leopoldo Ruiz Trillo como máxima autoridad militar, todos ellos manifiestos enemigos de la República, la que marcó los sucesos de Sevilla. Entre los tres, armando todo el ruido posible, montarán esa “semana sangrienta” que les permitirá llevar a cabo un proceso represivo que dejará herido al movimiento obrero, especialmente a comunistas y anarquistas, y en extraña situación al gobierno de la República por mostrar debilidad a los pocos meses de su existencia. Lo anómalo de la situación queda en evidencia con solo decir que, sin motivo alguno, entre mayo y julio fue declarado el estado de guerra en dos ocasiones y que la justicia civil quedó supeditada a la jurisdicción militar.
Las fuerzas armadas actuaron a su aire sin tener que rendir cuentas a nadie. Los sectores antirrepublicanos vieron ahí la ocasión de recuperar el poder perdido. La derecha más reaccionaria pasó a controlar el Gobierno Civil en un proceso que comenzó con la ocupación militar de la ciudad y culminó con la aplicación de la “ley de fugas” a cuatro personas en el Parque de María Luisa y con el bombardeo de la “Casa Cornelio”, un bar popular del barrio de la Macarena. La gravedad de lo ocurrido en esos días, con varias decenas de muertos y heridos, debiera haber bastado para sustituir y exigir responsabilidades a las autoridades civiles y militares, incluyendo entre estas a quienes decidieron encausar a quien les vino en gana. No fue así y las víctimas fueron las que pagaron con su vida los excesos represivos. Por su parte la República no quiso llegar al fondo del asunto pese a las advertencias de algunos parlamentarios y periodistas y, como era habitual en el poder, amparó la actuación de los responsables.
Todo ello constituye un relato que deja un sabor amargo por el triunfo absoluto de la impunidad y por saber en qué acabó todo aquello exactamente cinco años después. García Márquez, que conoce bien lo que ocurrió a partir de julio de 1936, tiene el acierto de recordarnos que los protagonistas de aquel asalto a la República, tanto civiles como militares, son los mismos que volverán a la acción en cuantas ocasiones se presentaron en los años siguientes hasta culminar en la barbarie de 1936. En este sentido la “Semana sangrienta” no fue más que un primer ensayo. La gravedad de los hechos permite afirmar que el papel de los sectores reaccionarios sevillanos en el período republicano representa un elemento a tener en cuenta en la desestabilización del nuevo régimen. No en vano fue la única ciudad en la que triunfaron los golpes militares de 1932 y 1936. Y si el primero acabó diluyéndose ante el fracaso general, el segundo resultó fundamental para el control del suroeste del país y, sobre todo, para recibir al Ejército de África, sin el cual la sublevación hubiera fracasado en poco tiempo.
Mención aparte merece el papel jugado por la prensa, que no fue otro que justificar ante la opinión pública las operaciones represivas llevadas a cabo. La prensa en general vino a jugar el papel de la sección de Agit-Prop de la derecha reaccionaria. El periodismo no existió y los periodistas de los principales medios sevillanos trabajaron para la reacción bajo el principio de la involución permanente. Esa fue su labor entre 1931 y 1936. El prototipo sería Enrique Vila con su Un año de República en Sevilla, que vio la luz en junio del 1932, cuando faltaban dos meses para el golpe de agosto de ese mismo año. Él mismo será, bajo el pseudónimo de “Guzmán de Alfarache”, el autor de la Historia del Glorioso Alzamiento de Sevilla (1937), el primer trabajo periodístico de homenaje al golpe de Queipo.
El trabajo de José María García Márquez esclarece un episodio importante y abre nuevas perspectivas para los estudios de la II República en lo referente a la conflictividad social y política. La batalla de la historia y de la propaganda sobre el ciclo histórico abierto con la proclamación de la República y cerrado con la muerte del dictador continúa tan activa como siempre. En un país donde la II República sigue siendo un período maldito de nuestra historia y hay quienes siguen justificando el golpe militar cuyo fracaso parcial condujo a la guerra civil, es importante recuperar su verdadera historia.
Introducción
José María García Márquez
Investigador sevillano especializado en el golpe militar de julio de 1936 y sus consecuencias a través de diversos trabajos entre los que destacan «La UGT de Sevilla: golpe militar, resistencia y represión, 1936-1950» (2009) y «Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla» (2012).
Este es un trabajo breve sobre una semana clave de la historia de la Segunda República en Sevilla. De esa etapa se han hecho interpretaciones de todo tipo: estructurales, sociológicas y electorales, culturales, políticas, etc. Hora es, quizá, de añadir otra lectura diferente basada, sobre todo, en algunas fuentes no utilizadas hasta ahora.
La criminalización de la Segunda República durante el franquismo y la deformación abusiva de su historia tuvieron efectos muy nocivos en la memoria colectiva del país. No solamente el golpe militar acabó con la República, sino que también se puso especial énfasis en destruir su pasa- do. De tal forma esto fue así que, aún hoy, muchas personas siguen identificando República con enfrentamientos, incendios, atentados, pistolerismo, violencias de todo tipo, etc., sin mencionar la ingente y progresista labor legislativa que llevó a cabo y la enorme transformación social que se desencadenó con su llegada. Las llamadas luchas de partidos quedaron sepultadas bajo la bota militar y el partido único. Las libertades pasaron a ser libertinajes, nadie pudo elegir libremente un representante político y el Código de Justicia Militar sustituyó al derecho y a la ley. La represión, por su parte, después de descabezar a las organizaciones del Frente Popular y a los sindicatos obreros, eliminó todo vestigio republicano en todas las instituciones del Estado y en la administración pública. Ni un ferroviario, ni un cartero, ni un maestro, ni un periodista, nadie que no fuera afecto a la dictadura quedó en su puesto de trabajo y un tropel de sustitutos afines se adueñó de todo. Medio país, y no unos cuantos como algunos creen, vivió mejor con Franco, empezando por los empresarios y patronos que tuvieron a su servicio a una masa trabajadora controlada y vigilada en todo momento, sin sindicatos para su defensa y con salarios que solo «recuperaron en 1962 el nivel que habían tenido en 1936».1 Más la Iglesia, que actuó también en funciones policiales en los procesos de depuración con sus certificados de «buena conducta» para aquellos que acreditaran su dócil catolicismo y denunciando a los «descarriados de la fe».
De la misma forma que la transición de la dictadura franquista a la democracia mantuvo incólumes los cuerpos fundamentales que sostuvieron el régimen durante cuatro décadas: el Ejército, la Policía, la Guardia Civil, la Justicia y, por supuesto, la Iglesia, la Segunda República tuvo que avanzar de la mano de esas mismas instituciones heredadas de la Monarquía que, salvo leves cambios en su composición, se mantuvieron en sus mismos principios e ideologías durante toda su corta vida hasta el golpe militar de julio de 1936 que les devolvió sus prerrogativas completas. Entonces, como en la transición posfranquista, no pudo llevarse a cabo una transformación democrática de los aparatos del Estado. Y si bien en la Transición hubo que esperar a la muerte de una generación para que, poco a poco, otras mentalidades fueran ocupando su espacio, la Segunda República ni siquiera tuvo tiempo para ello.
