http://www.nodulo.org/ec/2017/n181p01.htm
El Catoblepas · número 181 · otoño 2017 · página 1
La revolución proletaria
Daniel Miguel López Rodríguez
Ante el centenario de la Revolución de Octubre
I. Las condiciones objetivas como requisito fundamental
1) Qué es la revolución
La revolución es la gran convulsión que implica un cambio en la capa conjuntiva, la capa basal y la capa cortical y en sus correspondientes ramas estructurativas, operativas y determinativas de un Estado concreto. Un cambio en las capas y ramas del poder de dicho Estado supone, asimismo, una modificación de la superestructura ideológica. Una revolución trae consigo una nueva filosofía y una reestructuración de las filosofías hasta entonces vigentes, pues se piensa desde una nueva implantación.
La revolución es «el viejo topo» que se abre rápidamente debajo de la tierra: «¡Bien has hozado, viejo topo!» (Marx, 2003d: 158). «Viejo topo» es una expresión que Marx tomó de la traducción estándar al alemán del Hamlet de Shakespeare; expresión que también empleó Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía refiriéndose al progreso del Espíritu en la historia de la filosofía: «¡Bien has trabajado, inteligente topo!» (Hegel, 1995: 513). Es decir, la revolución es como un enorme topo que socava el orden social al ir avanzado bajo tierra y emerger positivamente para imponer un cambio cualitativo y con ello, para perseverar y prosperar en el poder, destruir lo que tenga que destruir y conservar lo que tenga que conservar de las instituciones del Estado que ha conquistado. Y toda revolución supone la quiebra de un Estado y el nacimiento de otro; o más bien, como ya hemos dicho, una profunda reestructuración de las capas y ramas del poder del Estado conquistado. «Las revoluciones en la sociedad son el equivalente de los saltos en la naturaleza. No caen un día del cielo, sino que son preparadas por todo el curso precedente del desarrollo, así como el agua hirviendo es preparada por el proceso térmico o la explosión de la caldera de vapor, por la presión creciente del vapor en sus paredes. Una revolución en la sociedad significa su reconstrucción, “un cambio estructural del sistema”. Ocurre como consecuencia inevitable de las contradicciones entre la estructura de la sociedad y las exigencias de su desarrollo… en la sociedad, al igual que en la naturaleza, tienen lugar cambios bruscos. En la sociedad, al igual que en la naturaleza, la evolución (desarrollo gradual) conduce a la revolución (salto): “Los cambios violentos presuponen una evolución anterior y los cambios graduales conducen a cambios bruscos. Estos son dos momentos necesarios del mismo proceso” [Plejánov]» (Bujarin, 1974: 174).
La revolución (en general) no es una ofensiva caótica dirigida contra el orden en general, sino contra un orden establecido en particular, es decir, contra un estado de cosas determinado, y por ello consiste en una tarea práctica que trata de eliminar las contradicciones. La revolución no acaba con el gobierno en general, sino con un gobierno concreto en particular, de ahí que su triunfo trae aparejado un trastrocamiento político.
La revolución no puede ser un acto de todo el pueblo sino de una parte del mismo, sin perjuicio de que sus resultados puedan afectar al conjunto de la sociedad y su territorio; y, sin embargo, Engels dijo al ser entrevistado en 1878 que «Las revoluciones no las hace un partido, sino la nación entera» (citado por Enzensberger, 1999: 376).
La revolución es un «movimiento práctico», esto es, una actividad «crítico-práctica» (Marx, 2012d: 405). Como bien se ha dicho, «la revolución no es otra cosa que la lucha por el Poder; una lucha política que las clases sostienen no con las manos vacías, sino por medio de “instituciones políticas concretas” (partidos, etc.)» (Trotsky, 2001: 86). Por ello a Marx la revolución proletaria no se le presentó como un ideal puesto en un futuro más o menos lejano o cercano sino como una necesidad histórica, lo que vendría a dar de sí el desarrollo de las fuerzas de producción en la historia. En La sagrada familia, junto a Engels, afirmaba que el proletariado, en cuanto tal, trabaja por su propia extinción, y por ello es el partido de la destrucción frente a la burguesía propietaria que venía a ser el partido conservador. Pero el proletariado destruye el Estado burgués para construir el Estado proletario que, dictadura del proletariado mediante, paulatinamente se iría extinguiendo (cosa que se desmintió en la política real de la historia en cuanto los revolucionarios tomaron el poder y no tuvieron más remedio que construir el Estado socialista para defenderse del «cerco capitalista»).
Como apunta Lenin, la revolución supone la violenta demolición de una estructura política caduca al venir a ser incompatible con las nuevas relaciones de producción que fueron el detonante de su colapso. Desde el marxismo-leninismo la revolución se interpreta como una ruptura violenta respecto a la estructura política hasta entonces vigente al quedarse anticuada. Dicha ruptura es el resultado de un antagonismo de clases en el que la clase que asciende construye una nueva estructura que destruye la anterior, cuya inutilidad se hace evidente en la praxis de la política real.
Según Marx, la revolución llega en el momento en el que entran en contradicción las fuerzas y las relaciones de producción, y al darse dichas condiciones la resolución de este conflicto estalla en forma de revolución no ya de modo accidental sino de modo necesario: la revolución es una necesidad histórica, y para Marx –en el caso de la revolución proletaria– una especie de imperativo categórico porque en el régimen burgués el hombre no es tratado humanamente, pues con sus prolongadas horas de trabajo forzado mortifica su cuerpo y pudre su alma. Así pues, los factores objetivos que derivan en una gran crisis indican que el capitalismo ya ha cumplido su misión histórica y que ya es turno de la revolución socialista y del consecuente comunismo final (que en realidad no fue la consecuencia de la revolución, pues tal consecuencia, tras 74 años de existencia, fue más bien el final del comunismo, la distaxia de todo un Imperio que puso en jaque al Imperio capitalista y los Estados asociados al mismo en la batalla geopolítica de la Guerra Fría).
Ahora bien, las revoluciones –como dijo Lenin– son como Saturno, pues devoran a sus propios hijos (aunque la expresión la usó por primera vez el diputado girondino Pierre Victurniem Vergriaud en la primavera de 1793). «Cosa singular: en las tres grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran las tropas de combate, y ellos también, precisamente, la clase, que, después de alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias económicas de este triunfo» (Engels, 1981c: 109). Engels se refiere a las revoluciones de Inglaterra (1644), Francia (1789-1793) y Alemania (1848-1849).
En la Revolución Francesa, la «Gran Revolución», la burguesía francesa no pudo consolidar su poder como lo hizo la aristocracia en la Edad Media y sólo durante tres años, los años de la Segunda República (1848-1851), gobernó toda la burguesía. «Hasta ahora [Engels escribe en 1892], una dominación de la burguesía mantenida durante largos años sólo ha sido posible en países como Norteamérica, que nunca conocieron el feudalismo y donde la sociedad se ha construido desde el primer momento sobre una base burguesa. Pero hasta en Francia y en Norteamérica llaman ya a la puerta con recios golpes los sucesores de la burguesía: los obreros» (Engels, 1981c: 115, corchetes míos).
2) Cuándo es posible la revolución
En rigor, la revolución sólo es posible cuando la clase dominante está incapacitada para seguir dominando a las clases dominadas, pues en el instante en que los explotados quieren el poder del Estado y los explotadores no pueden perseverar en el mismo entonces el triunfo de la revolución se pone a línea de tiro.
Cuando el equilibrio entre las fuerzas productivas y los fundamentos de la estructura económica de una determinada sociedad política se rompen entonces estalla la revolución (aunque no siempre). Por ello la cuestión está en determinar qué tipo de relaciones productivas hace que se rompan el equilibrio para que se ponga en marcha la revolución, esto es, la reestructuración de la sociedad política. «La revolución, por lo tanto, se produce cuando se da un conflicto agudo entre las fuerzas productivas en crecimiento, las que no pueden estar más tiempo dentro del marco de las relaciones de producción imperante y lo que constituye el lazo fundamental de estas relaciones de producción, es decir las relaciones de propiedad, la concentración de los instrumentos de trabajo. Entonces este marco estalla» (Bujarin, 1974: 327).
Pero Marx avisaba que si no se tenían en cuenta las condiciones objetivas entonces «la vieja mierda» volvería con nueva forma. Dichas condiciones objetivas son las condiciones materiales: «Cuando las condiciones materiales de vida de la sociedad se han desarrollado suficientemente para hacer de las modificación de su forma política oficial una necesidad vital, toda la fisonomía del viejo poder político se transforma» (Marx, 2013: 271).
El joven Marx de los Manuscritos parisinos de 1844 sostenía que la revolución sobrevendría necesariamente con la reducción al mínimo de los salarios, pues entonces los obreros se organizarían y sublevarían por la simple razón de no morirse de hambre. Tras acabar de escribir los Manuscritos, en agosto de 1844 escribía en Vörwarts: «Una revuelta o revolución política no viene a ser más que la tendencia de las clases sin influencia política alguna para poner fin a su aislamiento del Estado y del poder. Su objetivo es el del Estado, el de una unidad abstracta que no existe más que cuando ella se siente separada de la vida real y no se sabría imaginar sin la oposición organizada entre la idea general y la existencia individual del hombre. Una revolución con alma política organiza pues, según la naturaleza limitada y dividida de esta alma, a un grupo dominante en la sociedad a expensas de la sociedad misma… Toda revolución disuelve a la antigua sociedad; en esta medida ella es social. Toda revolución abate al antiguo poder; en esta medida ella es política» (citado por Guichard, 1975: 144).
Tras las revoluciones de 1848-1849 Marx pensaba que la revolución se desencadenaría a raíz de una gran crisis económica capitalista, una crisis tan grande que colapsase el sistema. Los ciclos comerciales del capitalismo llegan a un punto en donde las superproducciones y sobreespeculaciones desembocan en crisis comerciales e industriales. Así lo expresó para el New York Tribune el 14 de junio de 1853: «Desde principios del siglo XIX no ha habido en Europa revolución importante que no se haya visto precedida de una crisis comercial y financiera. Esto es verdad tanto de la revolución de 1789 como la de 1848. Todos los días vemos disputas más temibles entre los poderes gobernantes y sus súbditos, entre el Estado y la sociedad, y entre las distintas clases; conflictos entre las potencias existentes que alcanzan ese clímax en que todos desenvainan su espada y recurren a la razón última de los príncipes. Todos los días llegan a las capitales europeas alarmantes despachos hablando de guerra universal, pero los despachos del día siguiente los desmienten con garantías de paz que duran más o menos una semana. Podemos estar seguros, sin embargo, de que, con independencia de la temperatura que alcance el conflicto entre las potencias europeas, por amenazador que pueda parecer el horizonte diplomático, sean cuales sean los movimientos que pueda intentar alguna facción entusiasta en algún país o en otro, el viento de la prosperidad instiga por igual la rabia de los príncipes y la furia de los pueblos. No es probable que las guerras o las revoluciones siembren la discordia en Europa a no ser que sea resultado de una crisis comercial e industrial generalizada de la cual, como siempre, dará la señal de alarma Inglaterra, representante de la industria europea en el mercado mundial» (Marx, 2013: 146-147).
Pero como la recesión mundial y crisis global de agosto de 1857 no engendró un nuevo 1848 entonces Marx llegó a la conclusión de que el estallido de la revolución con el consecuente final del capitalismo estaría en el escándalo que supondría la acumulación del capital en pocas manos y la acumulación de la miseria. De modo que, en dicha polarización entre unos sujetos cada vez más ricos frente a otros cada vez más pobres, se encontraría el detonante para el desencadenamiento de la revolución. Marx creía, pues, que para que estallase la revolución las condiciones de los trabajadores debían de ser insoportables, acumulándose escandalosamente la riqueza en un extremo y la miseria en otro, siendo dicha acentuación de la miseria el factor determinante de la voluntad revolucionaria, y la miseria en el sistema capitalista se acentuaría con la misma necesidad que la gran industria devoraría a la pequeña industria y del mismo modo que, mutatis mutandis, el latifundio devora al minifundio (situación que, en los extremos que planteaba Marx, jamás se dio, como supo objetarle Edward Berntein en Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia en 1899).
Durante las décadas de 1850 y 1860 Marx creía que una gran guerra europea podría ser determinante para el estallido de la revolución (y de hecho sería así, al menos en Rusia). Tras la guerra franco-prusiana, Marx creía que podría desencadenarse una gran guerra entre las grandes potencias, pero ésta no llegaría hasta 43 años después. Pero en la década de 1870 desconfiaba de la posibilidad de estallido revolucionario en dicha guerra, pues sospechaba que ésta pudiese tener consecuencias reaccionarias. Engels también se lo temía y decía que «sería nuestra mayor desgracia, podría retrasar veinte años el movimiento [socialista de Alemania]» (citado por Sperber, 2013: 486).
En septiembre de 1877 Marx le dijo a su admirador estadounidense Friedrich Adolph Sorge que veía próxima una revolución burguesa en Rusia: «Si la madre naturaleza no nos es especialmente desfavorable, ¡estallaremos de júbilo!» (Citado por Sperber, 2013: 504). En 1880, ante el nacimiento de Marcel, el hijo de su hija Jenny, afirmó que el recién nacido y sus coetáneos «tendrán ante sí el período más revolucionario que se haya visto jamás. Qué pena ser “viejo” y sólo ser capaz de prever y no de ver». También se lo dijo al emigrado y ultrarrevolucionario alemán Johann Most: «Yo no voy a ver el triunfo de nuestra causa, pero tú eres bastante joven, todavía vivirás para ver la victoria del pueblo» (citado por Sperber, 2013: 504). Esa revolución que Marx anunciaba era precisamente la revolución rusa que, a su juicio, acabaría de paso con la monarquía prusiana. Para Marx la revolución burguesa rusa vendría a ser la culminación del período inaugurado en 1789 con la Revolución Francesa, acabándose así con los regímenes autoritarios y la implantación mundial de regímenes democráticos y republicanos pero todavía burgueses, situación que allanaría el camino a la clase proletaria para que realizase efectivamente su revolución que venía a ser la revolución de la supuesta clase universal, la revolución de la emancipación de la Humanidad (una visión escatológica de la historia que fue triturada por los acontecimientos de la política real).
El 20 de abril de 1892 Engels dijo que el triunfo de la clase obrera «solo puede asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de Inglaterra, Francia y Alemania», es decir, a través de la solidaridad de los proletarios de estas naciones contra sus respectivos patrones; y también afirmó que los progresos de la clase obrera alemana no tenían precedente: «El movimiento obrero alemán avanza con velocidad acelerada. Y si la burguesía alemana ha dado pruebas de su carencia lamentable de capacidad política, de disciplina, de bravura, de energía y de perseverancia, la clase obrera de Alemania ha demostrado que posee en grado abundante todas estas cualidades. Hace ya casi cuatrocientos años que Alemania fue el punto de arranque del primer gran alzamiento de la clase media de Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es descabellado pensar que Alemania vaya a ser también el escenario del primer gran triunfo del proletariado europeo?» (Engels, 1981c: 120).
En 1895, el último año de su vida, en el prólogo de la reedición del texto de Marx Las luchas de clase en Francia, sostiene: «Ha pasado la época de revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de masas inconscientes. Allí donde se trate de transformar a fondo la organización social deben intervenir directamente las masas, tras haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida. Esto nos lo ha enseñado la historia de los últimos cincuenta años. Y para que las masas comprendan se impone una labor larga y perseverante […] Nosotros, los “revolucionarios”, los “subversivos”, prosperamos mucho más con medios legales que con medios ilegales. Los partidos del orden, como ellos se llaman, se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos. Exclaman desesperados, con Odilon Barrot: La légalité nous tue, la legalidad nos mata, mientras nosotros echamos, con esta legalidad, músculos vigorosos y carrillos colorados y parece que nos ha alcanzado el soplo de la eterna juventud. Y si nosotros no somos tan locos que nos dejemos arrastrar al combate callejero, para darles gusto, a la postre no tendrán más camino que romper ellos mismos esta legalidad tan fatal para ellos» (https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/francia/francia1.htm).
En 1891 el joven Lenin seguía a Marx y a Chernishevsky con su máxima de «cuanto peor, mejor», y por ello se opuso a la ayuda humanitaria para frenar la hambruna de aquel año, puesto que la hambruna forzaría a millones de campesinos pobres a sublevarse y unirse al proletariado (en sintonía con la teoría de la pauperización extrema de Marx). Por lo tanto, mientras peor fuese la situación mejor sería para la revolución. Es decir, el «cuanto peor, mejor» se convirtió en el lema de la autenticidad revolucionaria, frente al gradualismo reformista, que trataba de llegar al socialismo por la vía pacífica (no violenta, no revolucionaria). Asimismo, Lenin advertía a las masas obreras y campesinas de que no cayesen en el revolucionarismo abstracto, vacío y meramente verbal de los anarquistas y otros oportunistas «filisteos». Esto es, que no se dejasen llevar por cantos de sirena de la sofística pseudorevolucionaria.
Como se temía, al no llevarse a cabo la solidaridad proletaria internacional, los proletarios franceses, así como los alemanes, terminaron tomando partido por los burgueses de sus respectivas naciones y se resolvió el conflicto en una Gran Guerra. La fecha clave es el 4 de agosto de 1914 cuando los diputados del Partido Socialdemócrata Alemán votaron en el Reichstag a favor de los créditos de guerra. Y así el conflicto internacional trituró la Idea del proletariado universal, que mostró ser una paraidea.
Pero, como hemos anunciado, fue precisamente esa gran guerra la que desencadenó la revolución realmente existente llevándose a cabo precisamente contra el tirano más odiado por Marx: el Zar de todas las Rusias. Si bien es cierto que los bolcheviques harían su revolución no directamente contra el Zar –sin perjuicio de que parte de ellos participaron en la Revolución de Febrero– sino contra el Gobierno provisional de Kerensky. Aunque el Zar sí fue ejecutado, junto a toda su familia, por los bolcheviques, y no de modo gratuito como si fuesen una banda de sádicos sedientos de sangre, como se dice desde coordenadas negrolegendarias y maniqueas, sino por prudencia política.
También fue consecuencia de otra gran guerra, la mayor que los siglos hayan visto, la revolución china. Luego la historia ha mostrado que las condiciones para que se lleve a cabo la revolución (o las revoluciones) son las de una hecatombe mundial, es decir, las de un momento histórico en el que el reparto de las potencias por los recursos del planeta en una guerra mundial o dos guerras mundiales (lo que Churchill denominó «Segunda guerra de los treinta años») desembocan en un nuevo orden que no sólo repercute en la dialéctica de Estados sino también, obviamente, en la dialéctica de clases. Así, parafraseando, se podría decir: si quieres la revolución prepárate para la guerra.
En 1920 Lenin ponía como condiciones objetivas para la revolución una situación en la que los gobernantes sean incapaces de gobernar, los gobernados se niegan a seguir viviendo como viven y existe un partido revolucionario decidido a aprovecharse de las circunstancias. «La ley fundamental de la revolución, confirmada por todas ellas, y en particular por las tres revoluciones rusas del siglo XX, consiste en lo siguiente: para la revolución no basta con que las masas explotadas y oprimidas tengan conciencia de la imposibilidad de vivir como antes y reclamen cambios, para la revolución es necesario que los explotadores no puedan vivir ni gobernar como antes. Sólo cuando las “capas bajas” no quieren lo viejo y las “capas altas” no pueden sostenerlo al modo antiguo, sólo entonces puede triunfar la revolución. En otros términos, esta verdad se expresa del modo siguiente: la revolución es imposible sin una crisis nacional general (que afecte a explotados y explotadores). Por consiguiente, para la revolución hay que lograr, primero, que la mayoría de los obreros (o en todo caso, la mayoría de los obreros conscientes, reflexivos, políticamente activos) comprenda profundamente la necesidad de la revolución y esté dispuesta a sacrificar la vida por ella; en segundo lugar, es preciso que las clases gobernantes atraviesen una crisis gubernamental que arrastre a la política hasta a las masas más atrasadas (el síntoma de toda revolución verdadera es la decuplicación o centuplicación del número de hombres aptos para la lucha política, representantes de la masa trabajadora y oprimida, antes apática), que reduzca a la impotencia al gobierno y haga posible su derrumbamiento rápido por los revolucionarios» (Lenin, 1975k: 88-89).
Por eso «las revoluciones no son nunca otra cosa que motines de esclavos que quieren dejar de serlo» (Trotsky, 2006: 413). «Han de sobrevivir condiciones completamente excepcionales, independientes de la voluntad de los hombres o de los partidos, para arrancar al descontento las cadenas del conservadurismo y llevar a las masas a la insurrección» (Trotsky, 2007: 4). «La preparación histórica de la revolución conduce, en el período prerrevolucionario, a una situación en la cual la clase llamada a implantar el nuevo sistema social, si bien no es aún dueña del país, reúne de hecho en sus manos una parte considerable del poder del Estado, mientras que el aparato oficial de este último sigue aún en manos de sus antiguos detentadores. De aquí arranca la dualidad de poderes de toda revolución» (Trotsky, 2007: 180-181). «Al igual que la guerra, la gente no hace por gusto la revolución. Sin embargo, la diferencia radica en que, en una guerra, el papel decisivo es el de la coacción; en una revolución no hay otra coacción que la de las circunstancias. La revolución se produce cuando no queda ya otro camino. La insurrección, elevándose por encima de la revolución como una cresta en la cadena montañosa de los acontecimientos, no puede ser provocada artificialmente, lo mismo que la revolución en su conjunto. Las masas atacan y retroceden antes de decidirse a dar el último asalto» (Trotsky, 2007: 821).
En 1924 escribía Stalin en Los fundamentos del leninismo que la furiosa competencia entre las distintas potencias imperialistas «entraña como elemento inevitable las guerras imperialistas, guerras por la conquista de territorios ajenos. Esta circunstancia tiene, a su vez, la particularidad de que lleva al mutuo debilitamiento de los imperialistas, quebranta las posiciones del capitalismo en general, aproxima el momento de la revolución proletaria y hace de esta revolución una necesidad práctica» (Stalin, 1977d: 5).
II. La conciencia revolucionaria como requisito fundamental
1. La ignorancia jamás ha sido de provecho para nadie
La revolución no es algo que simplemente estalle y se desate, pues es imprescindible el requerimiento de su planificación y organización. Por tanto, no requiere sólo voluntad, sino también inteligencia. Los revolucionarios han de combatir con la espada en una mano y la pluma en la otra. Por ello, frente al blanquismo, el marxismo no trataba de poner en marcha una praxis aligerada de teoría, sino poner en marcha una praxis cargada de teoría (y no ya sólo de saberes de primer grado, sino también de saberes de segundo grado).
Las condiciones objetivas, aun siendo estrictamente necesarias, no son suficientes para que se desencadene la revolución; pues es imprescindible además que haya voluntad política y por lo tanto acción política; y no sólo eso, sino además una teoría política con suficiente potencia para poner en marcha a millones de personas involucradas en un proceso que repercute en la nación revolucionaria y en su entorno, es decir, a un nivel no ya meramente nacional sino internacional e incluso geopolítico, como fue el caso de la Unión Soviética. Como dijo Andreu Nin, «no hay nada tan fecundo como la revolución. La revolución ofrece un campo de acción inmenso a la actividad creadora de las masas, las cuales, en esas circunstancias, llevan a la práctica en pocas horas todos los planes y proyectos que los dirigentes del movimiento han meditado durante días y semanas en sus despachos» (Nin, 2006).
Ya en 1843 el joven Marx dejó dicho que «el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas, que la fuerza material tiene que derrocarse mediante la fuerza material, pero también la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de las masas. Y la teoría es capaz de apoderarse de las masas cuando argumenta y demuestra ad hominen, y argumenta y demuestra ad hominen cuando se hace radical, ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz para el hombre, es el hombre mismo» (Marx, 1970b: 109). «No basta con que el pensamiento se esfuerce por su realización; es necesario que la misma realidad se esfuerce por hacerse pensamiento» (Marx y Engels, 1974: 101). En 1844 un filósofo alemán dejó dicho lo siguiente: «Los obreros disponen de un poder formidable; cuando lleguen a darse cuenta de él y se decidan a usarlo, nada podrá resistirles; bastará que cesen en todo trabajo y se apropien todos los productos; esos productos de su trabajo, que advertirían ser de ellos dado que vienen de ellos. Tal es, por otra parte, el sentido de los motines obreros que vemos estallar casi por todas partes. El Estado está fundado sobre la esclavitud del trabajo. Que el trabajo sea libre, y el Estado se hunde» (Stirner, 2014: 178).
Como escribió Pável Vasílievich Ánnenkov en 1880, el 30 de marzo de 1846 Marx y Engels se reunieron en Bruselas en una sesión plenaria del comité de corresponsales comunistas junto a Philippe Gigot, Louis Heilberg, Sebastian Seiler, Edgar von Westphalen, Wilhelm Weitling, Joseph Weydemeyer y el propio Ánnenkov. La discusión de la sesión consistía en saber cuál era la mejor forma de hacer propaganda política en Alemania. Marx afirmó «que el despertar unas esperanzas fantásticas nunca llevaría a la salvación de los que sufrían, sino que conduciría a su fracaso. Y esto todavía era más válido en Alemania, donde el dirigirse a los obreros sin unas doctrinas concretas y unas ideas rigurosamente científicas equivalía a un juego vacío e inconsciente con la propaganda, que presupone por una parte un apóstol entusiasmado y por otra unos asnos que le prestan atención boquiabiertos. Y, señalándome de pronto con un brusco gesto, continuó: “Aquí, entre nosotros, se encuentra un ruso. En su país, Weitling, quizás estuviera indicado su papel. Sólo allí pueden constituirse con éxito asociaciones entre apóstoles absurdos y discípulos igualmente absurdos». Y sigue Ánnenkov: «Marx continuó desarrollando su opinión de que en un país civilizado como Alemania era imposible lograr algo sin una doctrina sólida, concreta, y que hasta el momento no se había conseguido más que ruido, arrebatos perniciosos y fracasos de la causa misma que uno ha tomado en sus manos». Y añade: «Las pálidas mejillas de Weitling se colorearon y sus palabras adquirieron viveza. Con voz trémula por la excitación, comenzó a demostrar que una persona que había logrado reunir en torno a sí a centenares de personas en nombre de la idea de la justicia, la solidaridad y el amor fraterno, no podía ser tildada de persona sin contenido, ociosa; que él, Weitling, se consolaba frente a los ataques de hoy con los centenares de cartas y manifestaciones de adhesión y gratitud que recibía desde todos los rincones de su patria, y que su modesta labor de preparación para la tarea común tenía mayor importancia que la crítica y los análisis de gabinete, que se efectuaban lejos de los sufrimientos del mundo y de las vicisitudes del pueblo». «Estas palabras despertaron definitivamente la rabia de Marx, quien, en su exasperación, golpeó la mesa con el puño con tal fuerza que la lámpara comenzó a tambalearse, y dando un salto gritó: –Hasta ahora, la ignorancia jamás ha sido de provecho para nadie» (citado por Enzensberger, 1999: 60).
Annenkov no comenta del todo los motivos de la acalorada polémica, y según una carta que le envió Weitling a Moses Hess el 31 de marzo de 1846, Marx llegó a las siguientes conclusiones:
«1. En el seno del Partido Comunista debe llevarse a cabo una purga.
»2. Ésta puede efectuarse criticando a los que no sean aptos y separándolos de las fuentes de dinero.
»3. Esta purga es, en los momentos actuales, la principal tarea que pueda realizarse en interés del comunismo.
»4. Aquel que tenga el poder de procurarse influencia sobre los financieros, también posee los medios de alejar a los demás y hace bien en utilizarlos.
»5. El “comunismo de artesanos”, “el comunismo filosófico” (esta distinción la utilizó primero Marx o quien fuera, yo no) deben ser combatidos. Debe ridiculizarse el sentimiento. Eso sólo es una fantasía. Nada de propaganda oral, ninguna constitución de propaganda clandestina. En resumen, en adelante no debe utilizarse el término propaganda.
»6. Por de pronto no puede hablarse de la realización del comunismo. Ante todo ha de subir al poder la burguesía» (citado por Enzensberger, 1999: 61).
Esta doctrina se oponía a la de Weitling porque éste defendía que en todas las épocas el comunismo había sido posible, y precisamente por ese planteamiento y por sus pretensiones de liderazgo había sido rechazado en Londres por la Liga de los Justos, decidiendo pues marcharse hacia Bruselas para unirse a Marx y Engels.
Como le escribía Georg Weerth a Wilhelm Weerth el 18 de noviembre de 1846 en Bruselas, «A Marx se le considera, por así decirlo, el jefe del Partido Comunista. Ahora bien, muchos de los soi-disant comunistas y socialistas se extrañarían si tuvieran exacto conocimiento de las actividades de esos hombres. Porque hay que tener en cuenta que Marx trabaja día y noche para conseguir que los obreros de América, Francia, Alemania, etc., olviden sus absurdos sistemas, invitándoles al estudio de las condiciones actuales. Esto ya lo ha logrado con los obreros de Londres gracias a su actuación personal. Y si en el futuro fueran bien las cosas, también los alemanes enviarán a los agitadores y héroes comunistas al diablo» (citado por Enzensberger, 1999: 65).
Una revolución sin una severa preparación es propio de un «revolucionarismo vulgar» que «no comprende que la palabra es también un acto» (Lenin, 1976b: 66). Pero para que la revolución sea tal hay que pasar de las palabras a los hechos (aunque las palabras también valen como hechos, en tanto «actos»), y por eso la crítica de las armas ha de ser el sucesor –esto es, el ejecutor testamentario y el colofón– del arma de la crítica: la teoría ha de manifestarse en praxis, y de su efectividad dependerá su verdad. Y así fue como en los días que fueron de abril a octubre en 1917 Lenin mostró que sus palabras no eran las de un simple fanático presuntuoso sino las de un clarividente analista y un audaz activista, a pesar de estar imbuido en el mito tenebroso de la revolución mundial (creencia que precisamente le motivó a llevar a cabo la insurrección de Octubre al creer que la Rusia soviética estaría resguardada por el proletariado europeo que se sublevaría en diferentes países, cosa que no fue así).
En la noche del 16 (29) de octubre de 1917, en una reunión del comité central del partido bolchevique en los arrabales de la parte norte de Petrogrado, Lenin afirmaba lo siguiente: «Es imposible guiarse por el estado de ánimo de las masas. Porque es variable y no se puede cambiar con precisión; debemos guiarnos por una valoración y una análisis objetivos de la revolución» (citado por Service, 2001: 344).
2. Conciencia revolucionaria
Marx deja claro que la revolución no es un juego de niños o de jóvenes idealistas justicieros y bienintencionados, y no es cosa de voluntaristas y moralistas filisteos; no se trata, pues, de una mera cuestión de deseos subjetivos sino de condiciones objetivas y de conciencia crítica. La revolución no es cosa de ingenuo entusiasmo, y tampoco es una cuestión de coger las armas porque sí, sin ton ni sonde modo temerario, con tal de acabar con la explotación y la injusticia social y política. La revolución, por el contrario, requiere un estudio detallado de la sociedad y del Estado, del funcionamiento de sus instituciones (infraestructurales y supraestructurales), es decir, de sus condiciones materiales, y también de sus resortes socioculturales, científicos, políticos, económicos, artísticos, filosóficos y, en suma, ideológicos en sentido lato.
Dicho de otro modo: la revolución es imposible sin conciencia revolucionaria, sin perjuicio de que las condiciones para que se ponga en marcha un proceso revolucionario estén «por encima de la voluntad» de las clases sociales y los partidos políticos. Por todo ello, la teoría materialista de la historia se consideró como el modo más eficaz de impregnar revolucionariamente a las masas, aunque también las masas podrían quedar impregnadas de conciencia revolucionaria a través de una propaganda que bien pudiera ser mitológica (en el sentido que le damos a los mitos tenebrosos, en tanto oscurantistas y confusionarios); pues, como se ha dicho, «Todas las revoluciones se cimientan, en parte, sobre mitos» (Figes y Kolonitskii, 2001: 46).
Según Marx, el proletariado, al alcanzar conciencia de sí, de su fuerza revolucionaria, alcanza conciencia del progreso, esto es, de la situación política, económica y social que a la sazón traería la revolución que superaría el antagonismo de clases, y sólo el proletariado es revolucionario si tiene conciencia de su hegemonía y la aplica. El hecho de que haya ideas revolucionarias demuestra que existe una clase revolucionaria. Por tanto, la revolución sólo puede impulsarse si y sólo sihay una teoría revolucionaria detrás que la sustente, es decir, un sistema de ideas más o menos sólido y potente que sepa reducir al absurdo, por vía apagógica, las otras propuestas o alternativas que se presentan o salen al paso. A diferencia de la gran lección que supuso la Comuna de París –que como observó Lenin fue un levantamiento espontáneo, indisciplinado, heterogéneo y confuso-, la revolución tiene que ser premeditada, disciplinada, homogénea en la medida de lo posible y con objetivos claros y distintos. Pero siempre con realismo político y al margen de fantasías escatológicas; fantasías de las que, al fin y al cabo, el marxismo-leninismo no se libró, pecando de optimismo metafísico y progresismo histórico (siempre en sintonía con la ontología monista del Diamat). Aunque ese optimismo escatológico también era útil como ideología (al fin y al cabo conciencia falsa) o idea-fuerza para movilizar a las masas, como objetivo aureolar. De hecho, como hemos dicho, Lenin no se habría lanzado a la aventura de la insurrección de Octubre sin creer en el mito de la revolución mundial, frente los «esquiroles» Kámenev y Zinóviev que no estaban tan seguros del estallido de la revolución, al menos, en Europa (fundamentalmente Alemania); con lo cual, dicho sea de paso, los acontecimientos les dieron la razón.
En 1850, comentando un artículo de Eccarius, hacía Marx la siguiente reflexión: «El proletariado, antes de arrancar su triunfo de las barricadas y en los frentes de batalla, anuncia el advenimiento de su régimen por una serie de victorias intelectuales» (citado por Mehring, 1967: 215-216). Si bien es cierto que Marx consideró mucho más importante el movimiento real que una docena de programas, eso no niega la enorme importancia que tiene un programa revolucionario para la actividad cohesionada del Partido, puesto que «la necesidad de un programa surge de las exigencias del movimiento mismo» (Lenin, 1974d: 233).
Ya el joven Lenin dejó dicho en su Quiénes son los «amigos del pueblo» de 1894 que «la tarea directa de la ciencia, según Marx, consiste en dar una verdadera consigna de la lucha, es decir, saber presentar objetivamente dicha lucha como producto de determinado sistema de relaciones de producción, saber comprender la necesidad de esa lucha, su contenido, el curso y las condiciones de su desarrollo. No se puede dar “una consigna de lucha” sin estudiar en todos sus detalles cada una de sus formas, sin seguir cada uno de sus pasos, en su tránsito de una forma a otra, para saber determinar la situación en cada momento concreto, sin perder de vista el carácter general de la lucha, su objetivo general: la destrucción completa y definitiva de toda explotación y de toda opresión» (Lenin, 1974a: 346).
La cuestión es que el requisito imprescindible para albergar una conciencia revolucionaria es que los obreros adquieran conciencia de clase. Conciencia de clase no quiere decir odio, sentimiento de opresión ni sentimiento de venganza contra la clase capitalista. Que los obreros tengan conciencia de clase significa que «éstos comprendan que para lograr sus objetivos les es indispensable influir en los asuntos de Estado, tal como lo han hecho y siguen haciéndolo los terratenientes y capitalistas» (Lenin, 1974b: 104). Para ello es imprescindible que tengan fuerza de voluntad para «estudiar, estudiar, y estudiar, y llegar a ser socialdemócratas conscientes, “una intelectualidad obrera”» (Lenin, 1974d: 287). Lenin consideraba que la conciencia de los defectos del movimiento socialdemócrata era tan importante o más que la corrección de los defectos. Aunque la misión de la vanguardia revolucionaria no consiste en descender al nivel de comprensión de las capas inferiores, sino elevar el nivel de conciencia de los obreros. Por eso la tarea de la socialdemocracia no consistía en rebajar a los revolucionarios al nivel de los artesanos sino en ascender al nivel de revolucionarios a los artesanos, es decir, elevarlos hacia la conciencia revolucionaria para que así actuasen de modo revolucionario.
Como comentaba Wilhelm Liebknecht en 1896, «Desprovisto de toda vanidad, Marx no concedía ningún valor al aplauso de la multitud. La multitud era para él esa masa inconsciente que se provee de pensamientos y sentimientos procedentes de las clases dominantes. Y mientras el socialismo no haya impregnado espiritualmente a las masas, el aplauso de la multitud sólo podría estar dirigido a los apolíticos o a los enemigos del socialismo… Mientras los demás emigrantes forjaban planes para la revolución universal y se embriagaban día tras día y noche tras noche con sueños como “Mañana será el día señalado”, nosotros –el “hatajo de bribones”, los “bandidos”, la “escoria de la humanidad”– pasamos el tiempo en el Museo Británico para aumentar nuestros conocimientos y preparar las armas y la munición para las batallas del futuro» (citado por Enzensberger, 1999: 173-174). Y como lo cita Franziska Kugelmann después de 1900, refiriéndose a septiembre/octubre de 1869, cuando alguien le comentaba a Marx el entusiasmo que los trabajadores sentían por su figura, éste mostraba sus dudas: «Esa gente sólo tiene el único y comprensible deseo de salir de su miseria; pero muy poco de entre ellos tienen entendimiento para esta posibilidad» (citado por Enzensberger, 1999: 259-260).
En 1902, en su ¿Qué hacer?, Lenin dejaba por escrito una de sus más célebres máximas: «Sin teoría revolucionaria, no puede haber tampoco movimiento revolucionario» (Lenin, 1974e: 376). Es decir, la revolución sólo es posible a través de la conciencia revolucionaria o la teoría revolucionaria que se aplicaría con la crítica de las armas y la organización obrera a través del Partido. «Un revolucionario blando, vacilante con las cuestiones teóricas, limitado en su horizonte, que justifica su inercia por la espontaneidad del movimiento de masas, más semejante a un secretario y de trade-union que a un tribuno popular, sin un plan audaz y de gran extensión, que imponga respeto a sus adversarios, inexperimentado e inhábil en su oficio (la lucha contra la policía política), ¡no es un revolucionario, sino un mísero artesano!» (Lenin, 1974e: 473). Porque, como dirá en 1905, «sin la conciencia y la organización de las masas, sin su preparación y su educación por medio de la lucha de clases abierta contra toda la burguesía, ni hablar se puede de revolución socialista» (Lenin, 1976b: 11).
Asimismo, los intereses de la revolución han de intercalarse a través de la propaganda, la agitación, la planificación y la organización mediante la infiltración en instituciones no revolucionarias e incluso reaccionarias para impregnar a las masas que no han comprendido de modo inmediato la necesidad de una acción revolucionaria los intereses y beneficios que les reportaría la revolución.
3. Periódico
Por todo esto, para el movimiento revolucionario era imprescindible la publicación de un periódico. Como escribía Lenin en Iskra en mayo de 1901 en un artículo titulado «¿Por dónde empezar?», «Sin un órgano político es inconcebible, en la Europa contemporánea, un movimiento que merezca el nombre de político. Sin él, nuestra tarea, la tarea de concentrar todos los elementos de descontento político y de protesta, de fecundar con ellos el movimiento revolucionario del proletariado, es totalmente irrealizable» (Lenin, 1974e: 17-18). «El papel del periódico no se limita, sin embargo, a difundir, a educar políticamente y a ganar aliados políticos. El periódico es no sólo un propagandista y un agitador colectivo, sino también un organizador colectivo. En este último sentido puede compararse con el andamiaje levantado en un edificio de construcción, que marca sus contornos, facilita el contacto entre los diversos grupos de obreros, les ayuda a distribuir las tareas y a ver el resultado final obtenido gracias a su trabajo organizado. Con ayuda del periódico y en relación con él, se irá formando por sí misma la organización permanente, que se ocupe no sólo del trabajo local, sino del trabajo general y regular, que acostumbre a sus miembros a seguir atentamente los acontecimientos políticos, a valorar su significación y su influencia sobre los diversos sectores de la población, a elaborar los métodos adecuados que permitan al partido revolucionario influir sobre esos acontecimientos. Ya la sola tarea técnica de asegurar la necesaria provisión de materiales para el periódico y su debida difusión, obligará a crear una red de agentes locales de un partido único, que mantendrán entre sí un contacto vivo, que conocerán el estado general de las cosas, que se acostumbrarán a ejercer regularmente funciones parciales dentro del trabajo general de toda Rusia, que irán probando sus fuerzas en la organización de diversas acciones revolucionarias» (Lenin, 1974e: 19). «Hasta ahora, la mayoría de nuestras organizaciones locales piensan casi exclusivamente en órganos locales y trabajan de un modo activo casi exclusivamente para ellos. Esto no es normal. Tiene que suceder al contario: la mayoría de las organizaciones locales deben pensar, sobre todo, en un órgano destinado a toda Rusia y trabajar principalmente para él. Mientras no ocurra así, no podremos publicar ni un solo periódico que sea cuando menos capaz de proporcionar efectivamente al movimiento una agitación en todos los sentidos en la prensa. Y cuando esto sea así, se establecerán por sí mismas las relaciones normales entre el órgano central indispensable y los indispensables órganos locales» (Lenin, 1974e: 496). Por tanto, «no existe otro medio de educar fuertes organizaciones políticas que un periódico para toda Rusia» (Lenin, 1974e: 506).
El periódico destinado a toda Rusia, a fin de que fuese difundido con frecuencia y regularidad, no era una manifestación de «literaturismo», pues se trataba ni más ni menos que del «hilo fundamental» para que se desarrollasen, profundizasen y extendiesen las ideas de la socialdemocracia revolucionaria. Por eso el periódico era «la chispa» por la que podría prender el fuego revolucionario (como efectivamente lo fue). «Este periódico sería una partícula de un enorme fuelle de forma que atizase cada chispa de la lucha de clases y de la indignación del pueblo, convirtiéndola en un gran incendio» (Lenin, 1974e: 515). «La organización que se forme por sí misma en torno a este periódico, la organización de sus colaboradores (en la acepción más amplia del término, es decir, de todos los que trabajen para él) estará precisamente dispuesta a todo, desde salvar el honor, el prestigio y la continuidad del partido en los momentos de mayor “depresión” revolucionaria, hasta preparar, fijar y llevar a la práctica la insurrección armada de todo el pueblo» (Lenin, 1974e: 521). «En una palabra, “el plan de un periódico político para toda Rusia”, lejos de ser el fruto de un trabajo de gabinete de personas contaminadas de doctrinarismo y literaturismo (como le ha parecido a gente que ha meditado poco en él), es, por el contrario, el plan más práctico para empezar a prepararse en todas partes e inmediatamente para la insurrección, sin olvidar al mismo tiempo ni un instante la labor ordinaria de todos los días» (Lenin, 1974e: 523).
Lo que a Lenin principalmente le importaba con la difusión de un periódico para toda Rusia era que los socialdemócratas o revolucionarios profesionales educasen a las masas obreras y las educasen con éxito. El periódico para toda Rusia era un «lazo de unión efectivo» que hacía el balance de toda la actividad revolucionaria en sus aspectos más variados, «incitando con ello a la gente a seguir infatigablemente hacia adelante, por todos los numerosos caminos que llevan a la revolución, como todos los caminos llevan a Roma…Y cuanto más perfecta sea la preparación de cada tornillo aislado, cuanta mayor cantidad de trabajadores aislados participen en la obra común, tanto más densa se hará nuestra red y tanto menos confusión provocarán en las filas comunes los inevitables reveses» (Lenin, 1974e: 513).
Como se ha dicho, y con razón, «Marx tuvo mucho más éxito en su proyecto de creación de un periódico político radical que en la organización de la clase obrera» (Sperber, 2013: 220). Lo que ya era todo un logro, porque sirvió como una especie de preparatio evangelica revolucionaria; pues, como decía Lenin, sin teoría revolucionaria no es posible la acción revolucionaria. Dicho de otro modo: sin periódico revolucionario no es posible la política revolucionaria y sin partido revolucionario no es posible la política revolucionaria.
4. Amordazar a la prensa burguesa
Una vez que la revolución se ha llevado a cabo, como ocurrió en Rusia, llega el momento de la dictadura del proletariado. Y esta dictadura, al igual que la revolución, no sólo se basa en la mera fuerza sino también en las letras, en la palabra y en la propaganda (como contrapropaganda –pensando a la contra– de los enemigos políticos, la reacción contrarrevolucionaria). Los revolucionarios, si quieren seguir adelante con la revolución, si quieren que la génesis de la misma desemboque en una estructura victoriosa o eutáxica, tienen que seguir educando al pueblo (en esta ocasión desde el poder); y para ello es fundamental amordazar a la prensa burguesa o contrarrevolucionaria. Y ésta es cuestión tan importante como la expropiación de la propiedad privada de los capitalistas.