Veremos cómo casi todos los nombres que fluyen en la narración de los sucesos que ocupan este trabajo son los mismos, y en las mismas posiciones ideológicas y políticas, que aparecen tras el golpe militar. Los que apoyaron la sublevación fueron —con muy escasas excepciones— los que combatieron a la República desde su nacimiento, de la misma forma que sus defensores —también con escasas excepciones— recibieron una oleada de terror y represión. Pero hay que hacer una aclaración importante. Si tuviéramos que poner un nombre a esa represión la llamaríamos obrera, pues obreros fueron más del 80 % de las víctimas. Allí donde se poseen datos de profesión u ocupación se constata esta realidad. En Sevilla, por ejemplo, el 55,5 % de las víctimas identificadas eran jornaleros y trabajadores del campo, otro 24 % obreros de la construcción e industrias y manufacturas y el 6,29 % eran mujeres trabajadoras.2 En Huelva, en un estudio sobre la represión judicial militar, el porcentaje alcanza el 75 %, cifra a la que habría que añadir un 7,2 % de mujeres trabajadoras.3
Entre otras muchas cosas, la llegada de la República trajo también, como lógica consecuencia, un mayor peso y actividad de las organizaciones sindicales, que vieron cómo sus filas se incrementaron con millares de afiliados. El marco de nuevas libertades abrió la puerta a una gran acción reivindicativa por mejores jornales y condiciones de trabajo y en Andalucía, en concreto, la precaria y difícil situación de millares de jornaleros propició una fuerte lucha contra el latifundismo. No debemos de olvidar, por ejemplo, que «desde las primeras décadas del siglo, la mano de obra sevillana era de las más baratas del país».4 En el campo, el latifundismo mantenía una dramática situación laboral para millares de jornaleros. Los datos conocidos sobre las tierras expropiables en Sevilla eran espectaculares: 588 propietarios con fincas mayores de 250 ha poseían 542.624 ha, el 91,19 % de dichas tierras; 145 propietarios con fincas mayores de 1.000 ha tenían el 52 % de la superficie expropiable.5 Y aunque el paro agrícola no era solamente imputable a los latifundios —también afectaba a los regadíos y a las pequeñas propiedades— lo cierto es, como nos apunta Florencio Puntas, que cuando llega la Segunda República en Andalucía había en torno a 100.000 parados y la provincia de Sevilla, en concreto, tenía 50.766 desempleados sin medio alguno de vida, recordándonos también cómo la pérdida de la cosecha de aceituna en el otoño de 1930 y la escasa cosecha de cereales de 1931 vinieron a agravar notablemente la situación, provocando una legislación de choque inmediata mediante leyes y decretos, como la de términos municipales, la creación de las bolsas de trabajo y la de laboreo forzoso, que fue abiertamente combatida por la patronal.6
Si no entendemos el clima social y económico imperante al advenimiento de la República será difícil que nos aproximemos al clima político. Si algo caracterizaba a la Sevilla de 1931 era, sobre todo, la miseria, el hacinamiento, los bajos salarios y el paro en un sector importante de su población, sobre todo en la construcción. Todo ello con un incremento no- table de la delincuencia y una actuación abusiva y muchas veces brutal de las fuerzas encargadas del orden público. Y eran problemas heredados de años anteriores. Macarro Vera nos dice que durante 1931 y 1932 el gasto familiar en alimentación fue inferior al de los años precedentes. Es cierto que «los salarios subieron respecto a los años prerrepublicanos, con lo que el nivel de vida aumentó, pero este nivel era tan bajo en su momento de partida, que lo único que se garantizaba con los aumentos salariales era el sobrevivir».7
Otro de los grandes problemas de la ciudad era la carencia de viviendas, agravado por las condiciones de habitabilidad e higiene de muchas de ellas, lo que provocaba un hacinamiento desmesurado en los barrios obreros. En catorce de ellos con más de 20.000 habitantes, las carencias de servicios urbanos eran importantes. Algunos (la Barzola, Vistahermosa, los Carteros, la Haza del Quesero, etc.) no tenían agua potable, alcantarillado o alumbrado.8 La acción de los sindicatos dio una gran visibilidad a todos los problemas que se venían arrastrando y, ahora sí, se exigían soluciones.
En Sevilla, como en Andalucía y en España, esas reivindicaciones se manifestaron en un número considerable de huelgas, que no fueron cargadas en el debe de la patronal y los terratenientes, sino en el debe de la República. Es como si los millares de huelgas que se desarrollaron en la transición tras la muerte de Franco se imputaran a la democracia. Hoy empezamos a conocer cada vez más datos precisos y documentados y sabemos que el número de huelgas y huelguistas entre 1931 y 1936 fue significativamente inferior al del período 1975-1980. Los cuadros 1 y 2 pueden ser ilustrativos de lo que decimos.