Esto lo sabían muy bien los bolcheviques cuando llevaron a cabo la insurrección de Octubre y el 27 de octubre (9 de noviembre) de 1917 el nuevo gobierno aplicó la ley de la censura de la prensa burguesa y reaccionaria que sería justificada dentro de la lucha contra los enemigos de la revolución: «La supresión de los periódicos burgueses fue dictada no sólo por necesidades puramente militares en el curso de la insurrección y del aplastamiento de las intentonas contrarrevolucionarias, sino fue también una medida de transición necesaria para establecer el nuevo régimen en el terreno de la prensa, un régimen en el que los capitalistas –propietarios de las imprentas y del papel– no pueden convertirse en fabricantes exclusivos de la opinión pública… El restablecimiento de la llamada “libertad de prensa”, o sea, la simple restitución de las imprentas y del papel a los capitalistas, envenenadores de la conciencia del pueblo, sería una capitulación inadmisible ante la voluntad del capital, la entrega de una de las posiciones más importantes de la revolución obrera y campesina, o sea, una medida de carácter indiscutiblemente contrarrevolucionario… La actitud de los socialistas en el problema de la libertad de prensa debe ser el reflejo exacto de su actitud en el problema de la libertad de comercio… El poder de la democracia actualmente en Rusia exige la abolición total del dominio de la propiedad privada sobre la prensa, exactamente igual que sobre la industria… Si no nos hemos detenido ante la nacionalización de los bancos, ¿por qué razón hemos de tolerar los periódicos de los financieros?» (citado por Reed, 2011: 267-268). Lenin añadía que en medio de la guerra civil era imposible «abolir las medidas represivas contra la prensa» (citado por Reed, 2011: 269). Y en «El decreto sobre la prensa», escrito por el mismo Lenin, se decía: «Todo el mundo sabe que la prensa burguesa es una de las armas más poderosas de la burguesía. Sobre todo en el momento crítico, cuando el nuevo poder de los obreros y campesinos, se encuentra en proceso de consolidación, era imposible dejar enteramente esta arma en manos del enemigo, pues, en tales manos, no es menos peligrosa que las bombas y las ametralladoras. Por eso se adoptaron medidas temporales y extraordinarias para cortar la avalancha de inmundicia y de calumnias en las que la prensa amarilla y verde habría ahogado gustosamente la joven victoria del pueblo» (citado por Reed, 2011: 362, subrayado mío).
Ya el 5 (18) de marzo de 1917 el Comité Ejecutivo del Soviet, al que los tipógrafos acataban exclusivamente a sus disposiciones, suprimió la prensa monárquica y de derecha e hizo someter al Soviet la salida de nuevos periódicos. Pero el 10 (23) de marzo, bajo la petición de los partidos burgueses, esta decisión fue anulada y al renunciar a ejercer la censura sobre la prensa reaccionaria el Soviet renunció a toda lucha revolucionaria seria, y el Gobierno provisional, a su vez, no renunció a clausurar los periódicos bolcheviques que iban censurando uno tras otro. Comentaba Trotski al respecto: «Cuando la revolución toma o puede tomar el carácter de guerra civil, ninguno de los campos beligerantes admite la existencia de prensa enemiga en la órbita de su influencia, de la misma manera que no se desprende voluntariamente del control sobre los arsenales, los ferrocarriles o las imprentas. En la lucha revolucionaria la prensa no es más que una de tantas armas. Por lo menos, el derecho a la palabra no es más respetable que el derecho a la vida, que la revolución se arroga también. Puede afirmarse como ley que un gobierno revolucionario es tanto más liberal, tolerante y “generoso” con la reacción, cuanto más mezquino es su programa, cuanto más enlazado se halla con el pesado y más conservador es su papel. Y a la inversa: cuanto más grandiosos son los fines y mayor la suma de derechos conquistados e intereses lesionados, más intenso es el poder revolucionario y más dictatorial. Podrá ser esto un mal o un bien; el hecho es que si hasta ahora la humanidad ha conseguido avanzar, ha sido siguiendo este camino. El Soviet tenía razón cuando quería mantener en sus manos el control sobre la prensa. ¿Por qué renunció tan fácilmente a ejercerlo? Porque había renunciado a toda lucha seria. El Soviet no aludía para nada a la paz, ni a la tierra, ni siquiera a la república. Cuando entregó el poder a la burguesía conservadora no tenía motivos para temer nada de la prensa de derechas ni para pensar que se vería en el trance de luchar contra ella. En cambio, pocos meses después, el gobierno, apoyado por el Soviet, adoptaba una actitud de implacable represión contra la prensa de izquierdas. Los periódicos de los bolcheviques se veían suspendidos, sin empacho, uno tras otro» (Trotsky, 2007: 204).
5. Contra la libertad de reunión
Asimismo –como se dice en la sesión del 4 de marzo de 1919 del Primer Congreso de la Internacional Comunista– «La “libertad de reunión” puede ser tomada como modelo de las reivindicaciones de la “democracia pura”. Cada obrero consciente, que no haya roto con su clase, comprenderá en seguida que sería una estupidez prometer la libertad de reunión a los explotadores en un periodo y en una situación en que los explotadores se resisten a su derrocamiento y defienden sus privilegios. La burguesía, cuando era revolucionaria, ni en la Inglaterra de 1649 ni en la Francia de 1793 dio “libertad de reunión” a los monárquicos y los nobles, que llamaban, en su ayuda a tropas extranjeras y “se reunían” para organizar intentonas de restauración. Si la burguesía actual, que hace ya mucho que es reaccionaria, exige del proletariado que éste le garantice de antemano la “libertad de reunión” para los explotadores, sea cual fuere la resistencia que presten los capitalistas a su expropiación, los obreros no podrán sino reírse del fariseísmo de la burguesía» (Lenin, 1976s: 91).
6. La lucha por la cultura o revolución cultural
Lenin sabía muy bien que «la insurrección no es siempre oportuna; sin ciertas premisas entre las masas, es una aventura» (Lenin, 1976j: 17). La revolución comunista no puede llevarse a cabo sin una revolución cultural, y para ello primero había que erradicar el analfabetismo, que era visto como uno de los principales enemigos de la Revolución de Octubre. Según dijo el gran revolucionario ruso el 17 de octubre de 1921, «El analfabetismo está al margen de la política, hay que enseñarle primero las letras. Sin eso no puede haber política, sin eso sólo hay rumores, chismes, cuentos y prejuicios, pero no política» (Lenin, 1980e: 302-303). El 31 de octubre de 1922 Lenin reconocía en un discurso pronunciado en la cuarta sesión del Comité Ejecutivo Central de Rusia de la novena legislatura: «Hay que tener en cuenta que en comparación con todos los Estados en los cuales se despliega hoy una furiosa competencia capitalista, en los que hay millones y decenas de millones de parados, en los que los capitalistas organizan con sus propias fuerzas poderosas alianzas capitalistas y la campaña contra la clase obrera, en comparación con ellos somos los menos cultos, las fuerzas productivas de nuestro país están menos desarrolladas que todas las demás… Esto es muy desagradable, tal vez, tener que reconocerlo. Pero pienso que precisamente porque no ocultamos estas cosas con frases bonitas y palabras banales, y las reconocemos sin ambages, precisamente porque tenemos conciencia de ello y no tememos decir desde la tribuna que para corregirlo se dedican más energías que en cualquier otro Estado, lograremos alcanzar a los demás países con tal rapidez en la que ni siquiera soñaron ellos… Deberían pasar años y años para que consigamos mejorar nuestro aparato estatal y elevarlo –no en el sentido de algunas personas, sino en todo su volumen– a los peldaños superiores de la cultura. Estoy seguro de que si en lo sucesivo consagramos nuestras fuerzas a esta labor, nos acercaremos de manera necesaria e inevitable a los mejores resultados. (Prolongados aplausos)» (Lenin, 1980e: 367-371).
Y el 2 de marzo de 1923 afirmaba en su artículo «Más vale poco y bueno»: «se necesitan conocimientos, educación e instrucción, pues los que tenemos son irrisorios en comparación con todos los demás Estados… Para revocar nuestra admiración pública tenemos que fijarnos a toda costa como tarea: primero, aprender; segundo, aprender; tercero, aprender; y después, comprobar que lo aprendido no quede reducido a letra muerta o a una frase de moda (cosa que, no hay por qué ocultarlo, ocurre con demasiada frecuencia en nuestro país), que lo aprendido se haga efectivamente carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, que llegue a ser plena y verdaderamente un elemento integrante de la vida diaria. En pocas palabras, no debemos presentar las mismas reivindicaciones que la Europa Occidental burguesa, sino las que puede presentar con dignidad y decoro un país que ha asumido la misión de desarrollarse y hacerse socialista» (Lenin, 1980e: 384-385).
Asimismo la revolución es interpretada como un arma crítica que destruye los dogmas y mistificaciones de la sociedad burguesa y del clero, las cuales a través de la explotación embrutecen y entontecen a los trabajadores. De hecho, la revolución acelera el proceso de aprendizaje de las masas. «Toda revolución enseña y, además, con gran rapidez. En eso está su fuerza. Cada semana revelaba a las masas algo nuevo. Dos meses equivalían a una época» (Trotsky, 2007: 357). A su vez, durante la guerra civil el Ejército Rojo fue un canal importante para la difusión de la alfabetización que haría inteligible la propaganda bolchevique.
III. La revolución la planea la élite de intelectuales y no los obreros
1. Lenin frente a Marx
Lenin sustituyó la alianza con la burguesía por la alianza con el campesinado, lo cual era lo más apropiado en el contexto de Rusia y, en un principio, casi se podría decir que lo acaecido en octubre de 1917 fue una revolución socialista en el entorno urbano y una revolución capitalista en el entorno rural. «El marxismo no tenía una ortodoxia definible. Marx fue un escritor demasiado escurridizo y no dejó un legado claro y definido. Sus seguidores lucharon porque se les reconociera como intérpretes auténticos de sus “doctrinas”, y Lenin era uno más de ellos. Lo que pasaba en su caso era que había dado por supuesto que podía utilizar abiertamente ciertas ideas y prácticas de los socialistas agrarios rusos en su adaptación del marxismo a las circunstancias específicas del Imperio ruso. Pero cuando estalló la polémica en torno a ¿Qué hacer? dejó de reconocer en público esa deuda. Necesitaba ser prudente si quería ratificar sus credenciales “ortodoxas”… y necesitaba sobre todo ser muy cauto si se proponía plantear más propuestas polémicas sobre la organización del partido» (Service, 2001: 150).
En una epístola dirigida a los líderes del Partido Obrero Alemán en el que denunciaba el oportunismo del recién fundado órgano, el Sozial-Demokrat, Marx dejaba claro lo siguiente: «Hemos formulado, con motivo de la creación de la Internacional, la divisa de nuestro combate: la emancipación de la clase obrera será obra de la propia clase obrera. Por consiguiente, no podemos emprender un camino junto a personas que declaran abiertamente que los obreros son demasiado incultos como para poder liberarse por sí mismos, y que deben ser liberados desde arriba, o sea, por los pequeños y los grandes burgueses filántropos» (citado por Muñoz, 2012: L). Luego el proletariado es «una clase que forma la mayoría de todos los miembros de la sociedad y de la que parte la consciencia de la necesidad de una revolución radical» (Marx, 2012a: 208). Porque, como se ha comentado, «el proletariado, y no los intelectuales, constituyen la clase universal en la etapa de la madurez del capitalismo; es la clase capaz de llevar adelante la revolución y los intelectuales sólo tienen su futuro, en cuanto clase a su vez universal, cuando funden sus destinos con los del proletariado… así como el proletariado sólo alcanza su condición de clase universal cuando asume la misión de anular las clases, así el intelectual sólo alcanza su verdadera realización (no epifenoménica) cuando se anula como clase separada, poniéndose al servicio del proletariado» (Bueno, 2012: 2).
No obstante, el leninismo fue tan heterodoxo con el marxismo clásico como lo fue la Iglesia ortodoxa rusa contra la Iglesia católica romana. Cuestión diferente es –como se ha dicho– «que Lenin fuera consciente de su propia heterodoxia. Ocurre que el contenido de lo que se hace puede no coincidir y de hecho a menudo no coincide, con lo que el actor piensa de su obra» (Díez del Corral, 2003: 125). Es decir, una cosa son los finis operantis de los bolcheviques, sus planes y programas, sus expectativas; y otra cosa son los finis operis, el resultado objetivo de la revolución rusa que va más allá de la voluntad de los sujetos implicados en la trama (y que no resultó ser lo que los revolucionarios esperaban). Lo importante no es lo que los bolcheviques dijeron o pensaron, lo importante es lo que efectivamente hicieron (que no fue poco, quede aquí constancia de ello).
Así pues, Marx llegó a decir que la tarea de la revolución socialista consistía en ser algo que debían hacer los propios obreros, cosa que vendría a corregir Lenin, pues para éste sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario, y dicha teoría sólo pueden llevarla a cabo las élites intelectuales, cuya condición social es paradójicamente burguesa (lo que les permite tener tiempo para estudiar y meditar objetivamente sobre las complejidades de la revolución): «la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales. Por su posición social, también los fundadores del socialismo científico contemporáneo, Marx y Engels, pertenecían a la intelectualidad burguesa. Exactamente del mismo modo, la doctrina teórica de la socialdemocracia ha surgido en Rusia independientemente en absoluto del crecimiento espontáneo del movimiento obrero, ha surgido como resultado natural e inevitable del desarrollo del pensamiento entre los intelectuales revolucionarios socialistas» (Lenin, 1974e: 382-383).
En Marx el proletariado es sujeto y objeto de la espontaneidad y por ello es instigado e instigador. En cambio, para Lenin, como expuso en ¿Qué hacer?, la espontaneidad en el movimiento obrero no sería beneficiosa para los intereses del proletariado y sí para los intereses de la burguesía o de la reacción en general. Mientras que en el Manifiesto comunista Marx y Engels contaban con la espontaneidad de las masas proletarias y lo veía como una ventaja, Lenin consideraba tal espontaneidad como perjudicial para dichas masas y el polo opuesto a la conciencia revolucionaria; por lo tanto, más que un beneficio suponía un lastre. De modo que si Marx creía que el «hombre nuevo» surgiría espontáneamente de la nueva sociedad, Lenin creía que la nueva sociedad haría brotar al «hombre nuevo» de modo consciente. He aquí una especie de Ümstilpung o vuelta del revés.
No obstante, en 1850, según reflejan las actas de la sesión del Comité Central de la Liga de los Comunistas del 15 de septiembre de aquel año, Marx afirmaba que «Siempre me he opuesto a la opinión momentánea del proletariado. Nos debemos a un Partido que, por su propio bien, todavía no debe alcanzar el poder. Si el proletariado ocupara el poder, tomaría unas medidas claramente pequeñoburguesas, pero no proletarias. Nuestro Partido sólo podrá hacerse cargo del gobierno cuando la situación permita que lleve a la práctica sus puntos de vista» (citado por Enzensberger, 1999: 156-157).
Si la élite revolucionaria debía ser una vanguardia que guiase al proletariado, entonces es de entender que, en este sentido, Lenin no confiaba mucho en la espontaneidad de las masas y pensaba que el proletariado abandonado a su suerte sólo quiere reformas, ya que los obreros tiende espontáneamente a ser trade unions: «Si el socialismo puede ser realizado solamente cuando lo permita el desarrollo intelectual de las masas populares, entonces no veremos el socialismo ni dentro de quinientos años… El partido político socialista es la vanguardia de la clase obrera; no debe permitir que lo detenga el bajo desarrollo de las masas, sino debe conducir a las masas tras de sí, utilizando los Soviets como órganos de iniciativa revolucionaria» (citado por Reed, 2011: 296).
Lenin pensaba que la ideología revolucionaria –tanto populista, anarquista o marxista– no fue un producto espontáneo de las masas populares y por ello debía ser introducida desde el exterior para que existiese el movimiento obrero organizado de cara a derrocar el orden por entonces vigente. Ya entre 1888 y 1889 el programa de Hainfeld de la socialdemocracia austriaca afirmaba explícitamente: «La conciencia socialista es llevada a la lucha de clases proletaria desde afuera, no es algo que orgánicamente se desarrolle a partir de la lucha de clases» (citado por Mandel, 1976: 70).
Por lo demás, Lenin sostenía que no había que guiarse por el estado de ánimo de las masas, el cual es voluble e inconmensurable, y por tanto había que guiarse por los análisis y apreciaciones objetivas de la revolución.
De modo que para que el proletariado sea efectivamente revolucionario ha de ser concienciado, es decir, ha de ser transformado en clase revolucionaria no sólo «en sí» sino además «para sí» –cosa que ya dijo Marx– por el partido portador de esa conciencia, es decir, portador de la teoría revolucionaria que garantiza la misión histórica del supuesto proletariado universal. Por ello, antes de la Revolución de Octubre los bolcheviques reivindicaban la jornada laboral de ocho horas, y así anunciaban la nueva vida de los obreros como «ciudadanos»: «Ocho horas de trabajo, ocho horas de sueño, ocho horas de ocio y libertad. El trabajador necesita estas ocho horas para convertirse en un ciudadano consciente. En estas ocho horas de ocio, el obrero forja las armas de la revolución. Por tanto, la jornada de ocho horas es la primera defensa y la primera exigencia de la revolución» (citado por Figes y Kolonitskii, 20001: 154).
Para Marx, como bien se sabe, no es la conciencia la que determina al ser social sino el ser social el que determina a la conciencia, lo cual supone que el proletariado por el simple hecho de serlo ya es revolucionario y por tanto no es revolucionario a causa de una conciencia exterior, y por ello no es una mera clase en sí sino que con el movimiento obrero en marcha ya es una clase para sí. Pero para Lenin, como expone en ¿Qué hacer?, los obreros, por el simple hecho de serlo, aun puesto ya en marcha el movimiento obrero (en un maremágnum de partidos y sindicatos que traen la oscuridad y la confusión), no tienen conciencia revolucionaria, y sólo puede ser clase revolucionaria siempre y cuando estén dirigidos por una vanguardia o élite que los organicen y representen de cara a la revolución, que tenga planteamientos claros y distintos de la obra revolucionaria. «La conciencia política de clase no se le puede aportar al obrero más que desde el exterior, esto es, desde fuera de la lucha económica, desde fuera de la esfera de las relaciones entre obreros y patronos. La única esfera en que se puede encontrar estos conocimientos es la esfera de las relaciones de todas las clases y capas con el estado y el gobierno, la esfera de las relaciones de todas las clases entre sí. Por eso, a la pregunta: “¿qué hacer para aportar a los obreros conocimientos políticos?”, no se puede dar únicamente la respuesta con la que se contentan, en la mayoría de los casos, los militantes dedicados al trabajo práctico, sin hablar ya de los que se inclinan hacia el economismo, a saber: “Hay que ir a los obreros”. Para aportar a los obreros conocimientos políticos, los socialdemócratas deben ir a todas las clases de la población, deben enviar a todas partes destacamentos de su ejército» (Lenin, 1974e: 429).
Ante la espontaneidad de las masas en 1905 y después en 1917 Lenin tuvo que matizar sus tesis de 1902 plasmadas en ¿Qué hacer? Sobre las enseñanzas recibidas en la revolución de 1905 escribió en 1910: «La primera y fundamental enseñanza es que sólo la lucha revolucionaria de las masas es capaz de conseguir mejoras algo serias en la vida de los obreros y en la dirección del Estado. Ni la “simpatía” hacia los obreros por parte de la gente culta ni la lucha heroica de terroristas individuales han podido minar el absolutismo zarista ni la omnipotencia de los capitalistas. Sólo la lucha de los mismos obreros, sólo la lucha conjunta de millones de hombres ha podido hacerlo, y cuando esta lucha se debilitaba, se comenzaba inmediatamente a arrebatar a los obreros lo que éstos habían conquistado. La revolución rusa ha confirmado lo que se canta en el himno internacional de los obreros. “Ni en dioses, reyes ni tribunos, está el supremo salvador; nosotros mismos realicemos el esfuerzo redentor» (Lenin, 1976g: 24-25).
2. El Partido
Todo esto nos lleva a que el proletariado ha de ser organizado por un partido que vendría a ser el medio por el que la clase obrera se sirve para luchar contra la clase burguesa y sus aliados. Si la clase proletaria era interpretada como unidad económica, el Partido era interpretado como una unidad política e ideológica.
El Partido es una parte de la sociedad política y una parte del movimiento obrero, es decir, se trata de una parte por la que se toma partido, de acuerdo con el «espíritu de partido». Cosa que, según Zinóviev, prueba incluso la etimología de la palabra: «La palabra ‘partido’ viene del latín pars o parte; y los marxistas decimos hoy que el partido es una parte de una determinada clase» (citado por Carr, 1972a: 32).
Lenin no subestimaba la iniciativa de las masas, pero sí comprendía sus limitaciones, pues una revolución no puede llevarse a cabo desde la improvisación, y la espontaneidad de las masas tiende hacia la improvisación y ésta hace que acabe en la capitulación y el fracaso. Aunque es cierto que sin la influencia de la vanguardia revolucionaria no se han producido acciones espontáneas, aunque sea de modo improvisado, desorganizado, intermitente y sin ninguna planificación, a diferencia de la organización revolucionaria que coordina, planifica y sincroniza la intervención de los elementos de vanguardia en el estallido «espontáneo» de las masas.
El Partido, si realmente es revolucionario y proletario, debe ligar a los líderes con la clase y las masas obreras en un todo único e indisoluble. Pero el Partido no debe descender al nivel de los obreros, sino más bien es la clase obrera la que debe ascender o es ascendida por el Partido a su nivel; para que así, con conciencia de los acontecimientos, afrontar con garantías, tras una profunda preparación, las dificultades de la revolución. Por tanto, la conciencia de clase (de una clase potencialmente revolucionaria) no ha surgido de manera espontánea en el proletariado sino que ha sido introducida desde fuera precisamente por la intelectualidad burguesa. De hecho, como apunta Lenin, Marx y Engels eran intelectuales burgueses. Asimismo, aunque los obreros fuesen constantemente mencionados por las organizaciones socialdemócratas, eran una rareza dentro de un movimiento que estaba en manos de la intelligentsia rusa, en la que había personas de origen noble como Plejánov o el mismísimo Lenin, e intelectuales judíos, como Trotski o Mártov. La sustitución de la clase proletaria por el Partido en las tareas de la revolución ha sido considerada la más importante innovación de Lenin a la teoría y práctica del marxismo. De hecho, en el II Congreso del POSDR del verano de 1903 más de las nueve décimas parte de la delegación pertenecía a la intelligentsia y sólo cuatro delegados de más de cuarenta con derecho a voto decían ser trabajadores.
A juicio de Lenin, la planificación y la acción del proletariado dependen de la intelectualidad de los jefes del Partido. Ello ha hecho que muchos historiadores interpreten la «dictadura del proletariado» como la «dictadura sobre el proletariado», como ya hicieron Plejánov contra Lenin y Trotski contra Stalin.
Para Lenin la célebre consigna «todo el poder a los soviets» debía entenderse como «todo el poder a los soviets bajo la guía del partido revolucionario»; es decir, «todo el poder a los soviets bolchevizados». Y, finalmente, en la política real, «todo el poder a los soviets» se transformó en «todo el poder al Sovnarkom», el cual era la vanguardia o élite que ejercía el poder en nombre del proletariado, e incluso en contra del mismo según los casos y las combinaciones de alianzas (aunque el vector ascendente fue tan importante en el desarrollo de la revolución como el vector descendente, como no podía ser de otro modo).
Por consiguiente es esta élite burguesa la que con conciencia revolucionaria y por mediación del Partido hace a su vez a la clase obrera una clase revolucionaria, la cual paradójicamente vendría a ser un producto de una élite de intelectuales burgueses. Así pues, frente a lo que pensaba Marx, la conciencia revolucionaria no es connatural a la clase obrera, pues en este caso el Partido y el proletariado vendrían a ser una y la misma cosa, pero si la clase obrera se piensa como una masa heterogénea imposibilitada para por sí misma tomar conciencia de su condición y asimismo dividida en diferentes facciones, entonces sólo una organización profesional y enteramente dedicada a ello es capaz de organizarse por mediación de un órgano como es el Partido y así afrontar los retos de la revolución.
El Partido trata de transformar la lucha espontánea de los oprimidos contra los opresores en una lucha consciente y organizada por la propaganda y la agitación. Como decía el veterano socialdemócrata alemán Whilhem Liebknecht, «Studieren, propagandieren, organisieren» (citado por Lenin, 1974d: 224). Lo cual es imposible desde la acción local y aislada sino que requiere una acción que implique y unifique a todos los obreros revolucionarios de la nación. Para ello era imprescindible que el Partido dispusiese de un periódico, un «órgano» que unifique la dirección ideológica del Partido y que se publicase y se distribuyese con regularidad, principalmente en los centros industriales, las aldeas y ciudades fabriles, y en los barrios de las grandes ciudades. De hecho el Partido brotó de la estructura organizadora del periódico.
Si bien Lenin no consideraba al Partido como una organización de masas, eso no quiere decir que pensase que fuese posible la acción revolucionaria al margen de la intervención de las masas. Su estrategia no consistía en imitar al blanquismo, pues no se trataba de tomar el poder por una minoría sino de canalizar a la mayoría por medio de la inteligencia del Partido, que haría consciente la espontaneidad de las masas (también Marx había rechazado la teoría de Blanqui, al sostener ésta los requisitos de una minoría selecta rigurosamente disciplinada para organizar y comandar la revolución). Por eso «conciencia» venía a ser lo opuesto a «espontaneidad»; y así el Partido, en tanto parte, era la vanguardia de la clase obrera que defendía sus intereses. Frente al «seguidismo», que consistía en el arrastre del Partido por el movimiento obrero, lo que suponía la doctrina de la espontaneidad, Lenin postulaba la doctrina del Partido como depositario de la teoría y la conciencia revolucionaria.
Si la clase social (en este caso el proletariado) es un grupo económico que carece de perfiles definido, esto es, de organización y programa, el Partido supone una organización bien trabada con un propósito deliberado. Como decía Trotski, el Partido es «el único instrumento históricamente dado que la clase obrera poseía» para asegurar el progreso del socialismo (citado por Deutscher, 1969: 70). Sin el Partido el movimiento obrero está condenado a la inconsciencia y a la impotencia. O lo que es lo mismo: sin el Partido el movimiento obrero carecería de inteligencia y voluntad, de ideas y de fuerza. Y como advertía Lenin en ¿Qué hacer?, «el movimiento obrero espontáneo es trade-unionismo, es Nur-Gewerk-shaftterei [partidarios de la lucha exclusivamente sindical], y el trade-unionismo implica precisamente la esclavización ideológica de los obreros por la burguesía, es decir, «La política trade-unionista de la clase obrera es precisamente la política burguesa de la clase obrera» (Lenin, 1974e: 433). «Por esto es por lo que nuestra tarea, la tarea de la socialdemocracia, consiste en combatir la espontaneidad, consiste en apartar el movimiento obrero de esta tendencia espontánea del trade-unionismo a cobijarse bajo el ala de la burguesía y atraerlo hacia el ala de la socialdemocracia revolucionaria» (Lenin, 1974e: 392, corchetes míos). «La clase obrera va de modo espontáneo hacia el socialismo, pero la ideología burguesa, la más difundida (y constantemente resucita en formas más diversas) se impone, no obstante, espontáneamente más que nada al obrero» (Lenin, 1974e: 393). De ahí que la espontaneidad de las masas obrera sea corregida y guiada por la conciencia socialdemócrata revolucionaria en el trabajo teórico, político y de organización. Por eso, frente al trade-unionismo y el «economismo», el movimiento socialdemócrata de Rusia, impregnado de marxismo revolucionario, dirigía «la lucha de clase obrera no sólo para obtener condiciones ventajosas de venta de la fuerza de trabajo, sino para que sea destruido el régimen social que obliga a los desposeídos a vender su fuerza de trabajo a los ricos» (Lenin, 1974e: 407).
Todavía en 1920 consideraba fundamental el papel del Partido: «La fuerza de la costumbre de millones y decenas de millones de hombres, es la fuerza más terrible. Sin un partido férreo y templado en la lucha, sin un partido que goce de la confianza de todo lo que haya de honrado dentro de la clase, sin un partido que sepa pulsar el estado de espíritu de las masas e influir sobre él, es imposible llevar a cabo con éxito esta lucha. Es mil veces más fácil vencer a la gran burguesía centralizada, que “vencer” a millones y millones de pequeños patronos, estos últimos, con su actividad corruptora invisible, inaprehensible, de todos los días, producen los mismos resultados que la burguesía necesita, que determinan la restauración de la misma. El que debilita, por poco que sea, la disciplina férrea del partido del proletariado (sobre todo en la época de su dictadura) ayuda de hecho a la burguesía contra el proletariado» (Lenin, 1975k: 33-34).
En el informe sobre la guerra y la paz del 7 de marzo de 1923 pronunciado en el Séptimo Congreso del PC (b) R afirmará: «Las masas se cuentan por millones de hombres, y la política empieza allí donde hay millones; la política seria empieza sólo allí donde hay no miles, sino millones de hombres» (citado por Salem, 2010: 95). Pero para «arrastrar» a esas masas es suficiente con un partido pequeño pero muy disciplinado, aunque para que ese partido triunfe es imprescindible contar con la simpatía y el favor de las masas.
Como escribió un gran líder bolchevique en 1924, tras siete años de experiencia en el poder desde la Revolución de Octubre, «Ningún ejército en guerra puede prescindir de un Estado Mayor experto, si no quiere verse condenado a la derrota. ¿Acaso no está claro que el proletariado tampoco puede, con mayor razón, prescindir de este Estado Mayor, si no quiere entregarse a merced de sus enemigos jurados? Pero ¿dónde encontrar ese Estado Mayor? Sólo el Partido revolucionario del proletariado puede ser ese Estado Mayor. Sin un partido revolucionario, la clase obrera es como un ejército sin Estado Mayor. El Partido es el Estado Mayor de combate del proletariado» (Stalin, 1977d: 101-102).
3. Hombres-partido
Lenin, por tanto, era partidario de una élite revolucionaria, de una «vanguardia proletaria políticamente consciente» que dirige a la clase obrera, es decir, una élite de profesionales de la revolución que dedican su vida entera en pro de la Causa, y no aficionados que se dedican a ello en sus ratos libres. La vanguardia son «los elementos selectos de los obreros asalariados» (Lenin, 1976h: 38). Estos revolucionarios profesionales son «verdaderos dirigentes políticos» y «el ejército permanente de luchadores probados» (Lenin, 1974e:515). De todos modos, «siempre y en todas partes una clase determinada tiene por guía a sus representantes de vanguardia, es decir, a sus representantes más capaces» (Lenin, 1974d: 298). «De acuerdo con el concepto leninista de la organización, no existe una vanguardia autoproclamada. Más bien, la vanguardia debe ganar su reconocimiento como vanguardia (o sea, el derecho histórico de actuar como vanguardia) a través de sus intentos de establecer contactos con la parte avanzada de la clase y su verdadera lucha» (Mandel, 1976: 15). «La mayor parte de la masa es activa únicamente durante la lucha; después de ésta, tarde o temprano, se retira a la vida privada (o “a la lucha de la supervivencia”). Lo que distingue a la vanguardia obrera de las masas es el hecho de que ni aun durante el periodo de calma abandona el frente de la lucha de clases, sino que continúa el combate, por decirlo así, “con otros medios”. Intenta solidificar los fondos de resistencia formados durante la lucha en fondos de resistencia permanentes, o sea, en sindicatos. Publicando periódicos obreros y organizando grupos de educación para éstos, tiende a cristalizar y a elevar la conciencia de clase creada durante la lucha. Por lo tanto, ayuda a darle forma al factor continuidad oponiéndose a la necesaria discontinuidad en la acción de las masas, y al factor conciencia, oponiéndose al espontaneísmo que lleva consigo el movimiento de masas» (Mandel, 1976: 19-20).
Según Lenin, para el revolucionario su vida ha de fusionarse con la vida del Partido, y por eso ha de ser un «hombre-partido», y por ello quería en sus filas a marxistas auténticos y no consentía a todo individuo que fuese «marxista de una hora» (Lenin, 1975h: 263). Por eso Lenin exigía que la socialdemocracia rusa tuviese «la más severa discreción conspirativa, la más rigurosa selección de afiliados y la preparación de revolucionarios profesionales» (Lenin, 1974e: 487). Lo cual suponía que el Partido había de ser purificado de elementos sospechosos o no decididamente entregados a la Causa, y estos eran los hombres-partidos; lo cuales simboliza además el advenimiento del «hombre nuevo» del comunismo venidero, el hombre-especie de la futura sociedad total, en la que cada uno hará según sus capacidades y recibirá según sus necesidades.
Para Lenin, frente a Mártov, no era suficiente colaborar y dejarse guiar por el Partido, pues lo que él dictaba era la exclusiva inclusión de hombres-partidos, esto es, de hombres que participasen directamente en las actividades del Partido y se hiciesen uno con él. Lenin mismo dejó de jugar al ajedrez, de escuchar a Beethoven, de patinar sobre el hielo y además decidió abandonar a su amante Inessa Armand para centrarse exclusivamente en las tareas de la revolución o de los preparativos para la misma desde la organización severa del Partido. Lenin, como Don Quijote, podría decir: «Mi descanso es el Partido» o «mi descanso es la revolución»; aunque también es verdad que se iba de vez en cuando de vacaciones para recuperar fuerzas, lo cual es aconsejable y prudente. «Los revolucionarios están hechos, a fin de cuentas, de la misma madera que los demás hombres. Pero por fuerza, tiene que poseer alguna cualidad personal relevante que permita a las circunstancias históricas destacarlos sobre el fondo común y articularlos en un grupo aparte. El trato constante, la labor teórica, la lucha bajo una bandera común, la disciplina colectiva, el endurecimiento bajo el fuego de los peligros, van formando paulatinamente el tipo revolucionario» (Trotsky, 2006: 551).
En resolución, se trataba de profesionalizar la revolución por mediación de una élite de vanguardia que no se dedicaba a la tarea de la revolución en sus tardes libres sino que dedicaba su vida a ello para racionalizar la avalancha del movimiento obrero y ganarlo para su causa.
La «vanGuardia» revolucionaria resultaron ser los marineros de Kronstadt, los trabajadores de Vyborg y la guarnición de Petrogrado; brazo armado de la Revolución de Octubre que era supervisado por los líderes del partido bolchevique. Aunque Lenin deja claro que «para ser vanguardia es necesario precisamente atraer a otras clases» (Lenin, 1974e: 438), y avisaba de que «no basta colocar la etiqueta de “vanguardia” sobre una teoría y una práctica de retaguardia» (Lenin, 1974e: 439).
Así pues, Lenin afirma: «1) que no puede haber un movimiento revolucionario sólido sin una organización de dirigentes estables y que asegure la continuidad; 2) que cuanto más extensa sea la masa espontáneamente incorporada a la lucha, masa que constituye la base del movimiento y que participa en él, más apremiante será la necesidad de semejante organización y más sólida tendrá que ser ésta (ya que tanto más fácilmente podrá toda clase de demagogos arrastrar a las capas atrasadas de la masa); 3) que dicha organización debe estar formada, fundamentalmente, por hombres entregados profesionalmente a las actividades revolucionarias; 4) que en el país de la autocracia, cuanto más restrinjamos el contingente de los miembros de una organización de este tipo, hasta no incluir en ella más que aquellos afiliados que se ocupen profesionalmente de actividades revolucionarias y que tengan ya una preparación profesional en el arte de luchar contra la policía política, más difícil será “cazar” a esta organización, y 5) mayor será el número de personas tanto de la clase obrera como de las demás clases de la sociedad que podrán participar en el movimiento y colaborar activamente en él» (Lenin, 1974e: 470-471).
Ante la pregunta de por qué Lenin había hecho del Partido un caos, el menchevique Fiódor Dan respondía con las siguientes palabras: «Bueno, es porque no hay nadie que esté tan obsesionado veinticuatro horas al día con la revolución, que no tenga otros pensamientos que los que se relacionan con ella y hasta cuando esté dormido sueñe con la revolución. ¡Quién va a poder enfrentarse a él!» (Citado por Service, 2001: 214). Como comenta Robert Service, «Dan lo había resumido muy bien. Lenin era problemático porque le gustaba dividir y le gustaba dividir porque creía que sólo sus ideas harían avanzar de verdad la causa de la revolución» (Service, 2001: 214).
Como decía Sergei Kirov, «Un bolchevique debería amar a su trabajo más que a su mujer». Y como Stalin le comentó a Abel Yunikidze, «Un verdadero bolchevique no debe tener ni puede tener una familia, pues su obligación es entregarse por entero al Partido» (Kirov y Stalin citados por Montefiore, 2010a: 51). De modo que la dedicación a la revolución ha de ser un ejercicio continuo y por tanto no se trata de un mero pasatiempo. Ya en 1866 rezaba el Catecismo revolucionario de Nechaév-Bakunin: «El revolucionario es un hombre perdido. No tiene intereses propios, ni sentimientos, ni hábitos, ni propiedades; no tiene ni siquiera un nombre. Todo en él está absorbido por un único y exclusivo interés, por un solo pensamiento, por una sola pasión: la revolución». Para él «es moral todo lo que permite el triunfo de la revolución e inmoral todo lo que lo obstaculiza» (citado por Díez del Corral, 2003: 40). Y también leemos: «Todos los sentimientos suaves y tiernos de la familia, de la amistad y del amor, e incluso toda gratitud y honor, deben ser rechazados, y en su lugar debe existir la pasión fría y racional del trabajo por la revolución» (citado por Figes, 2000: 172-173).
Lenin apostaba, pues, por la intelectualidad revolucionaria formada en el marxismo, lo cual implicaba a auténticos especialistas de la revolución y del marxismo: hombres-partido que, al fin y al cabo, venían a ser fundamentalistas de la revolución. Lenin pretendía que las masas obreras y campesinas fuesen canalizadas por esta intelligentsia y así evitasen el economicismo y el reformismo que ya estaba poniendo en duda la teoría revolucionaria del marxismo, como lo hacía Bernstein en su celebrada obra Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia de 1899. «El proyecto de convertir a la inteliguentsia en la punta de lanza de la revolución proletaria convenía aún más a las condiciones rusas que a las alemanas; y no sólo porque la debilidad y el atraso del proletariado ruso hacía aún más necesario que en el caso del proletariado alemán y –a fortiori– europeo del desempeño de ese papel dirigente, sino porque además la inteliguentsia rusa no poseía, a diferencia de sus homólogas europeas, raíces sociales en la burguesía comercial y no se hallaba, por consiguiente, comprometida por fuertes lazos de lealtad con esa burguesía. La inteliguentsia rusa, carente de raíces económicas, había ya mostrado cómo su capacidad para el pensamiento abstracto revolucionario podía ponerse al servicio de la realidad política de la revolución social. El movimiento de “ida hacia el pueblo” de la década de los 70 había constituido un total fracaso porque se había dirigido exclusivamente hacia el sector más atrasado de la población: el campesinado. Sin embargo, esa empresa tiene su sitio en la historia como el primer intento, quijotesco y desesperado, de tender un puente entre las masas y la inteliguentsia revolucionaria; en la nueva situación, la tentativa podía ser repetida, tomando ahora como objetivo a las masas proletarias. Fue, sin embargo, en el momento en que Lenin pasó a ocuparse de los detalles de la organización del partido cuando las condiciones rusas más claramente influyeron en su pensamiento. La propia naturaleza del Estado ruso impedía la formación de cualquier género de partido socialista –e incluso democrático– a imagen y semejanza de los modelos occidentales, y empujaba a todo movimiento democrático o socialista a una vida secreta y conspirativa. Los grupos revolucionarios aislados, formados por obreros y estudiantes bien intencionados pero amateurs, eran fáciles víctimas para la policía zarista. Esa forma de trabajar era comparable a “un combate librado por grupos de campesinos armados con garrotes contra un ejército moderno”» (Carr, 1972a: 34).
Entre abril y junio de 1917, a raíz del descontento con el segundo Gobierno provisional (que incluía a dos mencheviques y tres socialistas revolucionarios), las filas del minúsculo partido bolchevique se fueron incrementando en general de miles de obreros que desconocía las doctrinas del marxismo y asimismo ignoraban una disciplina de partido tan férrea como era la del leninismo, lo cual supuso un problema para el Comité Central del Partido, que recelaba del reclutamiento masivo de militantes, a fortiori si éstos no eran especialistas en el marxismo y la revolución.
En el Quinto Congreso de toda Rusia de los soviets dirá el 5 de julio de 1918: «Nosotros sabemos que una revolución no es verdaderamente una revolución más que en el día en que decenas de millones de hombres se levantan bajo un impulso unánime» (citado por Salem, 2010: 94). Como expuso en el folleto El izquierdismo, enfermedad infantil en el comunismo, que Lenin preparó para exponerlo en el Segundo Congreso de la Komintern, para que la revolución fuese posible era imprescindible una crisis nacional general que afecte a todos los sectores económicos y políticos, de modo que la revolución no es cosa exclusiva de un partido dirigido por una élite de vanguardia revolucionaria sino también de la participación activa de decenas de millones de personas (lo que llamamos vector ascendente del Estado o sociedad política). Con lo cual, si en febrero de 1917, cuando estalló la revolución, el partido bolchevique tenía 23.000 militantes, cuando se llevó a cabo la Revolución de Octubre posiblemente superase los 100.000.
4. Diferencias entre bolchevismo y menchevismo
Todo esto supuso la ruptura entre mencheviques (menshinstvo, minoría) y bolcheviques (bol’shinstvo, mayoría) que se llevó a cabo en las últimas jornadas del II Congreso del POSDR, del 19 al 23 de agosto de 1903. Un cisma que, por sus repercusiones, no sólo sería trascendental para la historia del movimiento obrero ruso, sino también para la historia universal.
Como a finales de 1903 y principios de 1904 comentaba Pavel Axelrod, las posiciones de mencheviques y bolcheviques eran completamente opuestas: los primeros pensaban en un partido de masas controlado por las bases y los segundos en una jerarquía organizada controlada por la cúspide. Si para los mencheviques la revolución debía llevarla a cabo la clase obrera apoyada por la intelectualidad, para los bolcheviques la revolución debía ser organizada por la élite o vanguardia revolucionaria, los intelectuales marxistas, y apoyada por la clase obrera y también campesina.
A juicio de Lenin, los mencheviques eran representantes del individualismo burgués-intelectual y los bolcheviques de la organización y disciplina proletaria de los hombres-partido (fanatizados por la Causa y –como hemos dicho– fundamentalistas de la revolución). Lenin empleó la famosa tesis 11 sobre (contra) Feuerbach de Marx y llegó a la conclusión de que los mencheviques se limitaban a interpretar el mundo y los bolcheviques trataban de transformarlo. Desde el materialismo filosófico podríamos decir que, a grandes rasgos, los mencheviques representaban la implantación gnóstica y los bolcheviques ejercitan la implantación política de la filosofía. Los mencheviques estarían clasificados en la cuarta generación de izquierda (la socialdemocracia, que en ocasiones podía tender hacia una especie del socialgnosticismo) y los bolcheviques en la quinta generación de izquierda (el comunismo que conquistó y reconstruyó el Imperio de los zares en un Imperio generador aunque, tras 74 años de historia, concluyó distáxicamente).
Frente a la consideración extensiva del Partido que propuso Yuli Mártov en el citado II Congreso, Lenin proponía una militancia restrictiva de cuadros absolutamente comprometidos; pues prefería un partido compuesto por gente seria, entregada, competente y eficaz a un partido numeroso pero lleno de cantamañanas y, lo que era aún peor, elementos dudosos o directamente traidores (espías e infiltrados de la burguesía y reacción nacional e internacional). Lenin exigía una mayor militancia, lo que hacía que el Partido se centralizase y concentrase en una estructura disciplinada y jerarquizada.
Lo que principalmente plantea Lenin en el ¿Qué hacer? es la cuestión organizativa del Partido. Se le reprochó que quisiese volver a una camarilla de conspiradores que actuaban en secreto; camarilla que quedaría sometida a un centralismo extremo y degradante. Plejánov acusaría a Lenin de fomentar «un espíritu sectario de exclusivismo» (citado por Carr, 1972a: 48).
En definitiva, Lenin quería imponer, y desde luego impuso, en las direcciones del Partido centralismo, disciplina y activismo. Mártov, en cambio, propuso una aceptación más flexible en la que tuviese cabida gente cercana al Partido aunque no fuesen revolucionarios profesionales. «Mártov quería un partido cuyos miembros dispusieran de un margen para expresarse con independencia de la jefatura central; para Lenin lo que hacía falta era jefatura, jefatura y más jefatura… y todo lo demás, por el momento al menos, debía subordinarse a ese imperativo» (Service, 2001: 166). «Lenin no era un demócrata incondicional y no hacía ningún secreto de ello. Lo prioritario era disciplina y unidad, y por eso explicaría más tarde, en su versión de los estatutos del partido, que a todo aquel que no estuviese dispuesto a militar activamente bajo la dirección de una de las organizaciones oficialmente reconocidas del partido debería negársele el ingreso» (Service, 2001: 149).
De modo que Lenin quería un partido de calidad y no de mera cantidad. «La calidad es antes que la cantidad y sobre todo el partido tiene que conservarse puro. Su crecimiento fue durante bastante tiempo extremadamente lento; en vísperas de la Revolución de 1905 el ala bolchevique del partido no contaba con más de 8.400 miembros. Antes de la Revolución de Febrero de 1917 el número era de 23.600 y un año después, tras dos revoluciones, se había elevado a 115.000; desde ese momento se elevó derechamente a 313.000 y a principios de 1919 a las cifras respectivas de 431.000 y 585.000 en enero de 1920 y enero de 1921» (Carr, 1972a: 222). En octubre de 1921 de 650.000 miembros fueron expulsados 150.000, un 24%. «Los cálculos demuestran que la purga cayó de un modo ligeramente más severo sobre los intelectuales que sobre los trabajadores y los campesinos y, en consecuencia, la proporción de obreros y campesinos en el partido se elevó en las provincias industriales del 47 al 53 por 100 y en las agrícolas del 31 al 48 por 100» (Carr, 1972a: 224).
El número de obreros a principios del bolchevismo era minúsculo, y como dijo Zinóviev éstos constituían un «fenómeno aislado» (citado por Carr, 1972a: 32). En 1905 Lenin era muy consciente de que la fracción bolchevique ejercía una influencia sobre el proletariado «insuficiente en sumo grado», y sobre la masa campesina «muy insignificante» (Lenin, 1976b: 49). Fue a raíz de la revolución fallida de 1905 cuando los obreros ingresaron considerablemente en las filas del Partido.
Al estallar la revolución de 1905 los mencheviques celebraron una conferencia en Ginebra en la que se acordó que el Partido «no debe plantearse como objetivo la conquista del poder o la participación en un gobierno provisional, sino que debe seguir siendo el partido de la oposición revolucionaria extrema» (citado por Carr, 1972a: 62-63). Lenin le reprochaba a los mencheviques que éstos dejasen en un rincón al proletariado en la revolución burguesa y que fuese exclusivamente la burguesía la que estuviese al frente de modo activo. El proletariado quedaría así totalmente entregado a la tutela de la burguesía, «¡¡reservándonos la plena “libertad de crítica”!!» (Lenin, 1976b: 99). Pues con esto el proletariado quedaría reducido a ser un mero apéndice de las clases burguesas, y por ello el menchevismo quedó como la continuación de economismo al ser el «ala intelectual-oportunista del Partido» (Lenin, 1976b: 118), lo cual les hizo ganar las simpatías de los liberales. «Acaso la expresión más elocuente de esta disensión entre el ala intelectual-oportunista y el ala proletario-revolucionaria del Partido era la pregunta: dürfen wir siegen?, “¿nos atreveremos a vencer?”, ¿nos está permitido vencer, no es peligroso vencer, conviene que venzamos? Por extraño que parezca a primera vista, esta pregunta fue, sin embargo, formulada, y debía serlo, pues los oportunistas temían la victoria, intimidaban al proletariado con la perspectiva de la misma, pronosticaban toda clase de calamidades como consecuencia de ella, ridiculizaban las consignas que incitaban directamente a obtenerla» (Lenin, 1976b: 114-115).
La posición de los mencheviques, como la expuso Irakli Tsereteli tras la Revolución de Febrero, consistía en presentarse como la oposición socialista parlamentaria en una república burguesa y presionar al gobierno para que llevase a cabo una política interior y exterior verdaderamente democrática (reformista). Posición que no se cumplió en la política real, pues los mencheviques (precisamente Tsereteli) entraron en el Gobierno provisional a principios de mayo de 1917.
Lenin puso en correspondencia a los mencheviques con los girondinos que vacilaban entre la revolución y la contrarrevolución y a los bolcheviques con los jacobinos que eran decididamente revolucionarios. De hecho, antes de la escisión, Lenin llamaba a la corriente oportunista la «Gironda socialista»; con lo cual la corriente decididamente revolucionaria, la que él encabezaría, venía a ser la «Montaña socialista». Y así lo expuso el 21 de septiembre (4 de octubre) de 1901 en su discurso en el congreso de «unificación» de las organizaciones del POSDR en el extranjero refiriéndose a la Conferencia de Ginebra de junio de 1901: «Mírese la Conferencia de Ginebra, ¿acaso no representa, en sí misma, un choque entre la Montaña y la Gironda? ¿No es acaso Iskra la Montaña? ¿No ha dicho ya en su primera declaración en nombre de sus redactores, que no desea ninguna unificación orgánica sin una definición ideológica previa?» (Lenin, 1974e: 227). Y en 1905 añadía: «Los girondinos de la socialdemocracia rusa actual, los neoiskristas, no se funden con los elementos de Osvobozhdenie, pero de hecho, como consecuencia del carácter de sus consignas, marchan a la cola de los mismos. Y los elementos de Osvobozhdenie, esto es, los representantes de la burguesía liberal, quieren deshacerse de la autocracia suavemente, a la manera reformista, haciendo concesiones, sin ofender a la aristocracia, a la nobleza, a la corte, cautelosamente, sin romper nada, amablemente y cortésmente, de un modo señorial, poniéndose guantes blancos (como los que se puso, sacados de manos de un bachibuzuk, el señor Petrunkévich en la recepción de los “representantes del pueblo” (?) por Nicolás el Sanguinario. Véase Proletari, núm. 5.)» (Lenin, 1976b: 51). «Los jacobinos de la socialdemocracia moderna –bolcheviques, partidarios de Vperiod, congresistas o partidarios de Proletari no sé ya cómo decirlo– quieren elevar con sus consignas a la pequeña burguesía revolucionaria y republicana y, sobre todo, a los campesinos hasta el nivel del democratismo consecuente del proletariado, el cual conserva sus rasgos especiales de clase completos. Quieren que el pueblo, es decir, el proletariado y los campesinos, ajuste las cuentas a la monarquía y a la aristocracia “a lo plebeyo”, aniquilando implacablemente a los enemigos de la libertad, aplastando por la fuerza su resistencia, no haciendo ninguna concesión a la herencia maldita del feudalismo, del asiatismo, del escarnio para el hombre» (Lenin, 1976b: 51-52). «Esto no significa, en modo alguno, que queramos sin falta imitar a los jacobinos de 1793, adoptar sus concepciones, su programa, sus consignas, sus métodos de acción. Nada de esto. Tenemos no un programa viejo, sino nuevo: el programa mínimo del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Tenemos una consigna nueva: la dictadura revolucionario-democrática del proletariado y de los campesinos [de ahí que el escudo de la Unión Soviética fuese la combinación de la hoz y el martillo]. Tendremos también, si vivimos hasta la victoria auténtica de la revolución, nuevos métodos de acción, que corresponderán al carácter y a los fines del Partido de la clase obrera, partido que aspira a la revolución socialista completa. Con nuestra comparación, queremos únicamente aclarar que los representantes de la clase avanzada del siglo XX, del proletariado, esto es, los socialdemócratas, se dividen asimismo en las dos alas (oportunista y revolucionaria) en que se dividían también los representantes de la clase avanzada del siglo XVIII, la burguesía, esto es, girondinos y jacobinos» (Lenin, 1976b: 52, corchetes míos).
En resumen: «De las dos tendencias que se señalaban en la doctrina marxista, los bolcheviques representaban, en primer lugar, el elemento revolucionario y voluntarista, y los mencheviques, el evolutivo y determinista. Los bolcheviques hablaban de la necesidad de actuar para cambiar el mundo, y los mencheviques, de la necesidad de estudiar las fuerzas que lo estaban transformando para obrar conforme a dichas fuerzas. Los bolcheviques ponían su fe en una minoría consciente que arrastrara a las masas y las galvanizara; los mencheviques, más que precavidos, aguardaban el momento en que las fuerzas ocultas del cambio maduraran y penetraran en la conciencia de las masas. Esta última divergencia se reflejó directamente en las diversas opiniones de unos y otros con respecto a la organización más conveniente para el partido. Sobre todas estas cuestiones, las opiniones de los mencheviques coincidían, mucho más que la de los bolcheviques, con las corrientes dominantes en el marxismo occidental; y esto fue suficiente para que el bolchevismo, sin ponernos a considerar sus fuentes de inspiración, asumiera cierto tono ruso, no occidental» (Carr, 1974a: 30).
«Así, puede asegurarse que hay un tipo psicológico de bolchevique perfectamente distinto del tipo menchevique. Y un ojo muy experto podría llegar incluso –con un margen pequeño de errores– a distinguir a simple vista y por el aspecto a un bolchevique de un menchevique» (Trotsky, 2006: 551).
IV. Las armas y la violencia como requisitos fundamentales y necesarios en la génesis y estructura de la revolución
1. El papel de la violencia
La revolución requiere hombres fuertes física e intelectualmente, es decir, hombres inteligentes y violentos (o sin temor a los complejos desafíos que requieren determinado comportamiento violento). Y Marx lo deja bien claro al final del Manifiesto comunista: «Los comunistas consideran indigno ocultar sus puntos de vista e intenciones. Declaran abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados mediante la subversión violenta de todo orden social preexistente. Las clases dominantes pueden temblar ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen otra cosa que perder en ella que sus cadenas. Tienen un mundo que ganar» (Marx, 2012a: 621, subrayado mío). Y antes, en 1845, Engels advertía que una revolución de los proletarios ingleses contra los patrones haría de la Revolución Francesa un «juego de niños» (Engels, 1976a: 49). Si bien es cierto que nunca llegó tal revolución.
Ya en los tiempos de la Revolución Francesa dejó dicho el jacobino Jean-Paul Marat: «Es mediante la violencia como se debe establecer la libertad, y llega el momento de organizar momentáneamente el despotismo de la libertad para aplastar el despotismo de los reyes» (citado por Salem, 2010: 72). Como decía refiriéndose al Gran Terror el novelista francés André Malraux, «limpiar establos exige mancharse» (citado por Escohotado, 2017c: 240).
Un revolucionario tiene que tener un corazón de piedra (y en general todo político). Como decía Napoleón, frase que subrayó Stalin en una biografía que leía sobre el político francés: «El corazón de un hombre de Estado está en su cerebro» (citado por Santos, 2012: 304). Como le escribía el 17 de noviembre de 1875 Friedrich Engels a Piotr Lavrovich Lavrov: «En Alemania el falso sentimentalismo ha causado y causa todavía un daño inaudito, y el odio es –al menos por el momento– más necesario que el amor» (citado por Escohotado, 2017b: 473). Tras su primera ruptura con Plejánov a principios de 1900, Lenin llegó a la siguiente conclusión: «es necesario comportarse con todos “sin sentimentalismo”, hay que tener una piedra en lugar de corazón» (Lenin, 1974d: 350).
De modo que, efectivamente, un revolucionario tiene que tener un corazón de piedra y no andarse con sensiblería quejica porque el papel de la violencia viene a ser en todo el proceso revolucionario algo fundamental y necesario, pues la violencia tiene un protagonismo muy importante; y no ya sólo en la historia de las revoluciones, sino en la historia en general. «La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva. Ella misma es una potencia económica» (Marx, 2003a: 730). Y como añade Engels, «la violencia desempeña también otro papel en la historia [además del agente del mal], un papel revolucionario; de que, según la expresión de Marx, es la comadrona de toda vieja sociedad que anda grávida de otra nueva; de que es el instrumento con el cual el movimiento social se impone y rompe las formas políticas enrigidecidas y muertas» (Engels, 1968: 177 y citado por Lenin, 1993: 31, los corchetes son de Lenin). Engels sabía muy bien que «sin la fuerza y sin una decisión despiadada de hierro no se consigue nada en la historia; y si Alejandro, César y Napoleón hubiesen tenido la capacidad de sentir la compasión a la que ahora apela el paneslavismo a favor de su carroña de clientes, ¿qué hubiese sido de la historia? ¿Y no valen los persas, celtas y alemanes cristianos tanto como los checos, vogules y seresanios?» (Engels, 2008c: 69).
La revolución no es un ejercicio de individuos aislados, sino de las multitudinarias masas del pueblo. Ya lo advertía el joven Marx el 8 de mayo de 1842 en las páginas de la Gaceta Renana: «La revolución de un pueblo es total, es decir que cada esfera hace la revolución a su manera» (Marx, 1983: 62). Pero no se lleva a cabo de un día para otro sino durante meses y años en un «torbellino revolucionario». Y el torbellino revolucionario supone «la aplicación por el pueblo de la violencia contra quienes ejercen la violencia sobre el pueblo» (Lenin, 1980e: 8).
La revolución supone entonces una situación complicada en extremo y sin tal situación es imposible. «Tales revoluciones no existen, y los suspiros por una revolución de ese tipo no son más que lamentaciones reaccionarias de intelectuales burgueses. Aun en el caso de que la revolución comience en una situación que, al parecer, no será muy complicada, ella misma, al desarrollarse, crea siempre situaciones complicadas en extremo. Porque una revolución verdadera, una revolución profunda, “popular”, según la expresión de Marx [en la carta a Ludwig Kugelmann del 12 de abril de 1871, en plena Comuna de París], es un proceso increíblemente complicado y doloroso de agonía de un régimen social caduco y de alumbramiento de un régimen social nuevo, de un nuevo modo de vida de decenas de millones de personas. La revolución es la lucha de clases y la guerra civil más enconadas, más furiosos, más encarnizadas. En la historia no ha habido ni una sola gran revolución sin guerra civil, y sólo un hombre enfundado puede pensar que es posible una guerra civil sin una “situación complicada en extremo”» (Lenin, 1980e: 69-70, corchetes míos). Puesto que «quienquiera que luche efectivamente contra la opresión de clase tiene que reconocer por fuerza la revolución. Y quien reconoce la revolución reconoce la guerra civil» (Trotsky, 2008: 114).
En una conferencia que ofreció en Londres el 21 de septiembre de 1871 Marx dejó dicho: «Debemos decir a los gobiernos: sabemos que son potencias armadas dirigidas contra los proletarios. Actuaremos contra ustedes con los medios pacíficos, cuando ello sea posible, y con las armas, si resulta necesario» (citado por Gemkow, 1975: 332). Y un años después, el 8 de septiembre de 1872, el día después de la clausura del V Congreso de la AIT en la Haya, en un discurso que dio en un banquete en Ámsterdam, del cual no se ha conservado ninguna transcripción y simplemente es conocido por los resúmenes que se publicaron en la prensa holandesa, Marx afirmó que todos los países llegarían a la revolución proletaria de modo violento: «la palanca de nuestra revolución será la violencia» (citado por Muñoz, 2012: XLVI). Sin embargo, añadió que en el Reino Unido, Estados Unidos y tal vez Holanda podrían llegar a implantar el socialismo sin revolución violenta, es decir, por medios pacíficos. De todos modos, por medios pacíficos no llegó la revolución comunista a Estados Unidos, Inglaterra u Holanda como todo el mundo sabe, porque dicha revolución apenas se asomó por estos países (por lo demás totalmente capitalistas). Un año antes, en 1871, el año de la Comuna de París, Marx abordó esta cuestión en una entrevista que le concedió al periodista estadounidense del New York World R. Landor. Landor afirmó que, en vista de la larga historia de cambios políticos pacíficos en el Reino Unido, cabría pensar que sus trabajadores podían acceder al poder sin revolución, es decir, sin violencia. A lo que Marx le contestó: «En este aspecto, yo no soy tan optimista como usted. La clase media inglesa siempre se ha mostrado bastante dispuesta a aceptar el veredicto de la mayoría, mientras ha tenido el monopolio del poder de voto. Pero atienda, en cuanto se encuentre en minoría en aquellas cuestiones que considera fundamentales, asistiremos aquí a otra guerra de los propietarios de esclavos» (citado por Sperber, 2013: 501).
Ya en 1845, en La situación de la clase obrera en Inglaterra, Engels decía que «Si la clase poseedora está afectada por tal insensatez, si se ciega por una ventaja momentánea, porque ya no tiene ojos para ver las señales evidentes del tiempo, se han perdido todas las esperanzas de una pacífica solución de la cuestión social en Inglaterra. Única vía de salida posible, resulta la revolución violenta, que ciertamente no ha de tardar» (Engels, 1976a: 293). Pero dicha revolución nunca se realizó en territorio británico y ni siquiera se planteó la posibilidad.
Según Marx, si los obreros llegan pacíficamente al poder (digamos, democráticamente, a través de un partido que los «represente») entonces los capitalistas, que serían la minoría, podrían en marcha una serie de planes y programas que desembocarían en la reconquista del poder, pero no ya democráticamente de cara a las siguientes elecciones, sino mediante la lucha armada en la guerra civil; del mismo modo –pensaba Marx– que los esclavistas del sur, aun estando en minoría, iniciaron una guerra contra los antiesclavistas que llegaron al poder democráticamente en Estados Unidos.
Cuando fue entrevistado en 1878 y el periodista le preguntó si «el asesinato y el derramamiento de sangre son imprescindibles para la consecución de sus principios», Marx respondió que «Ningún gran movimiento ha nacido sin derramamiento de sangre. Los Estados Unidos de Norteamérica alcanzaron su independencia con derramamiento de sangre, Napoleón conquistó Francia con acontecimientos sangrientos, y fue vencido del mismo modo. Italia, Inglaterra, Alemania y cualquier otro país ofrecen ejemplos similares. En lo que se refiere el crimen alevoso, ya se sabe que no es nada nuevo. Orsini ha intentado asesinar a Napoleón, pero los reyes han matado más gente que cualquier otra persona. Los jesuitas han matado, y lo mismo los puritanos bajo Cromwell. Y todo ello sucedió antes de que nadie oyera hablar de los socialistas» (citado por Enzensberger, 1999: 377).
Marx siempre apostó por la revolución violenta, pero no se cerró a nuevos métodos revolucionarios no menos violentos ateniéndose a las circunstancias del lugar donde se iba a incubar y desarrollar la revolución, como por ejemplo el terrorismo ruso contra el zarismo. Marx no aconsejaba el terrorismo como estrategia revolucionaria europea o mundial, pero sí lo dio por bueno y lo aconsejó en la Rusia zarista, por lo tanto su apoyo al terrorismo revolucionario estaba restringido a Rusia. El apoyo de Marx a los terroristas rusos, sobre todo en lo que al atentado contra Alejandro I en 1881 se refiere, no es muy diferente a la teoría del tiranicidio de Francisco Suárez.
En 1917, antes de la Revolución de Octubre, Lenin, refiriéndose a la Appassionata de Beethoven, decía que no podía escuchar música a menudo porque le hacía «querer decir cosas amables y estúpidas y acariciar la cabeza de las personas. Pero ahora hay que golpear, golpear sin piedad» (citado por Montefiore, 2010b: 399). Como le dijo a su amante Inessa Armand, la revolución es «una campaña de combate tras otra» (citado por Montefiore, 2010b: 399). A su regreso de Finlandia afirmó: «¡Mejor morir como hombres que dejar pasar al enemigo» (citado por Montefiore, 2010b: 421).
Poco tiempo después de la Revolución de Octubre, hablando con Máximo Gorki sobre el carácter violento de la misma le diría Lenin: «¿Y qué quiere usted? ¿Acaso cabe aquí la bondad y la generosidad? Europa nos bloquea, estamos privados de la ayuda del proletariado europeo, con la que contábamos; sobre nosotros, como un oso, avanza desde todas partes la contrarrevolución. ¿Es que no tenemos entonces derecho a luchar, a resistir?» (Citado por Díez del Corral, 2003: 341). Tenían tanto derecho como tantas fuerzas tuviesen.
Como se ha dicho, «la Revolución de Octubre se transformó en una más de las revoluciones en las cuales el protagonismo de las masas fue desplazado por la actuación de los “de arriba”, que manejaron el timón con mano férrea» (Saborido, 2006: 158), puesto que para los bolcheviques la violencia suponía un «saqueo a los saqueadores». Como le dijo Stalin a Alexandr Yakovlev, vicecomisario de la Industria de Aviación: «la coacción es la partera de la Revolución» (citado por Santos, 2012: 494).
En la entrevista que H. G. Wells le hizo a Stalin en 1934, éste afirmaba que «la revolución, el relevo de un sistema por otro, ha sido siempre una lucha, una lucha penosa y cruel, una lucha de vida o muerte… Los comunistas no glorifican, de ninguna manera, la aplicación de la violencia. Pero ellos, los comunistas, no tienen la intención de dejarse sorprender, no se pueden fiar de que el viejo mundo se saldrá del escenario voluntariamente, ven, que el viejo sistema se defiende por la violencia y, por eso mismo, los comunistas le dicen a la clase obrera: ¡Contestad a la violencia con la violencia, haced todo lo que esté en vuestras fuerzas para impedir que os aplaste el viejo orden moribundo, no dejéis que os aten las manos, aquellas manos, con las que derribaréis el viejo sistema! Ud. ve, por lo tanto, que los comunistas no consideran la sustitución de un sistema social por otro simplemente como un proceso espontáneo y pacífico, sino como un proceso complicado, largo y violento. Los comunistas no pueden cerrar los ojos ante los hechos… ricas experiencias históricas; esas experiencias enseñan, que una clase agotada no abandona el escenario voluntariamente. Piense en la historia de Inglaterra en el siglo XVII. ¿No decían en aquel entonces muchos que el viejo sistema social estaba podrido? Pero, a pesar de ello, ¿no fue necesario un Cromwell para anonadarlo por la fuerza?» (Stalin, 2002).
En consecuencia la violencia no es un componente accidental de la revolución política, sino esencial, pues a través de ella se sustenta la misma. La política en general, y la política revolucionaria en particular, no pueden regirse o plegarse a normas, dictados o «imperativos» éticos. Los problemas políticos, económicos y sociales no estarían bien entendidos si se interpretasen desde un diagnóstico ético (y que conste que este diagnóstico no es siempre inocente, muchas veces es interesado y de mala fe). Por tanto, «condenar la violencia, en general, o la violencia humana en particular, es un completo sinsentido, por muchas manifestaciones rebosantes de emoción pacifista que se organicen en contra de la violencia. El horror ante la violencia, en general, y su satanización como mal radical, tiene como correlato la metafísica (o la mitología) de la tranquilidad o paz primordial (paradisíaca), una paz de “relajación” y “disfrute” –dos términos que han alcanzado una alta frecuencia en el lenguaje cotidiano de nuestros días– que habría sido rota por un principio violento (satánico) a través del cual se introdujo el desorden, o el mal, en el Mundo» (Bueno, 2005a: 86-87).
Y desde luego que Marx no condenaba la violencia en general y no tenía ningún complejo en decir, ya desde joven, cosas como éstas: «en la refriega no se trata de saber si el enemigo es un enemigo noble y del mismo rango o un enemigo inferior, sino que se trata de zurrarle» (Marx, 1970b: 104).
La consigna de mayo del 68 «Cuando pienso en la revolución, me entran ganas de hacer el amor» es ajena al espíritu del marxismo-leninismo, y de hecho vendría a ser su polo opuesto (y, en general, de toda revolución seria que se precie). De hecho, el lugar donde a uno menos se le apetecería hacer el amor es en medio de una revolución. No es posible mezclar la concupiscencia con las barricadas, no cabe en tales circunstancias unos groseros «orgasmos revolucionarios». Como escribía Marx en 1860: «Las tormentas levantan siempre basura, las épocas revolucionarias no huelen nunca a agua de rosas, y nadie puede librarse en ellas de verse salpicado de lodo; es natural. No hay escape» (citado por Mehring, 1967: 233). «Donde se maneja el hacha, saltan astillas» (Lenin, 1980e: 71). De ahí que «la revolución es precisamente una revolución porque no se contenta con limosnas ni con pagos a plazos» (Trotsky, 2007: 714).
2. La conjugación entre inteligencia y violencia para poner en marcha la revolución
¿Cómo se piensa y se hace dicha revolución obrera? La crítica de la economía política comunista a la economía política capitalista es llevada a cabo a través de una nueva ontología, así como el paso del capitalismo al comunismo exige una praxis revolucionaria que viene a ser solidaria de dicha ontología. Por lo tanto, «El Capital, al margen del comunismo, pierde su nervio revolucionario y se reduce a un modelo interesante, entre otros, para el análisis de la sociedad capitalista» (Bueno, 1973: 33). Es decir, El Capital ha de ser implantado políticamente, y ello implica la revolución y por consiguiente la violencia, si no quiere ser un mero adorno de biblioteca o un pasatiempo de eruditos gnósticamente implantados.
Frente al oportunismo y el reformismo de la socialdemocracia, el marxismo-leninismo postulaba que la clase obrera o es revolucionaria o no es nada. El comunismo y su revolución sólo eran posible en la época de la revolución industrial y no en otra época, porque sólo podía realizarse a través de las fuerzas productivas de dicha revolución industrial en donde la gran industria capitalista reproduce de manera monstruosa la división del trabajo que unilateraliza la fuerza de trabajo del obrero. No es hasta la introducción de las máquinas en las fábricas cuando el obrero «combate contra el medio de trabajo mismo, contra el modo material de la existencia del capital. Su revuelta se dirige contra esa forma determinada del medio de producción en cuanto fundamento material del modo de producción capitalista» (Marx, 2003a: 424).
Parafraseando a Kant, se podría decir que, a la hora de llevar a cabo la revolución, la inteligencia sin violencia es vacía, pero la violencia sin inteligencia es ciega. Es decir, se trata de llevar a cabo las ideas a través de la fuerza, y son inútiles –como decía el propio Marx– las ideas sin fuerzas y las fuerzas sin ideas. «Las ideas se convierten en una fuerza cuando prenden en las masas» (Lenin, 1980e: 80). La revolución es posible entonces con la fuerza de la lógica y con la lógica de la fuerza, y sólo se lleva a cabo, si es que se lleva, utilizando la fuerza de los argumentos junto con los argumentos de la fuerza. De modo que las letras en la críticay las armas en la prácticahan de ir de la mano para el planteamiento, desarrollo y ejecución de una actividad y puesta en escena verdaderamente revolucionaria. «No basta que la idea clame por realizarse; es necesario que la realidad misma clame por la idea» (Mehring, 1967: 78). Como decía Karl Radek en 1919, «La dictadura sin voluntad de aplicar el terror es un cuchillo sin hoja» (citado por Nettl, 1974: 536). Y como ya dejó por escrito Louis Auguste Blanqui, «¡Armas y organización son los ingredientes decisivos del progreso, y los únicos medios serios capaces de abolir la miseria! Quien tiene armas tiene pan […] y ante proletarios armados todo obstáculo, toda resistencia y toda imposibilidad desaparecerá» (citado por Escohotado, 2017b: 150).
Por tanto, sólo con la violencia inteligente o la inteligencia violenta el movimiento revolucionario puede abrir su camino, porque si no entonces no será revolucionario sino «reformista» (para Lenin, con buena parte de razón, «oportunista», puesto que la concesión de reformas distrae a la clase obrera de la lucha revolucionaria, aunque bien es cierto que también es posible que las reformas favorezcan a los obreros con lo justo para no sublevarse). Aunque, eso sí, la violencia no puede producir dinero sino, a lo sumo, apoderarse del dinero ya hecho. «En último término, las grandes cuestiones de la libertad política y de la lucha de clases las resuelve únicamente la fuerza, y nosotros debemos preocuparnos de la preparación y organización de esta fuerza y de su empleo activo, no sólo defensivo, sino también ofensivo» (Lenin, 1976b: 13).
3. Sin las armas las letras son meras palabras
De modo que, la teoría, por sí sola, por muy revolucionaria y atractiva que se presente a los ojos de los lectores y oyentes que reflexionan objetivamente sobre el procedimiento de la revolución, no es posible sin las armas. Dicho de otro modo: un discurso de letras por sí solo es condición necesariapara llevar a cabo la revolución, pero no es condición suficiente, porque dicho discurso debe ser respaldado o escoltado por la fuerza. Es decir, la revolución se hace (o se hizo), levantando barricadas, tendiendo alambradas y disponiendo de todo tipo de armas, con hombres dispuestos a dar su vida por la Causa. Sin armas las palabras en los mítines proselitistas son flatus vocis y las letras impresas en los periódicos, en los panfletos y en los libros papel mojado. La revolución no vino a traer la paz sino la espada.
Como decía Stalin, «¡por mucha conciencia de clase que se tenga, no se puede responder a las balas con las manos nada más!» (citado por Trotsky, 2008: 95). Y como decía Trotski, «Concepción revolucionaria sin voluntad revolucionaria es lo mismo que un reloj con el muelle roto… Pero, por otra parte, la ausencia de una amplia concepción política condena al político de más voluntad de la indecisión ante acontecimientos importantes y complejos» (Trotsky, 2007: 247).
Para los marxistas revolucionar no es meramente interpretar sino fundamentalmente transformar (cosa obvia). La revolución es una tarea encargada a «una organización militar de agentes» (Lenin, 1974e: 522). «Una clase oprimida que no aspirase a aprender el manejo de las armas, a tener armas, esa clase oprimida sólo merecería que se la tratara como a los esclavos. Nosotros, si no queremos convertirnos en pacifistas burgueses o en oportunistas, no podemos olvidar que vivimos en una sociedad de clases, de la que no hay ni puede haber otra salida que la lucha de clases» (Lenin, 1980g: 69-70). Y esa salida de la lucha de clases se llama «dictadura del proletariado», lo cual implica armar al proletariado, pues las armas garantizan tal dictadura.
Sin las armas las letras serán papel mojado y las voces palabras que se las lleva el viento y por tanto pura cháchara, un simple tema de conversación. Pero como sabía Maquiavelo los profetas desarmados ni vencen ni convencen (y si convencen engañan, sin perjuicio de los méritos que pueda haber en la mentira política, por otra parte muy útil para los fines de la revolución). «La letra mata, el espíritu vivifica» (2 Cor 3.6).
Parafraseando a Thomas de Kempis, cabría decir que «más vale sentir la revolución que saberla definir»; es decir, como decía Lenin el 30 de noviembre (13 de diciembre) de 1917: «es más agradable y más provechoso vivir la “experiencia de la revolución” que escribir acerca de ella» (Lenin, 1993: 175).
En las revoluciones (ya burguesas o proletarias) no cabe el diálogo, como si en dicha circunstancia fuese cierto aquello de «hablando se entiende la gente». Los llamados «logros sociales» no han sido precisamente fruto de un diálogo habermasiano, sino de años de luchas en las que se derrama sangre, sudor y lágrimas. La gente feliz ni planea ni hace revoluciones, como tampoco escribe apocalipsis ni cree realmente en los mismos.
No cabe el diálogo con las manos vacías sino el diálogo de los puños y las pistolas, como en 1905, en plena revolución o «ensayo general», dijo Stalin parafraseando a Napoleón: «¡Camaradas! ¿Creéis que podemos derrotar al zar con las manos vacías? ¡Nunca! Necesitamos tres cosas. Primero: ¡Pistolas! Segundo: ¡Pistolas! Y tercero: ¡Pistolas y más pistolas!» (citado por Montefiore, 2010b: 195). O como decía Trotski en plena Revolución de Octubre: «es particularmente necesario ¡trabajar, trabajar y trabajar! ¡Hemos decidido antes morir que rendirnos!» (citado por Reed, 2011: 128).
Tras la victoria de la Revolución de Octubre, cuando los bolcheviques trazaban la nueva política del país en el Instituto Smolny, Kamenev y Trotski querían abolir la ejecución capital en el ejército, a lo que Lenin les replicó: «¡Qué absurdo! ¿Cómo vais a hacer una revolución sin fusilar a nadie?» (citado por Montefiore, 2010b: 441). Como dijo Stalin, «La abolición de las clases no se consigue mediante la eliminación de la lucha de clases sino mediante su estimulación» (citado por Service, 2010: 191, aunque es posible que la cita sea apócrifa). Y en eso el Vozhd siguió muy bien a su maestro, Lenin, cuando dirigiéndose al pleno del Comité Central de febrero-marzo de 1937, en pleno Terror, dijo: «cuanto más se avanza hacia el socialismo, más encarnizada es la lucha de los residuos de las clases moribundas» (citado por Werth, 2010: 269).
En plena Revolución de Octubre Trotski dejó claro que en un momento tan crítico como aquél «sólo es posible el comunicado que hacemos ya con la boca de los cañones» (citado por Reed, 2011: 229). Y pocos días después, en un discurso ante los marinos de Kronstadt decía el mismo Trotski: «Os digo que las cabezas tienen que rodar, y la sangre tiene que correr […] La fuerza de la Revolución francesa estaba en la máquina que rebajaba en una cabeza la altura de los enemigos del pueblo. Era una máquina estupenda. Debemos tener una en cada ciudad» (citado por Rojas, 2012: 84). Aunque, a decir verdad, es posible que en el rodaje de la película de Eisenstein Octubre (1927) hubiese habido más heridos que en la toma del Palacio de Invierno del 25 de octubre (7 de noviembre) de 1917. (La insurrección de Octubre sólo costó seis muertos, todos insurrectos).
Lenin sabía muy bien que «el problema del poder es el problema fundamental de toda revolución» (Lenin, 1976p: 158). Por eso recomendaba: «¡Fíate de la decisión revolucionaria, pero no sueltes el fusil!» (Citado por Reed, 2011: 297). «¡Proletario, aprende a manejar el fusil!», se le hace decir a Lenin en la Película Octubre (1927) de Sergei Eisenstein. «La revolución enseña que hay que hacer caso de un fusil» (Trotsky, 2007: 835). Algo muy parecido dijo Mao: «El poder está en la boca del fusil» (citado por Courtois y Panné, 2010a: 372). Y dicen justo a continuación los autores de El libro negro del comunismo: «Después ha quedado demostrado que esto era la quintaesencia de la visión comunista sobre la toma del poder y sobre su mantenimiento». No sólo del comunismo sino también del capitalismo, del nacionalsocialismo, del fascismo, etc., etc. (por no hablar de los reinos e Imperios de la antigüedad). Pero los autores del libro negrolegendario viven de los «100 millones de muertos» del comunismo, y no tienen más remedio que defenderlo (aunque lo hagan posicionados desde un dualismo maniqueo con fuertes dosis de fundamentalismo democrático ingenuo).
Aunque el primer objetivo de la destrucción revolucionaria es el ejército, lo primero que llevan a cabo las fuerzas revolucionarias es construir un nuevo ejército, a fin a los propósitos de la revolución. En el siglo XVII la Revolución Inglesa destruyó el poder estatal de la monarquía feudal al destruir a su ejército y fundar el ejército revolucionario de los puritanos y la dictadura de Cromwell. A finales del siglo XVIII la Revolución Francesa desintegró el ejército real y organizó el ejército revolucionario. Y la Revolución Rusa de 1917 destruyó la organización estatal de los latifundios feudales y de la burguesía y a su vez se destruyó el ejército zarista y, tras la Revolución de Octubre, el 23 de febrero de 1918 se fundó el Ejército Rojo. Lenin lo tenía muy claro: «La partida está ganada. Si hemos conseguido establecer orden en el ejército quiere decir que hemos podido imponerlo en todos los demás lugares. Y la revolución –en orden– será invencible» (Service, 2010b: 302).
En agosto de 1918, durante la guerra civil rusa, le telegrafió Trotsky a Lenin: «No mandar más que a aquellos comunistas que sean disciplinados, que estén dispuestos a pasar privaciones y resueltos incluso a morir. Agitadores de poca monta no nos hacen falta aquí» (Trotsky, 2006: 478). Trotski lo tenía muy claro: «Advierto que cualquier destacamento de tropas que emprenda retirada por su cuenta, provocará en primer lugar el fusilamiento del comisario y en segundo lugar, el del comandante. Los soldados bravos y valientes serán colocados en puestos de mando. Los cobardes, los egoístas y los traidores, no escaparán a las balas del pelotón. Así os lo garantizo ante todo el Ejército Rojo» (Trotsky, 2006: 436). «Sin represalias es imposible poner un ejército en pie. Es una quimera pretender que se van a lanzar a muchedumbres de hombres a la muerte si la pena capital no figura entre las armas de que dispone el mando. Mientras estos monos sin cola orgullosos de su técnica que se llaman hombres guerreen y levanten ejércitos para la guerra, no habrá un solo mando que pueda renunciar al recurso de colocar a sus hombres entre la eventualidad de la muerte que les aguarda, si avanzan, y la seguridad del fusilamiento que acecha en la retaguardia, si retroceden» (Trotsky, 2006: 447). Porque «De la marcha de las operaciones militares dependía la suerte de la revolución» (Trotsky, 2006: 492). Y «hubo momentos en que todo el territorio de la república que no estaba ocupado por los blancos, tenía el carácter de territorio militar o de zona fortificada» (Trotsky, 2006: 510). «En su última parte, el problema de la insurrección, que ha entrado en la historia bajo el signo de Octubre, tenía un carácter puramente militar. La solución debía venir, en su última etapa, de los fusiles, de las bayonetas, de las ametralladoras y quizá incluso de los cañones. El partido bolchevique trabajó en este sentido» (Trotsky, 2007: 833). «La escuela de Lenin era una escuela de realismo revolucionario» (Trotsky, 2007: 646). Y «el partido de Lenin era el único partido que estaba dotado de realismo político en la revolución» (Trotsky, 2007: 650).
En marzo de 1919, en el Primer Congreso de la Komintern, afirmó Trotski: «Kautski siempre nos ha acusado de cultivar el militarismo, pero a mí me parece que si queremos que el poder siga en manos de los obreros, entonces tenemos que enseñarles cómo utilizar las armas que ellos mismos forjan. Si a este se le llama militarismo, pues que se le llame así. Nosotros hemos creado nuestro propio militarismo socialista, y no vamos a renunciar a él» (citado por Service, 2010b: 334-335).
Por lo tanto, las armas y las letras son los requisitos para llevar a cabo la revolución, lo demás es retórica o, peor aún, demagogia, palabras de promesas que se transforman en palabrería y paparrucha, en farsa y, en última instancia, un fraude político. Pero todo esto ya lo dijo muy bien el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha en el siglo XVI: «Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos a la preeminencia de las armas contra las letras, materia que hasta ahora está por averiguar según son las razones que cada una de su parte alega; y entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrán sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeto a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrían sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de cosarios y, finalmente, si por ellas no fuesen, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas» (Cervantes, 2004: 325). En consecuencia las leyes la sostienen las armas, pues –como se dijo un siglo después– «el hombre armado es más autónomo que el desarmado» (Espinosa, 2004b: 163).
4. La insurrección armada
El 22 de enero de 1867 afirmó Marx en un mitin que dio en el Cambridge Hall de Londres: «En cuanto a la revolución social ¿qué quiere decir sino lucha de clases? Es posible que la lucha entre trabajadores y capitalistas sea menos cruel y sangrienta que las luchas entre los señores feudales y los capitalistas de Inglaterra y Francia. Esperemos que así sea. Pero de todas maneras, aunque una crisis de esta clase puede aumentar la energía de los pueblos occidentales, atraerá, como todos los conflictos internos, también la agresión exterior. Este conflicto dará a Rusia otra vez el papel que jugó en la guerra antijacobina y la Santa Alianza, el de salvador del Orden elegido por la Providencia. Llevará a las filas de Rusia a todas las clases privilegiadas de Europa» (Marx, 2008d: 114-115).
El momento álgido de la lucha de clases es la insurrección revolucionaria en el que se da un «viraje brusco» que «infunde al pueblo todo en poco tiempo las más profundas y preciosas enseñanzas» (Lenin, 1976q: 61). «La revolución enseña a todas las clases con una rapidez y una profundidad que no se dan nunca en época normales y pacíficas. Y los capitalistas, los elementos mejor organizados de todos, los más expertos en materia de lucha de clases y de política, fueron quienes más velozmente aprendieron. Cuando vieron que la posición del gobierno era insostenible, echaron mano de un método que desde 1848 había venido practicándose constantemente por los capitalistas de otros países para engañar, dividir y debilitar a los obreros. Este método es el de los llamados “gobiernos de coalición”, o sea los gobiernos mixtos formados por elementos de la burguesía y por tránsfugas del socialismo» (Lenin, 1976q: 71).
La insurrección revolucionaria es la prolongación de la política revolucionaria por otros medios. Llegado a un punto en la política revolucionaria la insurrección tiene que desencadenarse, la insurrección es el resultado de una larga preparación. «Lo que la revolución en su conjunto es respecto de la evolución, la insurrección armada lo es en relación a la revolución misma: el punto crítico en que la cantidad acumulada se convierte por explosión en calidad. Pero la insurrección misma no es un acto homogéneo e indivisible: hay en ella puntos críticos, crisis e impulsos internos» (Trotsky, 2007: 907).
En 1894 el joven Lenin sabía muy bien que para expropiar a las «sanguijuelas» que monopolizan los medios de producción y dirigen la economía social rusa se requiere «lucha, lucha y lucha, y no una mezquina moral filistea» (Lenin, 1974a: 254), porque «la insurrección es, en el fondo, la “repuesta” más enérgica, más uniforme y más conveniente de todo el pueblo al gobierno» (Lenin, 1974e: 522-523). Si Plejánov había dicho, en referencia a la insurrección moscovita de 1905, que «no se debía haber empuñado las armas», Lenin, por el contrario, afirmaba que «lo que se debió hacer fue explicar a las masas la imposibilidad de una huelga puramente pacífica y la necesidad de una lucha armada intrépida e implacable. Y hoy debemos, en fin, reconocer públicamente, y proclamar bien alto, la insuficiencia de las huelgas políticas; debemos llevar a cabo la agitación entre las más grandes masas en favor de la insurrección armada sin disimular esta cuestión por miedo de ningún “grado preliminar”, sin cubrirla con ningún velo. Ocultar a las masas la necesidad de una guerra encarnizada, sangrienta y exterminadora como tarea inmediata de la acción próxima es engañarse a sí mismo y engañar al pueblo» (Lenin, 1976u: 14-15). Y advierte que «si la revolución no gana a las masas y al ejército mismo, no se puede pensar en una lucha seria. De suyo se comprende que el trabajo en el ejército es necesario» (Lenin, 1976u: 15). Como dijo Trotski: «¡La insurrección es un derecho inalienable de cada revolucionario!» (citado por Reed, 2011: 96), y «las masas populares sublevadas no han manifestado nunca una gran inclinación hacia el platonismo ni hacia el kantismo» (Trotsky, 2007: 223).
La insurrección armada, la revolución puesta en marcha hacia la toma del poder del Estado, no es otra cosa que la guerra civil, el momento culmen de la dialéctica de clases. Cuando el 4 de junio de 1918 un delegado del Soviet gritó «Viva la guerra civil», Trotski se volvió a él y le respondió: «Sí, viva la guerra civil. La guerra civil en favor de los niños, de los ancianos, de los obreros y del Ejército Rojo, la guerra civil en nombre de la lucha directa y despiadada contra la contrarrevolución» (citado por Figes, 2000: 674). Trotski estaba dispuestos a admitir que «la guerra civil no es una escuela de conducta humanitaria. Los idealistas y los pacifistas siempre han culpado a la revolución por sus “excesos”. El meollo del asunto es que los “excesos” se derivan de la naturaleza misma de la revolución, que es en sí misma un “exceso” de la historia. Que quienes así lo deseen, rechacen (en sus mezquinos artículos periodísticos) la revolución por ese motivo. Yo no la rechazo» (citado por Deutscher, 1969: 395). Y en otra ocasión llegó a decir: «Tenemos que acabar de una vez por todas con esa charla papista-cuáquera acerca de la santidad de la vida humana» (citado por Figes, 2000: 701).
Ya en 1902 Karl Kaustsky había pronosticado: «La futura revolución… se parecerá menos a una insurrección por sorpresa contra el gobierno y más a una guerra civil prolongada» (citado por Lenin, 1976h: 52). Y reflexionando sobre la revolución o «ensayo general de 1905» dejó por escrito Lenin: «sólo los más duros combates, las guerras civiles, pueden emancipar al género humano del yugo del capital», y «sólo los proletarios con conciencia de clase pueden actuar y actuarán como jefes de la inmensa mayoría de los explotados» (Lenin, 1976h: 56).
Si –como dijo el socialista francés Jean Jaurès– el capitalismo trae dentro de sí la guerra como la nube trae la tormenta, el comunismo también trae consigo la revolución (es decir, la guerra) como la nube trae consigo la tormenta. Lo demás es música celestial o pensamiento infantil: izquierdismo (enfermedad infantil en el comunismo, como decía Lenin) y pensamiento Alicia, como dice Gustavo Bueno.
5. El terror
Como observó Marx, los tres grandes principios de la Gran Revolución (libertad, igualdad y fraternidad) se transformaron con Napoleón en artillería, infantería y caballería (con intención de exportar la revolución allende las fronteras francesas). En nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad el Terror pudo realizarse mediante la tiranía, la desigualdad y el fratricidio, y así los revolucionarios franceses definían el Terror como «justicia rápida, severa, inflexible». Por lo tanto, no cabe aquí hablar de una revolución pacífica (que vendría a ser una contradictio in terminis), sino de una revolución violenta (que vendría a ser un pleonasmo); una revolución pacífica es, como dijo Lenin citando a Robespierre, una «revolución sin revolución».
Luego la revolución no es un festín de libertad, igualdad y fraternidad. La violencia revolucionaria es el trabajo sucio que ha de llevarse a cabo en toda verdadera revolución. Como dijo Stalin, «La política es un negocio sucio. Todos hicimos trabajos sucios para la Revolución» (citado por Montefiore, 2010b: 261).
Decía Louis Antoine de Saint-Just, mano derecha de Robespierre, parafraseando a éste refiriéndose al Terror: «El barco revolucionario solo llegará a puerto en un mar enrojecido por torrentes de sangre […] No solo debemos castigar a los traidores sino a cualquiera que no sea entusiasta. La República debe protección a los buenos ciudadanos. A los malos solo les debe la muerte» (citado por Escohotado, 2017a: 509). Y añadía: «Golpea rápido y duro, osa, he ahí el secreto del éxito» (citado por Escohotado, 2017a: 518).
«La revolución es una gran devoradora de hombres y de caracteres. Lleva a los más valientes a su exterminación y agota a los más débiles» (Trotsky, 2006: 440). «Si está justificado que haya víctimas –y no sabemos quién habría que obtener el permiso-, nunca lo estará tanto como cuando las víctimas sirvan para imprimir un avance a la humanidad» (Trotsky, 2006: 638). «No se puede dar respiro al enemigo. Las revoluciones exigen, más que ninguna otra cosa, remate y coronación» (Trotsky, 2007: 119). Y «toda revolución es arbitraria» (Trotsky, 2007: 121).
Los revolucionarios no pueden andarse con medias tintas y, como el cirujano que maneja el bisturí, no debe vacilar pues vacilar equivale a perder. El ejemplo más claro de revolución vacilante (no ya en su génesis, en el golpe contra el zarismo, sino en su estructura, en la gestión y desarrollo del gobierno «provisional», palabra muy significativa) fue la Revolución de Febrero, y el ejemplo más claro de revolución decidida fue la Revolución de Octubre (con todos sus errores). «A través del inmenso caos de la revolución de Febrero se veían resplandecer los rasgos acerados de la de Octubre» (Trotsky, 2007: 231). Marx concluía su Miseria de la filosofía con una cita de la novela de George Sand, Jean Ziska. Épissode de la guerra des hussiste (1843): «El combate o la muerte: la lucha sanguinaria o la nada. Así está planteada la cuestión infaliblemente» (Marx, 2004a: 299).