Cuadro n.º 1. Huelgas en 1931-1936
Año | N.º de huelgas | Trabajadores Participantes | Jornadas perdidas |
1931 | 734 | 284.208 | 4.624.862 |
1932 | 681 | 421.331 | 5.619.967 |
1933 | 1127 | 908.634 | 15.559.345 |
1934 | 594 | 809.459 | 12.137.320 |
1935 | 181 | 53.609 | No disponible |
1936 | 887 | 809.495 | No disponible |
Totales | 4.204 | 3.286. 736 | |
Fuente: CARRERAS Y TAFUNELL (coords.), Estadísticas históricas de España. Siglos XIX–XX. pp. 1242 y 1243. |
Cuadro n.º 2. Huelgas en 1975-1980
Año | N.º de huelgas | Trabajadores Participantes | Jornadas perdidas |
1975 | 3.156 | 647.100 | 1.814.600 |
1976 | 3.662 | 2.556.763 | 13.593.100 |
1977 | 1.194 | 2.955.000 | 16.641.700 |
1978 | 1.128 | 3.863.855 | 11.550.911 |
1979 | 2.680 | 5.713.193 | 18.916.984 |
1980 | 2.103 | 2.287.000 | 4.712.516 |
Totales | 13.923 | 18.022.911 | 67.229.811 |
Fuente: CARRERAS Y TAFUNELL (coords.), Estadísticas históricas de España. Siglos XIX–XX, pp. 1242 y 1243. |
Obviamente, los datos tienen que ser puestos en relación con la población empleada que había en cada período citado. En 1930, la población era de 23.444.615 y la empleada ascendía a 8.784.489. En 1975, de 35.519.804 habitantes y la población empleada era de 13.288.654, de tal forma que el porcentaje de huelguistas sobre la población fue de 14,01 % en el sexenio 1931-1936 y el 50,74 % en 1975-1980.9
Incluso los datos que se citan en el cuadro nº 1 correspondientes al año 1931 no coinciden con los publicados oficialmente por el Ministerio de Trabajo durante la República. En ese año, aunque aumentó el número de huelgas en relación al anterior, el número de huelguistas fue inferior. Podemos ver esos datos en el siguiente cuadro:
Cuadro nº 3. Huelgas 1930 y 1931
Concepto | 1930 | 1931 |
Número dehuelgas | 402 | 734 |
Número dehuelguistas | 247.460 | 236.177 |
Jornadas perdidas | 3.740.360 | 3.843.260 |
Fuente: MINISTERIO DE TRABAJO Y PREVISIÓN SOCIAL, Estadísticas de las huelgas 1930 y 1931, pp. 11,12 y 14. |
Sabemos también que las huelgas, la agitación y la lucha política no eran nuevas. Continuaba la misma lucha «que estaba sufriendo España desde la primera posguerra mundial, y que alcanzó su momento de mayor intensidad conflictiva durante la dramática andadura de la democracia nacida el 14 de abril de 1931».10
Pese a ello, es evidente que si se comparan las muertes violentas por motivos políticos y sociales que se produjeron durante la transición política y las referidas al período 1931-1936, se comprueba una violencia muy superior en la etapa republicana. Sin embargo, si acudimos al sexenio 1945-1950, que se desarrolló con una gran violencia y represión –especialmente la del movimiento guerrillero y clandestino– observaremos una curiosa coincidencia. Hemos extraído de la base de datos del Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla 11 todos los casos con muertes de los que se instruyeron procedimientos en dicho período por la Auditoría de Guerra para las provincias de Huelva, Sevilla, Córdoba, Cádiz y Jaén, que suman un total de 251 fallecidos (cuadro n.º 4). De otra parte, recopilamos del trabajo de Eduardo González Calleja las cifras de víctimas mortales en las mismas cinco provincias en 1931-1936, con el resultado de 252 (cuadro n.º 5).
Cuadro n.º 4. Muertos en 1945-1950
Año | Muertos |
1945 | 26 |
1946 | 29 |
1947 | 41 |
1948 | 71 |
1949 | 50 |
1950 | 34 |
Total | 251 |
Fuente: ARCHIVO DEL TRIBUNAL MILITAR TERRITORIAL 2.º |
Cuadro n.º 5. Muertos en 1931-1936
Provincia | Muertos |
Cádiz | 54 |
Córdoba | 39 |
Huelva | 17 |
Jaén | 32 |
Sevilla | 110 |
Total | 252 |
Fuente: GONZÁLEZ CALLEJA, Cifras cruentas, p. 110. |
Es demasiado fácil saber por qué una violencia tan similar cuantitativamente a la otra no tuvo la misma repercusión pública ni mediática. Durante el franquismo, la dictadura se encargó con especial celo de que la población no se enterara de lo que estaba ocurriendo. Y hablamos de víctimas mortales. Junto a estos casos hubo también muchos heridos, atenta- dos, agresiones, robos a mano armada, secuestros, etc. La paz de la dictadura en esos años estuvo plagada de violencia y, además de ocultación y censura, se manipuló toda la información que se consideró necesaria.
Hemos intentado contrastar los datos estadísticos existentes sobre defunciones por muertes violentas u homicidios elaborados por la Delegación de Estadística de Sevilla, pero nos tropezamos con numerosas irregularidades en la información, especialmente en el período de la guerra desde julio de 1936 a marzo de 1939 y la posguerra hasta diciembre de 1945. Cabe señalar, por ejemplo, que durante la guerra se registran como datos estadísticos en la provincia y en la capital un total de 393 homicidios, sin especificar si algunos se corresponden con ejecuciones. Esta cifra resulta claramente manipulada frente a más de doce mil casos documentados. También debemos señalar que en los datos analizados de la posguerra (hasta diciembre de 1945), aparecen 18 homicidios y 1 ejecución judicial, frente a 249 casos documentados e identificados en los archivos milita- res y en los registros civiles.12 Estamos, por tanto, ante una información muy difícil de aceptar. En cualquier caso, si consideramos solamente el volumen global de muertes violentas, homicidios y suicidios, es decir, el capítulo XVII de causas completo, según los registros de la Delegación de Estadística de Sevilla, tendríamos también unos datos sorprendentes. Veamos el siguiente cuadro:
Cuadro nº 6. Muertes violentas, homicidios y suicidios (período 1925-1945)
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En el período que transcurre desde 1925 a 1930 (salvo el año 1927, del que no se conserva documentación), tenemos un promedio de 26,93 casos mensuales de muertes violentas. En el período de la Segunda República, desde abril de 1931 a junio de 1936, el promedio mensual sube a 32,98.
Si analizamos el período de guerra, desde julio de 1936 a marzo de 1939, vemos cómo son 120,24 casos mensuales de promedio. Vamos ahora a la posguerra desde abril de 1939 a diciembre de 1945. El promedio mensual es de 67 casos. Es decir, que se duplican respecto al período republicano, en la misma línea que comentábamos antes respecto a las muertes por causas sociales y políticas en los cuadros 4 y 5.
Este país está acostumbrado a vivir entre secretos policiales, militares, judiciales, económicos, eclesiásticos y políticos. Los entresijos del Estado, de los Gobiernos y de muchas instituciones siempre han quedado ocultos a los ojos de los ciudadanos, y cuando los archivos han podido ser consultados ―muchos años después y solo de manera parcial― los responsables ya estaban muertos y libres de todo cargo. El resultado es que gobernantes y dirigentes de todo signo abarrotan los cementerios sin haber respondido nunca de sus actos, siendo esta una constante en la historia contra la que resulta muy difícil actuar. De tal forma esto ha sido así que en numerosas ocasiones la verdad ha quedado para siempre oculta en archivos infranqueables y que cuando algunos resquicios se han abierto a la investigación, la historia tiene que estar de enhorabuena.
Así como la apertura de los fondos judiciales militares ha dado en los últimos años un vuelco a la historiografía de la represión franquista, estos mismos fondos, referidos al período de la Segunda República, abren la puerta a una segunda lectura de muchos sucesos acaecidos entre abril de 1931 y julio de 1936 que, hasta ahora, se habían estudiado sin acceso a esas fuentes primarias. Además, la información ofrecida por la prensa obrera casi siempre ha sido considerada como sectaria o parcial, siendo muy utilizada por el franquismo y el revisionismo histórico posfranquista para las citas de proclamas y llamamientos de carácter radical que sirvieran a sus intereses ideológicos y políticos, pero la han desdeñado como otra fuente de información diferente a la prensa conservadora y eclesiástica.