A principios de siglo decía Lenin en las páginas de Iskra: «En principio, nunca hemos renunciado ni podemos renunciar al terror. El terror es una de las formas de la acción militar que puede ser perfectamente aplicable, y hasta indispensable, en un determinado estado de las fuerzas y en determinadas condiciones» (Lenin, 1974e: 15). Y a finales de 1899 tenía muy claro que «renunciar a la toma del poder por la vía revolucionaria sería, por parte del proletariado, tanto desde el punto de vista teórico como desde el punto de vista práctico y político, una locura; significaría una vergonzosa concesión a la burguesía y a todas las clases poseedoras. Es muy probable –y más que probable– que la burguesía no hará concesiones pacíficas al proletariado; en el momento decisivo recurrirá a la violencia para defender sus privilegios. Entonces no le quedará a la clase obrera otro camino que la revolución para la realización de sus objetivos» (Lenin, 1974d: 282).
Ante las críticas de Mártov durante el Segundo Congreso del POSDR en 1903, Lenin replicó: «No me asusta lo más mínimo esas terribles palabras acerca de la “ley marcial” y “las leyes de excepción contra grupos y personas determinadas”, etcétera. Cuando nos tropezamos con elementos inestables y perturbadores, no sólo podemos sino que además debemos proclamar la “ley marcial”, los estatutos del partido y la política de “centralismo” que acaban de ser aprobados en el Congreso no son sino la “ley marcial” para hacer frente a los numerosos focos de indisciplina política. Contra la indisciplina política se necesitan leyes especiales e incluso excepcionales; y el paso dado por el Congreso, al crear una sólida base para tales leyes medidas, ha indicado el camino político justo a seguir» (citado por Carr, 1972a: 50).
Como le escribió Máximo Gorki, el más importante novelista ruso, a su mujer tras los sucesos del Domingo Sangriento del 9 (22) de enero de 1905, «sólo la sangre puede cambiar el color de la historia» (citado por Figes, 2000: 222). Ya en el poder, desde las páginas de Pravda, atizaba: «Si el enemigo no se rinde, debe ser exterminado» (citado por Montefiore, 2010a: 79). La Revolución de Octubre fue un golpe de Estado con el respaldo de buena parte de la masa urbana, y «el significado de este golpe consiste, sobre todo, en el hecho de que tendremos nuestro propio órgano de poder, en el cual la burguesía no tendrá ninguna participación» (citado por Saborido, 2006: 94).
En sus notas manuscritas, Lenin ordenaba sin piedad fusilar, asesinar y ahorcar a «los que nos chupan la sangre… a las arañas… a las sanguijuelas», y se hacía la siguiente pregunta: «¿Cómo puede hacerse una revolución sin pelotones de fusilamiento? Si no podemos fusilar a los saboteadores de la Guardia Blanca, ¿qué clase de revolución va a ser ésta? ¡Nada más que palabrería y paparrucha!» (Citado por Montefiore, 2010b: 444). El 18 de diciembre de 1918 escribía Lenin en Pravda: «cuando se nos reprocha nuestra crueldad, no cabe sino sorprenderse de cómo la gente puede olvidar los principios más elementales del marxismo» (citado por Conquest, 1974: 663). «“¡Absurdo! –clamó-. ¿Cómo contáis que una revolución siga adelante sin ejecuciones? ¿Creéis de veras que podéis tratar con todos esos enemigos después de desarmaros? ¿Qué otras medidas de represión existen? ¿La prisión? ¿Quién da importancia a eso durante una guerra civil, cuando ambas partes confían en vencer?”. Kamenev trató de argumentar que se trataba sólo de revocar la pena de muerte instituida por Kerensky, especialmente contra los desertores. Pero Lenin se mostró irreconciliable. Se daba clara cuenta de que tras el decreto de abolición se ocultaba una actitud frívola frente a las dificultades inauditas que nos aguardaban. “Una equivocación –reiteró-, blandura imperdonable, ilusiones pacifistas”, etc. Propuso que se revocase inmediatamente el decreto, pero se le objetó que ello produciría una impresión desfavorable. Alguien sugirió que sería mejor recurrir a las ejecuciones cuando se viera que no había otro remedio. Finalmente, el asunto se dejó como estaba» (Trotsky, 2008: 386).
Además de esto, hay que decir que Lenin –lejos de condenar moralmente a Fanni Kaplán por los disparos que recibió el 30 de agosto de 1918 tras asistir a una reunión obrera en una fábrica, que le hirió en el omóplato y en el cuello y que casi le cuesta la vida y que le terminaría costando seis años después– le comentó a Trotski desde la más admirable objetividad: «qué se le va a hacer, es una pelea. Y en una pelea cada uno actúa como puede» (citado por Díez del Corral, 2003: 352). Aunque, eso sí, Kaplán sería ejecutada tres días después del atentado en los calabozos del Kremlin sin proceso y sin publicidad. Kaplan confesó que la idea había sido exclusivamente suya y que «hace ya tiempo que decidí matar a Lenin; lo considero un traidor a la revolución» (citada por Saborido, 2006: 115). Lenin, como Marx, sostenía que el vencedor en una revolución podía colgar a los contrarrevolucionarios pero jamás condenarlos, podía quitárselos de en medio como a enemigos vencido pero no juzgarlos como si fuesen delincuentes.
Por su parte, Trotski afirmaba cosas no menos contundentes: «cuando la sangre se ha vertido ya, no hay más que un camino: la lucha sin cuartel. Sería pueril creer que podemos vencer por otros medios… ¡Por cada revolucionario muerto nosotros mataremos a cinco contrarrevolucionarios!» (Citado por Reed, 2011: 211-212).
Y respecto a la ejecución del Zar y toda su familia así lo justico diecisiete años después del zaricidio: pues resulta que los bolcheviques no podían dejar a los ejércitos blancos «una bandera viva en torno a la cual agruparse», por ello sus hijos «cayeron víctima del principio que constituye el eje de la monarquía: la sucesión dinástica» (citado por Deutscher, 1969: 262).
La importancia del terror era algo de lo que era muy consciente Stalin, el cual citaba en privado un adagio de Gengis Khan que rezaba: «Las muertes de los derrotados son necesarias para la tranquilidad de los vencedores» (citado por Service, 2010a: 219). Otros estadistas a los que admiraba el Zar Rojo eran Iván el Terrible y Pedro el Grande, pero le objetaba maquiavélicamente al primero que hubiese infravalorado a una de las cinco grandes familias feudales. «Si hubiera aniquilado a esas cinco familias, no se habrían producido los años turbulentos [el Primer período de desórdenes en Rusia, siglo XVII]. Pero Iván el Terrible podía ejecutar a alguien y perder luego mucho tiempo arrepintiéndose rezando. En este sentido Dios le supuso un estorbo. ¡Tendría que haber actuado con más decisión todavía!» (Citado por Service, 2010a: 219 y por Santos, 2012: 270, corchetes míos). «Iván el Terrible mató a demasiados pocos boyardos. Habría debido matarlos a todos para poder crear un estado fuerte» (citado por Montefiore, 2010a: 229).
Stalin sabía muy bien que «la coacción es la partera de la Revolución» (citado por Santos, 2012: 494). Cuando el 31 de junio de 1934 Hitler llevó a cabo la purga del ala izquierda de su Partido, las S.A. de Ernst Röhm, en lo que se llamaría «la noche de los cuchillos largos», Stalin comentó sobre Hitler: «Qué hombre más listo, así es como hay que tratar a la oposición, pasándolos a todos a cuchillo de una sola vez», y les comunicó a los servicios de inteligencia del Ejército Rojo: «Los acontecimiento de Alemania […] debe conducir a la consolidación del régimen y al fortalecimiento del poder personal de Hitler» (citado por Rayfield, 2003: 300). «¡Qué tipo ese Hitler! ¡Magnífico! ¡Ésa es una proeza que requiere habilidad!» (citado por Rojas, 2012: 122).
Decíamos «maquiavélicamente» porque el gran filósofo político florentino hablaba del buen uso de la crueldad «cuando se ejerce una sola vez dictándolo la necesidad de consolidar el poder, y cuando únicamente por utilidad del pueblo se recurre a un medio violento. Crueldades mal empleadas son aquellas que, aunque poco considerables al principio, van luego creciendo en lugar de acabarse… Necesítase, pues, que el usurpador de un estado cometa de un golpe todas cuantas crueldades exija su propia seguridad para no repetirlas: de este modo se asegurará la obediencia de sus súbditos, y todavía podrá adquirir su afecto, como si les hubiera hecho siempre beneficios. Si, mal aconsejado o por timidez, obrase de otra manera, necesitaría tener continuamente en la mano el puñal y se encontraría siempre imposibilitado de contar con la confianza de unos súbditos a quienes tantas y repetidas veces hubiese ofendido; porque, vuelvo a decir, estas ofensas deben hacerse todas de una vez, a fin de que hieran menos siendo menor el intervalo de tiempo en que se sientan» (Maquiavelo, 2004: 68-69).
Por su parte, Lenin le había dicho a Molotov que Maquiavelo «decía acertadamente que si es necesario recurrir a ciertas brutalidades con la finalidad de conseguir un objetivo político determinado, deben ejecutarse de la forma más enérgica y en el plazo más breve posible porque las masas no tolerarán la aplicación prolongada de la brutalidad» (citado por Service, 2001: 427).
En julio de 1915, en Monastyrskoe, en el exilio, Kámenev le regaló a Stalin precisamente El Príncipe de Maquiavelo. Durante un simposio, Kámenev les preguntó a sus camaradas cuál era para ellos el mayor placer de la vida. Unos se decantaron por las mujeres, otros por el materialismo dialéctico. Cuando le llegó el turno a Stalin sin inmutarse lo más mínimo dijo: «Para mí el mayor placer que puede sentir uno es elegir a la víctima, preparar los planes minuciosamente, tomar venganza de manera implacable, y luego irse a la cama. ¡No hay nada más dulce en el mundo!» (Citado por Montefiore, 2010b: 378).
Antes de la toma del poder en la Revolución de Octubre, según Víktor Chernov, el líder de los Socialistas Revolucionarios o eseristas, él y Lenin tuvieron el siguiente diálogo: «Yo le dije: “Vladímir Ilich, tú si llegas al poder empezarás por ahorcar a los mencheviques al día siguiente”. Y él me miró y dijo: “No ahorcaremos al primer menchevique hasta después de que hayamos ahorcado al último socialista revolucionario”. Luego frunció el ceño y soltó una carcajada» (citado por Service, 2001: 207).
Un tanto ingenuo fue el programa del Partido Comunista Alemán que elaboró Rosa Luxemburgo: «En las revoluciones burguesas el derramamiento de sangre, el terror y el asesinato político eran armas indispensables de las clases que se levantaban, pero la revolución proletaria no necesita del terror para lograr sus propósitos y odia y abomina el asesinato» (citado por Carr, 1972a: 173). Pero en otro lugar dijo que la enseñanza básica y la ley vital de toda revolución «es la de avanzar con extrema celeridad y decisión, abatiendo con mano férrea todos los obstáculos y planteándose siempre metas ulteriores, o ser rechazada rápidamente hacia atrás de las débiles posiciones de partida para ser luego aplastada por la contrarrevolución. Detenerse, marca el paso, resignarse con el primer objetivo logrado, son fenómenos desconocidos en las revoluciones. Y quien trata de transferir esta sabiduría de entre casa de las batracomiomaquias parlamentarias a la táctica revolucionaria de muestra solamente cuán alejado está de la psicología, de la ley vital misma de la revolución, y cómo toda la experiencia histórica sigue siendo para él un libro cerrado con siete sellos… el “justo medio” no es una solución que tenga vigencia en un período revolucionario, cuya ley natural exige una rápida decisión: o la locomotora es lanzada a todo vapor por la pendiente histórica hasta la cumbre, o la fuerza de la gravedad la arrastrará de nuevo hacia abajo y se despeñará en el abismo, con todos aquellos que con sus débiles fuerzas pretendían retenerla a mitad de camino» (Luxemburg, 1975: 40-43-44).
En 1918 Lenin declaró que «pedir que se renuncie a toda represión en tiempo de guerra civil es pedir que se abandone ésta». Y según un periodista eserista añadió: «Protestáis contra el bando y débil terror que estamos aplicando contra nuestro enemigos de clase, pero habéis de saber que, antes de que transcurra el mes, el terror asumirá formas muy violentas siguiendo el ejemplo de los grandes revolucionarios franceses. La guillotina estará lista para nuestros enemigos, no ya simplemente la prisión» (citado por Carr, 1972a: 175).
El 11 de agosto de 1918 un implacable Lenin dio una orden para un ahorcamiento masivo de Kulaks. La cita –dirigida a los camaradas Kuraev, Bosch, Minkin y demás comunistas del Penza, conocida como «Telegrama a los comunistas de Penza»– no tiene desperdicio:
«¡Camaradas! La insurrección de cinco distritos de kulaks debería sofocarse implacablemente. Los intereses de toda la revolución exigen hacerlo porque se está librando en este momento “la última batalla decisiva” contra los kulaks. Es necesario dar un ejemplo.
1) Ahorcar (y asegurarse de se haga a plena vista de todos) a un mínimo de cien kulaks ricos y explotadores conocidos.
2) Publicar sus nombres.
3) Requisarles todo el grano que tengan.
4) Designar rehenes de acuerdo con el telegrama de ayer.
Hacerlo de tal modo que en cien kilómetros a la redonda la gente pueda ver, temblar, saber, gritar: están ahorcando y ahorcarán a los kulaks explotadores.
A la recepción de telegrama, puesta en práctica.
Vuestro, Lenin.
Buscad gente dura de verdad» (citado por Service, 2001: 413).
Uno de los jefes del ELAS (el Ejército de Liberación Nacional griego durante la Segunda Guerra Mundial), Aris Velouchiotis, afirmó que «Las revoluciones vencen cuando los ríos se tiñen de sangre». Pero añade de modo ingenuo u optimista: «Vale la pena verterla, siempre que la recompensa sea la perfección de la sociedad humana» (citado por Courtois y Panné, 2010a: 430).
El jefe del NKVD, Lavrenti Beria, afirmaba que la única manera de sobrevivir era «dar siempre primero» (citado por Montefiore, 2010a: 564). Así pues, en la revolución, como en la guerra, o matas o te matan, y la crueldad puede llegar a convertirse en prudencia, por retorcido que esto parezca a mentalidades bienintencionadas del moralismo filisteo del fundamentalismo democrático del mercado pletórico imbuido del síndrome del pacifismo fundamentalista. Toda esta crueldad es imprescindible para que, una vez en el poder, los revolucionarios puedan reprimir a los contrarrevolucionarios de modo inmisericorde y con decidida contundencia. Una crueldad que no es gratuita o sádica, sino necesaria para los intereses de la revolución, si es que éstos se quieren defender. El Terror no es otra cosa que la defensa de la revolución. Y, en caso de no saber defender la revolución por falta de aplicación del Terror o por su mala aplicación, los revolucionarios (más bien pretendientes incualificados) serían reprimidos por el Terror de los contrarrevolucionarios, el Terror blanco, tan violento, cruel y letal como el rojo.
Sobre la crueldad ya Stalin le comentó al director de cine Sergei Eisenstein al corregirle algunos puntos de su película La conjura de los boyardos: «Iván el Terrible era muy cruel. Podéis presentarlo como un personaje cruel. Pero debéis mostrar por qué necesitaba ser cruel» (citado por Montefiore, 2010a: 584). Y, efectivamente, Stalin necesitaba ser cruel si se quería preservar la eutaxia del Estado revolucionario. Crueldad que, por cierto, no es explicada por muchos historiadores, entre ellos Montefiore, como si la crueldad llevada a cabo en el estalinismo fuese producto de la locura subjetiva de un sádico sediento de sangre y de sus cómplices igualmente sedientos (que –como narra muy bien Montefiore– apagan su sed hasta altas horas de la madrugada con dosis de alcohol, tabaco y cine). E incluso se llega a decir, desde el psicologismo más ramplón, que Stalin era cruel porque su padre le pegaba cuando era pequeño (igual que pasaba con Hitler) y por eso exteriorizaba en el poder lo que de pequeño tenía reprimido.
El problema de los historiadores negrolegendarios (el hecho de ser negrolegendarios pone en cuestión su condición de historiadores) es que creen en una extraña fuerza que vendría a ser el mal absoluto, que se encarna en sujetos operatorios como Hitler, Mussolini, Franco, Lenin, Mao y por supuesto Stalin. No haber interpretado el Terror en términos de eutaxia (o de distaxia, si no se aplica o se aplica sin eficacia) ha bloqueado el entendimiento de estos –llamémoslos así– autores. Y este bloqueo es propio del cerrojo ideológico que se sumerge encapsulado en dogmas y mitos convenciones que son oscurantistas y confusionarios y, por tanto, tenebrosos. El Terror tiene su lógica, la denominada «lógica del Terror», y por no se trataba de un sinsentido absurdo llevado a cabo por sujetos endemoniados (ateos materialistas) que por pura maldad y caprichos sádicos se dedicaban a matar por mor de matar, mara mayor gloria del mal absoluto. Y el otro problema de los autores negrolegendarios está en que inflan el número de víctimas de modo tan abultado, absurdo y descabellado que se quedan tan panchos. Pero hete aquí que estos señores venden libros a través del mercado pletórico de bienes y servicios y, al igual que los gurús del supermercado espiritual, abren su mercado del Terror demonizando a los líderes «totalitarios» representantes del mal absoluto en la Tierra. Ya es hora de llevar a cabo una historia y filosofía del Terror de modo contramaniqueo. Está la tarea por hacer.
V. Final: ¿Es posible la revolución a día de hoy?
Con el tiempo el modus operandis de los revolucionarios van ajustándose a las circunstancias históricas y geopolíticas del momento. En 1917 la Revolución de Octubre fue posible a través de la insurrección armada, pero todas las insurrecciones armadas para implantar un régimen comunista llevadas a cabo durante los años veinte y treinta fracasaron (y la de Octubre fue seguida por una guerra civil de dos años, posiblemente la más feroz guerra civil de todos los tiempos). En los años cuarenta, a través de la extraordinaria coyuntura de la Segunda Guerra Mundial, la estrategia de los partidos comunistas consistía en las guerras de liberación nacional (o, como en Europa del Este, iban siendo impuestos por el derecho que les otorgaba la fuerza del Ejército Rojo). En los años cincuenta y sesenta la toma del poder se realizaba a través de guerrillas de descolonización en las que intervenían auténticos ejércitos rojos (pensamos en Yugoslavia, China, Corea del Norte, Vietnam, Camboya, fracasando en Hispanoamérica excepto en Cuba, el partido colombiano las FARC entregó las armas en 2017 y parece integrarse en la normalidad de la política democrática). También el terrorismo procedimental, aunque en menor medida, fue empleado como táctica (y no como estrategia) por diferentes partidos comunistas. Pero tampoco obtuvo frutos victoriosos.
Luego, a medida que la situación geopolítica va mutando, no hay que caer en la ingenuidad y en el anacronismo de que a día de hoy sea posible una revolución a modo de insurrección armada como las que fueron posibles en el siglo XX, porque ya no estamos en 1917 o en 1936 (a pesar de que algunos todavía viven como si estuviésemos en tan señaladas fechas). El socialismo revolucionario del siglo XXI ni está ni se le espera. Aun así, cierto sector de la progresía actúa como si la Unión Soviética y el muro de Berlín no hubiesen caído, como si fuese posible la revolución internacional al margen de una plataforma (un Imperio) con planes y programas efectivos a través de los cuales sea posible al menos plantearse la revolución (violenta, claro). (China y Corea del Norte son ya otra historia, harina de otro costal y, geopolíticamente hablando, enemigos de España y la Unión Europea, es decir, de Estados Unidos).
La duda que nos queda es si habrá revolución, aunque por supuesto desconocemos la naturaleza de la misma, mediante o tras la hipotética Tercera Guerra Mundial que no sería muy descabellado decir que se avecina aunque nadie sabe ni el día ni la hora (aunque cabría decir que ya está en marcha).
La progresía de hoy día cree en la revolución sin que se rompa un sólo cristal y sin que se derrame ni una sola gota de sangre (y, al menos en España, no organiza insurrecciones sino caceroladas). En eso siguen a Proudhon: «prefiero abrasar la Propiedad a fuego lento en vez de darle un nuevo impulso realizando un san Bartolomé con los propietarios» (Proudhon, 2004a: 63). La negación de la revolución, de la acción armada, venía a ser la propuesta del reformismo pequeñoburgués. Pero la revolución proletaria consiste precisamente en un san Bartolomé con los burgueses, ¿o es que acaso cabe hacerlo a través del diálogo? La progresía de hoy tiene como uno de sus ingenuos lemas el de «No a la Guerra» (que también viene a decir «No a la Revolución», porque ¿acaso es posible una revolución política sin guerra o sin que se rompa un solo cristal ni se derrame una gota de sangre, aun siendo posible la guerra sin revolución?).
De todos modos el sujeto de la revolución, el proletariado, mostró a lo largo de la historia que no existía como totalidad atributiva y por tanto como sujeto político propiamente hablando. El proletariado no configura una unidad política y por tanto es absurdo hablar de una revolución política del proletariado porque éste ni está ni se le espera porque ni existe ni puede existir. La tesis más errónea del marxismo está en el imperativo proselitista con el que cierra el Manifiesto comunista (el célebre «¡Proletarios de todas las naciones, uníos!»), que postula, aureolarmente, un proletariado universal que vendría a emancipar al Género Humano de toda explotación y miseria tras la victoriosa revolución mundial.
Pero si tal entidad no es posible, si tal proletariado universal, como tal, no es partícipe de las ramas estructurativas, operativas y determinativas y de las capas conjuntivas, basales y corticales de la política real de la dialéctica de Estados, entonces es imposible la revolución porque no hay cuerpos humanos, ni instituciones ni consenso ideológico que la sustente, es decir, que sustente al proletariado universal; porque no hay partido político que tenga la soberbia pretensión de autoproclamarse como «representante» de un supuesto proletariado universal. La emancipación de los obreros ha de ser hecha por los obreros mismos, dijo Marx (cosa que, como hemos visto, enmendó Lenin). Pero si los obreros no forman una unidad política efectiva y políticamente implantada eso hace que el marxismo ya sea una fase superada en la política del presente en marcha, y eso lo hace evidente el propio hundimiento del Imperio Soviético. Apostar en 2017, a cien años de la Revolución de Octubre y veinticinco de la caída de la Unión Soviética, por una revolución proletaria es escándalo y necedad, impostura o ignorancia. Luego el siglo XXI será revolucionario o no lo será, pero, y sin que dispongamos de la ciencia media, no será marxista ni leninista y ni siquiera estalinista. Y si no, al tiempo.
Cortegana (España), a 7 de noviembre de 2017.
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http://recursostic.educacion.es/multidisciplinar/wikididactica/index.php/Proletariado_y_Movimientos_obreros#Organizacio
Proletariado y Movimientos obreros
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Recursos digitales
Proletariado y Movimiento Obrero
La página[1] de la Revolución Industrial del Proyecto Ed@ad del Ministerio de Educación, seleccionamos el apartado el proletariado y movimiento obrero. Este recurso define el concepto de proletario y sus condiciones de vida. El movimiento obrero y la idelogía que lo inspiró: el marxismo. Creación de partidos políticos y sindicatos que reivindican sus intereses de clase. Este recurso puede utilizarse como base de información para los alumnos de este nivel educativo.
Metodología
Después de un breve información en la que se incluyen textos para ampliar conocimientos y un pequeño audiovisual, el alumno puede acceder a una autoevaluación para repasar los contenidos estudiados.
Ideologías del Movimiento obrero
La página [2] de Claseshistoria tiene una explicación bastante amplia sobre el Socialismo Utópico¸con las características comunes de sus pensadores y sus máximos representantes. El Socialismo Científico sus ideas, pensadores y una detallada descripción del materialismo histórico (acumulación de capital, plusvalís,lucha de clases...). El Anarquismo, características y sus impulsores. La doctrina social de la Iglesia.
Metodología
La página después de la exposición de contenidos propone actividades, un test de conceptos generales sobre las ideologías del Movimientos obrero [3], emparejamientos de conceptos generales[4] que servirán al alumnado para comprobar la asimilación de contenidos.
El Movimiento Obrero
La página [5] de Clases de Historia, nos da información sobre la consagración del proletariado y la burguesía capitalista, creando unas desigualdades sociales que generan el movimiento obrero y sus manifestaciones: ludismo, cartismo, sufragismo y feminismo.
Metodología
Además de poder acceder desde la información al glosario y a textos de la época, hay una serie de actividades: emparejamientos de conceptos generales [6],texto para rellenar huecos [7]para comprobar los contenidos asimilados.
Organizaciones obreras
La página [8]de clases de Historia nos proporciona información sobre los sindicatos, partidos políticos y las Internacionales obreras. Desde el texto se puede acceder al glosario y a textos para ampliar conocimientos.
Metodología
Esta pàgina presenta una panoràmica bastante completa de las organizaciones obreras. Se puede realizar un crucigrama [9] sobre el obrerismo en general, proporcionando al alumnado una herramienta para que comprueben sus conocimientos de una forma activa y atractiva.
YOU TUBE: La vivienda burguesa [10] El movimientos obrero: [11]
Experiencias de aula
Prácticas innovadoras
VIII - La comprensión de la derrota de la Revolución Rusa (1) - 1918: la Revolución critica sus errores
Enviado por Revista Interna... el
La clase obrera vive aún bajo el peso de las consecuencias de la derrota de la revolución rusa. Primeramente porque tal derrota fue en realidad una derrota de la revolución mundial, de la primera tentativa de destrucción del capitalismo por parte del proletariado internacional, cuyo fracaso significó que la humanidad haya vivido el siglo más trágico de toda su historia. Pero también por la forma en que se produjo esa derrota, ya que la contrarrevolución que la sepultó se arropó con las vestiduras de Lenin y del bolchevismo. Eso es lo que ha permitido a la burguesía mundial propagar la descomunal mentira de que el estalinismo era lo mismo que el comunismo. Y esta patraña que, durante décadas, ya supuso un poderoso factor de profunda confusión y de desmoralización de los trabajadores, alcanzó su cima más aberrante en el momento del hundimiento final de los regímenes estalinistas a finales de los años 80.
Para las actuales organizaciones comunistas, combatir esa mentira sigue siendo una tarea primordial, y como reza uno de nuestros más firmes principios: «Los regímenes estatalizados que, con el nombre de “socialistas” o “comunistas”, surgieron en la URSS, o en los países del Este, en China, en Cuba, etc., no han sido sino otras formas, particularmente brutales, de la tendencia universal al capitalismo de Estado propia del período de decadencia» (posiciones políticas de la CCI que aparecen impresas en todas nuestras publicaciones). Pero llegar a conseguir esta claridad no fue tarea fácil, sino que fueron necesarias cerca de dos décadas de reflexión, de análisis y de debates en el medio revolucionario, antes de poder afirmar que se había resuelto, por fin, el llamado «enigma ruso». Antes de llegar ahí, cuando aún estaba viva la revolución en Rusia aunque mostrara claros signos de descarrilamiento, los revolucionarios afrontaron ya la tarea de, a la vez que la defendían de sus enemigos, criticar sus errores, alertar sobre los peligros que sobre ella se cernían – lo que, en cierta forma, resultaba incluso más difícil.
En los próximos artículos de esta serie analizaremos algunos de los momentos clave de esta larga y ardua lucha por la clarificación. Aunque exceda de nuestras pretensiones escribir una historia completa y sistemática de ese combate, es de todo punto imposible omitirla, en una serie cuyo objetivo declarado es mostrar cómo el movimiento obrero ha ido desarrollando progresivamente su comprensión sobre los objetivos y los métodos de la revolución comunista. Resulta evidente que comprender por qué y cómo cayó derrotada la Revolución rusa, es una guía indispensable que seguir en el camino de la revolución del futuro.
Rosa Luxemburg y la Revolución rusa
El marxismo es ante todo un método crítico ya que es el producto de una clase que puede únicamente emanciparse, a través de una crítica implacable de las condiciones existentes. Una organización revolucionaria que elude criticar sus errores, aprendiendo de sus fallos, se expone inevitablemente a la influencia de las tendencias conservadoras y reaccionarias de la ideología dominante. Y más aún en momentos revolucionarios, en los que, por la propia naturaleza de estos, debe adentrarse en terrenos prácticamente ignotos sin más brújula para orientarse que sus principios generales. Esto justifica que el partido revolucionario sea aún más indispensable tras el triunfo de la insurrección ya que entonces la revolución debe aferrarse, con más fuerza si cabe, a esas orientaciones basadas en la experiencia histórica de la clase obrera y en el método científico del marxismo. Pero si el partido renuncia a esa actitud crítica perderá entonces la capacidad tanto de poner en juego esas lecciones históricas, como de sacar nuevas enseñanzas de las convulsiones que acompañan el proceso revolucionario. Como veremos, una de las consecuencias de la identificación del Partido bolchevique con el Estado soviético fue, precisamente, una progresiva pérdida de su capacidad para examinarse críticamente a sí mismo y al curso general de la revolución. A pesar de ello, y dado que seguía siendo un partido proletario, continuó generando minorías que siguieron llevando adelante esta tarea. El heroico combate de estas minorías bolcheviques será objeto de una atención particular en próximos artículos, mientras que en éste empezaremos analizando la contribución de una militante revolucionaria que no pertenecía al Partido bolchevique, Rosa Luxemburgo, y que, escribió en 1918, y en las más condiciones más adversas, su ensayo La Revolución rusa. Un documento que proporciona el método más adecuado para analizar los errores de la revolución: una crítica implacable que parte, sin embargo, de una inquebrantable solidaridad con la revolución rusa frente a los ataques de la clase dominante.
La Revolución rusa fue escrito en prisión y justo antes del estallido de la revolución en Alemania. En ese momento, cuando aún rugía la guerra imperialista, resultaba prácticamente imposible conseguir informaciones verídicas de lo que estaba sucediendo en Rusia, ya que a los obstáculos materiales para las comunicaciones (agravados en el caso de Luxemburgo por su encarcelamiento), había que añadir la acción deliberada de la burguesía que, desde el inicio mismo de la revolución, hizo todo cuanto estuvo en su mano por ocultar la realidad de la revolución rusa tras una cortina de humo de falsificaciones y fabulaciones sanguinarias. Ese clima de intoxicaciones dio lugar a que este trabajo no fuese publicado en vida de Rosa Luxemburgo. En efecto, Paul Levi fue enviado por la Liga Spartacus para visitar a Luxemburgo en la cárcel y persuadirla de que, habida cuenta de la virulenta campaña desatada por la burguesía contra la Revolución rusa, la publicación de artículos que criticaran a los bolcheviques azuzaría el fuego de esa campaña. Luxemburgo estuvo de acuerdo con él, y le envió el ensayo con una nota que decía: «Escribo esto únicamente para ti, y si puedo convencerte a ti, entonces el esfuerzo no habrá sido en vano». El texto no se publicó por tanto hasta 1922, y hay que decir que las razones que impulsaron a Levi a hacerlo en ese momento distan mucho de una motivación auténticamente revolucionaria y sí tenían que ver con la progresiva ruptura de Levi con el comunismo (ver artículo «la Acción de marzo en Alemania», Revista internacional nº 93).
Sin embargo el método de crítica de La Revolución rusa es completamente justo. Desde la primera página, Rosa Luxemburgo defiende incondicionalmente la revolución de Octubre, contra las teorías de Kautsky y los mencheviques que decían que puesto que Rusia era un país atrasado, la revolución no debía sobrepasar la fase «democrática burguesa». Luxemburgo mostraba, por el contrario, que sólo los bolcheviques habían sido capaces de desvelar la verdadera alternativa: o contrarrevolución burguesa o dictadura del proletariado. Al mismo tiempo refutó la argumentación de la socialdemocracia que anteponía ganar formalmente la mayoría a emprender una política revolucionaria. Contra esta lógica propia del parlamentarismo moribundo, Rosa Luxemburgo aplaudía la audacia revolucionaria de la vanguardia bolchevique: «Como discípulos de carne y hueso del cretinismo parlamentario, estos socialdemócratas alemanes han tratado de aplicar a las revoluciones la sabiduría doméstica de la “nursery” parlamentaria: para hacer cualquier cosa, primero hay que contar con la mayoría. Lo mismo se aplica a la revolución: primero seamos “mayoría”. La verdadera dialéctica de las revoluciones, sin embargo, da la espalda a esta sabiduría de topos parlamentarios. El camino no va de la mayoría a la táctica revolucionaria, sino de la táctica revolucionaria a la mayoría. Sólo un partido que sabe dirigir, es decir, que sabe adentrarse en los acontecimientos, consi-gue apoyo en momentos de convulsión social. La resolución con que, en el momento decisivo, Lenin y sus camaradas ofrecieron la única solución que permitía avanzar (“todo el poder al proletariado y a los campesinos”), los convirtió, de la noche a la mañana, en dueños absolutos de la situación, cuando poco antes eran una minoría perseguida, calumniada, puesta fuera de la ley, y cuyo dirigente tenía que vivir, como un segundo Marat, escondido en los sótanos» (Rosa Luxemburgo, La Revolución rusa).
Al igual que los bolcheviques, Luxemburgo era plenamente consciente de que la audaz política insurreccional en Rusia sólo tenía sentido como primer paso de la revolución proletaria mundial. Este es el auténtico significado de las célebres palabras de conclusión de su texto: «suyo (se refiere a los bolcheviques) es el inmortal mérito histórico de haber encabezado al proletariado internacional en la conquista del poder político, y en la ubicación práctica del problema de la realización del socialismo, de haber dado un gran paso adelante en la pugna mundial entre el capital y el trabajo. En Rusia solamente podía plantearse el problema, No podía resolverse. Y, en ese sentido, el futuro en todas partes pertenece al “bolchevismo”» (ídem).
La solución residía, pensaba Rosa, en algo muy concreto. Luxemburgo exigía que, sobre todo, el proletariado alemán asumiera sus responsabilidades y acudiera en ayuda del bastión proletario en Rusia, lanzándose él mismo a la revolución. Una explosión que estaba ya en ciernes, aunque su valoración en el citado documento sobre la relativa inmadurez política de la clase obrera en Alemania, constituyera una premonición sobre el trágico destino de esa tentativa.
Luxemburgo podía plantear una necesaria crítica a lo que ella veía como principales errores de los bolcheviques, ya que no se situaba desde la atalaya de un «observador» indiferente, sino como una camarada revolucionaria que reconocía que esos errores eran, ante todo, el producto de las inmensas dificultades derivadas del aislamiento impuesto al poder soviético en Rusia. Precisamente por esas dificultades la actitud que deben tener quienes de verdad desean el triunfo de la revolución, no es la «apología acrítica», ni un «estado de euforia revolucionaria», sino una «crítica penetrante y reflexiva»: «Nos vemos enfrentados a la primera experiencia de dictadura proletaria de la historia mundial (que además tiene lugar bajo las condiciones más difíciles que se puedan concebir, en medio de la conflagración y el caos mundial y la masacre imperialista, atrapada en las redes del poder militar más reaccionario de Europa, acompañada por la más completa deserción de la clase obrera internacional). Sería una locura pensar que todo lo que se hizo o se dejó de hacer en un experimento de dictadura del proletariado llevado a cabo en condiciones tan anormales, representa el pináculo mismo de la perfección» (ídem).
La crítica de Luxemburgo a los bolcheviques se centró en tres temas fundamentales:
- La cuestión agraria
- La cuestión nacional
- Democracia y dictadura.
1. Los bolcheviques se ganaron el apoyo de los campesinos en la revolución de Octubre, invitándoles a repartirse las tierras de los grandes terratenientes. Luxemburgo reconoce que éste fue «un excelente movimiento táctico». Pero más allá de eso : « Desgraciadamente, sin embargo, esta cuestión tiene dos caras; y el reverso consiste en que la apropiación directa de la tierra por los campesinos no tiene nada en común con la economía socialista. (…) No sólo no es una medida socialista, es que además no permite encarar esas medidas; acumula obstáculos insuperables para la transformación socialista de las relaciones agrarias» (ídem). Luxemburgo señala que una política económica socialista sólo puede partir de una colectivización de las grandes propiedades agrarias, pero se da perfecta cuenta de las dificultades que están atravesando los bolcheviques, y por ello no les critica que no hayan sido capaces de hacerlo. Les dice, eso sí, que animar a los campesinos a dividir la tierra en una innumerable cantidad de pequeños lotes, lleva a una agravación posterior del problema, pues se creará un nuevo estrato de pequeños propietarios agrarios, que a la larga se mostraran, lógicamente, hostiles a cualquier intento de socializar la economía, como la propia experiencia confirmaría poco más tarde. En efecto, aunque estuvieron dispuestos a apoyar a los bolcheviques contra el régimen zarista, los campesinos «independientes» se convirtieron progresivamente en un contrapeso cada vez más conservador al poder proletario. Luxemburgo también alertó, muy certeramente, que la división de la tierra acabaría favoreciendo a los campesinos ricos a expensas de los pobres. La verdad es que la colectivización de la tierra no garantiza, por sí misma, la marcha hacia el socialismo, de la misma manera que tampoco lo asegura la colectivización de la industria. La solución sólo puede venir del triunfo de la revolución a escala mundial, y sólo esto podía resolver el problema de la parcelación de la tierra en Rusia.
2. El punto que más enérgicamente criticó Rosa Luxemburgo a los bolcheviques fue la cuestión de la «autodeterminación de las nacionalidades». Luxemburgo reconoce que si los bolcheviques enarbolan la consigna del «derecho de los pueblos a la autodeterminación», parten de preocupaciones legítimas: oponerse a todas las formas de opresión nacional, y ganarse, para la causa revolucionaria, a las masas de esos territorios del imperio zarista que habían estado bajo el yugo del chauvinismo gran ruso. Luxemburgo muestra, sin embargo, a qué condujo, en la práctica, ese «derecho », lo que significó en la práctica, y que se tradujo en que todas las «nuevas» unidades nacionales que optaron por separarse de la república soviética rusa, se convirtieron, sistemáticamente, en otras tantas aliadas del imperialismo contra el poder proletario: «Está claro que Lenin y sus camaradas esperaban que, al transformarse en campeones de la libertad nacional hasta el punto de abogar por la “separación”, harían de Finlandia, Ucrania, Polonia, Lituania, los países bálticos, el Cáucaso, etcétera, fieles aliados de la Revolución rusa. Pero sucedió exactamente lo contrario. Una tras otra, estas “naciones” utilizaron la libertad recientemente adquirida para aliarse con el imperialismo alemán como enemigos mortales de la Revolución rusa y, bajo la protección de Alemania, llevar dentro de la misma Rusia el estandarte de la contrarrevolución» (ídem). Pero Rosa profundiza aún más y explica por qué no podía ser de otra forma, ya que en una sociedad de clases capitalista, no existe algo como la «nación» que pueda existir al margen de los intereses de la burguesía, y que en vez de estar sujeta a la dominación de otro imperialismo, pueda hacer causa común con la clase obrera revolucionaria: «Seguramente, en todos estos casos no fue realmente el «pueblo» el que impulsó esta política reaccionaria, sino las clases burguesas y pequeño burguesas. Estas, en oposición a sus propias masas proletarias, pervirtieron el “derecho nacional a la autodeterminación”, transformándolo en un instrumento de su política contrarrevolucionaria. Pero (y llegamos al nudo de la cuestión), aquí reside el carácter utópico y pequeñoburgués de esta consigna nacionalista: que en medio de las crudas realidades de la sociedad de clases, cuando los antagonismos se agudizan al máximo, se convierte simplemente en un instrumento de dominación de la burguesía. Los bolcheviques aprendieron, con gran perjuicio para ellos mismos y para la revolución, que bajo la dominación capitalista no existe la autodeterminación de los pueblos, que en una sociedad de clases cada clase de la nación lucha por “determinarse” de una manera distinta, y que para las clases burguesas la concepción de la liberación nacional está totalmente subordinada a la del dominio de su clase. La burguesía finesa, al igual que la de Ucrania, prefirió la dominación violenta de Alemania a la libertad nacional si ésta la ligaba al bolchevismo» (ídem).
Es más, la confusión de los bolcheviques sobre esta cuestión (aunque debe recordarse que existía una minoría dentro del Partido bolchevique – en particular Piatakov – que compartía enteramente la posición de Luxemburgo sobre este punto), tuvo igualmente un efecto negativo a nivel internacional, ya que la «autodeterminación nacional», constituía también la consigna predilecta de Woodrow Wilson (el entonces presidente de los USA) y de todos los grandes tiburones imperialistas, que la utilizaron para desalojar a sus rivales imperialistas de las regiones que ellos mismos codiciaban. Y toda la historia del siglo XX demuestra cómo ese supuesto «derecho de las naciones a disponer de sí mismas» se ha convertido, pura y simplemente, en la coartada de los apetitos imperialistas tanto de las grandes potencias como de los aspirantes a serlo.
Luxemburgo no elude el problema de las sensibilidades nacionales. Insiste, al contrario, en que no se trata de que un régimen proletario «integre» países a través, únicamente, de la fuerza de las armas, pero defiende, muy justamente también, que toda concesión a las ilusiones nacionalistas de las masas de esos países, sólo puede conducir a encadenarlas aún más a sus explotadores. Cuando el proletariado conquista el poder en cualquier región sólo puede ganarse a las masas a través de «la más compacta unión de las fuerzas revolucionarias», mediante una «auténtica política de clase internacional», encaminada a hacer romper a los trabajadores con la burguesía de su propio país.
3. En la posición que defendió Rosa Luxemburgo a propósito del tema «Democracia o dictadura», aparecen elementos profundamente contradictorios. Rosa es, en parte, víctima de una confusión real entre la democracia en general y la democracia obrera (es decir, las formas democráticas utilizadas en interés de la dictadura del proletariado). Esta confusión se pone en manifiesto en su firme defensa de la Asamblea constituyente disuelta por el poder soviético en 1918. Esa disolución fue una decisión completamente coherente ya que la realidad precisamente del poder soviético había dejado completamente obsoletas las viejas formas democráticas burguesas. Y, sin embargo, R. Luxemburgo creía ver, de alguna manera, que esta disolución amenazaba la vitalidad de la revolución. Por parecidas razones se mostraba reacia a admitir que, para excluir a las clases dominantes de la vida política, el «sufragio» en un régimen soviético debe basarse sobre todo en las votaciones en los centros colectivos de trabajo más que en el voto individual de los ciudadanos en sus domicilios. Es verdad que lo que le preocupaba era asegurar que los desempleados no quedaran excluidos por este criterio, pero esa no fue nunca la intención del régimen soviético. Estos prejuicios democráticos interclasistas estaban en completa contradicción con su argumentación contra la «autodeterminación de las nacionalidades» que no puede expresar más que la «autodeterminación de la burguesía». El mismo razonamiento debe aplicarse al análisis de las instituciones parlamentarias que tampoco pueden expresar, sea cual sea su apariencia, los intereses del «pueblo» sino los de la clase capitalista dominante. Hay que decir que la postura expresada por Luxemburgo en su documento es la contraria a la que, poco después, se estableció en el programa de la Liga Spartacus, en el que se exigía la disolución de todas las instituciones de tipo parlamentario, tanto nacionales como municipales, y su sustitución por consejos de delegados de obreros y soldados. Esto nos lleva a pensar que las debilidades de Luxemburgo respecto a la Asamblea constituyente – que pronto se convertiría en el estandarte precisamente de la contrarrevolución en Alemania – fueron rápidamente superadas al calor del proceso revolucionario.
Pero esos errores no deben llevarnos a menospreciar el resto de críticas de Rosa Luxemburgo a la postura de los bolcheviques sobre la cuestión de la democracia obrera. Rosa se daba perfecta cuenta de que en las condiciones de dificultad extrema que sufría un poder soviético asediado por todos lados, existía el peligro real de que la vida política de la clase obrera quedara subordinada a las necesidades de cerrar el paso a la contrarrevolución. Frente a ese peligro, Rosa tenía poderosas razones para estar muy sensibilizada ante cualquier signo que pusiera de manifiesto una violación de las normas de la democracia proletaria. Su defensa de la necesidad de un debate lo más amplio posible en el medio proletario, su oposición a toda supresión forzosa de cualquier tendencia política proletaria, estaban más que justificadas ante el hecho de que el Partido bolchevique había asumido el poder y tendía a monopolizarlo, lo que resultaba perjudicial tanto para ellos mismos como para la vitalidad del proletariado en general, especialmente tras la introducción del Terror rojo. Luxemburgo no se opone en absoluto a la noción de la dictadura del proletariado, pero como ella misma insiste: «Esta dictadura consiste en la manera de aplicar la democracia, no en su eliminación, en el ataque enérgico y resuelto a los derechos bien atrincherados y las relaciones económicas de la sociedad burguesa, sin lo cual no puede llevarse a cabo una transformación socialista. Pero esta dictadura debe ser el trabajo de la clase y no de una pequeña minoría dirigente que actúa en nombre de la clase; es decir, debe avanzar paso a paso partiendo de la participación activa de las masas; debe estar bajo su influencia directa, sujeta al control de la actividad pública; debe surgir del creciente aprendizaje político de la masa popular» (ídem).
Luxemburgo fue particularmente intuitiva al advertir sobre el riesgo de que la vida política de los soviets fuera menguando paulatinamente y que el poder fuera concentrándose, cada vez más, en manos del partido. En el curso de los tres años posteriores, presionados por la situación de guerra civil, éste se convirtió en uno de los principales dramas de la revolución. Pero más allá de lo acertado o erróneo de sus críticas a tal o cual punto, lo que debe inspirarnos del trabajo de Rosa Luxemburgo es su manera de plantear los problemas, una actitud ejemplar para cualquier análisis que se quiera hacer tanto de la Revolución rusa como de su ocaso. Ese método parte de una defensa intransigente de su carácter proletario, y luego se critican sus debilidades y sus eventuales fracasos como un problema del proletariado y para que el proletariado saque lecciones. Desgraciadamente y con frecuencia el nombre de Luxemburgo ha sido usado, en cambio, para tratar de desprestigiar la verdadera memoria de Octubre, no sólo por parte de aquellas corrientes consejistas que se reclaman herederos de la Izquierda alemana pero que han perdido de vista las verdaderas tradiciones de la clase obrera, sino, y sobre todo, por parte de fuerzas burguesas que con el reclamo del «socialismo» de rostro «democrático», tratan de utilizar a Luxemburgo como un martillo con el que golpear a Lenin y el bolchevismo. En propagar esta innoble infamia se han especializado los continuadores políticos de aquellos que, en 1919, asesinaron a Rosa Luxemburgo para salvar a la burguesía. Nos referimos a los socialdemócratas, y en especial, a sus facciones más «izquierdistas». Nuestra intención, en cambio, al analizar los errores de los bolcheviques y la degeneración de la Revolución rusa es, ante todo, mantener nuestra fidelidad al método de Rosa Luxemburgo.