Después de que los archivos judiciales militares de la Auditoría de Guerra hayan permanecido ocultos tantos años, hoy podemos conocer con detalle la actuación judicial militar más allá de las notas y declaraciones de prensa de la época, que casi siempre deformaron la realidad de los hechos. Y, unas veces por desconocimiento ante el secretismo militar y otras deliberadamente, según las posiciones políticas de los diferentes medios de comunicación, muchas interpretaciones sesgadas, incompletas o simplemente falsas se han mantenido hasta nuestros días en multitud de opiniones, artículos o libros sobre aquel período. No se trata aquí de obviar ni minimizar el alcance que tuvo la conflictividad social y política en los primeros meses de vida de la República ni la actuación de las organizaciones sindicales y políticas de la izquierda obrera, sino de analizar hasta qué punto esa conflictividad fue manipulada para favorecer unos fines determinados. Y los casos y ejemplos se agolpan unos tras otros a medida que vamos analizándolos.
¿Por qué se sigue utilizando con frecuencia el incendio de la iglesia de San Julián como un caso más de la iconoclastia anticatólica de la República? La misma policía sevillana, mientras presentaba en público a los dos supuestos autores fotografiándose con ellos, emitía su informe al gobernador civil en el que aseveraba que el incendio fue casual y que partió del interior, sin que nadie hubiese accedido a la iglesia. Daba lo mismo: la difusión masiva por todo el país del templo ardiendo cumplió sobradamente su papel. Al igual que ocurrió con los disparos contra la Virgen de la Estrella en la Semana Santa de 1932 y la autoría de Emiliano González, venido desde Ciudad Real. Nadie se preguntó por qué este hombre ―que actuó solo, según se dijo, y con carné de la CNT, como todos los trabajadores de la madera― se afilió después a Falange.
¿Llegaremos algún día a conocer quién puso la bomba que explotó en la sede de la Compañía Telefónica en septiembre de 1931 cuando se había puesto en libertad a 17 huelguistas detenidos y el Gobierno Civil estaba realizando gestiones para la readmisión de los despedidos? Mientras la Compañía adujo que el explosivo se colocó desde fuera, la Guardia Civil, que vigilaba el edificio con tres parejas, insistió una y otra vez en que se hizo desde dentro, al igual que la Policía cuando investigó el caso. Y, además, en la parte que menos podía dañar las comunicaciones. ¿Importó eso acaso? ¿O es que lo que pretendía la noticia era precisamente imputar el sabotaje a los huelguistas de teléfonos? ¿Por qué pagaba la compañía a los guardias civiles el uso de taxis para patrullar la ciudad? Son las versiones de la prensa —eso sí, de una prensa determinada— las que han rellenado de contenido la historiografía de la Segunda República, pero, como en los casos citados, son muy numerosos los sucesos sobre los que se publicó información de dudosa veracidad y que nunca se han documentado adecuadamente.
En el aspecto religioso, aparte de la indiscutible confrontación de la legislación republicana con el estatus de la Iglesia y los actos violentos que se dieron contra templos y religiosos, se suele también dejar fuera del relato lo que era la realidad social que lo envolvía y el descrédito de la Iglesia para un sector muy importante de la población, que la identificada como un elemento más del poder monárquico. La Sevilla católica de 1931 estaba en franca decadencia y ante una generalizada apostasía de sus habitantes frente a los preceptos religiosos. Y el fenómeno tampoco vino con la República, aunque se incrementara con ella. En los informes del período 1928-1932 que todos los párrocos de la provincia y de la capital enviaron al Arzobispado se constata, con la cruda realidad de los datos, que solo un insignificante 0,98 % de la población en la provincia (5.092 sobre 521.481 habitantes) cumplía el precepto de asistir a misa los domingos, y en su mayoría eran mujeres. Las personas que iban a misa no superaban la decena en 35 de las 108 parroquias que enviaron su informe. El porcentaje de las 20 parroquias de la capital se elevaba a un reducido 2,69 %, un total de 5.256 personas sobre una población de 197.533 habitantes. En algunos barrios llaman la atención las escasísimas personas que acudían a las iglesias. Por ejemplo, en la parroquia de la Macarena, San Gil, con 10.000 habitantes en el barrio, eran 60 los vecinos practicantes. En Triana los católicos practicantes eran 90 de 20.000 habitantes.13
Volviendo a la finalidad de este trabajo, resultaría muy extenso analizar todos los sumarios del período republicano disponibles en los archivos militares y estos ya irán siendo objeto de trabajos específicos, pero hemos querido detenernos en un hecho especialmente significativo por la importancia mediática que tuvo en su momento: la llamada «Semana sangrienta» de Sevilla, también denominada «Semana roja», que durante siete días de julio de 1931 ocupó las páginas de todos los periódicos y tuvo tan graves consecuencias.14 Y hemos querido analizar estos sucesos porque fue precisamente Sevilla la ciudad elegida por el general Sanjurjo para sublevarse en agosto de 1932 y, dicho sea de paso, el único lugar donde triunfó el golpe, aunque fuera por poco tiempo.
Ni la justicia civil ni la militar eran muy bien vistas por la mayoría de la población, especialmente por la clase trabajadora. Decía el fiscal José Luis Galbe, destinado en Sevilla:
Al día siguiente, la puerta de la Audiencia estaba cerrada a cal y canto, y en ella habían pintado una balanza clásica de la justicia tachada por una enorme cruz, y al lado, insultante, otra balanza automática ―marca Toledo― de las que funcionaban echándoles monedas.15
Esa burla escondía una abierta crítica a la justicia que, como el mismo Galbe reconocía, «era de todas las ramas de la vida estatal la más sumisa al rey, en cuyo nombre se administraba».16
Hay que añadir que una parte importante de los fondos de la Audiencia Provincial de Sevilla y de sus cuatro juzgados de instrucción relativos a dicho período no se conservan. Pero, en cualquier caso, tanto los escasos archivos de la justicia civil conservados como los de la justicia militar son fundamentales para entender los diferentes conflictos que se sucedieron durante este periodo, y nos permitirán conocer que desde el nacimiento de la Segunda República se llevaron a cabo actuaciones para desprestigiarla y se conspiró sin ningún escrúpulo contra el nuevo Estado.
- Arenas Posadas, Poder, economía y sociedad en el sur, p. 176
- García Márquez, Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla (1936-1963), 160.
- Espinosa Maestre y García Márquez, «La desinfección del solar patrio. La represión judicial militar: Huelva (1936-1945)», en Núñez Díaz-Balart (coord.), La gran represión, 423-424.
- Arenas Posadas, Industrias y clases trabajadoras en la Sevilla del siglo XX, 28.
- Florencio Puntas, Empresariado agrícola y cambio económico, 41.
- Ibidem, 335.
- Macarro Vera, La utopía revolucionaria, 33.
- Ibidem, 40.
- Carreras y Tafunell (coords.), Estadísticas históricas de España. Siglos xix- xx, 1216.