Los primeros debates sobre el capitalismo de Estado
Casi al mismo tiempo que Luxemburgo escribía su crítica empezaron a aparecer también los primeros desacuerdos en el seno del Partido bolchevique, a propósito de qué orientación darle a la revolución. Este debate que surgió en primera instancia en torno a la firma del tratado de Brest-Litovsk – y que después se extendió a las formas y los métodos del poder proletario –, se desarrolló de manera abierta y franca en el partido. Es cierto que dio lugar a polémicas muy fuertes entre sus protagonistas, pero en ningún momento se silenciaron las posiciones minoritarias. De hecho, durante algún tiempo, pareció que la posición «minoritaria» sobre la firma del tratado, podría convertirse en la mayoritaria. En aquel momento, los militantes que se agrupaban para defender diferentes posiciones, lo hacían como tendencias y no como fracciones claramente organizadas para resistir. Es decir que se asociaban temporalmente para expresar diferentes orientaciones en la vida de un partido que, a pesar de la creciente identificación de sus estructuras con las del Estado, seguía siendo todavía un organismo muy vivo de vanguardia de la clase.
Sin embargo hay quien ha argumentado que la firma del tratado de Brest-Litovsk constituyó el principio del fin, si no el propio final, de los bolcheviques como partido proletario, ya que marcaría su abandono efectivo de la causa de la revolución mundial (ver el libro de Guy Sabatier Brest-Litovsk, coup d’arrêt a la révolution, Ediciones Spartacus, París). Algo parecido pensó la tendencia, relativamente numerosa, que más protestó en el partido contra ese tratado – los Comunistas de Izquierda agrupados en torno a Bujarin, Piatakov, Osinski y otros – que cuando los representantes del poder soviético firmaron ese acuerdo de paz claramente «desventajoso» con el rapiñador imperialismo alemán, en lugar de emprender una «guerra revolucionaria» contra él, sintieron que se estaba quebrantando un principio fundamental de la revolución. Este punto de vista no era muy diferente al de Rosa Luxemburgo, aunque la principal preocupación de ésta era que la firma del tratado podía retrasar el estallido de la revolución en Alemania, y en occidente.
En cualquier caso, simplemente comparando el tratado de Brest-Litovsk en 1918, con el que se firmó en Rapallo, cuatro años después, se aprecia la diferencia esencial que existe entre tener que guardarse los principios ante una superioridad aplastante del enemigo, y mercadear con los principios para allanar el camino de la integración de la Rusia soviética en el concierto mundial de naciones capitalistas. En el primer caso el tratado fue abiertamente debatido tanto en el partido como en los soviets, y en absoluto se ocultaron las draconianas condiciones impuestas por Alemania. El marco en el que se discutía la conveniencia o no de firmar el tratado era más el de las necesidades de la revolución mundial que el de la defensa de los intereses «nacionales» de Rusia. Rapallo, por el contrario, fue firmado en secreto, y entre sus cláusulas figuró incluso el suministro de armas al ejército alemán por parte del Estado soviético. Armas que fueron precisamente usadas por aquel para defender el orden capitalista contra los trabajadores alemanes en 1923.
El debate esencial en torno a Brest-Litovsk era de carácter estratégico: ¿Tenía el poder soviético – que se había hecho con el poder en un territorio ya exhausto por cuatro años de carnicería imperialista –, los medios económicos y militares para lanzarse inmediatamente a una «guerra revolucionaria» contra Alemania, aunque fuera una «guerra de guerrillas» como preconizaban Bujarin y otros Comunistas de Izquierda? Y, por otra parte ¿retrasaría seriamente la firma de ese tratado el estallido de la revolución en Alemania, bien fuera por la imagen de «capitulación» que se ofrecía al proletariado mundial, o bien porque proporcionaba un respiro en el frente oriental al imperialismo alemán? Frente a estas dos cuestiones, nos parece, tal y como planteó Bilan en los años 30, que Lenin tuvo razón cuando argumentó que la primera necesidad del poder soviético era la de obtener un respiro para reagrupar fuerzas, no para desarrollar el poder en la «nación» rusa, sino, sobre todo, para poder colaborar mejor a la revolución mundial (como así hizo, por ejemplo, al contribuir a la formación de la Tercera Internacional en 1919). Es evidente que esa contribución hubiera sido completamente imposible en unas condiciones de derrota, por muy heroica que ésta fuera. En cuanto a lo segundo, lo bien cierto es que esa retirada, lejos de retrasar el estallido de la revolución en Alemania, en realidad la aceleró, ya que cuando el imperialismo alemán pudo desentenderse de la guerra en el frente oriental, se lanzó a una ofensiva en el Oeste, que originó los motines en la armada que desencadenaron la revolución en Alemania en noviembre de 1918.
Si hay una lección que sacar de la firma del tratado es la que extrajo Bilan: «Las posiciones de la fracción dirigida por Bujarin, que defiende que la función del Estado proletario es la de liberar a los trabajadores de otros países mediante la “guerra revolucionaria”, están en contradicción con la verdadera naturaleza de la revolución proletaria y con el papel histórico del proletariado». A diferencia de las revoluciones burguesas que por supuesto podían ser exportadas a través de acciones militares, la revolución proletaria depende enteramente de la lucha consciente de los trabajadores de cada país contra su propia burguesía. «La victoria de un Estado proletario contra un Estado capitalista (en el sentido territorial de ese término), no significa de ninguna manera, una victoria de la revolución mundial» («Parti-Etat-Internationale: L’Etat prolétarien», Bilan nº 18, abril-mayo 1935, traducido del francés por nosotros). Esta posición ya se vio confirmada en 1920 con el desastre que supuso el intento de exportar la revolución a Polonia, mediante las bayonetas del Ejército rojo.
La posición de los Comunistas de Izquierda a propósito de Brest-Litovsk, especialmente la defendida por Bujarin: «la muerte antes que el deshonor», aunque sea la cuestión por la que más se les recuerda, no fue sin embargo su principal insistencia. Tras la conclusión de una «paz» con Alemania, y la supresión de la primera oleada de resistencia y sabotajes burgueses que estallaron inmediatamente después de la insurrección de Octubre, fue cambiando también el objeto de los debates. Se había obtenido ese respiro, y la preocupación esencial pasaba a ser entonces cómo podía consolidarse el poder soviético hasta que la revolución mundial le condujera a una nueva fase.
En abril de 1918, Lenin dirigió un discurso al Comité central de los bolcheviques, que fue posteriormente publicado con el título Las tareas inmediatas del poder soviético. En este texto Lenin argumentaba que la tarea primordial a la que se enfrentaba la revolución, partiendo – como hacían él y muchos otros – de que los peores momentos de la guerra civil ya habrían pasado, era «administrar», reconstruir una economía exhausta, imponer la disciplina del trabajo e incrementar la productividad, asegurar una estricta contabilidad y control en el proceso de producción, eliminar la corrupción y el despilfarro, y, quizás por encima de todo ello, luchar contra una mentalidad pequeño burguesa muy extendida, que él veía como el tributo pagado al gran peso del campesinado y de las supervivencias medievales.
Las partes más polémicas de ese texto son aquellas en las que Lenin se refiere a los métodos a emplear para conseguir tales fines, ya que no dudó en propugnar lo que él mismo había definido como métodos burgueses, incluyendo: la utilización de técnicos especialistas burgueses (lo que él mismo había descrito como un «paso atrás» respecto a los principios de la Comuna, ya que para «ganárselos» para el poder soviético debía sobornarlos con salarios muy superiores a los que cobraban como media los trabajadores), el trabajo por piezas, la adopción del «taylorismo», que Lenin había denunciado como «una combinación de la refinada brutalidad de la explotación burguesa y de algunos de los grandes avances científicos en el análisis de la mecanización del trabajo, la eliminación de procedimientos de trabajo superfluos o inconvenientes, la elaboración de métodos correctos de trabajo, la introducción del sistema más perfecto de contabilidad y control, etc.» (Lenin, Obras completas). Lo que suscitó más polémica fue su reacción contra un cierto grado de «anarquía» en los centros de trabajo, especialmente allí donde era más fuerte el movimiento de comités de fábrica que disputaban el control de las factorías a los antiguos, pero también a los nuevos gestores de estas. Lenin propuso contra ello la «Gerencia unipersonal» insistiendo en que: «la subordinación incontestable a una sola persona será absolutamente necesaria para el éxito de un proceso organizado bajo el modelo de una industria altamente mecanizada» (ídem). Este último pasaje es citado muy frecuentemente por consejistas y anarquistas que se afanan en demostrar que Lenin fue el precursor de Stalin. Pero esta cita debe ser leída en su contexto: la reivindicación que hace Lenin de la «dictadura individual» en la gestión no excluía, en absoluto, un extenso desarrollo de las discusiones democráticas y de la toma de decisiones colectivas, sobre el conjunto de las políticas a aplicar, en las reuniones de masas, y señalaba que cuanto más fuerte fuera la conciencia de clase de los trabajadores, más esa subordinación al «gestor» únicamente en el proceso de producción será «algo así como el apacible liderazgo de un director de orquesta» (ídem).
Sin embargo la orientación general de ese discurso alarmó a los Comunistas de Izquierda ya que además se vio acompañado de un aumento de la presión para predisponer a los trabajadores contra los comités de fábrica, a los que quería incorporar al aparato sindical, mucho más dócil.
El grupo de los Comunistas de Izquierda que tenía mucha influencia en las regiones de Moscú y Petrogrado, editaba su propio periódico (Comunista), en el que publicó dos polémicas especialmente importantes contra las posiciones defendidas por Lenin en su discurso: las «Tesis sobre la situación actual» del grupo (publicadas como folleto en 1977 en Critique, Glasgow) y el artículo de Osinski: «Sobre la construcción del socialismo».
El primero de estos documentos muestra que lo que animaba este grupo no era en absoluto una mentalidad de «infantilismo pequeño burgués» como Lenin les reprochará, sino que su actitud es profundamente seria y parte de una tentativa de establecer un análisis de la correlación de fuerzas entre las clases tras las secuelas del tratado de Brest-Litovsk. Es verdad que en esto se pone de manifiesto el lado débil de este grupo, es decir los supuestos de los que había partido durante el debate sobre el tratado.
El punto fuerte del documento es su crítica al uso de los métodos burgueses por parte del nuevo poder soviético. Debe subrayarse aquí que el texto no cae en la rigidez doctrinaria: acepta que los especialistas burgueses sean utilizados por la dictadura del proletariado y no descarta la posibilidad de establecer relaciones comerciales con las potencias capitalistas, aunque advierte contra el peligro de «que el Estado ruso se meta en el juego de las potencias imperialistas», incluyendo alianzas políticas y militares. También alerta sobre que tales políticas en el plano internacional podrían venir acompañadas de concesiones tanto al capital nacional como internacional. Estos peligros se hicieron más agudos con el reflujo de la oleada revolucionaria después de 1921. Sin embargo, lo más relevante de la crítica de la Izquierda se centró en el peligro de abandonar los principios del Estado-Comuna en los soviets, en el ejército y en las fábricas: «La política de dirección de las empresas basada en el principio de una amplia participación de los capitalistas y una centralización semiburocrática se enlaza naturalmente con la política de imponer a los trabajadores una disciplina disfrazada de autodisciplina, la introducción de la responsabilidad de los trabajadores – un proyecto de esta naturaleza ha sido propuesto por la derecha bolchevique (trabajo por piezas, prolongación de la jornada de trabajo etc.). La forma de control estatal de las empresas va en el sentido de la centralización burocrática, del imperio de varios comisariados, la eliminación de la independencia de los soviets locales y el rechazo en la práctica del tipo de Estado-Comuna gobernado desde abajo (...).
En el campo de la política militar es donde aparece y puede notarse ya una desviación hacia el restablecimiento a escala nacional (incluyendo la burguesía) del servicio militar. Con la implantación de cuadros militares para el adiestramiento y de oficiales para ejercer el liderato, la tarea de crear un cuerpo de oficiales proletarios a través de una adecuada y planificada organización de escuelas y cursos, se ha dejado de lado. Siguiendo por esta vía el viejo cuerpo de oficiales y las estructuras de mando del zarismo han sido reconstituidas».
Aquí, la Izquierda comunista veía tendencias preocupantes que estaban empezando a aparecer en el nuevo régimen soviético y que se aceleraron rápidamente en el periodo posterior al Comunismo de guerra. Estaba especialmente preocupada porque el partido se identificaba con esas tendencias lo que podría forzarlo a enfrentarse a los trabajadores como un poder hostil: «La introducción de la disciplina del trabajo junto con la restauración del liderazgo capitalista en la producción no va a incrementar substancialmente la productividad del trabajo y reducirá, sin embargo, la autonomía de los trabajadores, la actividad y el grado de organización del proletariado. Amenaza con llevar a la esclavización de la clase trabajadora y con espolear la insatisfacción tanto en las capas atrasadas como en la vanguardia del proletariado. Al poner en marcha este sistema con el odio agudo hacia los capitalistas y saboteadores que prevalece en la clase obrera, el partido podría dirigirse a buscar apoyo en la pequeña burguesía contra los trabajadores y con ello dejar de ser un partido del proletariado» (ídem).
La consecuencia final de esa evolución es para la Izquierda la degeneración del poder proletario en un sistema de capitalismo de Estado: «en lugar de la transición desde la nacionalización parcial a la socialización general de la gran industria, los acuerdos con los capitanes de la industria conducirán a la formación de grandes trusts que dominarían las ramas básicas de la industria y se convertirían en empresas estatales. Tal sistema de organización de la producción proporciona una base para la evolución en dirección del capitalismo de Estado y constituye una transición hacia él» (ídem).
Al final de las Tesis, la Izquierda comunista expone sus propias propuestas para mantener la revolución en la buena vía: la de continuar la ofensiva contra la política burguesa contrarrevolucionaria y contra la propiedad capitalista, control estricto sobre los industriales burgueses y los especialistas militares; apoyo a la lucha de los campesinos pobres en el campo y, lo más importante para los trabajadores: «... rechazar la introducción del trabajo por piezas y la prolongación de la jornada de trabajo, lo cual en las circunstancias de aumento del desempleo es un sin sentido. Por el contrario, preconizar la introducción por parte de los Consejos locales y los sindicatos de estándares de trabajo y reducción de la jornada de trabajo con un aumento en el número de turnos y poniendo en marcha la organización del trabajo productivo social.
Otorgar una mayor independencia a los Soviets locales no controlando sus actividades mediante comisarios enviados por el poder central. El poder soviético y el partido del proletariado deben apoyarse en la autonomía de clase de las más amplias masas y se deben desarrollar los mayores esfuerzos en esa dirección». Por fin, la Izquierda define su propio papel: «nuestra actitud ante el poder soviético es una posición de apoyo universal participando activamente en él... Esta participación sólo es posible sobre la base de un programa político definido que pueda impedir la desviación del poder soviético y de la mayoría del partido en la funesta vía de la política pequeño burguesa. En caso de tal desviación el ala izquierda del partido tomará la posición de una activa y responsable oposición proletaria».
Esta debilidad de la Izquierda le impide ver con entera claridad de dónde viene el mayor peligro de contrarrevolución. Para ella, el capitalismo de Estado es identificado como el principal peligro, lo que es verdad, pero aquel es visto como una expresión de lo que se considera como un peligro mucho mayor: que el partido acabe desviándose hacia una política pequeño burguesa, que confunda sus intereses con los de la pequeña burguesía en contra del proletariado. Esto era un reflejo parcial de la realidad: el «statu quo» del periodo posinsurreccional se caracterizaba por una situación donde el proletariado victorioso se enfrentaba no solo a la furia de la vieja clase dominante sino al peso mortal de las amplias masas campesinas que tenían sus propias razones para resistir a cualquier avance ulterior en el proceso revolucionario. Pero el peso de esos estratos sociales recaía sobre el proletariado a través del Estado, el cual en su interés de preservar el status social vigente tiende a convertirse en un poder autónomo movido por su propia dinámica. Como muchos de los revolucionarios de entonces, la Izquierda identificaba el capitalismo de Estado con un sistema de control estatal que dirigía la economía en interés tanto de la gran burguesía como de la pequeña burguesía. Pero todavía no podían imaginarse la emergencia de un capitalismo de Estado que, tras haber aplastado efectivamente a esas clases, siguiera funcionando con unas bases enteramente capitalistas.
Como hemos visto, la réplica de Lenin a la Izquierda, a través de «El infantilismo de izquierdas y la mentalidad pequeño burguesa» ataca al grupo en sus puntos débiles: su confusión acerca de las implicaciones de Brest-Litovsk, su tendencia a confundir nacionalización con socialización. Pero Lenin cae en un error muy grave cuando alaba el capitalismo de Estado presentándolo como paso necesario en la atrasada Rusia, incluso como un punto de partida del socialismo. Lenin había sostenido ese punto anteriormente en un discurso ante el Comité ejecutivo de los soviets celebrado a finales de abril. Aquí aborda la mejor intuición de la Izquierda comunista y se encamina completamente en la dirección errónea: «Cuando he leído estas referencias a tales enemigos en el periódico de los comunistas de izquierda, me he preguntado ¿cómo es posible que estas gentes hayan olvidado la realidad desviados por cuatro frases aprendidas en los libros? La realidad nos dice que el capitalismo de Estado puede ser un paso adelante. Sí pudiéramos en un corto espacio de tiempo implantar el capitalismo de Estado en Rusia habríamos alcanzado una gran victoria. ¿Cómo no son capaces de ver que el pequeño propietario, el pequeño capitalista, es nuestro enemigo? ¿Cómo pueden hacer del capitalismo de Estado el enemigo principal? No pueden olvidar que en la transición del capitalismo al socialismo, la pequeña burguesía es nuestro principal enemigo, por sus hábitos, sus costumbres y su posición económica. (...)
¿Qué es el capitalismo de Estado bajo el poder de los soviets? Lograr el capitalismo de Estado en la presente situación significa establecer una contabilidad y un control efectivos que las clases capitalistas no han llevado a cabo. Podemos ver el ejemplo del capitalismo de Estado en Alemania. Sabemos que en ello Alemania ha demostrado ser superior a nosotros. Pero si reflexionamos aunque sea un poco sobre lo que significaría el establecimiento del capitalismo de Estado en Rusia, en la Rusia soviética, cualquiera que no tenga su cabeza llena de pájaros por cuatro frases aprendidas en los libros tendrá que reconocer que el capitalismo de Estado sería nuestra salvación.
He dicho que el capitalismo de Estado sería nuestra salvación: si lo tuviéramos en Rusia, la transición al socialismo pleno sería fácil, la tendríamos al alcance de la mano, porque el capitalismo de Estado es algo centralizado, calculado, controlado y socializado, que es exactamente lo que nos falta; estamos amenazados por el elemento pequeño burgués retardatario, el cual, más que cualquier otra cosa, ha sido desarrollado por la historia de Rusia y su economía» (Obras completas).
En este discurso hay un rasgo de extraordinaria honestidad alertando contra esquemas utópicos que preconizan una construcción rápida del socialismo en Rusia, la cual apenas ha salido de la Edad media y no tiene la asistencia directa del proletariado mundial. Pero hay también un error serio que ha sido confirmado por toda la historia del siglo XX. El capitalismo de Estado no es un paso orgánico al socialismo. En realidad representa la última forma de defensa del capitalismo contra su colapso y la emergencia del comunismo. La revolución comunista es la negación dialéctica del capitalismo de Estado. Los argumentos de Lenin condenan los vestigios de la falsa idea según la cual el capitalismo evolucionaría pacíficamente hacia el socialismo. Ciertamente, Lenin rechaza la idea según la cual la transición al socialismo podría comenzar sin destrucción política del Estado capitalista, pero olvida que la nueva sociedad sólo puede emerger mediante una constante y consciente lucha del proletariado para abolir las leyes ciegas del capital y crear las nuevas relaciones sociales fundadas en la producción de valores de uso. La «centralización» de la estructura económica capitalista por el Estado, incluso aunque sea un Estado soviético, no acaba con las leyes del capital ni con la dominación del trabajo muerto sobre el trabajo vivo. Por esto, la Izquierda tiene razón, al decir, como subraya Osinski, que «si el proletariado mismo no es capaz de crear los supuestos necesarios para una organización socialista del trabajo, nadie lo hará en su lugar ni nadie podrá obligarle a hacerlo. El bastón, esgrimido sobre la cabeza de los trabajadores, se encontrará en manos de una fuerza social que o bien está bajo la influencia de otra clase social o bien está en manos de los Soviets. Pero, en ese caso, el poder soviético se verá obligado a buscar el apoyo de otra clase (por ejemplo, los campesinos) y con ello destruiría él mismo la dictadura del proletariado. El socialismo y la organización socialista del trabajo solo pueden ser establecidos por el proletariado mismo. De lo contrario, se estará estableciendo otra cosa diferente: el capitalismo de Estado» («Sobre la construcción del socialismo» en la recopilación Democracia de los trabajadores o dictadura de partido). Dicho de otra manera, el trabajo vivo solo puede afirmar su interés sobre el trabajo muerto mediante sus propios esfuerzos, a través de una lucha directa por tomar el control tanto sobre el Estado como sobre los medios de producción y distribución. Lenin se equivocó al ver en ello la prueba de la visión pequeño burguesa, anarquizante, de la Izquierda. Esta, a diferencia de los anarquistas, no se oponía a la centralización. Aunque estaba a favor de la iniciativa de los comités de fábrica y los soviets locales, preconizaba la centralización de estos órganos a través de consejos económicos y políticos de mayor nivel. Para ella no se trataba de elegir entre dos posibles formas de construir el socialismo: la de la centralización proletaria o la centralización burocrática. La segunda vía conducía a una dirección diferente que tenía que culminar inevitablemente en el enfrentamiento entre los trabajadores y ese poder que, si bien había nacido de la revolución, se alejaba cada vez más de ella.
Esto era una verdad general aplicable a todas las fases de un proceso revolucionario. Pero las críticas de la Izquierda tenían también una relevancia más inmediata. Como escribimos en nuestro estudio sobre la Izquierda comunista en Rusia publicado en la Revista internacional nº 8: «La defensa de los comités de fábrica, soviets y de la actividad propia de la clase obrera, hecha por Comunista era importante no porque diera soluciones a los problemas económicos de Rusia y menos aún porque diera fórmulas para la construcción inmediata del socialismo en Rusia; de todas maneras la Izquierda había expresado abiertamente que el “el socialismo no puede ser puesto en práctica en un solo país y menos aún en uno atrasado” (citado por L. Schapiro en El Origen de la autocracia comunista, 1955). La imposición de la disciplina laboral por el Estado, la incorporación de los órganos proletarios autónomos al aparato estatal, eran sobre todo golpes a la dominación política de la clase obrera rusa. Como ya lo ha dicho la CCI el poder político de la clase obrera es la única garantía real para el éxito de la revolución. Y este poder político solo puede ser ejercido por los órganos de masa de la clase – sus comités de fábrica y asambleas y sus consejos obreros y sus milicias. Al socavar la autoridad de estos órganos, la política de la dirección bolchevique presentaba un grave peligro para la revolución misma. Las señales del peligro observadas tan pertinentemente por los comunistas de izquierda se volverán mucho más serias durante el siguiente periodo de guerra civil».
En los días siguientes a la insurrección de Octubre, cuando se estaba formando el personal del gobierno de los soviets, Lenin tuvo una vacilación momentánea sobre si aceptar el puesto de presidente del Consejo de Comisarios del pueblo. Su intuición política le decía que ello podría frenar su capacidad para actuar como «vanguardia de la vanguardia», o sea, la izquierda del partido revolucionario, como lo había sido claramente entre abril y octubre de 1917. La posición adoptada por Lenin frente a la izquierda en 1918, aunque se movía firmemente dentro de los parámetros de un partido proletario vivo, reflejaba ya que las presiones del poder estatal sobre los bolcheviques, los intereses del Estado, de la economía nacional, de la defensa del status quo, estaban empezando a entrar en conflicto con los intereses de los trabajadores. En este sentido hay una cierta continuidad entre los falsos argumentos de Lenin contra la izquierda en 1918 y su polémica contra la Izquierda comunista internacional en 1920 a la que también acusaba de infantilismo y anarquismo. Sin embargo, en 1918 la revolución mundial estaba todavía en ascenso y se extendía más allá de Rusia, lo que hacía más fácil corregir los errores. En posteriores artículos examinaremos cómo la Izquierda comunista respondió al proceso real de degeneración de los bolcheviques y del poder soviético cuando la revolución internacional entró en su fase de reflujo.
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VIII - La comprensión de la derrota de la Revolución Rusa (2) - 1921: el proletariado y el Estado de transición
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En el artículo anterior de esta serie examinamos los más importantes debates que tuvieron lugar en el Partido Comunista de Rusia acerca de la dirección que debía tomar el nuevo poder proletario —notablemente, las advertencias que se hicieron sobre el desarrollo del capitalismo de Estado y el peligro de degeneración burocrática—. Estos debates alcanzaron su momento cumbre a principio de 1918. Sin embargo, en los dos siguientes años la Rusia soviética se vio envuelta en una lucha a vida o muerte contra la intervención imperialista y la contrarrevolución interna. Ante las inmensas exigencias de la guerra civil, el partido cerró filas frente al enemigo común, a la vez que la mayoría de los trabajadores y los campesinos, pese a las crecientes privaciones, se unieron a la defensa del poder soviético frente a los intentos de las viejas clases explotadoras para restaurar sus privilegios perdidos.
Como señalamos en un artículo anterior (ver Revista Internacional no. 95), el programa del partido adoptado por el VIII Congreso celebrado en marzo de 1919 expresó esta tentativa de unidad dentro del partido, sin abandonar las esperanzas más radicales generadas por el ímpetu original de la revolución. También reflejaba que las corrientes de izquierda del partido —que habían sido los grandes protagonistas de los debates de 1918— todavía tenían una considerable influencia y en todo caso no estaban radicalmente separados de aquellos que estaban en el corazón del partido como Lenin y Trotsky. Además, algunos de los antiguos comunistas de izquierda, como Radek o Bujarin, empezaron a abandonar sus anteriores críticas, al identificar las medidas de «comunismo de guerra» adoptadas durante la guerra civil con un proceso real de transformación comunista (ver el artículo sobre Bujarin en Revista Internacional no. 96).
Otros antiguos izquierdistas no se vieron tan fácilmente satisfechos con las nacionalizaciones a gran escala y la virtual desaparición de las formas monetarias que caracterizaron el «comunismo de guerra». No perdieron de vista que los abusos burocráticos frente a los cuales habían alertado en 1918 no sólo habían sobrevivido sino que se habían acrecentado considerablemente en el transcurso de la guerra civil mientras que su antídoto —los órganos de masa de la democracia proletaria— habían ido perdiendo su vida en una proporción alarmante, debido tanto a las exigencias de las conveniencias militares como a la dispersión de muchos de los trabajadores más avanzados en los frentes de guerra. En 1919, el grupo Centralismo Democrático se formó en torno a Osinski, Sapranov, Smirnov y otros, siendo su objetivo más importante la lucha contra el burocratismo en los sóviets y en el partido. Mantuvo lazos muy estrechos con la Oposición Militar que llevaba un combate similar dentro del ejército. Fue una de las corrientes más perseverantes en la oposición de principio dentro del Partido Bolchevique.
Sin embargo, mientras la prioridad fue la defensa del régimen soviético contra sus enemigos más declarados, estos debates permanecieron dentro de ciertos límites: pero, en todo caso, mientras el partido siguió siendo un crisol vivo de pensamiento revolucionario, no hubo ninguna dificultad esencial para proseguir la discusión dentro de los canales normales de la organización.
La terminación de la guerra civil en 1920 dio lugar a un cambio crucial en esta situación. La economía estaba en ruinas. El hambre y las epidemias en una escala espantosa asolaban el país y especialmente las ciudades, reduciendo los antiguos centros neurálgicos de la revolución a un nivel de desintegración social en el cual la lucha desesperada por la supervivencia se imponía sobre cualquier otra consideración. Las tensiones que habían permanecido ocultas por la necesidad de estar unidos frente al enemigo común, volvieron a emerger y en tales circunstancias los rígidos métodos del «comunismo de guerra» no sólo fueron incapaces de contenerlas sino que las agravaron considerablemente. Los campesinos se sintieron crecientemente exasperados por la política de requisición de grano que había sido introducida para sostener las ciudades hambrientas; los trabajadores estuvieron cada vez menos dispuestos a aguantar la disciplina militar en las fábricas y, en una forma mucho más impersonal, las relaciones mercantiles, que habían sido suspendidas a la fuerza pero cuyas raíces materiales no habían sido afectadas en manera alguna, empezaron a pasar factura de forma cada vez más apremiante: el mercado negro crecía como hongos bajo el «comunismo de guerra», incrementando su presión con sus efectos nocivos sobre la estructura social.
Pero, sobre todo, el desarrollo de la situación internacional, había proporcionado un pequeño respiro a la fortaleza rusa de los trabajadores. 1919 había sido el pináculo de la oleada revolucionaria mundial de la cual el poder soviético en Rusia era completamente dependiente. Pero ese mismo año vio también la derrota de la revuelta proletaria más decisiva en Alemania y en Hungría, así como la incapacidad de las huelgas de masas en otros países (principalmente en Gran Bretaña y Estados Unidos) para ir hasta la ofensiva política. En 1920 se asistió al definitivo descarrilamiento de la revolución en Italia, mientras que en Alemania, el país más importante de todos, la dinámica de la lucha de clases se planteaba en términos defensivos, como respuesta al golpe de Kapp (ver Revista Internacional no. 90). En ese mismo año el intento de romper el aislamiento de Rusia mediante las bayonetas del Ejército Rojo en Polonia terminó en un completo fiasco. En 1921, la acción de marzo en Alemania, se concluyó con otra derrota (ver Revista Internacional no. 93). Los revolucionarios más lúcidos estaban empezando a comprender que el impulso revolucionario estaba empezando a desaparecer, aunque aún no era posible afirmar con toda seguridad que se había entrado en un reflujo definitivo.
En ese momento Rusia se convirtió en una olla a presión y la explosión social estaba a la orden del día. A finales de 1920, estallaron una serie de revueltas campesinas en la provincia de Tambov, en el Volga medio, en Ucrania, en el oeste de Siberia y en otras regiones. La rápida desmovilización del Ejército Rojo añadió más leña al fuego pues campesinos armados volvían a sus pueblos de origen. La reivindicación central de estas rebeliones era el fin del sistema de requisición de granos y el derecho de los campesinos a disponer de sus propios productos. Y, como veremos, e principios de 1921 el impulso de las revueltas se extendió a los trabajadores de las ciudades que habían sido el epicentro de la insurrección de Octubre: Petrogrtado, Moscú... y Krondstadt.
Frente a esta crisis social en ascenso, era inevitable que las divergencias dentro del Partido Bolchevique alcanzaran un umbral crítico. Los desacuerdos no versaban sobre si el régimen proletario en Rusia dependía o no de la revolución mundial: todas las corrientes del partido, aunque hubiera entre ellas diferentes matices, compartían la convicción fundamental según la cual sin extensión de la revolución, la dictadura proletaria en Rusia no podía sobrevivir. Al mismo tiempo, dado que el poder soviético en Rusia se concebía como un bastión crucial conquistado por el ejército proletario mundial, había también acuerdo general en que había que «aguantar», lo cual exigía la reconstrucción de la economía rusa arruinada y de su edificio social. Las diferencias surgían sobre los métodos que el poder soviético debía utilizar para permanecer dentro de la línea justa capaz de evitar sucumbir al peso de fuerzas de clase enemigas que se encontraban tanto dentro como fuera de Rusia. La reconstrucción era una necesidad práctica; la cuestión era cómo llevarla a cabo de tal forma que pudiera ser asegurado el carácter proletario del régimen. El punto central que cristalizaba estas diferencias entre 1920 y a principios de 1921 fue el «debate sobre los sindicatos».
Trotsky y la militarización del trabajo
Este debate había sido comenzado a finales de 1919, cuando Trotsky había desvelado sus propuestas para restaurar los devastados sistema industrial y de transportes en Rusia. Habiendo alcanzado éxitos extraordinarios como comandante del Ejército Rojo durante la guerra civil, Trotsky (pese a algún momento de vacilación, cuando él consideró otras posibilidades muy diferentes( se pronunció por aplicar los métodos del «comunismo de guerra» al problema de la reconstrucción: en otras palabras, para reunir y unificar a una clase obrera que corría el peligro de descomponerse en una masa de individuos aislados que vivía de pequeños tráficos, de pequeños robos o de la vuelta a la agricultura. Trotsky abogaba por la militarización a ultranza del trabajo. Formuló sus puntos de vista en sus Tesis sobre la transición de la guerra a la paz (Pravda, 16-12-1919) que luego desarrolló más ampliamente en el IX Congreso celebrado en marzo-abril de 1920: «Las masas obreras no pueden andar vagando por toda Rusia. Deben ser asentadas aquí y allí, establecidas, dirigidas, como los soldados». Los que sean acusados de «desertar el trabajo» deben ser enviados a los batallones de castigo o campos de trabajo. En las factorías la disciplina militar debe prevalecer: como Lenin en 1918, Trotsky ensalza las virtudes de la dirección personal y los aspectos «progresivos» del sistema de Taylor. En lo concerniente a los sindicatos, su tarea dentro de este régimen es subordinarse totalmente al Estado: «El joven Estado socialista requiere unos sindicatos que no se dediquen a la lucha por mejores condiciones de trabajo —tarea que incumbe a las organizaciones sociales y estatales en su conjunto— sino a organizar la clase obrera para los fines de la producción, para educar, disciplinar, distribuir, agrupar, retener a ciertas categorías y a ciertos trabajadores en sus puestos por periodos determinados. En una palabra, mano a mano con el Estado, ejercer su autoridad para dirigir a los trabajadores dentro del marco de un plan económico único» (Terrorismo y comunismo, Trotsky).
Las posiciones de Trotsky —aunque, inicialmente, fueron ampliamente apoyadas por Lenin— provocaron vigorosas críticas dentro del partido y no sólo por parte de aquellos que solían situarse a la izquierda. Estas críticas incitaron a Trotsky a endurecer y teorizar sus puntos de vista. En Terrorismo y comunismo —que es a la vez una respuesta a las críticas dirigidas a Trotsky dentro de los bolcheviques así como a las procedentes de Kautski, que es su blanco polémico principal— Trotsky llega hasta argumentar que, dado que el trabajo forzado jugó un papel progresivo en anteriores modos de producción, tales como el despotismo asiático o el esclavismo clásico, sería puro sentimentalismo argumentar que el Estado obrero no podía utilizar semejantes métodos a gran escala. Desde luego, Trotsky no llega a caer en argumentar que la militarización es la forma específica de organización del trabajo en la transición al comunismo: «los fundamentos de la militarización del trabajo son aquellas formas de compulsión estatal sin las cuales la sustitución de la economía capitalista por la socialista será siempre una palabra vacía» (ídem).
En el mismo trabajo, Trotsky pone de relieve que la idea de dictadura del proletariado sólo es comprensible como dictadura de partido, llegando incluso a proponer esa idea casi como principio teórico: «Hemos sido acusados a veces de haber sustituido la dictadura de los sóviets por la dictadura del partido. Pero en realidad se puede afirmar con completa certeza que la dictadura de los sóviets sólo es posible a través de la dictadura del partido. Sólo gracias a claridad y a la visión teórica y a su fuerte organización el partido ha permitido a los sóviets la posibilidad de transformarse de un parlamento informe del trabajo en un aparato de supremacía del trabajo. Esta sustitución del poder del partido sobre el poder de los trabajadores no tiene nada de accidental y en realidad no es ninguna sustitución. Los comunistas expresan los intereses fundamentales de la clase obrera. Es, por tanto, absolutamente natural que en un periodo en que la historia hace triunfar esos intereses en toda su magnitud, colocándolos al orden del día, los comunistas se hayan convertido en los representantes reconocidos de la clase obrera en su conjunto» (ídem). Esto está muy lejos de la definición que hizo Trotsky en 1905 de los sóviets como órganos de poder que van mucho más lejos que las formas parlamentarias de la burguesía, así como de la posición de Lenin en El Estado y la revolución de 1917 y de la postura y la práctica de los bolcheviques en Octubre, cuando la idea de que el partido toma el poder era más una concesión inconsciente al parlamentarismo que una posición activa y que, en todo caso, los bolcheviques habían mostrado ellos mismos su voluntad de asociar a otros partidos. Ahora, resulta que el partido tiene una especie de «derecho histórico de nacimiento» para ejercer la dictadura del proletariado, «incluso aunque esta dictadura tropiece temporalmente con los con los ánimos pasajeros de la democracia obrera» (Trotsky en el X Congreso del Partido, citado por Deutscher en El Profeta Armado).
Este debate en torno a la cuestión de los sindicatos, puede parecer extraño dado que la emergencia de nuevas formas de autoorganización de los trabajadores en Rusia misma —comités de fábrica, sóviets, etc.— había hecho obsoletos aquellos, una conclusión ya extraída por muchos comunistas del Occidente industrializado, donde los sindicatos habían sufrido un largo proceso de degeneración burocrática y de integración en el orden capitalista. La focalización del debate en Rusia era en parte un reflejo del retraso ruso, del hecho que la burguesía no había desarrollado un aparato estatal sofisticado capaz de reconocer el valor de los sindicatos como instrumentos de paz social. Por esta razón no podemos decir que los sindicatos formados, antes e incluso durante y después de la revolución de 1917, eran ya órganos del enemigo de clase. En particular, había una fuerte tendencia a la formación de uniones industriales que expresaban todavía cierto contenido proletario.
Desde este punto de vista, el desenlace del debate provocado por Trotsky iba a ser mucho más profundo. En esencia, fue un debate sobre la relación entre el proletariado y el Estado del periodo de transición. La cuestión que se planteó fue: ¿puede el proletariado, habiendo destruido el viejo Estado burgués, identificarse con el nuevo Estado «proletario»? O, por el contrario, ¿hay razones de peso para que el proletariado deba proteger la autonomía de sus propios órganos de clase y, si es necesario, contra las exigencias del Estado?
La posición de Trotsky tenía el mérito de ser clara: para él, el proletariado debía identificarse e incluso subordinarse al Estado «proletario» (y, de hecho, el partido proletario, que tenía como función ejercer de brazo ejecutivo del Estado). Desgraciadamente, como hemos visto sobre sus teorizaciones sobre el trabajo forzado como método de construcción del comunismo, Trotsky había olvidado ampliamente lo que es específico de la revolución proletaria y del comunismo: la nueva sociedad sólo puede ser el producto de la actividad autoorganizada y consciente de las masas proletarias mismas. Su respuesta al problema de la reconstrucción económica sólo podía tener como resultado acelerar la degeneración burocrática que ya estaba amenazando con engullir todas las formas de autoactividad proletaria, incluyendo al partido mismo. Y eso llevó a otras corrientes en el partido a ser el eco de las reacciones de clase contra la peligrosa tendencia del pensamiento de Trotsky y contra los principales peligros que estaba enfrentando la propia revolución.
La Oposición Obrera
Que se trataba de cuestiones importantes se refleja en este debate por la cantidad de posiciones y de agrupamientos que surgieron a su alrededor. Lenin escribió a propósito de esas diferencias que «el partido está enfermo. El partido tiembla de fiebre» («La crisis del partido», Pravda, enero 21, en Obras completas de Lenin). Él mismo formó uno de los agrupamientos —el llamado Grupo de los Diez— los Centralistas Democráticos y el grupo de Ignatov tenían su propia posición; Bujarin, Preobrazhinski y otros trataron de formar un «grupo amortiguador». Pero, aparte del grupo de Trotsky, las posiciones más específicas fueron las de Lenin, por una parte, y las del grupo de la Oposición Obrera, dirigida por Kollontai y Shliapnikov, por otro lado.
La Oposición Obrera expresa indudablemente una reacción proletaria tanto contra las teorizaciones burocráticas de Trotsky como contra las distorsiones burocráticas reales que se estaban desarrollando dentro del poder proletario. Frente a la apología de Trotsky de trabajo forzado, no tenía nada de demagógico o de fraseología para Kollantai insistir en su folleto La oposición de los trabajadores, escrito para el X Congreso celebrado en marzo de 1921, que «justamente estos principios, que tan claros los tienen los trabajadores entre nosotros, los han olvidado las élites dirigentes. El comunismo no puede imponerse por decreto. Sólo puede crearse en una continua búsqueda, incurriendo de vez en cuando en fallas y siempre por medio de la fuerza creadora de la clase obrera» (Kollontai, «La oposición de los trabajadores», en el libro Democracia de los trabajadores o dictadura de partido). En particular, la Oposición rechazó la tendencia del régimen a imponer la dictadura de la dirección en las fábricas, de tal forma que la situación inmediata de los trabajadores de la industria se hizo cada vez más difícil de distinguir de la que existía antes de la revolución. Defendió el principio de la dirección colectiva de los trabajadores contra el uso y abuso de los especialistas y de la práctica de la dirección personal.
En un nivel más global, la Oposición de los trabajadores planteó claramente la cuestión de la relación entre la clase trabajadora y el Estado soviético. Para Kollontai esa era la cuestión clave: «¿Quién debe llevar a cabo las riendas de la dictadura del proletariado en el terreno de la construcción económica? ¿Deben ser los órganos que por su composición son órganos de la clase, unidos por lazos vitales con la producción de un modo inmediato, es decir, los sindicatos, o debe ser el aparato de los sóviets, separado de la actividad productivo-económica inmediata y vital que, además es un compuesto social de diversas capas sociales? Esa es la raíz de las diferencias de opinión. La oposición de los trabajadores defiende lo primero. Las élites de nuestro partido se pronuncian en pacífica concordancia por la segunda, aunque en algunos puntos entre ellos se den puntos de fricción» (ídem).
En otro pasaje del texto, Kollontai explica más esta noción de la naturaleza heterogénea del Estado soviético: «El partido que está en la cumbre del Estado soviético compuesto por capas socialmente mezcladas, debe forzosamente acomodarse a las necesidades de los campesinos autónomos, a sus costumbres típicas de pequeño poseedor y a sus hábitos contra el comunismo, y debe acomodarse igualmente a la capa fuerte de los elementos pequeñoburgueses de la antigua Rusia capitalista, debe contar igualmente con todas las especies de acaparadores, comerciantes pequeños y medianos, vendedores, pequeños artesanos autónomos y empleados que han sabido acomodarse rápidamente a los órganos soviéticos... Es esta capa, que inunda las instituciones de los sóviets, la capa de la pequeña burguesía, del espíritu pequeñoburgués con su animosidad contra el comunismo, su fidelidad a los derechos inamovibles del pasado, su repulsa y su miedo ante las acciones revolucionarias, quien destruye nuestras instituciones de sóviets y conlleva un espíritu completamente ajeno a la clase obrera» (ídem).
Este reconocimiento de que el Estado soviético (debido tanto a la necesidad de conciliar los intereses de los trabajadores con los de otros estratos sociales, como a su vulnerabilidad frente al virus de la burocracia) no puede desempeñar por sí mismo un papel dinámico y creativo en la elaboración de la nueva sociedad fue una idea importante, aunque no fue suficientemente desarrollada. Pero estos pasajes también expresan las principales debilidades de la Oposición Obrera. Lenin, en su polémica con el grupo, lo reduce a una corriente sindicalista, pequeñoburguesa y anarquista. Eso es falso. Pese a todas sus confusiones representaba una genuina respuesta proletaria a los peligros que amenazaban al poder soviético. Sin embargo, la acusación de sindicalismo no es desacertada. Esto se ve claro en su identificación de los sindicatos industriales como los órganos principales de transformación comunista de la sociedad y en su propuesta de que la gestión de la economía debía ser puesta en manos de un «Congreso ruso de productores». Como hemos dicho ya, la Revolución Rusa mostró que la clase obrera era capaz de ir más allá de la forma sindical de organización y que en la nueva época del capitalismo decadente los sindicatos sólo pueden ser órganos de conservación social. Los sindicatos industriales rusos no estaban, evidentemente, protegidos contra el burocratismo y su tendencia orgánica a desposeer a los trabajadores. La neutralización de los comités de fábrica surgidos en 1917 tomó generalmente la forma de su incorporación a los sindicatos y, por consiguiente, su integración en el Estado. También es necesario poner de manifiesto que cuando la clase obrera entró en acción en su propio terreno, en el momento mismo del debate sobre los sindicatos, con las huelgas de Moscú y Petrogrado, volvió a confirmar la obsolescencia de los sindicatos, pues empleó los métodos la lucha proletaria propios de la nueva época: huelgas espontáneas, asambleas generales, comités de huelga elegidos, envío de delegaciones masivas a otras fábricas, etc. Pero, más importante aún, el énfasis de la Oposición sobre los sindicatos revela una total desilusión respecto a los órganos proletarios de masas más importantes, los sóviets obreros, que fueron capaces de unir a todos los trabajadores por encima de los límites de categoría y de combinar las tareas económicas y políticas de la revolución[1].
Esta ceguera ante la importancia de los consejos obreros se prolonga lógicamente a través de una total subestimación de la primacía de lo político sobre lo económico en la revolución proletaria. La mayor obsesión del grupo de Kollontai era la gestión de la economía hasta el punto de proponer casi un completo divorcio entre el Estado político y el «Congreso de productores». En la dictadura del proletariado, la gestión obrera del aparato económico no es un fin en sí mismo, sino únicamente un aspecto de la dominación política del proletariado sobre el conjunto de la sociedad. Lenin criticó también la idea del «Congreso de productores» alegando que era más aplicable en la sociedad comunista del futuro donde no existirían clases y todos serían productores. En resumidas cuentas, el texto de la Oposición insiste fuertemente en que el comunismo podría ser construido en Rusia si el problema de la gestión económica era resuelto correctamente. Esta impresión se acentúa por las escasas referencias en el texto de Kollontai al problema de la extensión mundial de la revolución. Parece que el grupo tuvo poco que decir acerca de las políticas internacionales de los bolcheviques de su tiempo. Todas esas debilidades son, por su puesto, expresiones de la influencia de la ideología sindicalista, aunque la Oposición no puede ser reducida a una simple desviación anarquista.
El punto de vista de Lenin sobre el debate acerca de los sindicatos
Como hemos visto, Lenin consideraba que el debate sobre los sindicatos expresaba un profundo malestar en el partido; dada la situación crítica del país, tenía incluso el sentimiento de que el partido había cometido un error al autorizar el debate mismo. Estaba especialmente enfadado con Trotsky por la manera en que había provocado el debate y lo acusaba de haber actuado de una manera irresponsable y propia de una fracción sobre una serie de cuestiones relacionadas con el debate. Lenin estaba igualmente insatisfecho con el planteamiento mismo del debate sintiendo que «al permitir semejante discusión hemos cometido sin duda un error por no ver que en ella sacábamos a primer plano una cuestión que, dadas las condiciones objetivas, no puede figurar en primer plano» (Lenin: informe al X Congreso del Partido, 8-3-1921, Obras Completas, tomo 43). Quizá su mayor temor era que el aparente desorden en el partido no podía sino enardecer el desorden social creciente que existía en Rusia; pero quizás también sentía que el nudo de la cuestión estaba en otra parte.
En todo caso, la aportación más importante que Lenin ofreció en este debate fue sobre el problema de la naturaleza de clase del Estado. Tal es la razón por la cual trató de dar un marco a la cuestión en un discurso pronunciado a finales de 1920 en una reunión de delegados comunistas: «y entretanto, incurriendo en esa falta de seriedad, el camarada Trotsky comete, en el acto, un error. Resulta, según él, que la defensa de los intereses materiales y espirituales de la clase obrera no es misión de los sindicatos en un Estado obrero. Esto es un error. El camarada Trotsky habla del “Estado obrero”. Permítaseme decir que esto es una abstracción. Se comprende que en 1917 hablásemos del Estado obrero, pero ahora se comete un error manifiesto cuando se nos dice: “¿Para qué defender y frente a quién defender a la clase obrera, si no hay burguesía y el Estado es obrero?”. No del todo obrero: ahí está el quid de la cuestión. En esto consiste cabalmente uno de los errores fundamentales del camarada Trotsky [...] En nuestro país, el Estado no es obrero sino obrero y campesino y de esto dimanan muchas cosas (interrupción de Bujarin: “¿Qué Estado? ¿Obrero y campesino?). Y aunque el camarada Bujarin grite desde atrás: “¿Qué Estado? ¿Obrero y campesino?”, no le responderé. Quien lo desee, puede recordar el Congreso de los sóviets que acaba de celebrarse y en él encontrará la respuesta.
Pero hay más. En el programa de nuestro partido —documento que conoce muy bien el autor del ABC del comunismo— vemos ya que nuestro Estado es obrero con una deformación burocrática. Y hemos tenido que colgarle —por así decirlo— esta lamentable etiqueta. Ahí tienen la realidad del periodo de transición. Pues bien, dado este género de Estado que ha cristalizado en la práctica, ¿los sindicatos no tienen nada que defender? ¿Se puede prescindir de ellos para defender los intereses materiales y espirituales del proletariado organizado en su totalidad? Esto es falso por completo desde el punto de vista teórico... Nuestro Estado de hoy es tal que el proletariado organizado en su totalidad debe defenderse y nosotros debemos utilizar estas organizaciones obreras para defender a los obreros frente a su Estado y para que los obreros defiendan nuestro Estado» («Sobre los sindicatos, el momento actual y los errores del camarada Trotsky», en Obras Completas, tomo 42).
En un artículo posterior, Lenin retrocede un tanto respecto a esta formulación, admitiendo que «el camarada Bujarin tenía razón. Yo hubiera debido decir: “El Estado obrero es una abstracción, lo que tenemos en realidad es un Estado obrero, primero, con la particularidad de que lo que predomina en el país no es la población obrera, sino la campesina y, segundo, es un Estado obrero con deformaciones burocráticas”. El que quiera leer mi discurso completo verá que esta corrección no modifica el hilo de mi argumentación ni mis deducciones» («La crisis del partido», publicado en Pravda el 21-1-1921, en Obras Completas, tomo 42).
En realidad Lenin hizo un gran alarde de sabiduría política al cuestionar la noción de «Estado obrero». Incluso en países donde hay una mayoría de campesinos, el Estado del periodo de transición tendrá todavía la tarea de acompasar y representar las necesidades de todos los estratos no explotadores de la sociedad y por ello no puede ser visto como un órgano puramente proletario; encima, y en parte como resultado de ello, su peso conservador tenderá a expresarse en la formación de una burocracia frente a la cual la clase obrera deberá estar especialmente vigilante.
Lenin había intuido todo esto, incluso a través del espejo distorsionado del debate sobre los sindicatos.
También es notable subrayar que en este punto sobre la naturaleza del Estado de transición hay una real convergencia entre Lenin y la Oposición Obrera. La crítica de Lenin a Trotsky no le llevó, sin embargo, a simpatizar con aquella. Al contrario, vio en ella el principal peligro y los acontecimientos de Krondstadt le convencieron de que expresaba la misma tendencia pequeñoburguesa contrarrevolucionaria. Bajo la instigación de Lenin, el X Congreso del Partido adoptó una resolución «sobre la desviación sindicalista y anarquista en el partido» la cual estigmatiza explícitamente a la Oposición Obrera: «Por eso, las concepciones de la Oposición Obrera y de los elementos análogos no sólo son falsas teóricamente sino que, en la práctica, son una expresión de las vacilaciones pequeñoburguesas y anarquistas, debilitan la línea firme de dirección del Partido Comunista y ayudan a los enemigos de clase de la revolución proletaria» (Obras Completas, tomo 43).
Como hemos afirmado antes, estas acusaciones de sindicalismo no carecían totalmente de fundamento. Pero el principal argumento de Lenin en este punto es profundamente erróneo: para él, el sindicalismo de Oposición Obrera reside no en que propugna la dirección económica por parte de los sindicatos en lugar de la autoridad política de los sóviets, sino en que pretendidamente desafiaría el papel dirigente del Partido Comunista «porque las tesis de la Oposición Obrera están abiertamente reñidas con la resolución del II Congreso de la Internacional Comunista sobre el papel del Partido Comunista en el ejercicio de la dictadura del proletariado» («Resumen de la discusión sobre el informe del Comité Central al X Congreso», Obras Completas, tomo 43).
Como Trotsky, Lenin había llegado definitivamente al punto de vista según el cual «la dictadura del proletariado no puede realizarse a través de la organización que agrupa a la totalidad del mismo. Porque el proletariado está aún tan fraccionado, tan menospreciado, tan corrompido en algunos sitios (por el imperialismo, precisamente, en ciertos países); no sólo en Rusia, uno de los países capitalistas más atrasados, sino en todos los demás países capitalistas, que la organización integral del proletariado no puede ejercer directamente la dictadura de éste. La dictadura sólo puede ejercerla la vanguardia, que concentra en sus filas la energía revolucionaria de la clase» («Sobre los sindicatos, el momento actual y los errores del camarada Trotsky», en Obras Completas, tomo 42). Frente a Trotsky era un argumento para que los sindicatos actuaran como una correa de transmisión entre el partido y la clase. Frente a Oposición Obrera, era un argumento para declarar sus puntos de vista fuera del marxismo, del mismo modo que todo aquel que cuestionara la noción de que el partido quien ejerce la dictadura del proletariado.
De hecho, la Oposición Obrera no cuestionaba la noción de partido que ejerce la dictadura. El texto de Kollontai propone que «el Comité Central de nuestro partido llegue a ser el centro ideológico supremo de la política de clase, órgano de pensar y del control de la política práctica de los sóviets, para la realización espiritual de los fundamentos de nuestro partido» (Kollontai, «La oposición de los trabajadores», en el libro Democracia de los trabajadores o dictadura de partido). Esta fue la razón por la que la Oposición Obrera apoyó el aplastamiento de la Comuna de Kronstadt y fue la última en plantear un explícito desafío al monopolio bolchevique del poder.
La tragedia de Krondstadt
El punto de vista oficial y sus defensores vergonzantes
En medio de la extensión de las huelgas en Moscú y Petrogrado, la rebelión de Krondstadt estalló en el mismo momento en que el Partido Bolchevique estaba celebrando su X Congreso[2].Las huelgas habían surgido a partir de demandas económicas y habían sido tratadas por las autoridades regionales con una mezcla de concesiones y represión. Pero los trabajadores y marineros de Krondstadt que inicialmente habían actuado en solidaridad con los huelguistas habían acabado planteando, junto a las peticiones para suavizar el duro régimen del «comunismo de guerra», una serie de reivindicaciones políticas importantes: nuevas elecciones en los sóviets, libertad de prensa y agitación para todas las tendencias pertenecientes a la clase obrera, abolición de los departamentos políticos tanto en el ejército como en todas partes, «en adelante, ningún partido tendrá la exclusiva en la propaganda ideológica, ni podrá recibir, para esta propaganda, ninguna subvención del gobierno» (Resolución de la Asamblea General, 1-3-1921, publicada en Krondstadt). Además, hacía un llamamiento para reemplazar el poder del Partido-Estado por el poder de los sóviets. Lenin —rápidamente informado por los portavoces oficiales del Estado— denunció la sublevación como resultado de una conspiración del ejército blanco, aunque reconocía que los reaccionarios habían manipulado el descontento real existente en capas de la pequeña burguesía e incluso a sectores de la clase obrera, influenciados ideológicamente por aquella. En todo caso «esta contrarrevolución pequeñoburguesa es sin duda de mayor peligro que Denikin, Yudénich y Kolchak juntos, porque nos las habemos con un país donde el proletariado es la minoría y donde la ruina abarca a la propiedad campesina. Además, estamos ante la desmovilización del ejército que ha proporcionado elementos sediciosos en cantidad increíble» (Lenin, «Informe al X Congreso del Partido», 8-3-1921, Obras completas, tomo 43).
Este argumento inicial según el cual el motín había sido obra de los generales blancos agazapados en la sombra, se vio rápidamente que no tenía ningún fundamento. Isaac Deutscher, en su biografía sobre Trotsky, subraya el malestar que había provocado entre los bolcheviques tras el aplastamiento de la sublevación: «los comunistas extranjeros que visitaron Moscú algunos meses después y pensaban que lo de Krondstadt había sido un incidente más de la guerra civil, se quedaron sorprendidos y extrañados porque los dirigentes bolcheviques hablaban de los rebeldes sin la rabia y el odio con que habían hablado antes de los guardias blancos y los intervencionistas. Sus conversaciones estaban llenas de simpatías reticentes y de tristeza, lo cual para alguien exterior al partido creaba turbación en la conciencia» (El Profeta armado). Además, según Víctor Serge en su libro Memorias de un revolucionario, Lenin dijo a uno de sus próximos: «Esto es el Thermidor. Pero no debemos permitir ser guillotinados. Nosotros mismos haremos el Thermidor». Desde luego, Lenin había visto rápidamente que la rebelión demostraba la imposibilidad de mantener rigor del «comunismo de guerra», en ese sentido la NEP fue una concesión a los rebeldes en su llamamiento a que se acabara con las requisiciones de grano, aunque las demandas políticas —centradas en la reactivación de los sóviets— fueron completamente rechazadas. Fueron percibidas como un vehículo a través del cual la contrarrevolución podía desplazar a los bolcheviques y acabar con el resto de la dictadura proletaria. «El ejemplo de la sublevación de Krondstadt, cuando la contrarrevolución burguesa y los guardias blancos de todos los países del mundo se han mostrado al punto dispuestos a adoptar incluso las consignas del régimen soviético con tal de derribar a la dictadura del proletariado en Rusia, cuando los eseristas y la contrarrevolución burguesa han utilizado en Krondstadt las consignas de la insurrección, supuestamente promovidas en aras del poder soviético en contra del gobierno soviético de Rusia, ha evidenciado, quizás, de la manera más palmaria, que los enemigos del proletariado aprovechan todas las desviaciones de la pauta comunista estricta y consecuente. Estos hechos demuestran por completo que los guardias blancos procuran y saben disfrazarse de comunistas, hasta de los más izquierdistas, con tal de debilitar y derribar el baluarte de la revolución proletaria en Rusia» («Resolución sobre la unidad del partido», X Congreso, en Obras completas, tomo 43).
Sin embargo, aunque poco a poco la tesis que explicaba el motín de Krondstadt por una maquinación de los guardias blancos fue abandonada, ha quedado en pie el argumento básico: se trataba de una revuelta pequeñoburguesa que abría las puertas a las fuerzas de la contrarrevolución descarada. Literalmente porque Krondstadt era una base naval vital situada en las puertas de Petrogrado, y en un sentido más general, porque se temía que un éxito de la rebelión pudiera acabar inspirando una revuelta general de los campesinos en toda Rusia. De esta forma, la única alternativa para los bolcheviques era actuar como guardianes del poder proletario, incluso aunque éste, como conjunto, no participara en ello y sectores suyos simpatizaran con los rebeldes. Ese punto de vista, no se limitaba únicamente a los líderes bolcheviques sino que, como hemos dicho, la Oposición Obrera se puso ella misma en primera línea de las fuerzas enviadas al asalto de la fortaleza de Krondstadt. En realidad, como poner de relieve Víctor Serge, «el Congreso del Partido Bolchevique movilizó a todos los presentes, incluidos muchos opositores. Dybenko, un antiguo marinero de Krondstadt y un extremista de la izquierda comunista, Bubnov, el escritor, el soldado y el líder del grupo Centralismo Democrático, se unieron a la batalla en los hielos contra los rebeldes, a quienes, en su fuero interno, daban la razón».
Internacionalmente, la izquierda comunista se vio también atrapada en un callejón sin salida. En el III Congreso de la Internacional Comunista, Hempel, el delegado del KAPD, apoyó el llamamiento de Kollontai por una mayor iniciativa y autoactividad de los trabajadores rusos pero, al mismo tiempo, argumentó, sobre la base de la teoría de la «excepción rusa» que «decimos esto porque nosotros tenemos para Alemania y para Europa occidental otra concepción sobre la dictadura del proletariado. Según nuestra concepción es verdad que la dictadura es justa en Rusia a causa de la situación rusa, porque no hay fuerzas suficientes, fuerzas suficientemente desarrolladas dentro del proletariado por lo que la dictadura debe ser ejercida desde arriba» (La izquierda alemana). Otro delegado, Sachs, protestaba contra la acusación de Bujarin según la cual Görter y el KAPD habían tomado partido por los insurgentes de Krondstadt, pues parecían reconocer su carácter proletario: «después de que el proletariado se haya sublevado en Krondstadt contra vosotros, Partido Comunista, y que hayáis tenido que decretar el estado de sitio en Petrogrado. Esta lógica interna en la sucesión de acontecimientos no sólo aquí en la táctica rusa, sino también en las resistencias que se manifiestan contra ella, todo eso lo ha reconocido y señalado el camarada Görter. Esta frase es lo que se debe leer para saber que el camarada Görter no toma partido por los insurgentes de Krondstadt y lo mismo respecto al KAPD» (ídem).
Quizá la mejor descripción del angustioso estado de ánimo de los elementos que, siendo críticos con la dirección que la revolución estaba tomando en Rusia, pero que decidieron apoyar el aplastamiento de Krondstadt, la proporcione Víctor Serge en Memorias de un revolucionario. Serge muestra cómo, durante el periodo del «comunismo de guerra», el régimen de la Checa y del Terror Rojo se había hecho cada vez más opresivo tanto para los que apoyaban la revolución como para sus enemigos. Da cuenta del desastroso y ominoso tratamiento de los anarquistas por parte de la Checa y especialmente del movimiento makhnovista. Recuerda con vergüenza las mentiras que fueron propagadas por los medios oficiales sobre las huelgas de Petrogrado y los motines de Krondstadt —era la primera vez que el Estado soviético caía en la mentira sistemática lo cual se convertiría en el sello del régimen de Stalin posteriormente—. Pese a todo, Serge reconoce que «tras muchas vacilaciones y en medio de una insoportable angustia, mis compañeros y yo declaramos finalmente que nos poníamos del lado del Partido. Esto es por lo que Krondstadt tenía razón. Krondstadt fue el comienzo de una fresca, liberadora revolución por la democracia popular; fue llamada por ciertos anarquistas “La Tercera Revolución” que ponían en ella todo su interés con infantil ilusión. Sin embargo, el país estaba económicamente exhausto y la producción bajo cero. No había reservas de ningún tipo, no había siquiera ánimo en el corazón de las masas. La élite de la clase obrera que se había moldeado en la lucha contra el antiguo régimen estaba literalmente diezmada. El Partido, tragado por el influjo de los poderes establecidos ofrecía poca confianza. La democracia soviética carecía de líderes, instituciones e inspiración; detrás de ella había una masa de hombres hambrientos y desesperados.
La contrarrevolución popular tradujo las reivindicaciones de sóviets libres y electos como “sóviets sin comunistas”. Si los bolcheviques caían, lo que se avecinaba era un escalón hacia el caos y a través del mismo el estallido campesino, la matanza de los comunistas, la vuelta de los emigrados, y a fin de cuentas, como resultado de la fuerza misma de los hechos, otra dictadura, esta vez antiproletaria» (ídem). Y apuntaba el peligro candente de que los Guardias Blancos tomaran la guarnición de Krondstadt como una plataforma de lanzamiento de una nueva intervención y que se extendiera por todo el país la revuelta campesina.
Voces discordantes
No hay ninguna duda de que las fuerzas activas de la contrarrevolución estaban dispuestas a aprovechar cualquier oportunidad para utilizar Krondstadt ideológica, política incluso militarmente como martillo para golpear a los bolcheviques. De hecho, hoy continúan haciendo uso de Krondstadt: para los principales ideólogos del Capital, la supresión de la rebelión de Krondstadt es una prueba más de que el bolchevismo y el estalinismo son tal para cual. En el momento de los acontecimientos había un miedo atroz a que los Guardias Blancos aprovecharan la revuelta para tomar ventaja contra los bolcheviques. Ello empujó a muchas de las voces más críticas del comunismo a apoyar la represión. Fueron muchas pero no todas.
Desde luego estaban los anarquistas. En la Rusia de entonces el anarquismo era un verdadero pantano de diversas corrientes: algunas, tales como el makhnovismo expresaron los mejores aspectos de la revuelta campesina; otras eran producto de la intelectualidad más profundamente individualista; otros no eran más que lunáticos y bandidos. Pero había también los «anarquistas soviéticos», los anarcosindicalistas y otros, que eran corrientes proletarias por esencia, pese a que sufrían el peso de una postura pequeñoburguesa, que es el núcleo real del anarquismo.
No hay, sin embargo, duda de que muchos de los anarquistas tenían razón en criticar la dominación de la Checa y el aplastamiento de Krondstadt. El problema es que el anarquismo no ofrece un marco para entender el significado histórico de estos acontecimientos. Para ellos, los bolcheviques acabaron aplastando a los obreros y marineros porque, en palabras de Volin, eran «autoritarios, marxistas y estatalistas». Dado que el marxismo está por la formación de un partido político de la clase obrera, se pronuncia por la centralización de las fuerzas proletarias y reconoce el carácter inevitable del Estado del periodo de transición entre el capitalismo y el comunismo, está condensado a convertirse en verdugo de las masas. Con estas «verdades» intemporales nos incapacitamos para comprender el proceso histórico real, su evolución, y sacar las lecciones del mismo.
Pero hubo también bolcheviques que se negaron a apoyar el aplastamiento de la rebelión. En Krondstadt mismo, la mayoría de los miembros del Partido estuvieron con los rebeldes (y también una parte de las tropas enviadas para asaltar la fortaleza). Algunos bolcheviques de Krondstadt se limitaron a dimitir del Partido en protesta por las calumnias propagadas sobre la naturaleza de los acontecimientos.
Pero otros formaron un buró provisional del Partido que lanzó un llamamiento desmintiendo los rumores según los cuales los rebeldes de Krondstadt estaban ejecutando a los comunistas. Expresaron su confianza en el Comité Revolucionario Provisional formado por los nuevos elegidos al sóviet de Krondstadt y terminaron el llamamiento con estas palabras: «¡Viva el poder de los sóviets! ¡Viva la unión universal de los trabajadores!» (del libro Krondstadt).
Es importante mencionar también la posición adoptada por Miasnikov, quien acabaría formando en 1923 el Grupo de Trabajadores dentro del Partido Comunista de Rusia en 1923. En ese momento Miasnikov empezó a hablar contra el reciente régimen burocrático imperante en el partido y en el Estado, aunque parece que no formaba parte de ninguno de los grupos de oposición existentes en el Partido. Según Paul Avrich en un ensayo titulado «La oposición bolchevique a Lenin: G. T. Miasnikov y el Grupo de Trabajadores», publicado en La revista rusa volumen 43, 1984, Miasnikov quedó profundamente afectado por las huelgas de Petrogrado y el motín de Krondstadt (vivía en Petrogrado en ese momento): «a diferencia de Centralismo Democrático y la Oposición Obrera, se negó a denunciar a los insurgentes. No participó en su represión pese a haber sido llamado para ello». Avrich cita directamente a Miasnikov: «Si alguien se atreve a mantener el coraje en defender sus convicciones resulta que es un aprovechado o, peor aún, un contrarrevolucionario, un menchevique o un SR. Tal fue el caso con Krondstadt. Todo estaba tranquilo y en calma. Entonces, de repente, sin mediar palabra, te lanza a bocajarro: “¿qué es Krondstadt? Unos pocos cientos de comunistas están luchando contra nosotros”. ¿Qué significa eso? ¿Quién es culpable de que los círculos dirigentes del partido no hablen el mismo lenguaje que los trabajadores que no son miembros del partido e incluyo que la base comunista? Tan poco se entienden que acaban empuñando las armas unos contra otros. ¿Qué ocurre entonces? Pues la ruptura, el abismo»[3].
A pesar de esas aportaciones, pasó bastante tiempo para sacar en toda su profundidad las lecciones de los acontecimientos de Krondstadt. A nuestro parecer, las conclusiones más importantes fueron extraídas por la fracción italiana de la izquierda comunista, en los años 30, en el contexto de un estudio llamado «La cuestión del Estado» (Octobre no 2, marzo de 1938): «Se puede dar una circunstancia en la que un sector del proletariado —y concedemos incluso que haya sido prisionero inconsciente de las maniobras del enemigo— pase a luchar contra el Estado proletario. ¿Cómo hacer frente a esta situación, partiendo de la cuestión de principio por la cual el socialismo no se puede imponer por la fuerza o la violencia al proletariado? Era mejor perder Krondstadt que conservarlo desde el punto de vista geográfico ya que, sustancialmente, esa victoria podía tener más que un resultado: alterar las bases mismas, la sustancia de la acción llevada por el proletariado».
Un número importante de cuestiones están planteadas en este pasaje. Para empezar, afirma con claridad que el movimiento de Krondstadt tenía un carácter proletario. Desde luego había influencias pequeñoburguesas, especialmente anarquistas, en ciertos puntos de vista expresados por los rebeldes. Pero está en completa oposición a la realidad el argumento que emplea Trotsky, como justificación retrospectiva (en «Gritos sobre Krondstadt», New International, abril 1938) según el cual el proletariado de Krondstadt había sido sustituido por una masa pequeñoburguesa que ya no podía aguantar más los rigores del «comunismo de guerra» y que pedían privilegios especiales para sí mismos y que por ello eran rechazados por los trabajadores de Petrogrado. El motín empezó como una expresión de solidaridad de clase con los trabajadores de Petrogrado. Delegados de Krondstadt fueron enviados a las fábricas de Petrogrado para explicar su caso y pedir apoyo. «Sociológicamente» hablando, el núcleo era también proletario. Cualesquiera que hayan sido los cambios en el personal de la flota desde 1917, una simple muestra de los delegados elegidos para el Comité Revolucionario Provisional evidencia que la mayoría eran marineros con largos años de servicio y claras funciones proletarias (electricistas, telefonistas, cocineros, mecánicos...). Otros delegados procedían de las fábricas locales y en general eran obreros de las fábricas, especialmente los del arsenal de Krondstadt que tuvieron un papel clave en el movimiento. Es igualmente falso que pidieran privilegios para ellos. El punto 6 de la plataforma de Krondstadt dice: «Distribución a los trabajadores de una cantidad de alimentos, con excepción de aquellos que realizan trabajos de especial dureza» («Resolución de la Asamblea General», en Krondstadt). Especialmente, sus demandas políticas tienen un marcado carácter proletario e intuitivamente corresponden a una necesidad desesperada de la revolución: reanimar los sóviets y terminar con la absorción del Partido por el Estado, lo cual no sólo daña a los sóviets sino que destruye el Partido desde su interior.
Para entender que fue un movimiento proletario, es vital la conclusión que saca la izquierda italiana: para ésta todo intento de suprimir una reacción proletaria a las dificultades que encuentra la revolución no puede hacer otra cosa que distorsionar la sustancia misma del poder proletario. La fracción italiana extrajo la conclusión de que dentro del campo proletario toda relación de violencia debe ser proscrita, tanto frente a movimientos espontáneos de autodefensa como frente a minorías políticas. Refiriéndose explícitamente al debate sobre los sindicatos y a los acontecimientos de Krondstadt, se reconoce la necesidad para el proletariado de mantener la autonomía de sus propios órganos de clase (consejos, milicias, etc.), intentar evitar que sean absorbidos por el aparato general del Estado e incluso luchar contra el mismo Estado si es necesario. Y aunque no se había zanjado todavía la fórmula «dictadura del partido», la fracción insistió mucho en la necesidad de que el partido se diferenciara lo más posible del Estado. Volveremos sobre el proceso de clarificación emprendido por la fracción en un artículo ulterior.
La valiente conclusión que hemos sacado de este pasaje de Octobre (hubiera sido mejor perder Krondstadt desde un punto de vista geográfico que mantenerlo al precio de distorsionar el auténtico significado de la revolución) es también la mejor respuesta a la preocupación de Serge. Para él el aplastamiento de la revuelta era la única alternativa frente al surgimiento de una dictadura antiproletaria que habría llevado la masacre de comunistas. Pero con la ventaja de la distancia, podemos ver que, pese al aplastamiento de la revuelta, sí acabó surgiendo «una dictadura antiproletaria» que «realizó la matanza de los comunistas»: la dictadura de Stalin. Hay que añadir que el aplastamiento de la revuelta aceleró el declive de la revolución y ayudó de forma involuntaria a abrirle el paso al estalinismo. Además, el triunfo de la contrarrevolución estalinista tuvo consecuencias mucho más trágicas que las hubiera tenido un retorno de los Guardias Blancos. Si los generales blancos hubieran vuelto al poder, las cosas hubieran quedado meridianamente claras, como fue el caso de la Comuna de París donde todo el mundo pudo ver que el capitalismo había ganado y los trabajadores habían perdido. Pero lo más horrible de la muerte de la Revolución Rusa es que la contrarrevolución ganó en nombre del socialismo. Todavía hoy estamos padeciendo las odiosas consecuencias de ello.
El partido ata el nudo alrededor de su propio cuello
El conflicto entre el proletariado y el «Estado proletario» que se había manifestado abiertamente con los acontecimientos de Krondstadt colocó al Partido Bolchevique en una encrucijada histórica. Dado el aislamiento y las terribles condiciones que se habían impuesto en el bastión ruso, resultaba inevitable que la máquina estatal se transformara de forma creciente en un órgano del capitalismo contra la clase obrera. Los bolcheviques podían seguir a la cabeza de esta máquina —lo que significaba que iban a estar cada vez más atrapados por ella— o, «ir a la oposición», tomar su lugar junto con los trabajadores, defendiendo sus intereses inmediatos y ayudándoles a reagrupar sus fuerzas preparándose para un posible renacimiento de la revolución internacional. Pero aunque el KAPD había planteado seriamente esa posibilidad en el otoño de 1921[4], era muy difícil para los bolcheviques verlo claramente en ese momento. En la práctica, el Partido estaba tan profundamente atado a la máquina estatal, tan impregnado por los métodos y la ideología sustitucionista, que no hubo posibilidad real de que el Partido en su conjunto diera ese paso audaz. Pero lo que sí era realista en el periodo que siguió fue la lucha de las fracciones de izquierda contra la degeneración del Partido para mantener su carácter proletario. Pero desgraciadamente el Partido agravó el error cometido en Krondstadt concluyendo, en palabras de Lenin, que «no era momento de oposiciones», declarando el estado de sitio dentro del partido y prohibiendo las fracciones, como concluyó el X Congreso. Éste adoptó la resolución sobre la unidad del partido pidiendo la disolución de todos los grupos de oposición en un momento en que el partido «estaba rodeado de enemigos». No se pretendía que ello fuera permanente ni dar por acabadas las críticas dentro del partido, la resolución llamaba a una publicación más regular del boletín de discusión interna del partido. Pero viendo únicamente el «enemigo exterior» no dio el peso suficiente al «enemigo interior»: el crecimiento del oportunismo y la burocratización dentro del partido, lo que hacía cada vez más necesario que la oposición tomara una forma organizada. En realidad, al prohibir las fracciones, el partido estaba atándose el nudo alrededor de su cuello. En los años siguientes, cuando el curso de degeneración se hizo cada vez más evidente, la resolución del X Congreso fue utilizada repetidas veces para ahogar toda crítica u oposición a ese curso. Volveremos sobre esta cuestión en el próximo artículo de esta serie.
CDW
[1]En el artículo Oposición bolchevique a Lenin: G. T. Miasnikov y el Grupo Obrero, Paul Avrich muestra que Miasnikov, aunque no formaba parte de ningún grupo organizado en ese momento, había llegado ya a similares conclusiones: “Para Miasnikov por el contrario, los sindicatos habían perdido su utilidad, a causa de la existencia de los sóviets. Los sóviets, argumentaba, eran cuerpos revolucionarios y no reformistas. A diferencia de los sindicatos, engloban a no a tal o cual sector del proletariado, ni a tal o cual sector u ocupación, sino a todos los trabajadores por encima de las diferentes producciones o profesiones. Los sindicatos debían ser desmantelados, decía Miasnikov, junto con el Consejo de Economía Nacional, en el cual reinaba la burocracia y el formalismo; la gestión de la industria debía ser entregada a los sóviets de trabajadores”. La fuente de Avrich es Zinoviev, edición Partiia y Soyuzy, 1921.
[2]Para una relación más detallada de los acontecimientos de Krondstadt ver nuestro artículo en la Revista Internacional no. 3. Ha sido recientemente publicado de nuevo en inglés con una nueva introducción.
[3]Avrich usa como fuente de su cita Social-tischeskii, 23 de febrero, 1922.
IX - 1924-28: el Thermidor del capitalismo de Estado estalinista
Enviado por Revista Interna... el
El verano de 1927, en respuesta a una serie de artículos en Pravda que negaban la posibilidad de una “degeneración thermidoriana” de la URSS, Trotski defendió la validez de esta analogía con la revolución francesa, en la que, una parte del propio partido Jacobino se convirtió en vehículo de la contrarrevolución. A pesar de las diferencias históricas entre las dos situaciones, Trotski argumentaba que el régimen proletario aislado de Rusia podía sucumbir ciertamente a una “restauración burguesa”, no sólo por un repentino estallido violento de las fuerzas del capitalismo, sino también de una forma más gradual e insidiosa. “Thermidor, escribía, es una forma especial de contrarrevolución que se lleva a cabo por entregas, y que utiliza en un primer momento a elementos del mismo partido dirigente – reagrupándolos y oponiéndolos a los demás” (“Thermidor”, publicado en The Challenge of the Left Opposition 1926-27, Pathfinder Press, 1980, traducido por nosotros). Y señalaba que el propio Lenin había aceptado plenamente que ese peligro existía en Rusia: “Lenin no pensaba que hubiera que excluir la posibilidad de que a largo plazo ocurrieran cambios económicos y culturales hacia una degeneración burguesa, incluso si el poder seguía en manos de los bolcheviques; podría suceder a través de una asimilación imperceptible entre una cierta capa del partido Bolchevique y una cierta capa de los nuevos elementos de la pequeña burguesía ascendente”.
Al mismo tiempo Trotski argumentaba rápidamente que en la coyuntura de entonces, aunque el Thermidor era un peligro creciente planteado por el aumento del burocratismo y de las influencias abiertamente capitalistas en la URSS, aún estaba lejos de completarse. En la Plataforma de la Oposición unificada, que se publicó no mucho después de este artículo, él y sus coautores expresaron la posición de que la perspectiva de la revolución mundial no se había agotado, ni mucho menos, y en Rusia mismo persistían considerables conquistas de la revolución de Octubre, en particular el “sector socialista” de la economía rusa. La Oposición por tanto, permanecía vinculada a la lucha por la reforma y la regeneración del Estado soviético, y a su defensa incondicional frente a los ataques imperialistas.
Desde el punto de vista histórico sin embargo, está claro que los análisis de Trotski iban por detrás de la realidad. En el verano de 1927, las fuerzas de la contrarrevolución burguesa casi habían completado su anexión del partido Bolchevique.
¿Por qué Trotski subestima el peligro?
Hay tres elementos claves en la mala interpretación que hacía Trotski de la situación que enfrentaba la Oposición en 1927.
Trotski subestimaba la profundidad y extensión del avance de la contrarrevolución porque fue incapaz de remontarse a sus orígenes históricos – en particular de reconocer el papel que desempeñaron los errores políticos del partido Bolchevique en la aceleración de la degeneración y de la contrarrevolución. Como ya hemos expuesto en anteriores artículos de esta serie, aunque la razón fundamental del debilitamiento del poder proletario en Rusia radica en su aislamiento, en el fracaso de la extensión de la revolución y en la ruina que causó la guerra civil, el partido Bolchevique empeoró las cosas por su identificación con la máquina estatal y la substitución de la autoridad de los órganos unitarios de la clase (Soviets, Comités de fábrica, etc.) por su propia autoridad. Este proceso ya se discernía en 1918 y alcanzó un punto particularmente grave con la represión de la revuelta de Kronstadt en 1921. A Trotski se le hizo muy duro criticar esas posiciones políticas, que a menudo él había contribuido prominentemente a poner en práctica (por ejemplo, sus llamamientos a la militarización del trabajo en 1920-21).
Trotski entendió claramente que el ascenso de la burocracia estalinista se vio facilitado en gran parte por la sucesión de derrotas sufridas por la clase obrera – Alemania 1923, Gran Bretaña 1926, China 1927. Pero no fue capaz de ver la dimensión histórica de esa derrota. Y en esto no era de ningún modo el único: para la fracción de la Izquierda italiana por ejemplo, hasta la llegada de Hitler al poder en Alemania no estuvo claro que el curso histórico se había invertido y se orientaba a la guerra. Por otra parte, Trotski nunca fue realmente capaz de darse cuenta de se había producido un cambio tan profundo, y durante los años 30 continuó viendo signos de una revolución inminente, cuando de hecho a los trabajadores se les arrastraba cada vez más lejos de su terreno hacia la pendiente resbaladiza del antifascismo y, por lo tanto, de la guerra imperialista (Frentes populares, guerra en España...). De todas formas, el infundado “optimismo” de Trotski sobre las posibilidades revolucionarias, le llevó a interpretar erróneamente las causas y efectos de la política exterior estalinista y las reacciones de las grandes potencias capitalistas. La Plataforma de la Oposición unificada en 1927 (influenciada sin duda por la “psicosis de guerra” del momento, que consideraba inminente la declaración de guerra de Gran Bretaña a la URSS) insistía en que las grandes potencias se verían obligadas a lanzar un ataque contra la Unión soviética, puesto que ésta última, a pesar de la dominación de la burocracia estalinista, aún constituía una amenaza para el sistema capitalista mundial. En tales circunstancias, la Oposición de izquierda permanecía incondicionalmente adicta a la defensa de la URSS. Por supuesto había hecho muchas y muy incisivas críticas al modo en que la burocracia estalinista había saboteado las luchas obreras en Gran Bretaña y China. Lo cierto es que los desastrosos resultados de la política de la Comintern en esos dos países habían sido un elemento decisivo que espoleó a la Oposición en 1926-27 para reagruparse e intervenir. Pero lo que Trotski y la Oposición unida no entendían era que la política estalinista en Gran Bretaña y China, donde se socavó directamente la lucha de clases para fomentar una alianza con las facciones de la burguesía “amigas” de la URSS (la burocracia sindical en Gran Bretaña y el Kuomintang en China), marcaba un paso cualitativo, comparándolo incluso con la actitud oportunista de la IC en Alemania en 1923. Estos acontecimientos expresaban un giro decisivo hacia la inserción del Estado ruso en “el Gran juego” de las potencias mundiales. A partir de entonces, la URSS iba a actuar en la arena mundial como otro contendiente imperialista y la defensa de la URSS se hacía más y más inaceptable desde el punto de vista comunista, puesto que la razón de ser de la URSS de servir como bastión de la revolución comunista mundial se había liquidado.
Estrechamente vinculado a este error estaba la dificultad de Trotski para identificar la punta de lanza de la contrarrevolución. Su defensa de la URSS se basaba en un falso criterio a diferencia de la Izquierda italiana, que consideraba ante todo su papel internacional y sus efectos; tampoco valoraba si la clase obrera conservaba todavía el poder político, teniendo solo en cuenta un criterio puramente jurídico: la persistencia de formas de propiedad nacionalizada en los centros vitales de la economía y el monopolio estatal del comercio exterior. Desde ese punto de vista, Thermidor sólo podía tomar la forma del desalojo de esas expresiones jurídicas y de la vuelta a las de la propiedad privada. Las verdaderas fuerzas “thermidorianas” no podían ser, por lo tanto, esos elementos fuera del partido que presionaban a favor de un retorno de la propiedad privada (o individual), como los kulaks, los NEPmen, los economistas políticos como Ustrialov y sus apoyo más públicos dentro del partido, en particular la fracción en torno a Bujarin. Al estalinismo se le caracterizaba como una forma de centrismo, sin ninguna política propia, balanceándose perpetuamente entre el ala derecha e izquierda del partido. Al erigirse él mismo como defensor de la identificación entre las formas de propiedad nacionalizada y el socialismo, Trotski fue incapaz de ver que la contrarrevolución capitalista podía establecerse sobre las bases de la propiedad estatal. Esto condenó a la corriente que dirigía a malinterpretar la naturaleza del proyecto estalinista y a advertir continuamente sobre el peligro del retorno de la propiedad privada que nunca llegaba (al menos hasta el hundimiento de la URSS en 1991, e incluso entonces, sólo parcialmente). Podemos ver muy claramente este retraso en la comprensión de los acontecimientos a través de la forma en que la Oposición respondió a la declaración de Stalin de la infame teoría del “Socialismo en un solo país”.
El Socialismo en un solo país
y la teoría de la “acumulación socialista primitiva”
El otoño de 1924, en una larga, tediosa y zafia obra titulada Problemas del Leninismo, Stalin formuló la teoría del “socialismo en un solo país”. Basando su argumentación en una sola frase de Lenin de 1915, una frase que de todas formas podría interpretarse de diferentes maneras, Stalin rompió con un principio fundamental del movimiento comunista desde su inicio: que la sociedad sin clases sólo podría establecerse a escala mundial. Su innovación se burlaba de la revolución de Octubre, puesto que, como Lenin y los bolcheviques no se cansaron nunca de decir, la insurrección de los obreros en Rusia era una respuesta internacionalista a la guerra imperialista; y era, y sólo podía ser, el primer paso hacia una revolución proletaria mundial.
La proclamación del socialismo en un solo país no era una mera revisión teórica; era la declaración abierta de la contrarrevolución. El partido Bolchevique se veía atrapado en la contradicción de intereses entre sus principios internacionalistas y las demandas del Estado ruso, que representaba cada vez más las necesidades del capital contra la clase obrera. El estalinismo resolvió esta contradicción de un plumazo: en adelante sólo debería lealtad a los requerimientos del capital nacional ruso, y ¡ay de aquellos en el partido que continuaran adhiriendo a su original misión proletaria!
Dos hechos cruciales habían permitido que la facción estalinista mostrara tan claramente sus intenciones: la derrota de la revolución alemana en 1923 y la muerte de Lenin en enero 1924. Más que cualquier otro de los reveses previos de la oleada revolucionaria de posguerra, la derrota en Alemania en 1923 mostraba que el retroceso del proletariado europeo era más que un asunto temporal, incluso si nadie en ese momento podía predecir cuánto duraría la noche de la contrarrevolución. Esto reforzaba a aquellos para los que la idea de extender la revolución por todo el globo, no sólo era una broma, sino un obstáculo para la tarea de construir a Rusia como potencia militar y económica seria.
Como vimos en el último artículo de esta serie, Lenin ya había iniciado una lucha contra el auge del estalinismo, y no le hubiera desconcertado el abierto abandono del internacionalismo que la burocracia proclamó con un apresuramiento indecente tras su muerte. Ciertamente Lenin solo no hubiera sido una barrera suficiente a la victoria de la contrarrevolución. Como escribió Bilan en la década de 1930, teniendo en cuenta las limitaciones que enfrentaba la revolución rusa, su destino como individuo hubiera sido sin ninguna duda el del resto de la oposición: “Si hubiera sobrevivido, el centrismo hubiera tenido hacia Lenin la misma actitud que tuvo frente a los numerosos bolcheviques que pagaron su lealtad al programa internacionalista de Octubre 1917 con la deportación, la prisión y el exilio” (Bilan nº 18, abril-mayo 1935, p. 610, “L’Etat prolétarien” – traducido por nosotros). Al mismo tiempo, su muerte quitó un obstáculo importante al proyecto estalinista. Una vez Lenin muerto, Stalin no sólo enterró su herencia teórica, sino que se dispuso a crear el culto del “leninismo”. Su famoso “hacemos votos por ti, camarada Lenin” del discurso en el funeral ya marcaba el tono, modelado como si fuera un ritual de la Iglesia ortodoxa. Simbólicamente Trotski estaba ausente del funeral. Se estaba recuperando de una enfermedad en el Cáucaso, pero también fue víctima de una maniobra de Stalin, que procuró que aquél estuviera mal informado sobre la fecha de la ceremonia. De esa forma Stalin podía presentarse ante el mundo como el sucesor natural de Lenin.
Tan crucial como era la declaración de Stalin, y su plena importancia no fue captada inmediatamente en el partido Bolchevique. En parte porque se había planteado discretamente, un tanto enterrada en un indigesto lanzamiento de la “obra teórica” de Stalin. Pero más importante es que los bolcheviques estaban insuficientemente armados teóricamente para combatir esos nuevos conceptos.
Ya hemos señalado en el curso de esta serie que las confusiones entre socialismo y centralización estatal de las relaciones económicas burguesas habían recorrido durante mucho tiempo el movimiento obrero; particularmente en el periodo de la socialdemocracia; y los programas revolucionarios de la oleada revolucionaria de 1917-23 no habían conseguido en absoluto alejar ese fantasma. Pero la marea ascendente de la revolución había mantenido bien alto la visión del auténtico socialismo; sobre todo la necesidad de que se estableciera sobre una base internacional. Al contrario, cuando el retroceso de la revolución mundial dejó plantada a la vanguardia rusa, hubo una tendencia creciente a teorizar la idea de que, desarrollando el sector “socialista” estatalizado de su economía, la Unión soviética podría dar grandes pasos hacia la construcción de una sociedad socialista. La Izquierda Italiana, en el mismo artículo que hemos citado antes, señalaba esa tendencia en algunos de los últimos escritos de Lenin: “Los últimos escritos de Lenin sobre las cooperativas, eran una expresión de la nueva situación, resultado de las derrotas sufridas por el proletariado mundial, y no es extraño en absoluto que echaran mano de ellos los falsificadores que defendían la teoría del socialismo en un solo país”.
Estas ideas fueron desarrolladas y profundizadas por la Oposición de izquierdas, particularmente Trotski y Preobrazhenski, en el “debate sobre industrialización” de mitad de los años 20. Este debate había sido provocado por las dificultades que encontró la NEP, que había expuesto a Rusia a las manifestaciones abiertas de la crisis capitalista, como el desempleo, la inestabilidad de los precios y el desequilibrio entre los diferentes sectores de la economía. Trotski y Preobrazhenski criticaban la cauta política económica del aparato del partido, su dificultad para adaptarse a planes a largo plazo, su relación desmedida con la industria ligera y las operaciones espontáneas del mercado. Para reconstruir la industria soviética sobre bases saludables y dinámicas, argumentaban, era necesario asignar más recursos al desarrollo de la industria pesada, que también requería planes económicos a largo plazo. Puesto que la industria pesada era el núcleo del sector estatal, y el sector estatal se definía como inherentemente “socialista”, el crecimiento industrial se identificaba con el progreso hacia el socialismo, y correspondía así a los intereses del proletariado. Los “industrializadores” de la Oposición de izquierdas estaban convencidos de que ese proceso podría empezarse rápidamente en la economía predominantemente agraria de Rusia, sin llegar a depender demasiado de la importación de tecnología y capital extranjero, sino a través de una suerte de “explotación” de capas del campesinado (en particular las más ricas), por medio de la tasación y la manipulación de precios. Esto generaría suficiente capital para financiar la inversión en el sector estatal y el crecimiento de la industria pesada. Este proceso se describía como “acumulación socialista primitiva”, comparable en su contenido, si no en sus métodos, al periodo de acumulación capitalista primitiva que describió Marx en El Capital. Para Preobrazhenski en particular, la “acumulación socialista primitiva” era nada menos que una ley fundamental de la economía de transición y tenía que entenderse como un contrapeso a la acción de la ley del valor: “Cualquier lector puede contar con sus dedos los factores que contrarrestan la ley del valor en nuestro país: el monopolio del comercio exterior; el proteccionismo socialista; un severo plan de importaciones diseñado en interés de la industrialización; y un intercambio no equivalente con la economía privada, que asegura la acumulación para el sector estatal, a pesar de las condiciones altamente desfavorables creadas por su bajo nivel de tecnología. Pero todos estos factores, dado que tienen sus bases en la economía estatal unificada del proletariado, son los medios externos, las manifestaciones hacia fuera de la ley de la acumulación socialista primitiva” (“Economic notes III: On the Advantage of a theoretical Study of the Soviet Economy”, 1926, publicado en The Crisis of Soviet Industrialization, a collection of Preobrajensky´s essays, editado por Donald A. Filtzer, MacMillan 1980 – traducido por nosotros).