- González Calleja, Cifras cruentas, 307.
- No hemos podido utilizar los datos de Granada y Almería por ubicarse dicho archivo en otra provincia, así como tampoco los de Málaga, por no haber podido tener acceso a su base de datos El hecho de utilizar el período 1945- 1950 se debe a que los últimos procedimientos instruidos en relación a la guerra se culminaron en 1943, con algunos casos aislados en 1944.
- García Márquez, Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla, 187-217.
- Serém, «Conspiracy, coup d’état and civil war in Seville (1936-1939): History and myth in Francoist Spain». Tesis doctoral, Departamento de Historia Internacional, London School of Economics, London, 2012, 268-269 y 273-277. Recuérdese también cómo tras el golpe militar de julio de 1936 las parroquias se llenaron a rebosar de fieles en un masivo e «inesperado» retorno de la fe.
- En realidad el final de los acontecimientos podría situarse el día 29, cuando se levantó el estado de guerra, aunque los días más conflictivos fueron desde el 18 al
- Galbe Loshuertos, La justicia de la República. Memorias de un fiscal del Tribunal Supremo en 1936, 107.
- Ibidem, 108.
(*) Jose María García Márquez, La «Semana sangrienta» de julio de 1931 en Sevilla. Entre la historia y la manipulación, Sevilla, Aconcagua Libros, 2019. ))....
Franco, Queipo, la Iglesia… y la España soñada
Francisco Espinosa Maestre
Historiador. Entre sus obras cabe destacar «La guerra civil en Huelva» (1996, 5ª edición), «La columna de la muerte» (2003, 6ª edición), «La primavera del Frente Popular» (2007) o «Lucha de historias, lucha de memorias» (2015).
El artículo que sigue, revisado y con nuevos matices para esta ocasión, se publicó en CTXT el viernes 30 de noviembre pasado. En él se plantea el cada vez más complicado encaje de una Iglesia como la española en una sociedad democrática y la necesidad de redefinir el espacio que le corresponde y su relación con el Estado. Ese mismo fin de semana, el domingo 2, tuvieron lugar las elecciones autonómicas en Andalucía con los resultados ya sabidos y solo unos días después conocimos la carta que el obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, hizo pública en relación con este asunto.
En ella muestra su alegría por el “vuelco electoral” y lo achaca a las “promesas incumplidas” y a los “ataques a la libertad religiosa” en relación con la reclamación de la mezquita de Córdoba. Cree además que será la ocasión de librar a la política “de toda corrupción”. Para Fernández, tras ese resultado, hay una serie de razones, entre las que cabría destacar:
- “No se puede ir contracorriente queriendo construir un mundo sin Dios…”.
- “No se puede trocear España…”.
- “Los padres piden ser tenidos en cuenta en la educación de sus hijos, y eso no es posible con una escuela única, pública y laica para todos como pretenden nuestros gobernantes”.
- “No se puede eliminar la vida del inocente al inicio o al final de la vida…”.
Se comprende que el obispo pueda pensar eso en su fuero interno o incluso que lo comente entre sus allegados, pero resulta lamentable que lo haga en documento público como si se tratase del portavoz de un partido político. Esa España apocalíptica que describe, sin Dios, troceada, con una enseñanza pública “que descompone la persona y destroza la conciencia” y con leyes sobre el aborto y la eutanasia (aún sin legislar), es fruto –aparte de su delirio– de cuatro décadas de democracia.
Su carta se ha publicitado desde la web “Religión en libertad”, en la que también se destaca el “histórico éxito electoral de Francisco Serrano, el juez que plantó cara a la ideología de género”. Ahí se lee también que Serrano es “católico practicante y activamente próvida”, además de miembro de “Camino Neocatecumenal”, la secta de Argüello. Indudablemente la carta de Fernández, que espera “que el vuelco en Andalucía sirva para una conversión a Dios y hacia los hermanos, en este precioso tempo de adviento”, completa el sentido del artículo. Por su parte el cardenal Cañizares, por si hubiera alguna duda, ha declarado que Vox no es un partido de extrema derecha.
La Iglesia, al igual que la derecha española, nunca ha roto amarras con el franquismo ni ha hecho examen de conciencia por su papel clave en la consolidación del golpe militar, al que con su apoyo dio carácter de Cruzada. Tiempo después, el modelo de transición le permitió pasar de la dictadura a la democracia sin más coste que algún pequeño gesto para demostrar que, pese a haber sido soporte fundamental del régimen surgido del golpe militar de 18 de julio de 1936, ya no se encontraba en esa onda. Estos efluvios renovadores le duraron lo suficiente como para asegurar su posición en el nuevo orden, en el que consiguieron consolidar su situación de privilegio. Su evolución desde entonces la conocemos y la padecemos por su constante injerencia en la vida pública española a través de los presidentes de la Conferencia Episcopal, organismo que el franquismo nunca reconoció, y de algunos obispos y cardenales de todos conocidos por sus reaccionarias cuando no estrafalarias declaraciones.
Dada su estrecha relación con el fascismo español la Iglesia nunca ha tenido problema alguno en dar cobijo durante décadas a criminales de guerra como Franco o Queipo, entre otros, a los que la autoridad eclesiástica considera simples cristianos que murieron en la fe. Se insiste una y otra vez en que hechos como que, a día de hoy, el dictador disfrute de un mausoleo faraónico cercano a Madrid o que los restos de un genocida como Queipo permanezcan en una basílica en Sevilla serían impensables en países europeos como, por ejemplo, Alemania. Y al hacer esto se olvida una y otra vez el hecho fundamental de que, a diferencia de Alemania, nuestro fascismo primigenio se perpetuó durante varias décadas adornándose con nuevos trajes que fueron variando según las circunstancias hasta conseguir controlar el proceso de salida al modo gatopardesco. Debía cambiar todo para que lo fundamental permaneciera y dentro de “lo fundamental” estaba la Iglesia, cuya directa implicación en el control político social e ideológico de la sociedad española no le pasó factura alguna. Hay que tener en cuenta que en los cientos de miles de consejos de guerra celebrados en España durante años, no podían faltar cuatro informes, que eran los del comandante de puesto de la Guardia Civil, el alcalde, el jefe de Falange y el párroco, y que los de estos últimos no brillaron precisamente por inspirarse en el mensaje evangélico.
En el caso de Queipo hace ya tiempo que desde el movimiento pro memoria se viene insistiendo en que sus restos salgan de la nave principal de la basílica que lo albergó tras su muerte en 1951. Lo que se consiguió con ello fue un lavado de cara que consistió en realizar dos cambios en la lápida: donde se leía “Excelentísimo Sr. Teniente General” pasó a leerse “Hermano Mayor Honorario” y la fecha clave de “18 de julio de 1936” se tapó con el símbolo de la Hermandad. En el caso de Franco ha sido el gobierno, con escasa reflexión previa sobre las dificultades que podían surgir –el contencioso entre el Gobierno, la familia y la Iglesia roza el esperpento–, el que ha planteado que había que sacarlo del Valle de los Caídos. Las diferencias entre ambos lugares son muchas pero el factor común es que los dos se encuentran en recintos eclesiásticos. Se parecerán más en el caso de que Franco acabe en la Almudena.
Frente a estas actitudes siempre he sido de la opinión de que tanto Franco como Queipo se encuentran donde tienen que estar, es decir, con los suyos. Los dos se identificaron e hicieron todo lo que estuvo en sus manos por beneficiar a la Iglesia de la Cruzada. Franco se implicó personalmente en la construcción del Valle de los Caídos y Queipo en la de la basílica de la Macarena, levantada sobre un lugar simbólico de la clase obrera sevillana. El del Valle de los Caídos tiene otra dimensión por el hecho de albergar a José Antonio Primo de Rivera y a cerca de treinta y cuatro mil víctimas de la guerra civil. En el caso sevillano, además de Queipo y su esposa se encuentra allí el auditor de la Segunda División Francisco Bohórquez Vecina, Hermano Mayor durante muchos años y cuya firma aparecía con la de Queipo al final de cada consejo de guerra. Parece pues lógico que tanto la orden benedictina como la Hermandad de la Macarena, que deben estar convencidas de que se trata de hombres buenos que cumplían su deber, deseen que sus benefactores permanezcan allí donde fueron enterrados.
Entiendo que haya creyentes a los que no guste que estos individuos ocupen espacios religiosos tan visibles, pero no parece que haya habido muchas quejas en este sentido. Pienso por otra parte que a los que nos hallamos al margen de la Iglesia católica nos debería resultar indiferente que esta albergue a la plana mayor del golpe militar del 36 o que haya imágenes que porten fajines, medallas, varas de mando y otras reliquias fascistas. ¿Es aceptable esto en una sociedad democrática? Ellos desde luego están convencidos de tener pleno derecho a hacer lo que les apetece, desde adornar a las imágenes con los símbolos falangistas hasta celebrar misas por Franco, Queipo y toda la casta africanista. Llevan haciéndolo desde 1936. Y esto se explica porque en España el fascismo nunca fue derrotado y por el hecho de que cuando se pudieron tomar algunas medidas orientadas a que desaparecieran dichas anomalías (¡24 años de PSOE!), no se hizo. Ya se han visto ahora las dificultades que plantea cualquier reforma en este sentido. Evidentemente hay cuestiones que quedaron atadas y bien atadas.
En estas circunstancias lo que se espera de un Estado supuestamente aconfesional –una de las ficciones de la Constitución– es que actúe en consecuencia. Para empezar convendría revisar el concordato. Se trata de una cuestión aplazada y con la que sería posible superar las limitaciones con las que se realizaron los acuerdos de 1976 y 1979, que constituyeron un verdadero concordato por más que no se les denominara así. Así mismo parece ya tiempo de que, al igual que en otros países –Portugal sin ir más lejos–, el patrimonio monumental eclesiástico pase a manos del Estado, que es realmente a quien pertenece y quien lo mantiene, por más que la Iglesia pueda seguir utilizándolo como ha hecho hasta la fecha. Sería el momento de completar el censo de bienes eclesiásticos iniciado por la República. También de que la Iglesia se plantee por fin autofinanciarse, tal como se comprometió en la transición. Además habría que pensar en llevar al ámbito que corresponde, que es el de la parroquia, la enseñanza de la religión. En este mismo sentido, en un plazo razonable de tiempo, la enseñanza privada, religiosa o no, debería dejar de ser subvencionada por el Estado. Una vez que se inicie este proceso nos dará igual que quieran seguir adorando a Franco en su mausoleo o que en la lápida de Queipo vuelva a verse lo que taparon. Como si los quieren canonizar. Por lo demás, al ser propiedad del Estado, tendrían que contar con el permiso de este para cualquier cambio o modificación en dicho patrimonio.
Es probable que si se plantean estas cuestiones haya quien diga que en qué mundo vive quien piense que tales propuestas pueden llegar a buen puerto en este país y seguro que hay motivos para pensar así. Otros pensarán que si se iniciara semejante proceso se produciría un caos tal que podría acabar en otra guerra civil. Es normal que esto ocurra. La sociedad española tiene grabado a sangre y fuego que hay que tener cuidado con ciertas cosas y una de ellas es la Iglesia. Una parte tiene asumido que, en caso de que tal cosa ocurriera, la derecha permanente saldría a la calle en defensa de las esencias patrias dispuesta a lo que fuera y la otra que hay que ser muy cautos porque ya se sabe de lo que es capaz esa gente. Esta es la memoria oculta de la guerra civil. De fondo la experiencia de la II República, pero no para aprender de sus aciertos y errores en este terreno, sino para asociar sus proyectos reformistas a su destrucción final, responsabilizándola de la guerra civil. La voz interna dice: ¿Pero es que no habéis aprendido la lección? A nivel de partidos políticos la pregunta sería: ¿Vamos a atrevernos a perder parte del electorado por cuestiones que no preocupan a la gente?
Con la Iglesia ha ocurrido algo curioso. Ante la inhibición de los diferentes gobiernos, ha tenido que ser la propia evolución de la sociedad en democracia la que haya socavado su influencia. Cada vez un mayor número de personas organizan su vida al margen de sus ritos y preceptos. En lo cual debe haber influido bastante la actitud reaccionaria que sus representantes manifiestan una y otra vez sobre cuestiones que la mayoría social ya ha superado hace tiempo. Sin embargo, cada año el Estado sigue derivando religiosamente hacia la Iglesia una gran cantidad de dinero que se suele calcular en torno a doce mil millones de euros, que no sabemos si es todo lo que realmente reciben. Si este dineral lo pagaran los fieles no habría problema. Lo que pasa es que lo pagamos todos. Y ya se sabe que la Iglesia católica, maestra en victimismo, es insaciable en su afán de dinero y propiedades.
Los tres frentes son, como se ha dicho, la propiedad de patrimonio material, que han ido ampliando de manera escandalosa gracias al favor que les hizo Aznar; la financiación, que sigue creciendo año a año, y la enseñanza, pilar fundamental del dominio que ejercen desde la primera ley general del siglo XIX. Para todo ello habría que partir de la revisión del Concordato. No resulta admisible que propuestas como la estatalización del patrimonio, la autofinanciación tanto de la Iglesia como de los centros privados católicos y la salida de la religión de la enseñanza pública sean tachadas de anticlericales. Solo estamos ante el viejo ideal krausista de la secularización. Iglesia y Estado se enfrentarían a una nueva realidad que sin duda sería beneficiosa para ambos. La enseñanza pública es la base de cualquier país democrático y sin duda la nueva situación repercutiría beneficiosamente en los graves problemas que en este terreno padece España. La situación actual distorsiona la vida española. Este país sería más justo, equitativo, igualitario y democrático si la base de la educación fuese una enseñanza pública garantizada por el Estado. La libertad de enseñanza ampararía en todo momento que las órdenes religiosas siguieran dedicándose a estos menesteres, solo que la subvención del Estado no podría ser como hasta ahora.