Esta teoría fallaba en dos cuestiones claves:
• era un error fundamental identificar el crecimiento de la industria con las necesidades y los intereses de clase del proletariado, y argumentar que el socialismo surgiría casi de forma automática sobre la base de un proceso de acumulación que, aunque apodado “socialista”, tenía todas las características esenciales de la acumulación capitalista, puesto que estaba basado en la extracción y capitalización incrementada de la plusvalía. La industria, de propiedad estatal o cualquier otra, no puede identificarse al proletariado, al contrario, el crecimiento industrial, llevado a cabo sobre la base de la relación del trabajo asalariado, solo puede significar una explotación creciente del proletariado. Esta falsa identificación de parte de Trotski, iba en paralelo con su identificación entre la clase obrera y el Estado de transición que había teorizado durante el debate sindical de 1921. Su lógica llevaba a dejar al proletariado sin ninguna justificación para defenderse contra las demandas del sector “socialista”. E igual que respecto a la cuestión del Estado, la fracción de la Izquierda italiana en los años 30 fue capaz de mostrar los profundos peligros inherentes en tal identificación. Aunque en esa época compartía algunas de las ilusiones de Trotski acerca de que el sector “colectivizado” de la economía confería un carácter proletario al Estado soviético, no estaba de acuerdo en nada con el entusiasmo de Trotski por el proceso de industrialización en sí, e insistía en que el progreso hacia el socialismo debía medirse, no por la tasa de crecimiento de capital constante, sino por el grado en que la producción se orientaba hacia la satisfacción de las necesidades inmediatas del proletariado (dando prioridad a la producción de bienes de consumo mas que bienes de producción, acortando la jornada de trabajo, etc.). Llevando este argumento un poco más lejos, podíamos decir que el progreso hacia el socialismo exige una subversión total de la lógica del proceso de acumulación.
• En segundo lugar, si Rusia era capaz de dar pasos al socialismo sobre la base de su vasto campesinado, ¿qué papel tenía la revolución mundial? Con la teoría de la “acumulación socialista primitiva” la revolución mundial aparece únicamente como un medio de acelerar un proceso que ya se ha emprendido en un solo país, más que ser una condición sine qua non para la supervivencia política de un bastión proletario. En alguno de sus escritos, Preobrazhenski se acerca peligrosamente a esta conclusión, y esto iba a hacerle peligrosamente vulnerable a la demagogia del “giro a la izquierda” de Stalin a finales de los años 20, cuando parecía que conducía el programa de los “industrializadores” dentro del partido.
Puesto que ella misma arrastraba estas confusiones, no es casual que la corriente de izquierdas en torno a Trotski no comprendiera todo el significado contrarrevolucionario de la declaración de Stalin.
1925-27 el último pulso de la Oposición
De hecho, el primer ataque explícito a la teoría del socialismo en un solo país vino de una fuente inesperada, del antiguo aliado de Stalin: Zinoviev. En 1925 se rompió el triunvirato de Stalin, Zinoviev y Kamenev. Su único factor real de unificación había sido “la lucha contra el trotskismo” (como admitió después Zinoviev); esa pesadilla del “trotskismo” había sido realmente un invento del aparato, destinado esencialmente a preservar la posición del triunvirato en la máquina del partido contra la figura que, después de Lenin, representaba más obviamente el espíritu de la revolución de Octubre: León Trotski. Pero como vimos en el último artículo de esta serie, la afirmación inicial de la Oposición de izquierdas en torno a Trotski se había truncado por su incapacidad para responder al cargo de “faccionalismo” que se les lanzaba desde el aparato, acusación respaldada por las medidas que habían votado todas las tendencias importantes del partido en el Xº Congreso, en 1921.Enfrentada a la opción de constituirse como grupo ilegal (como el Grupo obrero de Miasnikov), o retirarse de cualquier acción organizada dentro del partido, la Oposición adoptó esto último. Pero a medida que la política contrarrevolucionaria del aparato se hizo más abierta, los que mantenían una lealtad a las premisas internacionalistas del bolchevismo – aunque fuera muy tenue en algunos casos –, se vieron impulsados a alinearse abiertamente en su oposición.
La emergencia de la oposición en torno a Zinoviev en 1925 fue una expresión de esto, a pesar de que el repentino “giro a la izquierda” de Zinoviev también reflejaba su ansiedad de mantener su propia posición personal dentro del partido y su base de poder en la maquinaria del partido en Leningrado. Bastante naturalmente, Trotski, que en 1925-26 pasaba por una fase de semirretirada de la vida política, albergaba muchas sospechas hacia esa nueva oposición y permaneció neutral en los primeros intercambios entre estalinistas y zinovietistas, como por ejemplo en el XIVº Congreso, donde estos últimos admitieron que se habían equivocado ampliamente en sus diatribas contra el trotskismo. Sin embargo había un elemento básico de claridad proletaria en las críticas de Zinoviev a Stalin; como ya hemos dicho, aquél denunció entonces la teoría del socialismo en un solo país antes que Trotski, y hablaba del peligro del capitalismo de Estado. Y a medida que la burocracia reforzaba su control sobre el partido y la clase obrera, y particularmente a medida que se hicieron patentes los resultados catastróficos de su política internacional, se hizo más urgente el impulso hacia el agrupamiento en un frente común de los diferentes grupos de oposición.
A pesar de sus recelos, Trotski y sus seguidores juntaron sus fuerzas con los zinovietistas en la Oposición unificada en abril de 1926. La Oposición unificada también incluía al principio al grupo Centralismo democrático de Sapranov; en realidad Trotski reconocía que “la iniciativa de la unificación vino de los Centralistas democráticos. La primera Conferencia con los zinovietistas tuvo lugar bajo la presidencia del camarada Sapranov” (“Our Differences with the Democratic Centralists”, 11 de noviembre de 1928, en The Challenge of the Left Opposition, 1928-29, Pathfinder Press 1981; traducido por nosotros). Sin embargo en un momento en 1926, los centralistas democráticos fueron expulsados, supuestamente por abogar por un nuevo partido, aunque esto no sea muy acorde con las reivindicaciones que contenía la plataforma del grupo en 1927, a la que volveremos más tarde([1]).
A pesar de su acuerdo formal de no organizarse como una fracción, la Oposición de 1926 se vio obligada a constituirse como una organización distinta, con sus propias reuniones clandestinas, guardaespaldas y correos; y al mismo tiempo hizo una tentativa, mucho más determinada que la oposición de 1923, para hacer llegar su mensaje, no a los líderes, sino a las bases del partido. Sin embargo, cada vez que daba un paso en dirección a constituirse como una fracción definida, el aparato del partido redoblaba sus maniobras, calumnias, degradaciones y expulsiones. La primera oleada de esas medidas represivas vino cuando los espías del partido descubrieron una reunión de la Oposición en los bosques de las afueras de Moscú el verano de 1926. La respuesta inicial de la Oposición fue reiterar sus críticas a la política del régimen en Rusia y en el extranjero, y llevar su caso a las masas del partido. En septiembre y octubre, delegaciones de la Oposición hablaron en reuniones de células de fábrica por todo el país. La más famosa fue la de la fábrica de aviones de Moscú, donde Trotski, Zinoviev, Piatakov, Radek, Sapranov y Smilga, defendieron los puntos de vista de la Oposición contra los gritos de protesta y los abusos contra ellos de los gorilas del aparato. La respuesta de la maquinaria estalinista fue aún más retorcida: procuró eliminar a los líderes de la Oposición de sus puestos importantes en el partido. Sus advertencias contra la Oposición se hicieron más y más explícitas, sugiriendo, no solo la expulsión del partido, sino la eliminación física. El ex oposicionista Larin dijo en voz alta en la XVª Conferencia del partido, en octubre-noviembre de 1926, los pensamientos ocultos de Stalin: “O la Oposición es excluida del partido y legalmente suprimida, o la cuestión se saldará a tiros en las calles, como hicieron los Socialistas revolucionarios de izquierda en Moscú en 1918” (citado en Daniels, The Conscience of the revolution: Communist Opposition in Soviet Rusia, Simon and Schuster, 1960, pag. 282 – traducido por nosotros).
Pero como ya hemos dicho, la Oposición de Trotski también estaba entorpecida por sus propios errores fatales: su lealtad obstinada a la prohibición de facciones adoptada en el Congreso del partido de 1921 y sus dudas para ver la verdadera naturaleza contrarrevolucionaria de la burocracia estalinista. Tras la condena de sus manifestaciones en las células de fábrica en Octubre, los líderes de la Oposición firmaron un acuerdo admitiendo que habían violado la disciplina del partido y renunciando a una futura actividad “faccional”. En el Comité ejecutivo de la IC en diciembre, la última vez que se permitió a la Oposición plantear su caso ante la Internacional, Trotski se vio de nuevo paralizado por su negativa a poner en cuestión la unidad del partido. Como plantea A. Ciliga: “No obstante la brillantez polémica de su oratoria, Trotski envolvió su exposición del debate con demasiada prudencia y diplomacia. La audiencia fue incapaz de comprender, en profundidad, la tragedia de las diferencias que separaban a la Oposición de la mayoría. La Oposición – y esto me chocó en ese momento – no era consciente de su debilidad e incluso tendía a subestimar la magnitud de su derrota, negándose a extraer lecciones de ella. Mientras la mayoría, dirigida por Stalin y Bujarin, maniobraba para tratar de excluir totalmente a la Oposición, ésta se esforzaba continuamente en conseguir compromisos y arreglos amistosos. Esta política vacilante de la oposición contribuyó a ocasionar si no su derrota, sí al menos a debilitar su resistencia» (El Enigma ruso, inicialmente publicado, en 1938, como Au pays du grand mensonge – En el país de la gran mentira –, pp. 7 y 8 de la edición inglesa de 1979).
Otro tanto sucedió a finales de 1927, cuando espoleada por el fracaso cosechado en China por la burocracia, la Oposición formuló su plataforma oficial para el XVº Congreso. Esta tentativa fue saboteada por una maniobra típica del aparato. La Oposición se había visto obligada a editar esa Plataforma en una imprenta clandestina. Cuando la GPU registró dicha imprenta, descubrió “casualmente” que en ella trabajaba un “oficial de Wrangel” relacionado con contrarrevolucionarios extranjeros. Lo bien cierto es que dicho “oficial” era, en realidad, un agente provocador de la propia GPU, pero eso no impidió que el aparato explotara este descubrimiento para desprestigiar a la Oposición. Sometida a una presión cada vez más intensa, la Oposición decidió, una vez más, apelar directamente a las masas, tomando la palabra en diversos mítines y reuniones del partido y, sobre todo, participando, con sus propias pancartas, en las manifestaciones que tuvieron lugar en noviembre de 1927 para conmemorar la revolución de Octubre. En ese mismo momento, la Oposición realizó un último intento de sacar a la luz el testamento de Lenin. O sea una reacción débil y tardía. La gran mayoría de los trabajadores había caído ya en una apatía política y apenas podía diferenciar lo que separaba a la Oposición del régimen. El propio Trotski se dio cuenta, a diferencia de Zinoviev que en ese momento atravesaba una fase de fugaz optimismo, de que las masas estaban hastiadas de la lucha revolucionaria, y que estaban más predispuestas a dejarse llevar por las promesas de socialismo en Rusia que les hacía Stalin, que por los llamamientos a nuevos combates políticos. En todo caso también es verdad que la Oposición fue incapaz de presentar una alternativa revolucionaria netamente diferenciada, como puede apreciarse a través de la timidez de las consignas que figuraban en sus pancartas de las manifestaciones de noviembre, en las que figuraban eslóganes como «Abajo el Ustrayalovismo», «Contra la división»,... reclamando, en definitiva, la necesidad de la «unidad leninista» en el partido, precisamente en un momento en el que el partido de Lenin estaba siendo absorbido por la contrarrevolución. Hay que decir que, una vez más, los estalinistas no demostraron esa misma tibieza. Sus matones prodigaron agresiones en muchas de las manifestaciones de ese día y, poco más tarde, Trotski y Zinoviev resultaban fulminantemente excluidos del partido, iniciándose con ello una espiral de expulsiones, exilios, encarcelamientos..., que acabó, finalmente, en el aplastamiento de los vestigios proletarios del partido Bolchevique.
Lo que resultó más desmoralizante es que esa represión masiva sembró el desánimo en las filas de la Oposición. Poco después de su expulsión se rompió la alianza entre Trotski y Zinoviev. El componente más débil de esa alianza, es decir Zinoviev, Kamenev, y la mayoría de sus seguidores, capitularon cobardemente, confesaron sus «errores», y suplicaron su readmisión en el partido. La mayoría del ala derecha trotskista se rindió igualmente en ese momento([2]).
Destrozada ya el ala izquierda del Partido, Stalin se volvió contra sus aliados de derecha, o sea los bujarinistas, cuya política era más abiertamente favorable al capitalismo privado y el kulak. Debiendo enfrentar diversos problemas económicos inmediatos, en particular la llamada “escasez de artículos”, pero sobre todo presionado por la necesidad de un desarrollo de las capacidades militares de Rusia, en un mundo que se dirigía hacia nuevas conflagraciones imperialistas, Stalin anunció su “giro a la izquierda”, es decir un repentino bandazo hacia una industrialización a marchas forzadas y hacia la “liquidación del kulak como clase”, lo que quería decir la expropiación forzosa del grande y del mediano campesino.
Este nuevo bandazo de Stalin, acompañado de una ensordecedora campaña contra el “peligro derechista” en el partido, acabó por diezmar aún más las filas de la Oposición. Militantes como Preobrazhenski, decididos partidarios de la industrialización como la clave para avanzar hacia el socialismo, se dejaron llevar rápidamente por la idea de que Stalin estaba aplicando, objetivamente, el programa de la izquierda, por lo que urgió a los trotskistas a que reintegraran el redil del partido. Ese fue el destino político de la teoría de la “acumulación socialista primitiva”.
Los acontecimientos de 1927-28 fueron la marca de un giro evidente. El estalinismo había triunfado destruyendo cualquier fuerza de oposición en el partido, y ya no existían obstáculos que le impidieran conseguir su programa fundamental: construir una economía de guerra sobre la base de un capitalismo de Estado más o menos completo. Esto significaba la muerte del partido Bolchevique, totalmente fusionado con la burocracia del capitalismo de Estado. Su siguiente golpe sería el de reafirmar su dominación definitiva sobre la Internacional, enteramente convertida en instrumento de la política exterior rusa. Cuando en su VIº Congreso (agosto de 1928), la IC adoptó la tesis del “socialismo en un solo país” estaba certificando su propia defunción, como antes (en 1914) lo hiciera la Internacional socialista. Eso no quita para que – tal y como sucedió tras el desastre de 1914 – los estertores agónicos de los diferentes partidos comunistas fuera de Rusia se prolongaran durante varios años hasta que, a mediados de los años 30, todos ellos acabaron expulsando a sus propias oposiciones de izquierda y adoptando sin rodeos una postura de defensa del capital nacional en preparación del segundo holocausto mundial.
La ruptura de Trotski con la Izquierda comunista
El precedente análisis puede hoy parecer claro, pero fue entonces objeto de una acalorada discusión en los círculos de la oposición que habían conseguido sobrevivir. En 1928-29, esta discusión se polarizó sobre todo en el debate que mantuvieron Trotski y los miembros del grupo Centralismo democrático (los “decistas”) cuya influencia en las filas de los seguidores de Trotski era cada vez mayor, como lo prueba la cantidad de energía que éste empleó en rebatir los errores “ultraizquierdistas” y “sectarios” de aquellos.
Los “decistas” existían desde 1919 y se habían caracterizado por una crítica implacable de los riesgos de la burocratización en el partido y en el Estado. Tras ser expulsados de la Oposición unida, presentaron una plataforma propia en el XVº Congreso del partido, “delito” que les valió ser excluidos fulminantemente de él. Según explicaba Miasnikov en el periódico francés l’Ouvrier communiste en 1929, esta plataforma firmada por «El Grupo de los Quince»([3]), significaba una evolución respecto a las posiciones que anteriormente habían defendido los “decistas”, lo que indicaba que Sapranov se había ido acercando a las posiciones del Grupo obrero del propio Miasnikov : «En sus puntos más importantes, en su estimación de la naturaleza del Estado de la URSS, sus concepciones sobre el Estado obrero, el programa de los Quince está muy cercano a la ideología del Grupo obrero».
A primera vista esta Plataforma no difiere mucho de las posiciones contenidas en la de la Oposición unida, aunque es verdad que va mucho más lejos en la denuncia del régimen opresivo que sufrían los obreros en las fábricas, el crecimiento del desempleo, la pérdida de toda vida proletaria en los soviets, la degeneración del régimen interior en el partido, y los catastróficos resultados de la política del “socialismo en un sólo país” a nivel internacional. Pero aún planteaba una reforma radical del régimen, identificándose con las propuestas de una aceleración de la industrialización, y presentando toda una serie de medidas destinadas a regenerar el partido y restaurar el control proletario sobre el Estado y sobre la economía. En ningún momento plantea la formación de un nuevo partido ni una lucha directa contra el Estado. Lo que sí resulta significativo es que este documento trata de ir a la raíz del problema del Estado, reafirmando la crítica marxista a la debilidad que supone el Estado como instrumento de la revolución proletaria, y alertando sobre las consecuencias de un Estado totalmente desvinculado de la clase obrera. Es más, cuando aborda la cuestión de la propiedad estatal, señala que ésta no tiene nada de fundamentalmente socialista: «Para nuestras empresas estatales, la única garantía de que no vayan en una dirección capitalista es la existencia de la dictadura del proletariado. Unicamente si esa dictadura se hunde o degenera puede alterarse esa dirección. Por ello representan una sólida base para la construcción del socialismo. Pero eso no significa que sean ya socialistas... Caracterizar tales formas de industria, en las que la fuerza de trabajo continúa siendo una mercancía, de socialismo o aún siquiera de formas inacabadas de socialismo de mala calidad, equivaldría a falsear la realidad, desacreditar el socialismo a los ojos de los trabajadores, confundir las tareas actuales con las definitivas y disfrazar la NEP como socialismo». En definitiva que sin dominación política del proletariado la economía, incluyendo el sector estatalizado, se encaminaría necesariamente en un sentido capitalista. Sobre eso, Trotski nunca tuvo mucha claridad pues pensaba que la propiedad nacional garantizaría, por sí misma, el carácter proletario del Estado. Por último, la Plataforma de los Quince demostraba una mayor conciencia sobre la inminencia de un Thermidor, planteando de hecho que la liquidación definitiva del partido por parte de la facción estalinista supondría poner punto final al carácter proletario del régimen: “La burocratización del partido, el extravío de sus dirigentes, la fusión del aparato del partido con la burocracia gubernamental, la reducción de la influencia del elemento obrero del partido, la intromisión del aparato gubernamental en las luchas internas del partido... todo esto pone de manifiesto que el Comité central ha traspasado ya, con su política, la etapa de amordazar el partido y ha empezado ya la de su liquidación, transformándolo en un aparato auxiliar del Estado. Esta liquidación significaría el final de la dictadura del proletariado en la URSS. El partido es la vanguardia y el instrumento esencial de la lucha de la clase obrera. Sin él no puede lograrse la victoria, ni siquiera puede mantenerse la dictadura del proletariado”.
Es verdad que la Plataforma de los Quince mostraba aún una cierta subestimación de la amplitud del triunfo que el capitalismo había ya logrado en la URSS, pero no es menos cierto que cuando llegaron los acontecimientos de 1928-29, los decistas, o al menos buena parte de ellos, pudieron deducir más rápidamente sus verdaderas implicaciones: la destrucción de la oposición a manos del terror estatal estalinista significaba que el partido bolchevique se había convertido en un “cadáver hediondo” como lo describió el “decista” V. Smirnov, y eso implicaba que no había nada ya que defender en ese régimen. Trotski combatió esa apreciación en su carta “Nuestras diferencias con los Centralistas democráticos”, en la que escribía al “decista” Borodai: “sus compañeros de Jarkov, según me han informado, se han dirigido a los trabajadores con un llamamiento basado en la falsedad de que la revolución de Octubre y la dictadura del proletariado han sido ya liquidadas. Este Manifiesto, esencialmente falso, ha causado el mayor de los perjuicios a la Oposición”. Cuando Trotski habla de “perjuicio” se refiere, sin duda, a que un sector cada vez más numeroso de la Oposición estaba llegando a esas mismas conclusiones.
Igualmente los “decistas” comprendieron que no había nada de socialista en el súbito “giro a la izquierda” de Stalin, por lo que pudieron resistir mejor la oleada de capitulaciones causadas por éste, lo que no quiere decir que resultaran completamente indemnes, que no sufrieran divisiones, etc. Según contaron Ciliga y otros, el propio Sapranov capituló en 1928 convencido de que la ofensiva contra los kulaks significaba un cierto giro hacia una política socialista. Sin embargo también hay indicios que muestran que pronto se dio cuenta del carácter capitalista de Estado del programa de industrialización de Stalin. Miasnikov refirió, en sus artículos de 1929 en L’Ouvrier communiste, que Sapranov había sido arrestado ese mismo año. También anunció que se había producido un reagrupamiento entre el Grupo obrero, el Grupo de los Quince, y lo que quedaba de la Oposición obrera. En cuanto a Smirnov su comportamiento evolucionó de manera completamente diferente:
«El joven decista Volodia Smirnov llegó incluso a afirmar que “nunca ha habido una revolución proletaria ni una dictadura del proletariado en Rusia, que simplemente se trató de una ‘revolución popular’ desde abajo y una dictadura desde arriba. Lenin jamás fue un ideólogo del proletariado, sino que, desde el principio hasta el final, fue un ideólogo de la intelligentsia”. Estas ideas están relacionadas con un punto de vista muy extendido según el cual el mundo se encamina directamente hacia un nuevo orden social: el capitalismo de Estado, en el que la burocracia sería la nueva clase dominante. Pone al mismo nivel a la Rusia soviética, la Turquía de Kemal, la Italia fascista, la Alemania que marcha hacia el hitlerismo, y la Norteamérica de Hoover-Roosevelt. “El comunismo es un fascismo extremo, el fascismo es un comunismo moderado” escribió en su artículo ‘El comfascismo’. Esta forma de ver las cosas ensombrece las fuerzas y las perspectivas del socialismo. La mayoría de la fracción decista, Davidov, Shapiro, etc., consideraron que la herejía del joven Smirnov superaba todos los límites y fue expulsado del grupo en medio de un escándalo» (Ciliga, obra citada, pág. 280-282).
Ciliga añadió que no resulta difícil ver la idea de una “nueva clase” de Smirnov como un antecedente de las teorías de Burnham. Del mismo modo, su visión de Lenin como un ideólogo de la intelligentsia fue posteriormente retomada por los comunistas de consejos. Lo que inicialmente podía haber sido un análisis muy válido – la tendencia universal al capitalismo de Estado en la fase de decadencia del capitalismo – se convirtió, dadas las circunstancias de derrota y confusión que entonces reinaban, en un camino hacia el abandono del marxismo.
Otro tanto puede decirse de los elementos de la izquierda comunista rusa que llamaron a la constitución inmediata de un nuevo partido. Es cierto que actuaban guiados por una preocupación justa pero daban la espalda a la realidad de aquel período. Un nuevo partido no puede ser creado por un acto puramente voluntarista en un período de profunda derrota de la clase obrera mundial. Lo que exigía aquel momento era la constitución de fracciones de izquierda, capaces de preparar las bases programáticas del nuevo partido, para cuando las condiciones de la lucha de clases internacional lo hicieran posible. Sólo la Izquierda italiana sería capaz de sacar, de manera consecuente, esta conclusión.
Todos estos hechos ponen de manifiesto las terribles dificultades a las que se enfrentaron los grupos de oposición a finales de los años 20 abocados, cada vez más, a desarrollar su trabajo de análisis en las cárceles de la GPU que, paradójicamente, se habían convertido en un oasis de debate político en un país silenciado por un terror estatal sin precedentes. Pero en medio de ese drama general de capitulaciones y divisiones también se abrió paso un proceso de convergencia en torno a las posiciones más claras de la izquierda comunista, un proceso en el que estaban implicados los “decistas”, así como los elementos supervivientes del Grupo obrero y de la Oposición obrera, y también los “intransigentes” de la oposición trotskista. El propio Ciliga que pertenecía al ala más radical de ésta, describió así su ruptura con Trotski en el verano de 1932, tras recibir un importante texto programático de éste titulado “Los problemas del desarrollo de la URSS; esbozo de un programa de la Oposición de izquierdas internacional ante la cuestión rusa”: «Desde 1930, ella (el ala izquierda de la corriente trotskista) esperaba que su dirigente hablara claro y declarara que el actual Estado soviético no tiene nada que ver con un Estado obrero. Ahora tenemos que ya desde el primer capítulo de su programa, Trotski lo define inequívocamente como un “Estado proletario”. Más adelante nos encontramos con un nuevo revés para el ala izquierda cuando al tratar el tema del Plan quinquenal, el programa defiende tajantemente su carácter socialista tanto de sus objetivos como de sus métodos... Ya no cabe esperar que Trotski pueda distinguir alguna vez entre burocracia y proletariado, entre capitalismo de Estado y socialismo. Para todos aquellos “negadores” de la izquierda a los que les resulta imposible identificar con el socialismo lo que hoy se está dando en Rusia, no queda más salida que romper con Trotski y abandonar el colectivo trotskista. Cerca de diez – entre los que me incluyo – tomamos una decisión en ese sentido... Tras haber compartido tanto la ideología como los combates de la Oposición Rusa, he acabado llegando a la conclusión – como tantos otros antes que yo y otros tantos harán después – de que Trotski y sus seguidores están demasiado estrechamente atados al régimen burocrático de la URSS para poder luchar contra ese régimen hasta sus últimas consecuencias... para él (Trotski) la tarea de la Oposición debe ser la de mejorar, que no destruir, el sistema burocrático; y luchar contra los “privilegios exagerados” y “la extrema desigualdad en las condiciones de vida”, pero no luchar contra todos los privilegios y todas las desigualdades.
“¿Oposición burocrática o proletaria?” Así titulé el artículo que escribí en prisión y en el que expresé mi cambio de actitud hacia el trotskismo. En adelante pertenezco al campo del ala más de extrema izquierda de la oposición rusa: “Centralismo democrático”, “Oposición obrera”, “Grupo obrero”.
Lo que a la Oposición la separa de Trotski no es únicamente cómo juzga el sistema o cómo comprende los problemas actuales sino, sobre todo, qué papel atribuye al proletariado en la revolución. Para los trotskistas es el partido, para la extrema izquierda el verdadero agente de la revolución es la clase obrera. En las luchas entre Stalin y Trotski tanto en lo referente a la política del partido como respecto a la dirección personal de éste, el proletariado apenas ha representado el papel de un sujeto pasivo. A los grupos de comunistas de extrema izquierda, en cambio, lo que nos interesa son las condiciones reales de la clase obrera, el papel que realmente tiene en la sociedad soviética, y el que debería asumir en una sociedad que se plantee verdaderamente la tarea de la construcción del socialismo. Las ideas y la vida política de estos grupos me abren nuevas perspectivas y me hacen enfrentar cuestiones desconocidas en la oposición trotskista: ¿cómo puede el proletariado emprender la conquista de los medios de producción arrebatados a la burguesía? ¿cómo puede controlar eficazmente tanto al partido como al gobierno, estableciendo una democracia obrera y salvaguardando la revolución de la degeneración burocrática?».
Es cierto que las conclusiones de Ciliga desprenden cierto aroma consejista y que en sus últimos años éste acabó también desilusionándose del marxismo. Pero eso no impide reconocer en sus textos una fide digna descripción de un auténtico proceso de clarificación proletaria en unas condiciones de lo más adversas. Fue desde luego una tragedia que muchos de los resultados de ese proceso se perdieran y que no tuvieran un impacto inmediato sobre el desmoralizado proletariado ruso. Algunos, por descontado, desprecian ese esfuerzo como irrelevante o lo desdeñan presentándolo como una manifestación más de la naturaleza sectaria y abstencionista de la izquierda comunista. Pero los revolucionarios trabajan a escala histórica, y la lucha que los comunistas de izquierda rusos desarrollaron para poder comprender las razones de la terrible derrota que habían padecido conserva una gran importancia teórica y es más relevante, si cabe, para la actividad de los revolucionarios actuales. Démonos simplemente cuenta de lo nefasto que resultó que en lugar de las tesis de los intransigentes, lo que tuviera una mayor influencia en el movimiento de la oposición fuera de Rusia, fueran las tentativas de Trotski por reconciliar lo irreconciliable, por encontrar algo de obrero en el régimen estalinista. Esta incapacidad para reconocer que el Thermidor había concluido tuvo desastrosas consecuencias, contribuyendo a la traición definitiva de la corriente trotskista cuando, a través de la ideología de la «defensa de URSS», llamó al proletariado a participar en la IIª Guerra mundial.
Tras el silenciamiento de la Izquierda comunista rusa, la búsqueda para resolver el “enigma ruso”, durante los años 30 y 40, fue asumida fundamentalmente por revolucionarios de otros países, cuyos debates y análisis abordaremos en el próximo artículo de esta serie.
CDW
[1] De hecho todavía no se ha podido desvelar una parte importante de la historia de los “decistas” y de otras corrientes de la izquierda en Rusia. Hacerlo requiere un gran esfuerzo de investigación. Un simpatizante de la CCI, Ian, se había volcado en una vasta investigación sobre la Izquierda comunista rusa, estando especialmente persuadido de la importancia del grupo de Sapranov. Desgraciadamente falleció en 1997 antes de poder completar esas investigaciones. La CCI está intentando asumir, al menos, una parte de ese trabajo. También confiamos en que la emergencia de un medio político proletario en Rusia pueda facilitar el desarrollo de esta investigación.
[2] No fueron estos, sin embargo, los primeros opositores que claudicaron ante el régimen estalinista. Un año antes, los líderes de la Oposición obrera (Mevdiev, Shliapnikov y Kollontai), así como uno de los más decididos miembros de la Izquierda comunista y de Centralismo democrático (Ossinski), junto a la esposa de Lenin (Krupskaya), ya habían renunciado a cualquier actividad de oposición.
[3] La Plataforma del Grupo de los Quince fue publicada por primera vez fuera de Rusia, a principios de 1928, por una rama de la Izquierda italiana que venía editando el periódico Réveil communiste (Despertar comunista) desde finales de los años 20. Apareció traducida al alemán y al francés bajo el título En vísperas de Thermidor, Revolución y contrarrevolución en la Rusia de los Soviets, Plataforma de la Oposición de izquierda en el partido Bolchevique (Sapranov, Smirnov, Obhorin, Kalin, etc). La CCI se propone publicar próximamente una versión en inglés de dicho texto.,...)))...
XI - 1933-1946: 1933-1946 : el enigma ruso y la Izquierda Comunista Italiana
Enviado por Revista Interna... el
La Izquierda comunista es en gran medida el producto de las fracciones del proletariado que representaron la mayor amenaza para el capitalismo durante la oleada revolucionaria internacional que siguió a la guerra de 1914-1918, o sea, del proletariado de Rusia, Alemania e Italia. Estas secciones “nacionales” hicieron la contribución más significativa para el enriquecimiento del marxismo en el contexto del nuevo periodo histórico de decadencia capitalista inaugurado por la guerra. Pero los que tan alto se alzaron fueron también quienes más bajo cayeron. Ya hemos visto en precedentes artículos de esta serie cómo las corrientes de izquierda del Partido bolchevique, tras su primera tentativa heroica para resistir los asaltos de la contrarrevolución estalinista, fueron casi completamente barridas por esta, dejando a los grupos de izquierda situados fuera de Rusia la labor de proseguir el análisis del fracaso de la Revolución rusa y de definir la naturaleza del régimen que había usurpado su nombre. En esta tarea, las fracciones alemana e italiana de la Izquierda comunista desempeñaron un papel absolutamente primordial, si bien es cierto que no fueron las únicas (el artículo precedente de esta serie, por ejemplo, describió la emergencia de una corriente comunista de izquierda en Francia en los años 1920-1930 y su contribución a la comprensión de la cuestión rusa).
Pero aunque el proletariado sufrió importantes derrotas al mismo tiempo en Italia y en Alemania, fue sin duda el proletariado alemán – el cual tenía efectivamente en sus manos el destino de la revolución mundial en 1918/1919 – el que fue masacrado con mayor brutalidad y sangre vertida por los esfuerzos combinados de la socialdemocracia, el estalinismo y el nazismo. Este hecho trágico, al tiempo que una debilidad teórica y organizativa que se remonta a los inicios de la oleada revolucionaria e incluso antes, contribuyó a un proceso de disolución no menos devastador que el que vivió el movimiento comunista en Rusia.
Sin entrar en una discusión para saber por qué fue la Izquierda italiana la que mejor sobrevivió al naufragio causado por la contrarrevolución, queremos refutar una leyenda cultivada por aquellos que no solo pretenden ser los herederos exclusivos de la Izquierda italiana sino que además reducen la Izquierda comunista, que de hecho fue una expresión internacional de la clase obrera, únicamente a su rama italiana. Los grupos bordiguistas que expresan más claramente esta actitud, reconocen sin duda la importancia de la componente rusa del movimiento marxista durante la oleada revolucionaria y los acontecimientos que siguieron, pero amputan a un buen numero de corrientes de izquierda de entre las más significativas que vivieron en el seno del Partido bolchevique (Ossinski, Miasnikov, Sapranov, etc.) y tienden a referirse solo de forma positiva cuando hablan de los líderes “oficiales” tales como Lenin o Trotski. Por lo que se refiere a la Izquierda alemana, el bordiguismo repite las deformaciones acumuladas contra ella por la Internacional comunista: que era anarquista, sindicalista, sectaria, etc., y precisamente en una época en la que la Internacional comunista empezó a abrir sus puertas al oportunismo. Para estos grupos, es lógico concluir que no hay lugar para debatir con las corrientes que provienen de esa tradición o que intentan realizar una síntesis de las contribuciones de las diferentes izquierdas.
Esta no fue en modo alguno la actitud adoptada por Bordiga, ya sea en los primeros años de la oleada revolucionaria, cuando el periódico Il Soviet abría sus páginas a todos aquellos que formaban parte de la Izquierda alemana o se encontraban en su órbita tales como Gorter, Pannekoek y Pankhurst; o bien en el periodo de retroceso, como en 1926, cuando Bordiga respondía muy fraternalmente a la correspondencia recibida del grupo de Korsch.
La Fracción italiana mantuvo esta actitud durante los años 1930. Bilan fue muy crítico respecto a las fáciles denigraciones que planteó la IC sobre la Izquierda germano-holandesa y abrió voluntariamente sus columnas a las contribuciones de esta corriente, como hizo por ejemplo para temas como el periodo de transición. Si bien es cierto que mantuvo profundos desacuerdos con los “internacionalistas holandeses” los respetó como una auténtica expresión del proletariado revolucionario.
Con la distancia que da el tiempo, podemos decir que sobre numerosas cuestiones cruciales, la Izquierda germano-holandesa llegó más rápidamente que la Izquierda italiana a conclusiones correctas: por ejemplo, sobre la naturaleza burguesa de los sindicatos; sobre la relación entre el partido y los consejos obreros; y sobre la cuestión tratada en este artículo: la naturaleza de la URSS y la tendencia general hacia el capitalismo de Estado.
En nuestro libro sobre la Izquierda holandesa, por ejemplo, señalamos que Otto Rühle, una de las principales figuras de la Izquierda alemana, había llegado a conclusiones muy avanzadas sobre el capitalismo de Estado desde 1931. «Uno de los primeros teóricos del comunismo de consejos que examinó en profundidad el fenómeno del capitalismo de estado fue Otto Rühle. En un encomiable libro de vanguardia, publicado en Berlín en 1931 bajo el seudónimo de Karl Steuermann, Rühle demostró que la tendencia hacia el capitalismo de Estado era irreversible y que ningún país podía evitarla, a causa de la naturaleza mundial de la crisis. El camino seguido por el capitalismo no era un cambio de naturaleza, sino de forma, con el objetivo de asegurar su supervivencia en tanto que sistema: “la formula para la salud del mundo capitalista es: cambio de forma, transformación de dirigentes, lavado de cara, sin renunciar a su objetivo principal que es la ganancia. La cuestión es buscar un medio que permita al capitalismo continuar a otro nivel, en otra etapa de evolución.”
«Rühle plateó, grosso modo, tres formas de capitalismo de Estado correspondientes a diferentes niveles de desarrollo. A causa de su retraso económico, Rusia representaría la forma extrema de capitalismo de Estado: “la economía planificada se introdujo en Rusia antes que la economía capitalista liberal hubiera llegado a su cenit, antes que su proceso vital la condujera a la senilidad.” En el caso de Rusia, el sector privado fue totalmente controlado y absorbido por el Estado. En una economía capitalista más desarrollada como Alemania, ocurre lo contrario, el capitalismo privado tomó el control del Estado. Pero el resultado final fue idéntico: el reforzamiento del capitalismo de Estado. “Hay una tercera vía para llegar al capitalismo de Estado. No por la expropiación del capital por el Estado, sino por lo contrario: el capital privado se adueña del Estado.”
«El segundo método que podría ser considerado como una “mezcla” de los dos, corresponde a la apropiación gradual por el Estado de sectores del capital privado: “[el Estado] conquista una influencia creciente sobre el conjunto de la industria: poco a poco se convierte en el director de orquesta de toda la economía”.
«De todas formas, el capitalismo de Estado no puede ser en ningún caso una “solución” para el capitalismo. No representa más que un paliativo ante la crisis del sistema: “el capitalismo de Estado es siempre capitalismo (...) incluso bajo la forma de capitalismo de Estado, el capitalismo no puede esperar prolongar por largo tiempo su existencia. Las mismas dificultades y los mismo conflictos que le obligan a ir de la forma privada hacia la forma estatalizada reaparecen a un nivel superior.” Ninguna “internacionalización” del capitalismo podrá resolver los problemas del mercado: “la supresión de la crisis no es un problema de racionalización, de organización o de producción de crédito, es pura y simplemente el problema de vender.”»
A pesar de que, como precisa nuestro libro, la posición de Rühle contenía una contradicción en la medida en que él veía también al capitalismo de Estado como una especie de forma “superior” del capitalismo que prepararía la vía hacía el socialismo, su libro sigue siendo “una contribución de primer orden al marxismo”. En particular, cuando presenta al capitalismo de Estado como una tendencia universal del nuevo período, establece las bases para destruir la ilusión según la cual el régimen estalinista en Rusia representaría una excepción total respecto del resto del sistema mundial.
Rühle encarnaba al mismo tiempo las debilidades de la Izquierda alemana tanto como las indudables fuerzas que contenía. Primer delegado del KAPD al IIº Congreso de la Internacional comunista en 1920, Rühle vivió en primera línea la terrible burocratización que ya se había apoderado del Estado soviético. Pero, sin tomarse el tiempo de intentar comprender los orígenes de este proceso en el trágico aislamiento de la revolución, Rühle abandonó Rusia sin siquiera intentar defender las posiciones de su partido ante el Congreso, y rechazó inmediatamente cualquier posición de solidaridad con el asediado bastión ruso. Excluido del KAPD por esta transgresión, comenzó a desarrollar las bases del “consejismo”: la revolución rusa no era más que otra revolución burguesa, la forma de partido no servía más que a tales revoluciones; todos los partidos políticos eran burgueses por esencia, y por ello, era necesario fusionar los órganos económicos y políticos de la clase en una misma organización “unificada”. Muchos militantes en el seno de la Izquierda alemana no aceptaron estas ideas a lo largo de los años 20, e incluso durante los años 30, no fueron aceptadas universalmente entre todos los componentes del comunismo de consejos, como puede verse en el texto extraído de Räte Korrespondenz que hemos publicado en la Revista internacional nº 105. Pero, sin duda, tales posiciones causaron importantes estragos en la Izquierda germano-holandesa y aceleraron enormemente su hundimiento organizativo. Al mismo tiempo, al negar el carácter proletario de la Revolución rusa y del Partido bolchevique, tales posiciones bloquearon la posibilidad de comprender el proceso de degeneración al que ambos sucumbieron. Estas posiciones reflejan también, el peso real del anarquismo en el movimiento obrero alemán, y por ello permitieron que fuera mucho más fácil amalgamar toda la tradición de la Izquierda alemana con el anarquismo.
La Izquierda italiana: paulatim sed firmiter *
En el artículo precedente de esta serie, vimos que, en el seno del medio político que rodeaba la Oposición de izquierdas de Trotski, e incluso entre los grupos que se orientaban hacia las posiciones de la Izquierda comunista, existía una enorme confusión sobre la cuestión de la URSS a finales de los años 1920 y en el curso de los años 1930; en particular respecto a la idea de que la burocracia era una especie de nueva clase, no prevista por el marxismo, y ciertamente no era ésta la menor. Teniendo en cuenta la enorme debilidad teórica de la Izquierda germano-holandesa, no es sorprendente que la Izquierda italiana abordara este problema con enorme prudencia. Respecto a otros muchos grupos proletarios, esta reconoció muy lentamente la verdadera naturaleza de la Rusia estalinista. Pero, en la medida en que estaba firmemente anclada en el método marxista, sus últimas conclusiones fueron más coherentes y más profundas.
La Fracción abordó el “enigma ruso” del mismo modo que había abordado otros aspectos del “balance” que debía realizarse de los combates revolucionarios del período que siguió a la Primera Guerra mundial, y en consecuencia de todas las trágicas derrotas que sufrió la clase obrera; con paciencia y con rigor, evitando todo juicio precipitado, basándose en las lecciones históricas que los combates de clase habían establecido antes de poner en cuestión posiciones difícilmente alcanzadas. Respecto a la naturaleza de la URSS, la Fracción se situó en continuidad directa con la respuesta de Bordiga a Korsch, texto que examinamos en el anterior artículo de la serie: para ella lo que estaba claramente establecido, era el carácter proletario de la revolución de Octubre y del Partido bolchevique que la dirigió. De hecho, podemos decir que la comprensión profunda que tenía la Fracción sobre el período histórico abierto por la Primera Guerra mundial – la época de la decadencia del capitalismo – le permitió ver, más claramente que a Bordiga, que sólo la revolución proletaria estaba al orden del día de la historia, en todos los países. Por tanto, no perdió ni un minuto en especulaciones sobre el carácter “burgués” o “doble” de la Revolución rusa. Una idea que, como vimos, tuvo un impacto creciente en la Izquierda germano-holandesa. Para Bilan, rechazar el carácter proletario de la revolución de Octubre no podía ser más que el resultado de una especie de “nihilismo proletario”, de una verdadera perdida de confianza en la capacidad de la clase obrera para cumplir su propia revolución (la formula está extraída de un artículo de Vercesi: “El Estado soviético” de la serie “Partido, Internacional, Estado” en Bilan nº 21).
Nada de esto puede hacernos presuponer que la Fracción estuviera “casada” con la noción de “invariación del marxismo” tras 1848, noción que se ha convertido en un credo para los bordiguistas de hoy en día. Al contrario: desde los inicios – de hecho en el editorial del nº 1 de Bilan – se puso a examinar las lecciones de los recientes combates de clase “sin dogmatismo ni ostracismo”; y esto la llevó a exigir una revisión fundamental de algunas de las tesis de base de la Internacional comunista, por ejemplo, sobre la cuestión nacional. Por lo que respecta a la URSS, insistiendo siempre en la naturaleza proletaria de Octubre de 1917, reconoció también que en los años transcurridos se había producido una profunda transformación, de forma que, en lugar de ser un factor de extensión y defensa de la revolución mundial, el “Estado proletario” había jugado un papel contrarrevolucionario a escala mundial.
Un punto de partida, siempre crucial para la Fracción, era que las necesidades del proletariado a escala internacional eran en todo caso prioritarias sobre cualquier expresión local o nacional y que, bajo ninguna circunstancia se podía transigir con el principio del internacionalismo proletario. Es por ello por lo que el Partido comunista italiano defendió siempre la idea de que debía considerarse a la Internacional como único partido mundial y que sus decisiones debían obligar a todas las secciones, incluso si ellas, como en el caso de Rusia, detentaban el poder en ese país; por esta razón la Izquierda italiana se puso inmediatamente al lado de Trostki en su combate contra la teoría de Stalin del socialismo en un solo país.