Surge la pregunta de si España está preparada para llevar adelante estas reformas. Ya sabemos que tal cosa no vendrá de la derecha y que el PSOE nunca se ha tomado en serio este asunto, por más que sepa que esas reformas vendrían bien al país. Desecharlas equivaldría a reconocer que, a estas alturas y ya perdidas las ocasiones que se presentaron anteriormente, la mayoría social no permitiría ir en ese sentido. O sea que habría que resignarse a que todo siga igual y a que lo máximo que se consiga, volviendo a Franco, sea que, a cambio de a saber qué, la Iglesia rechace finalmente que sus restos acaben en la Almudena. Es decir, el tiro por la culata. No obstante, debe tenerse en cuenta que el bipartidismo se encuentra en vías de extinción y que al abrirse el campo político también surgen esperanzas de que estas reformas puedan ser realizadas en un tiempo no muy lejano. Leyes como las del divorcio, el aborto y la enseñanza provocaron en su momento y aún provocan la movilización permanente de la derecha y de la Iglesia y sus muchos medios afines. Pero una vez más, ante el pesimismo de la razón, debe prevalecer el optimismo de la voluntad. ))....
COMENTARIO MANDADO A :
https://conversacionsobrehistoria.info/2018/12/21/franco-queipo-la-iglesia-y-la-espana-sonada/#comment-3210
https://conversacionsobrehistoria.info/2019/11/20/la-semana-sangrienta-de-julio-de-1931-en-sevilla-entre-la-historia-y-la-manipulacion/
Saludos y mi en hora buena...de Málaga, Lmm. : Soy el editor del lukyrh.blogspot.com,...y estoy haciendo mi campaña por la Memoria Histórica,...Motivado por ser sobrino materno de una persona del pueblo de Periana, Málaga,...que aún no se sabe donde está, ni que le ocurrió en las fechas aproximada del Otoño de 1.937,...¡¡.
Resulta de que mi tio estaba en casa de sus padres,...vino una patrulla grande comandada por guardias civiles y se llevaron a mi tio, que estaba con su madre - mi abuela - y con su hermana Carmela morales díaz,...que era mi madre, fallecida hace dos décadas,...SE LO LLEVARON DETENIDO PARA INTERROGARLO EN GRANADA, EN UN CUARTEL ??¡¡. PUES BIEN, PASARON UNOS DÍAS Y NO VINO A SU CASA MI TIO,...ENTONCES MI MADRE DE UNOS 20 AÑOS EN AQUEL ENTONCES,...SE PRESENTÓ EN EL CUARTEL DE GRANADA,...PREGUNTÓ POR SU HERMANO Y NO LE DIJERON NADA DE NADA,...ESTUVO UN TIEMPO POR GRANADA INDAGANDO Y VIENDO EL ASUNTO NEGATIVO, SE VINO PARA PERIANA, YA QUE TENÍA A UN PEQUEÑO HIJO, MI HERMANO MAYOR LLAMADO JOSÉ, Y LO TENÍA QUE AMAMANTAR,...¡¡. PASARON LOS DÍAS,...SACARON A MI ABUELA POR LAS CALLES DEL PUEBLO, RAPADA A POSTA POR LOS SUBLEVADOS, TOMANDO A LA FUERZA ACEITE DE RECINO, HUMILLACIONES A CENTENARES,....¡¡.
MI TÍO ERA MAESTRO, POETA Y SOCIALISTA,...EL NO TOMÓ LAS ARMAS NI NADA DE NADA,...PARECE QUE UNOS PRIMOS SUYOS SE HICIERON FALANGISTAS Y GOLPISTAS,...SIENDO ELLOS LOS POSIBLES DELATORES,...MI MADRE SE TUVO QUE IR A MÁLAGA CAPITAL, QUE ERA DONDE CONVIVÍA CON MI PADRE,...QUE ESTUVIERON A PUNTO DE FUSILARLO LAS TROPAS FRANQUISTAS, ESTUVO ENCARCELADO,...Y SE LIBRÓ,...
YA EN MÁLAGA MI MADRE,...DEL PUEBLO TENÍA POCAS NOTICIAS,...SOLO QUE NO SE SABÍA NADA DE MANUEL MORALES DÍAZ, MI TIO MATERNO,... NI SE DIÓ POR MUERTO, NI EN LOS CAMPOS, NI EN LAS TAPIAS DEL CEMENTERIO DE GRANADA,...NI NADA,...NADIE DECÍA ANDA SOBRE MI TIO,...¡¡. AÚN NO SE SABE NADA Y YA HE REALIZADO ALGUNA GESTIONES EN LA MEMORIA HISTÓRICA,...CON EL ALCALDE DE PERIANA, QUE LE HE MANDADO UN EMAIL,...ETC,...UN DESAPARECIDO DE LA GUERRA CIVIL, COMO HAY A MILES,...QUE VERGUENZA Y QUE LÁSTIMA DE SISTEMA SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO,...¡¡. Y BUENO, GRACIAS POR TODO, Y A SEGUIR INSISTIENDO ¡¡. ))....
Lorca, ¿un poeta de izquierdas?
Una mirada al compromiso político y social de un poeta que suele ser usado por partidos de orientación opuesta
Esta semana hemos podido ver en “El Ministerio del Tiempo” como Federico García Lorca, de la mano de Julián -uno de los agentes protagonistas de la serie- era llevado hasta 1979.
En una taberna flamenca podía escuchar sorprendido a Camarón de la Isla interpretando “La leyenda del tiempo”, un tema con versos del poeta granadino.
Julián procede de nuestro presente y trata de convencer a Lorca para que no vaya a la Granada de 1936 donde le espera la muerte. Sin embargo, asume su trágico destino.
En el tablao afirma emocionado, con Camarón como música de fondo, que “ese es mi poema. Tanto tiempo después, España se acuerda de mí. Entonces he ganado yo, no ellos”.
La emisión del capítulo no ha podido ser más oportuna. En estos días se ha divulgado por las redes sociales una imagen que para muchos ha sido entendida como una provocación: la estatua del poeta en la madrileña plaza de Santa Ana con una bandera española en sus manos coincidiendo con las manifestaciones en el barrio de Salamanca.
Algunos radicales, para defender esa imagen, han llegado a proclamar que en realidad Lorca no estaba comprometido políticamente y que, incluso, fue amigo de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange.
Es precisamente a esta formación a la que algunos señalan como la que más hizo por salvar al poeta cuando ya lo perseguía la muerte en su Granada.
Llegados a este punto, no está de más que nos preguntemos si nos encontramos ante un poeta comprometido que podamos definir como un hombre apolítico.
Tras su asesinato y ante el escándalo internacional que se montó, hubo un desesperado intento por desvestir a Lorca de cualquier tipo de connotación política, sobre todo de izquierdas.
Empezaron a surgir textos incluso de amigos que quisieron convertir incluso en falangista a Lorca, como es el caso de Luis Hurtado Álvarez, un íntimo confidente homosexual del granadino que publicó un artículo titulado “A la España Imperial le han asesinado su mejor poeta”.
Hurtado, que fue secretario personal de Jacinto Benavente, tuvo algunos problema por publicar esas líneas en 1937. Por esas fechas, el mismísimo Franco habló de Lorca, sin citarlo, porque “los rojos han agitado ese nombre como un señuelo de propaganda”.
En esa declaración, aparecida en “Abc” de Sevilla el 6 de enero de 1938 se jactaba diciendo que “queda dicho que no hemos fusilado a ningún poeta”.
Pero la verdad era distinta. Federico García Lorca fue asesinado a mediados de agosto de 1936 entre Víznar y Alfacar, en las afueras de Granada. Sí es verdad que buscó refugió en el domicilio de su amigo Luis Rosales, miembro de Falange, pero también es cierto que varios falangistas participaron en la detención y muerte.
Antonio Rosales, hermano de Luis, era el tesorero de Falange en aquellos momentos y fue quien denunció que el poeta estaba en casa de sus padres. Esa valiosa información se la comunicó a quien había sido diputado de la CEDA, Ramón Ruiz Alonso, quien se encargó de la detención. A ella acudió, según testigos del suceso, con la camisa azul de Falange.
Para poder llevar a cabo esa acción, Ruiz Alonso contó con el aval del gobernador civil de Granada, José Valdés Guzmán quien, ¡vaya casualidad!, también era falangista.
La leyenda de un Lorca cercano a Falange se ha ampliado incluso asegurando que Lorca y Primo de Rivera eran amigos. Nada hay que lo pruebe. En todo caso hay testimonios de todo lo contrario.
Uno de los más interesantes es el de María Fernanda Thomás de Carranza, viuda de José Caballero, el pintor que fue íntimo colaborador del poeta. Ella me contó una anécdota muy ilustrativa. En algún momento de los años 30, Lorca y Caballero paseaban por Madrid y quiso la casualidad que pasaran junto a un local en el que José Antonio daba un mitin. “¿Entramos, Federico?”, preguntó Caballero. Lorca se negó en redondo porque no quería saber nada de todo eso.
Al historiador Ian Gibson le explicó Modesto Higueras, uno de los colaboradores del poeta en el Teatro Universitario La Barraca, que parando en un restaurante de Santander, descubrieron que uno de los que allí estaba comiendo era el mismísimo José Antonio.
A Lorca le puso aquello nervioso, pero más le inquietó una nota escrita en una servilleta que le trajo un camarero de parte del político. En ella se podía leer: “Federico, ¿no crees que con tus monos azules y nuestras camisas azules se podría hacer una España mejor?” Al poeta no le divirtió nada aquello, especialmente tras haber sido el blanco de las burlas de medios como “Gracia y Justicia”.
Los revisionistas de Lorca, los que quitan a su asesinato todo componente político y sexual, olvidan que Lorca se formó al lado de Fernando de los Ríos, uno de los nombres más importantes del socialismo español. Él fue, por ejemplo, uno de los responsables de que el poeta pudiera alojarse en la Residencia de Estudiantes o quien lo acompañó en 1929 en su fundamental viaje a Nueva York.
Hay en Lorca una identificación total con el marginado. Él mismo se veía así al no poder expresar libremente su homosexualidad. Ese hecho lo podemos encontrar en sus declaraciones públicas a la prensa, como cuando afirmaba, en 1931, que “yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de lo perseguido.
Del gitano, del negro, del judío…, del morisco que todos llevamos dentro”. Cinco años, en una entrevista a Luis Bagaría en “El Sol”, fue igual de contundente al rechazar la toma de Granada en 1492: “Fue un momento malísimo, aunque digan lo contrario en las escuelas.
Se perdieron una civilización admirable, una poesía, una astronomía, una arquitectura y una delicadeza únicas en el mundo, para dar paso a una ciudad pobre, acobardada; a una «tierra del chavico», donde se agita actualmente la peor burguesía de España”. Esas declaraciones fueron muy mal recibidas en su ciudad.
Pero se expresaba así en la prensa e, incluso, en las dedicatorias públicas. Por ejemplo, sobre Cataluña encontramos un muy interesante testimonio lorquiano en el álbum de firmas del restaurante El Canari de la Garriga.
Fue allí donde estampó en 1925 de su puño y letra, acompañado de Salvador Dalí y Jaume Miravitlles, un “Visca Catalunya Lliure!”, además de definirse como “presidiario en potencia”. No olvidemos que estamos en plena dictadura de Miguel Primo de Rivera.
Lorca también se mostraba crítico con la Iglesia Católica. En su “Grito hacia Roma”, dentro de “Poeta en Nueva York”, criticaba al Papa, es decir, “el hombre vestido de blanco” porque “ignora el misterio de la espiga,/ ignora el gemido de la parturienta,/ ignora que Cristo puede dar agua todavía,/ ignora que la moneda quema el beso de prodigio/ y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán”.
Sus amigos Pablo Neruda y Rafael Alberti lo presionaron para llevarlo hasta el Partido Comunista, algo que rechazó. Sí simpatizó, y no lo ocultó, con la Izquierda Republicana de Manuel Azaña, como recogió el periodista argentino Pablo Suero en su imprescindible libro “España levanta el puño”: “En la casa de Federico todos son partidarios de Azaña y Fernando de los Ríos es amigo venerado de la familia de García Lorca”.
Esas líneas, escritas cuando queda poco para la celebración de las elecciones que darían la victoria al Frente Popular, continúan con una reflexión de Vicenta Lorca, la madre del poeta: “Si no ganamos, ¡ya podemos despedirnos de España!… ¡Nos echarán, si es que no nos matan!”
Los poetas del 27 sentían una gran estima por Suero y por eso quisieron rendirle homenaje en ese 1936 antes de la tragedia. En un restaurante madrileño celebraron la amistad y la literatura alrededor de Suero con la presencia de Lorca, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, Rafael Alberti, María Teresa León o Adolfo Salazar, entre otros.
Aquel momento, ese encuentro único debía ser inmortalizado para la eternidad. Así lo entendió María Teresa León quien propuso a los asistentes «¡vamos a hacernos una foto opinando, para que Pablo se lleve de recuerdo!». Todos opinaron levantando el puño, el símbolo de su apoyo a la Segunda República y al compromiso con el Frente Popular, entre ellos Lorca.
Artículo original de Víctor Fernández en La Razón. ))....