De hecho para la Fracción, “... no sólo es imposible construir el socialismo en un solo país, sino también establecer sus bases. En el país donde el proletariado ha vencido, no se trata de realizar una condición del socialismo (a través de la libre gestión económica por parte del proletariado) sino únicamente salvaguardar la revolución, lo que exige el mantenimiento de todas las instituciones de clase del proletariado…” (“Naturaleza y evolución de la revolución rusa- respuesta al camarada Henaut”, Bilan nº 35, septiembre 1936). Aquí la Fracción fue mucho más lejos que Trotski, que, con su teoría de la “acumulación socialista primitiva” consideró que Rusia había comenzado a plantear los fundamentos de una sociedad socialista, incluso si rechazaba lo que pretendía Stalin de que tal sociedad ya era una realidad. Para la Izquierda italiana, el proletariado no podía establecer más que su dominación política en un país, e incluso, esto estaría inevitablemente dificultado por el aislamiento de la revolución.
¿Internacionalismo o defensa de la URSS ?
Aún con todo, a pesar de su claridad en lo fundamental, la posición de la mayoría en el seno de la Fracción, era, en apariencia al menos, similar a la de Trotski: la URSS seguía siendo un Estado proletario, incluso si había sufrido una enorme degeneración, basándose en que la burguesía había sido expropiada y que la propiedad estaba en manos del Estado que había surgido de la Revolución de Octubre. La burocracia estalinista se definía como una capa parásita, pero no era considerada como una clase – ya se tratase de una clase capitalista o de una nueva clase no prevista por el marxismo: “... la burocracia rusa no es una clase, aún menos una clase dominante, teniendo en cuenta que no existen derechos particulares sobre la producción fuera de la propiedad de los medios de la producción y que en Rusia, y la colectivización subsiste en sus fundamentos. Es muy cierto que la burocracia rusa consume una amplia porción del trabajo social: pero también lo es para cualquier tipo de parasitismo social y no hay que confundirlo con explotación de clase” (“El problema del Periodo de transición”, 4ª parte, Bilan no 37, noviembre-diciembre 1936).
Durante los primeros años de vida de la Fracción no se resolvió la cuestión de saber si había que defender o no ese régimen, así en el primer número de Bilan, en 1933, se muestra tal ambigüedad al alertar al proletariado de una posible traición: “Las Fracciones de izquierda tienen el deber de alertar al proletariado del papel que leva ya desempeñando la URSS en el movimiento obrero, haciéndole ver ya desde hoy la evolución que va a tener el Estado proletario bajo la dirección del centrismo. Desde ahora la ausencia de solidaridad debe ser patente con la política que el centrismo impone al Estado obrero. Debe cundir la alerta en la clase obrera contra la posición que el centrismo impondrá al Estado ruso, una posición que no va en favor de sus intereses de clase sino contra ellos. Desde hoy hay que decir que el centrismo mañana traicionará los intereses del proletariado.
“La naturaleza de tal actitud vigorosa está destinada a llamar la atención de los proletarios, a alejar a los miembros del partido de las garras del centrismo, a defender realmente al Estado obrero. Solo ella moviliza las energías para la lucha que protegerá al proletariado de Octubre 1917” (“Hacia la internacional dos y tres cuartos”, Bilan nº 1, noviembre 1933).
La Fracción, al mismo tiempo, fue siempre muy consciente de la necesidad de seguir la evolución de la situación mundial y de tener un criterio cada vez más claro para juzgar la cuestión de la defensa de la URSS: ¿desempeñaba ésta o no un papel enteramente contrarrevolucionario a nivel internacional?, ¿Una política de defensa hacia ella mermaba la posibilidad de mantener un papel estrictamente internacionalista en todos los países? Si tal era el caso, eso tenía más importancia que saber si subsistían algunas “adquisiciones” concretas de la Revolución de Octubre dentro de Rusia. Y aquí, su punto de partida era radicalmente diferente al de Trotski, para quien el carácter “proletario” del régimen era en sí una justificación suficiente para una política de defensa cualquiera que fuera el papel de la URSS en el escenario mundial.
La actitud seguida por Bilan ante este problema estaba íntimamente ligada a su idea del curso histórico: a partir de 1933, la Fracción declaró con una creciente certitud que el proletariado había sufrido una derrota profunda, y que el curso se había abierto para una Segunda Guerra mundial. El triunfo del nazismo en Alemania fue una prueba de ello, el alistamiento del proletariado en los países “democráticos” tras la bandera del antifascismo fue otra, pero la última confirmación fue precisamente la “victoria del centrismo” (término con el que Bilan designaba todavía al estalinismo) dentro de la URSS y de los partidos comunistas al mismo tiempo, la incorporación creciente de la URSS en la marcha hacia un nuevo reparto imperialista del globo. Esto era evidente para Bilan en 1933, cuando la URSS fue reconocida por los Estado Unidos (un acontecimiento descrito como “Una victoria para la contrarrevolución mundial” en el titulo de un artículo de Bilan nº 2, diciembre de 1933); algunos meses más tarde se concedió a la URSS el derecho a ingresar en la SDN (Sociedad de Naciones, antepasado de la ONU): “El ingreso de Rusia en la S.D.N. plantea inmediatamente el problema de la participación de Rusia en uno de los bloques imperialistas de cara a la próxima guerra” (“La Rusia soviética entra en el concierto de los bandidos imperialistas”, Bilan nº 8, junio 1934). El brutal papel jugado contra la clase obrera por el estalinismo se confirmó a continuación por el papel que éste desempeñó en la masacre de los obreros en España, y por los juicios de Moscú, a través de los cuales una generación entera de revolucionarios fue barrida.
Esta evolución condujo a la Fracción a rechazar definitivamente toda política de defensa de la URSS lo que marcó un nuevo grado en la ruptura entre la Fracción y el trotskismo. Para éste último, existía una contradicción fundamental entre “el Estado proletario” y el capital mundial. Este tenía un interés objetivo en unirse contra la URSS, y por tanto era deber de los revolucionarios defenderla contra los ataques imperialistas. Al contrario, para Bilan, estaba claro que el mundo capitalista podía adaptarse fácilmente a la existencia del Estado soviético y de su economía nacionalizada tanto en el plano económico, y sobre todo, en el militar. Por ello, predijo con terrible exactitud que la URSS se integraría plenamente en uno de los dos bloques imperialistas que se alinearían para librar la futura guerra, si bien la cuestión de saber a qué bloque en particular se adscribiría aún no podía definirse. La Fracción demostró de forma muy explícita que la posición trotskista de defensa de la URSS solo podía conducir al abandono del internacionalismo ante la guerra imperialista: “Así, según los bolcheviques-leninistas en caso de “alianza de la URSS con un Estado imperialista o con un agrupamiento imperialista contra otro agrupamiento” el proletariado deberá defender a la URSS. El proletariado de un país aliado mantendrá su hostilidad implacable hacia su gobierno imperialista, pero prácticamente no podrá actuar en todas las circunstancias como proletariado de un país adversario de Rusia. Así, “sería, por ejemplo, absurdo y criminal, en caso de guerra entre la URSS y Japón, que el proletariado americano saboteara el envío de armas americanas a Rusia”.
“Nosotros, naturalmente no tenemos nada en común con esas posiciones. Una vez encadenada a la guerra imperialista, Rusia, no como objeto en sí, sino como instrumento de la guerra imperialista, debe ser considerada en función de la lucha por la revolución mundial, es decir, en función de la lucha por la insurrección proletaria en todos los países.
“Por otro lado, la posición de los bolcheviques-leninistas en nada se distingue ya de la de los centristas y los socialistas de izquierda. Hay que defender a Rusia, incluso si se alía con un Estado imperialista, si bien habría que mantener una lucha sin cuartel contra el “aliado”!! sin embargo, esta “lucha sin cuartel” contiene ya una traición de clase, desde el momento en el que se plantea la cuestión de prohibir la huelga contra la burguesía “aliada”. El arma específica de la lucha proletaria es precisamente la huelga e impedirlo contra una burguesía, es en realidad reforzar sus posiciones e impedir toda lucha real. ¿Cómo pueden los obreros de una burguesía aliada a Rusia mantener una lucha sin cuartel contra ella, si no pueden desencadenar movimientos de huelga?
“Pensamos que en caso de guerra, el proletariado de todos los países, incluyendo a Rusia, tiene como deber concentrar su energía para la transformación de la guerra imperialista en guerra civil. La participación de la URSS en una guerra de rapiña no modificará el carácter esencial de ésta, y el Estado proletario no podrá sino caer bajo los golpes de contradicciones sociales que tal participación implicaría” (“De la Internacional dos y tres cuartos a la Segunda internacional”, Bilan nº 10, agosto 1934). Este pasaje es particularmente profético: para los trotskistas, la “defensa de la URSS” se convierte en un simple pretexto para la defensa de los intereses nacionales de sus propios países.
Lejos de ser una fuerza intrínseca hostil al capital nacional, la burocracia estalinista era percibida como su agente, como una fuerza a través de la cual la clase obrera rusa sufría la explotación capitalista. En numerosos artículos, Bilan demostró con fuerza y detalle que esta explotación era precisamente eso, una forma de explotación capitalista: “En Rusia, como en los otros países, la carrera desenfrenada de industrialización conduce inexorablemente a hacer del hombre una pieza del engranaje mecánico de les producción industrial. El vertiginoso nivel alcanzado por el desarrollo de la técnica impone una organización socialista de la sociedad. El progreso incesante de la industrialización debe armonizarse con los intereses de los trabajadores, de otro modo estos últimos se convierten en sus prisioneros y, en fin, en esclavos de las fuerzas de la economía. El régimen capitalista es la expresión de esta esclavitud ya que, a través de cataclismos económicos y sociales, encuentra la fuente de su dominación sobre la clase obrera. En Rusia las construcciones gigantescas de fábricas se realizan bajo el imperio de la ley de la acumulación capitalista, y los trabajadores están sujetos irremisiblemente a la lógica de esta industrialización: aquí accidentes de ferrocarril, allá explosión en las minas, por todas partes catástrofes en los talleres” (“El juicio de Moscú”, Bilan nº 39, enero-febrero 1937). Además Bilan reconoce que la naturaleza extremadamente violenta de esa explotación viene determinada por el hecho de que la “construcción del socialismo” por la URSS, la industrialización acelerada de los años 30, eran de hecho la construcción de una economía de guerra en el contexto de preparación del próximo holocausto mundial: “La URSS, como los Estados capitalistas con los que se ha aliado, debe preparase para una guerra que se anuncia cada vez más cercana: la industria esencial de la economía debe ser, por tanto, la del armamento que necesita una cantidad de capitales ingente” (“El asesinato de Kyrov, la supresión de los racionamientos de pan en el URSS”, Bilan nº 14, enero 1935). Todavía más: “La burocracia centrista rusa extrae la plusvalía de sus obreros y de sus campesinos con vistas a la preparación de la guerra. La Revolución de Octubre surgida de la lucha contra la guerra imperialista de 1914, es explotada por los epígonos degenerados para empujar a las nuevas generaciones a la próxima guerra imperialista” (“La carnicería de Moscú”, Bilan nº 34, agosto-septiembre 1936).
Aquí, la contradicción con el método de Trotski es claramente evidente: mientras que Trotski no podía impedir en La Revolución traicionada cantar las loas de las enormes “realizaciones” económicas de la URSS que vendrían a demostrar la “superioridad del socialismo”, Bilan replicaba que en ningún caso el progreso hacia el socialismo podía medirse por el crecimiento del capital constante, sino que únicamente podía hacerse valorando la mejora real de las condiciones de vida y trabajo de las masas. “Pero si la burguesía establece en su Biblia la necesidad de un crecimiento continuo de la plusvalía con el fin de convertirla en capital, en interés común de todas las clases (sic!!), el proletariado al contrario debe actuar en el sentido de una disminución constante del trabajo no remunerado que conlleva inevitablemente como consecuencia un ritmo de acumulación subsiguiente extremadamente lento respecto a la economía capitalista...” (“El Estado soviético”, Bilan nº 21, julio-agosto 1935). Además, esta visión encontraba sus raíces en la comprensión que Bilan tenía de la decadencia del capitalismo: la negativa a reconocer que la industrialización estalinista era un fenómeno “progresista” no se basaba sólo en el reconocimiento de que no solo se apoyaba en la miseria absoluta de las masas, sino también en la comprensión de su función histórica de participante en la preparación de la guerra imperialista que es, en sí misma, la expresión más patente de la naturaleza regresiva del sistema capitalista.
Si recordamos también que Bilan estaba perfectamente al corriente de ese pasaje del Anti-Dühring en el que Engels rechaza la idea de que la estatalización tenga, en sí misma, un carácter socialista; y que utilizó más de una vez ese argumento para rebatir a los apologistas del estalinismo (ver “El Estado soviético”, op. cit., “Problemas del período de transición”, Bilan nº 37), nos daremos cuenta de lo que Bilan se aproximó a una visión de la URSS bajo Stalin, como un régimen capitalista e imperialista. Finalmente debía igualmente reconocer que el capitalismo, en todas partes, se apoyaba cada vez más en la intervención del Estado para escapar de los efectos del hundimiento económico mundial y para prepararse para la guerra que se avecinaba. El mejor ejemplo de este análisis está contenido en los artículos sobre el plan De Man en Bélgica de los números 4 y 5 de Bilan. No podía ignorar las similitudes existentes entre lo que estaba pasando en la Alemania nazi, en los países democráticos y en la URSS.
Y sin embargo, Bilan, dudaba aún en librarse de la idea de que la URSS fuese un Estado proletario. Era perfectamente consciente de que el proletariado ruso era explotado, pero pensaba que esa relación de explotación le venía impuesta por el capital mundial sin la mediación de una burguesía nacional, de manera que la burocracia estalinista era vista como “un agente del capital mundial” más que como una expresión del capital nacional ruso con su propia dinámica imperialista. Esta insistencia en el papel primordial del capital mundial estaba en completa coherencia con su visión internacionalista y su profunda comprensión de que el capitalismo es, ante todo, un sistema global de dominación. Pero el capital global, la economía mundial, no es una abstracción que pueda existir al margen del enfrentamiento entre los capitales nacionales concurrentes. Esta era la última pieza del rompecabezas que le faltó a la Fracción para lograr terminarlo.
Al mismo tiempo, en los últimos escritos empieza a verse una intuición cada vez mayor de que sus posiciones son contradictorias y que sus argumentos a favor de la tesis del “Estado proletario” son cada vez más defensivos y menos consistentes:
“Pese a la revolución de Octubre, tendrá que ser barrido el edificio construido sobre el martirio de los obreros rusos, desde la primera a la última piedra, pues sólo así podrá afirmarse una posición de clase en la URSS. Negar la «construcción del socialismo» para conseguir la revolución proletaria: aquí ha llevado la evolución de los últimos años al proletariado ruso. Si se nos pone como objeción que la idea de la revolución proletaria contra el Estado proletario es un sin sentido, que se trata de armonizar los fenómenos y llamar a ese Estado, Estado burgués, respondemos que quienes razonan así no hacen más que expresar una confusión sobre el problema ya tratado por nuestros maestros: las relaciones entre el proletariado y el Estado, confusión que les conducirá al otro extremo: la participación en la Unión Sagrada en torno al Estado capitalista de Cataluña. Lo que prueba que tanto por parte de Trotski quien, so pretexto de defender las conquistas de Octubre, defiende el Estado ruso, y por parte de quienes hablan de un Estado capitalista en Rusia, hay una alteración del marxismo que conduce a estas gentes a defender el Estado capitalista amenazado en España” (“Cuando habla el carnicero”, Bilan nº 41, mayo-junio 1937). Esta argumentación estaba muy fuertemente marcada por la polémica que mantenían con grupos como la Unión comunista y la Liga de los comunistas internacionalistas, sobre la guerra de España; pero no consigue establecer bien la relación lógica entre la defensa de la guerra imperialista en España, y la conclusión de que Rusia se ha convertido en un Estado capitalista.
De hecho algunos camaradas de la propia Fracción comenzaron a poner en cuestión la tesis del Estado proletario, y no se trataba en absoluto de los mismos que cayeron bajo la influencia de grupos como la Unión o la Liga sobre el problema de España. Pero fuera cual fuera la discusión sobre ese tema en el seno de la Fracción en la segunda mitad de los años 30, resultó eclipsada por otro debate provocado por el desarrollo de la economía de guerra a escala internacional: el debate con Vercesi, el cual empezaba a defender que la economía de guerra a que había recurrido el capitalismo, había absorbido la crisis y eliminado la necesidad de otra guerra mundial. La Fracción resultó literalmente agotada por este debate y, dado que las ideas de Vercesi eran las que mayor influencia tenían en un mayor número de militantes, la Fracción se encontró, cuando estalló la guerra, en la más completa desorientación (ver nuestro libro La Izquierda comunista de Italia, para una más amplia reseña del desarrollo de este debate).
Siempre se había tenido como un axioma que la guerra acabaría por aclarar el problema de la URSS. Y así fue. No es casualidad que aquellos que se opusieron al revisionismo de Vercesi, fueron también quienes llamaron más activamente a la reconstitución de la Fracción italiana y a la formación del Núcleo francés de la Izquierda comunista. Fueron esos mismos camaradas los que desarrollaron el debate sobre la cuestión de la URSS. En su declaración de principios inicial, el Núcleo francés definía aún la URSS como un “instrumento del capitalismo mundial”. Pero en 1944 la posición de la mayoría estaba perfectamente clara: “La vanguardia comunista será capaz de llevar a cabo su tarea de guiar al proletariado hacia la revolución en la medida en que sea capaz de liberarse ella misma de la gran mentira de la «naturaleza proletaria» del Estado ruso, y de quitarle la careta mostrando lo que es, revelando su naturaleza y su función capitalistas contrarrevolucionarias.
“Basta señalar que el objetivo de la producción sigue siendo la extracción de plusvalía, para afirmar el carácter capitalista de la economía. El Estado ruso ha participado en el curso hacia la guerra, no sólo a causa de su función contrarrevolucionaria en el aplastamiento del proletariado, sino por su propia naturaleza capitalista, por su necesidad de defender sus fuentes de materias primas, a través de la necesidad de asegurarse un lugar en el mercado mundial donde realizar su plusvalía, por el deseo, por la necesidad de ampliar sus esferas de influencia y de abrirse rutas de acceso” (“La naturaleza no proletaria del Estado ruso y su función contrarrevolucionaria”, Boletín internacional de discusión nº 6, junio de 1944). La URSS tenía su propia dinámica imperialista que encontraba su origen en el proceso de acumulación; se veía impulsada a la expansión puesto que la acumulación no puede realizarse en un circuito cerrado, la burocracia era pues una clase dirigente en todos los sentidos del término. Estas previsiones fueron ampliamente confirmadas por la brutal expansión de la URSS en dirección a la Europa del Este al final de la guerra.
El proceso de clarificación continuó tras la guerra sobre todo, también esta vez, en el grupo francés que tomó el nombre de Izquierda comunista de Francia. Las discusiones continuaron también en el Partito communista internazionalista (PCInt) recién formado, pero desgraciadamente no son bien conocidas. Parece ser que existía una enorme heterogeneidad. Algunos camaradas del PCInt desarrollaron posiciones próximas a las de la GCF, mientras que otros se sumieron en la confusión. El artículo de la GCF: “Propiedad privada y propiedad colectiva”, Internationalisme nº 10, 1946 (reproducido en la Revista Internacional nº 61) critica a Vercesi que había vuelto a unirse al PCInt, porque éste mantenía la ilusión de que, incluso después de la guerra, la URSS todavía podía ser definida como un Estado proletario. En cuanto a Bordiga recurría en ese momento a un término carente de sentido como era el de “industrialismo de Estado”, y, aún cuando más tarde acabó considerando a la URSS como capitalista, jamás aceptó el término de capitalismo de Estado y su significado como expresión de la decadencia del capitalismo. En ese artículo del número 10 de Internationalisme, se encuentran, en cambio, reunidos todos los elementos esenciales del problema. En sus estudios teóricos de finales de los años 40 y principios de los 50, la GCF los reúne en un todo homogéneo. El capitalismo de Estado es analizado como “la forma correspondiente a la fase decadente del capitalismo, como el capitalismo de monopolios lo fue a su fase de pleno desarrollo”. Es más, no se trataba de algo limitado únicamente a Rusia: “el capitalismo de Estado no es patrimonio de una fracción de la burguesía o de una escuela ideológica particular. Le vemos instaurarse tanto en la América democrática como en la Alemania hitleriana, tanto en la Inglaterra laborista, como en la Rusia soviética”. Superando la mistificación que establece que la abolición de la “propiedad privada” individual permitiría eliminar el capitalismo, la GCF fue capaz de situar su análisis sobre las raíces materiales de la producción capitalista.
“La experiencia rusa nos enseña y nos recuerda que no son los capitalistas los que hacen el capitalismo. Más bien al contrario: es el capitalismo el que engendra a los capitalistas, (...). El principio capitalista de la producción puede existir tras la desaparición jurídica e incluso efectiva de los capitalistas beneficiarios de la plusvalía. En tal caso, la plusvalía, al igual que bajo el capitalismo privado, será invertida de nuevo en el proceso de producción con miras a la extracción de una masa todavía mayor de plusvalía.
“A corto plazo, la existencia de la plusvalía engendrará a los hombres que formen la clase destinada a apropiarse del usufructo de la plusvalía. La función crea el órgano. Ya sean los parásitos, los burócratas o los técnicos, ya sea que la plusvalía se reparta de manera directa o indirecta por medio del Estado, mediante salarios elevados o dividendos proporcionales a las acciones y préstamos de Estado (como ocurre en Rusia), todo ello no cambia para nada el hecho fundamental de que nos hallamos ante una nueva clase capitalista”.
La GCF, en continuidad con los estudios de Bilan acerca del período de transición, saca todas las implicaciones necesarias para la política económica que el proletariado ha de adoptar tras la toma del poder político. De una parte negarse a identificar estatalización con socialismo, y reconocer que, tras la desaparición de los capitalistas privados, “la temible amenaza de una vuelta al capitalismo procederá esencialmente del sector estatificado. Tanto más por cuanto el capitalismo encuentra en éste su forma más impersonal, o por así decirlo etérea. La estatalización puede servir para camuflar, por largo tiempo, un proceso opuesto al socialismo” (ídem). Por otro lado, la necesidad de que la política económica del proletariado se dedique a atacar radicalmente al proceso básico de la acumulación del capital: “el principio capitalista de predominio del trabajo acumulado sobre el trabajo vivo para la producción de plusvalía debe ser sustituido por el principio del predominio del trabajo vivo sobre el trabajo acumulado con miras a la producción de productos de consumo para satisfacer a los miembros de la sociedad” (ídem). Esto no quiere decir que será posible abolir el sobretrabajo como tal, sobre todo inmediatamente tras la revolución cuando sea necesario todo un proceso de reconstrucción social. Sin embargo la tendencia a la inversión de la relación capitalista entre lo que el proletariado produce y lo que consume “podrá servir de indicación de la evolución de la economía y ser el barómetro que indique la naturaleza de clase de la producción” (ídem).
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No es casualidad si la GCF no dudó en incluir los análisis más perspicaces de la Izquierda germano-holandesa en sus bases programáticas. En el período de posguerra, la GCF dedicó un importante esfuerzo a reanudar el diálogo con esa rama de la Izquierda comunista (ver nuestro folleto La Izquierda comunista en Francia). Su claridad sobre cuestiones tales como el papel de los sindicatos y las relaciones entre el partido y los consejos obreros, provienen sin la menor duda de este trabajo de síntesis. Lo mismo puede decirse de su comprensión de la cuestión del capitalismo de Estado: las previsiones desarrolladas por la Izquierda alemana algunas décadas antes, quedaban ahora integradas en la coherencia teórica global de la Fracción italiana.
Esto no quiere decir que el problema del capitalismo de Estado quedase definitivamente cerrado. Así en particular el hundimiento de los regímenes estalinistas a finales de los años 1980, exigió un esfuerzo de profundización y de clarificación sobre cómo afectó la crisis económica capitalista a esos regímenes, arrastrándolos al abismo. Pero la cuestión rusa es la que determinó, neta y definitivamente, al final del segundo holocausto imperialista, la frontera de clase: a partir de ese momento, sólo quienes reconocían el carácter capitalista e imperialista de los regímenes estalinistas podían permanecer en el campo proletario y defender los principios internacionalistas frente a la guerra imperialista. Como prueba, en negativo, tenemos la trayectoria del trotskismo cuya posición de defensa de la URSS lo llevó a traicionar el internacionalismo durante la guerra, y cuya adhesión a la tesis del “Estado obrero degenerado” lo llevó a una defensa del bloque imperialista ruso durante la época de la guerra fría. La prueba, en positivo, la proporcionan los grupos de la Izquierda comunista, cuya capacidad de defender y desarrollar el marxismo durante el período de la decadencia del capitalismo les ha permitido, finalmente, resolver el enigma ruso y preservar la bandera del verdadero comunismo frente a los intentos de mancillarlo por parte de la propaganda burguesa.
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XII - “La cultura proletaria"
Enviado por Revista Interna... el
En los artículos anteriores de esta serie, hemos examinado cómo, durante los años 20, 30 y 40, los más sombríos de la contrarrevolución, el movimiento comunista se esforzó por comprender qué había ocurrido con la primera dictadura del proletariado establecida a escala de un país entero, o sea, el poder de los soviets en Rusia. En artículos venideros trataremos sobre las lecciones que los revolucionarios sacaron de la desaparición de esa dictadura, lecciones que deberán aplicarse a todo futuro régimen proletario. Antes de ir por estos derroteros, sin embargo, debemos volver a aquellos días durante los cuales la Revolución rusa estaba todavía viva, y estudiar un problema fundamental, planteado pero no resuelto en aquel período decisivo de la transformación comunista de la sociedad. Nos referimos a la cuestión de la “cultura”.
Lo haremos no sin vacilar un tanto, pues el tema es vasto y el propio término se ha empleado muy abusivamente. Esto es todavía más cierto en los tiempos actuales, período de atomización al que llamamos nosotros fase de descomposición del capitalismo. Es cierto que en las fases anteriores del capitalismo, la cultura se identificaba generalmente con la de alto nivel correspondiente a la producción artística de la clase dominante únicamente, una visión que ignoraba o rechazaba sus expresiones más “marginales” (baste recordar, por ejemplo, el desdén de la burguesía por las expresiones culturales de las sociedades primitivas colonizadas). Hoy, al contrario, se nos dice que vivimos en un mundo “multicultural”, en el que todas las expresiones de la cultura tienen el mismo valor y en el que, de hecho, cada aspecto parcial de la vida social se ha vuelto ya en sí una “cultura” (“cultura de la violencia”, “cultura de asistido”, “cultura de la dependencia” y así…) Con semejantes simplificaciones, se hace imposible llegar a una noción general y unificada de la cultura como producto de una época de la historia humana o de la historia humana en general. Un uso especialmente pernicioso de esa manera de enfocar la cultura es el que hoy está exponiéndose con ocasión del conflicto imperialista en Afganistán: algunos no cesan de presentárnoslo como un conflicto entre dos culturas, entre dos civilizaciones, más concretamente la “civilización occidental” y la “civilización musulmana”. Y esto sin duda para ocultarnos la realidad: hoy no reina en planeta más civilización que la civilización decadente del capitalismo mundial.
En cambio, y fiel al enfoque monista del marxismo, Trotski define así la cultura: “Recordemos ante todo que en su origen, la palabra cultura designaba un campo cultivado, distinguiéndose así del monte o del erial. Cultura se oponía a Naturaleza, o sea a lo producido por el esfuerzo humano en oposición a lo que venía dado por la Naturaleza. Esta antítesis sigue siendo hoy básicamente válida.
La Cultura es todo lo que ha sido creado, construido, aprendido por el Hombre a lo largo de toda su historia, distinguiéndose de todo lo que la Naturaleza ha dado, incluida la historia natural del propio Hombre como especie animal que es. La ciencia que estudia al Hombre como producto de la evolución animal se llama antropología. Pero a partir del momento en que el hombre se separó del mundo animal, más o menos cuando echó mano de herramientas primitivas de piedra o madera para incrementar la fuerza de su propio cuerpo, se inició entonces la creación y la acumulación de la Cultura, o sea todo lo que constituye su saber y su habilidad en su lucha por dominar la naturaleza” (Cultura y socialismo, 1926, trad. por nosotros). Esta es en efecto una definición muy amplia, una defensa de la visión materialista de la emergencia del hombre, que muestra que la transición de la naturaleza hacia la cultura no es sino el producto de algo tan esencial y universal como el trabajo.
Ello no quita que según esa definición, la política y la economía, en sus sentidos más amplios, son también la expresión de la cultura humana, de tal modo que podríamos acabar perdiendo de vista aquello de lo que queremos hablar. En otro ensayo, sin embargo, No sólo de política vive el hombre (1923), Trotski señalaba que para entender la relación real entre política y cultura, es necesario dar, junto a su definición más amplia, una más “restringida” de lo político como “una parte bien definida de la actividad humana, directamente movida por la lucha por el poder, en oposición al trabajo económico, al combate por la Cultura, etc.…” Puede decirse otro tanto de la palabra cultura, la cual en ese sentido se aplica a ámbitos como el arte, la educación y los Problemas de la vida de cada día (título de la serie de ensayos entre los que está el artículo citado antes). Desde este enfoque, los aspectos culturales de la revolución podrían aparecer como algo secundario, o, al menos, como algo dependiente de los ámbitos políticos y económicos. Y así es: como Trotski lo muestra en el texto que reproducimos aquí, es una insensatez esperar un renacimiento cultural mientras la burguesía no haya sido derrotada políticamente y las bases materiales de la sociedad socialista no se hayan implantado. De igual modo, incluso reduciendo el problema de la cultura únicamente a la esfera del arte, sigue planteándose la cuestión fundamental de la naturaleza de la sociedad que la revolución quiere edificar. No es casualidad si, por ejemplo, la contribución más elaborada de Trotski a la teoría marxista sobre el arte, Literatura y revolución, se concluye por una visión ampliada de la naturaleza humana en una sociedad comunista avanzada. Pues si el arte es la expresión por excelencia de la creatividad humana, nos proporciona entonces la clave para comprender lo que serán los seres humanos una vez que se hayan quebrado las cadenas de la explotación.
Para orientarnos en este amplio dominio, vamos a seguir de cerca los escritos de Trotski sobre el tema, escritos que, aunque no sean muy conocidos, nos proporcionan, hasta hoy, la trama más clara para abordar el problema ([1]). Para evitar hacer una paráfrasis de Trotski, publicaremos aquí y en el futuro amplios extractos de dos capítulos de Literatura y revolución. El segundo capítulo se concentra en un esbozo evocador de la sociedad futura. En esta Revista publicamos un extracto del capítulo “Cultura proletaria y arte proletario”, componente importante de la contribución de Trotski al debate sobre la cultura en el Partido bolchevique y en el movimiento revolucionario en Rusia. Para situar esta contribución, importa describir el contexto histórico.
El debate sobre la “cultura proletaria” en Rusia durante la Revolución
El debate sobre la cultura no fue nunca secundario y ello queda ilustrado por el hecho de que Lenin se comprometió a preparar la resolución siguiente, para ser presentada por la Fracción comunista en el congreso del movimiento Proletkult en 1920:
“1. En la República soviética obrera y campesina, toda la organización de la instrucción, tanto en el terreno de la instrucción política en general como especialmente en el del arte, debe estar impregnada del espíritu de la lucha de clase del proletariado por el feliz cumplimiento de los fines de su dictadura, es decir, por el derrocamiento de la burguesía, la supresión de las clases y la abolición de toda explotación del hombre por el hombre.
2. Por ello, el proletariado debe tomar la parte más activa y principal en todos los asuntos relacionados con la instrucción pública, personificado tanto por su vanguardia, el Partido comunista, como, en general, por toda la masa de organizaciones proletarias de todo género.
3. Toda la experiencia de la historia moderna y, en particular, más de medio siglo de lucha revolucionaria del proletariado de todos los países desde la publicación del Manifiesto comunista demuestran incontestablemente que sólo la concepción marxista del mundo expresa de modo correcto los intereses, el punto de vista y la cultura del proletariado revolucionario.
4. El marxismo ha conquistado su significación histórica universal como ideología del proletariado revolucionario porque no ha rechazado en modo alguno las más valiosas conquistas de la época burguesa, sino, por el contrario, ha asimilado y reelaborado todo lo que hubo de valioso en más de dos mil años de desarrollo del pensamiento y la cultura humanos. Sólo puede ser considerado desarrollo de la cultura verdaderamente proletaria el trabajo ulterior sobre esa base y en esa misma dirección, inspirado por la experiencia práctica de la dictadura del proletariado como lucha final de éste contra toda explotación.
5. Sustentando firmemente este punto de vista de principio, el Congreso de Proletkult de toda Rusia rechaza con la mayor energía, como inexacta teóricamente y perjudicial en la práctica, toda tentativa de inventar una cultura especial propia, de encerrarse en sus propias organizaciones aisladas, de delimitar las esferas de acción del Comisariado del pueblo de instrucción y del Proletkult o de implantar la “autonomía” de Proletkult dentro de las instituciones del Comisariado del pueblo de instrucción, etc. Por el contrario, el Congreso impone a todas las organizaciones de Proletkult la obligación inexcusable de considerarse enteramente órganos auxiliares de la red de instituciones del Comisariado del pueblo de instrucción y cumplir sus tareas, como parte de las tareas de la dictadura del proletariado, bajo la dirección general del poder soviético (especialmente del Comisariado del pueblo de instrucción) y del Partido comunista de Rusia” (8 de octubre de 1920, Lenin, “La cultura proletaria”, Obras escogidas, tomo 3, p.492, ed. Progreso).
El Movimiento de la cultura proletaria, abreviado en Proletkult, se formó en 1917 con el objetivo de dar una orientación política a la dimensión cultural de la revolución. Se asocia a menudo con A. Bogdánov, miembro de la fracción bolchevique desde el principio, pero que había entrado en conflicto con Lenin en muchos temas, no sólo sobre la formación del grupo de los Ultimalistas en 1905 ([2]), sino, y esto es más conocido, porque Bogdánov se había hecho defensor de las ideas de Mach y de Avenarius en filosofía y más generalmente a causa de sus esfuerzos por “completar” el marxismo mediante sistemas teóricos varios, tales como la noción de “tectología”. No podemos aquí entrar en los detalles del pensamiento de Bogdánov; por lo poco que de él sabemos (pocas obras se han traducido del ruso a otras lenguas), fue capaz, por defectos que tuviera, de desarrollar importantes perspectivas, especialmente sobre el capitalismo de Estado en el período de decadencia. Por eso debería llevarse a cabo un estudio crítico de sus ideas y eso desde un enfoque claramente proletario ([3]). Proletkult no se limitó, ni mucho menos, a Bogdánov. Bujarin y Lunacharski, por sólo nombrar a estos destacados bolcheviques, participaron también en el movimiento y no siempre compartieron la opinión que Lenin tenía sobre el asunto. Bujarin, quien debía presentar la resolución al Congreso de Proletkult, se opuso a algunos aspectos desarrollados por el proyecto de Lenin, proyecto que acabó siendo presentado con una forma algo modificada. La etapa heroica de la revolución fue un período floreciente para Proletkult, durante la cual la liberación de las energías revolucionarias hizo surgir un inmenso movimiento de expresión y de experimentación en lo artístico, identificado en gran parte a la revolución misma. Además, este fenómeno no se limitó a Rusia, y de ello es testimonio el desarrollo del movimientos como el dadaísmo o el expresionismo en el inicio de la revolución en Alemania, o, poco tiempo después, el surrealismo en Francia y en otros lugares. Entre 1917 y 1920, Proletkult se acercaba al medio millón de miembros, con más de 30 periódicos y cerca de 300 grupos. Para Proletkult el combate en el frente cultural era tan importante como el del frente político y económico. Se veía dirigiendo el combate cultural, de igual modo que el partido dirigía el político y los sindicatos el económico. Se pusieron muchos estudios a disposición de los obreros para las reuniones y la experimentación, entre otras cosas, en pintura, música, teatro y poesía, a la vez que eran animados a nuevas formas de vida en comunidad, en educación, etc. Hay que decir que, aunque el impulso en experimentaciones sociales y culturales no se limitó a Proletkult, fue este movimiento, especialmente, el que intentó situar esos fenómenos mediante una interpretación marxista. La idea conductora era que el proletariado, como el propio nombre Proletkult lo indica, tenía que emanciparse del yugo ideológico de la burguesía, debía desarrollar su propia cultura, basada en una ruptura radical con la cultura jerarquizada de las viejas clases dirigentes. La cultura proletaria sería igualitaria y colectiva, mientras que la cultura burguesa era elitista e individualista; por eso, hubo experiencias como conciertos sin director de orquesta y obras poéticas y pictóricas colectivas. De igual modo que en el movimiento futurista, con el cual Proletkult mantenía relaciones estrechas aunque críticas, había una fuerte tendencia a exaltar todo aquello que se relacionara con la modernidad, a la ciudad y a la máquina, en oposición a la cultura rural y medieval que había imperado en Rusia hasta entonces.
El debate sobre la cultura se volvió apasionado en el seno del Partido una vez ganada la guerra civil. Fue entonces cuando Lenin insistió en la importancia del combate cultural:
“…nos vemos obligados a reconocer el cambio radical producido en todo nuestro punto de vista sobre el socialismo. Ese cambio radical consiste en que antes poníamos y debíamos poner el centro de gravedad en la lucha política, en la revolución, en la conquista del poder, etc. Mientras que ahora el centro de gravedad cambia hasta desplazarse hacia la labor pacífica de organización “cultural”. Y estoy dispuesto a decir que el centro de gravedad se trasladaría en nuestro país a la obra de cultura, si no fuera por las relaciones internacionales, si no fuera a causa de tener que luchar por nuestras posiciones en escala internacional. Pero si dejamos esa cuestión a un lado y nos limitamos a nuestras relaciones económicas interiores, en realidad, el centro de gravedad del trabajo se reduce hoy a la obra cultural” (“Sobre cooperación”, Obras escogidas, t. 3, p. 784)
Para Lenin, sin embargo, ese combate cultural tenía un significado muy diferente que para Proletkult, pues estaba relacionado con el cambio de período: del final de la guerra civil hacia la reconstrucción y de la NEP. El problema que tenía que encarar el poder soviético en Rusia no era el de la construcción de una nueva cultura proletaria, lo cual parecía totalmente utópico habida cuenta del aislamiento internacional del estado ruso y el terrible atraso cultural de la sociedad rusa (analfabetismo, dominio de la religión, costumbres “asiáticas”, etc.) Para Lenin, las masas rusas debían primero aprender a andar antes de conseguir correr, lo cual significaba que debían todavía asimilar las realizaciones esenciales de la cultura burguesa antes de construir una nueva proletaria. Con un enfoque paralelo, pedía que el régimen soviético aprendiera a comerciar, o en otras palabras, tenía que aprender del capitalismo para sobrevivir en un entorno capitalista. Al mismo tiempo, Lenin estaba cada vez más preocupado por la burocracia creciente, consecuencia directa del atraso cultural de Rusia: el combate por el avance de la cultura se veía pues como parte del combate contra el incremento de la burocracia. Sólo un pueblo educado y cultivado puede esperar tomar la dirección del Estado, y, a la inversa, la nueva capa de burócratas es por lo tanto la consecuencia del conservadurismo campesino y de la ausencia de cultura moderna en Rusia.
La resolución presentada al congreso de Proletkult, aunque escrita antes de la adopción de la NEP, parece anticipar esas inquietudes. El punto más importante es que subraya que el marxismo no rechaza las realizaciones culturales del pasado, sino al contrario, debe asimilar de ellas lo mejor que poseen. Esto era un claro reproche al carácter “iconoclasta” de las tendencias de Proletkult a rechazar todas las riquezas culturales precedentes. Aunque el propio Bogdánov tenía un acercamiento al problema mucho más complejo, no hay duda de que Proletkult estaba muy impregnado de actitudes inmediatistas y obreristas. En su primera conferencia, por ejemplo, se dijo que “toda la cultura del pasado puede calificarse de burguesa, y dentro de ella –salvo en las ciencias naturales y la técnica- no hay nada que valga la pena conservarse; el proletariado debe empezar su trabajo de destrucción de la vieja cultura y de creación de una nueva inmediatamente después de la Revolución” (citado y traducido por nosotros en Revolutionary Dreams: Utopian Vision and Experimental Life in the Russian Revolution, OUP, 1089, p. 71, libro que contiene un panorama detallado de las numerosas experiencias culturales de los primeros años de la Revolución). En Tambov, en 1919, “los ‘proletkultistas’ locales habían previsto quemar todos los libros de las bibliotecas creyendo que sus estantes iban a llenarse desde principios de año con obras proletarias únicamente” (idem).
Contra esa visión sobre el pasado, Trotski insistió en Literatura y revolución: “Nosotros, marxistas, siempre hemos vivido en la tradición y no por eso hemos dejado de ser revolucionarios”. La exaltación del proletariado considerado en un momento aislado no fue nunca una posición marxista; el marxismo ve al proletariado en su dimensión histórica, incluyendo en ella el pasado más lejano, el presente y el futuro, cuando el proletariado se haya disuelto en la comunidad humana. Por una ironía del lenguaje, la palabra Proletkult se entendió a veces como “culto del proletariado”, noción radical sólo en apariencia y que puede perfectamente ser recuperada por el oportunismo, el cual se desarrolla basado en una visión restringida e inmediatista de la clase. Ese mismo obrerismo se expresaba en la tendencia de Proletkult a dar por sentado que la cultura proletaria sería el producto de los obreros solos. Pero como lo muestra Trotski en Literatura y revolución, los mejores artistas no son necesariamente obreros; la dialéctica social que produce las obras de arte más radicales es más compleja que la visión reductora según la cual sólo podrían venir de individuos pertenecientes a la clase revolucionaria. Podríamos decir lo mismo de la relación entre revolución social y política del proletariado y los nuevos avances artísticos: hay sin lugar a dudas un vínculo subyacente entre ambos, pero no es ni automático ni nacional. Por ejemplo, mientras Proletkult intentaba crear en Rusia una nueva música “proletaria”, una de las creaciones más radicales de la música contemporánea estaba surgiendo en la Norteamérica capitalista, el jazz.
La resolución de Lenin expresaba también su oposición a la tendencia de Proletkult a organizarse autónomamente, casi como un partido paralelo, con sus congresos, su comité central, etc. Y de hecho, ese modo de organización parecía basado en una confusión entre la esfera política y la cultural, una tendencia a darles la misma importancia, e, incluso, como en Bogdánov, la tentación de ver la esfera cultural como la primordial.
Desde un punto de vista más crítico, debemos recordar que era aquél un período en el que Lenin estaba desarrollando una hostilidad a todo tipo de disidencias dentro del Partido. Como ya se ha relatado en los artículos anteriores de esta serie, en 1921 se prohibieron las “fracciones” y los grupos o corrientes de izquierda en el seno del Partido sufrieron violentos ataques que acabaron culminando en la represión física de los grupos comunistas de izquierda en 1923. Y una de las razones de la hostilidad de Lenin hacia Proletkult era que éste tenía tendencia a convertirse en punto de convergencia de algunos disidentes de dentro o cercanos al Partido. La insistencia de Proletkult en el igualitarismo y la creatividad espontánea de los obreros se acercaba a las ideas de la Oposición obrera: en 1921, un grupo llamado de los “Colectivistas” hizo circular un texto durante el congreso de Proletkult en el que reivindicaba a la vez su pertenencia a la Oposición obrera y a Proletkult; defendía así las ideas de Bogdánov sobre la filosofía y su análisis sobre el capitalismo de Estado, que fue utilizado para criticar la NEP. Un año después, el grupo Verdad Obrera defendió un punto de vista idéntico; Bogdánov estuvo momentáneamente encarcelado por su participación en ese grupo, aunque él negó haberlo apoyado. Tras este episodio, Bogdánov se retiró de toda actividad política, dedicándose por completo a su labor científica. A la luz de estos hechos debemos comprender por qué Lenin insistió tanto para que Proletkult se fundiera más o menos en las instituciones “culturales” del Estado, o sea el Comisariado del pueblo para la instrucción.
A nuestro parecer, la subordinación de los movimientos artísticos al Estado de transición no es la respuesta correcta a la confusión entre los ámbitos artístico y político; en realidad no hace sino incrementar esa confusión. Según Zenovia Sochor en Revolución y cultura, Trotski se opuso a los esfuerzos de Lenin por disolver Proletkult en el Estado. aunque compartiera muchas de sus críticas. En Literatura y Revolución, Trotski propone una base clara para determinar la política comunista respecto al arte:
“¿Quiere esto decir que el partido, contrariamente a sus principios, tiene una posición ecléctica en el terreno artístico? Esta idea que parece tan convincente, es extraordinariamente pueril. El marxismo puede servir para valorar el desarrollo del arte nuevo, estudiar sus fuentes, favorecer a las tendencias progresistas por medio de la crítica, pero no se le puede pedir más. El arte debe abrirse su propio camino. Sus métodos no son los del marxismo. El partido dirige al proletariado, pero no dirige el proceso histórico. Hay terrenos en los que dirige de un modo directo e imperativo. Hay otros en los que vigila y fomenta. Y otros, finalmente, en los que se limita a dar directivas. El arte no es una materia en la que el partido deba dar órdenes. Puede protegerlo y estimularlo, pero sólo indirectamente puede dirigirlo. Puede y debe otorgar su confianza a los grupos que aspiren sinceramente a aproximarse a la revolución, y estimular así la expresión artística de ésta. Pero en ningún caso puede adoptar las posiciones de un círculo literario que esté combatiendo a otros. No puede y no debe hacerlo ([4]).
En 1938, en respuesta a los proyectos de los nazis y de Stalin de reducir el arte a un simple apéndice de la propaganda del Estado, Trotski fue todavía más explícito: “Si bien para un mejor desarrollo de la producción material, la revolución debe construir un régimen socialista con un control centralizado, para desarrollar la creación intelectual, un régimen de libertad individual de tipo anarquista deberá establecerse primero. ¡Ninguna autoridad, ningún diktat, ni la menor huella de órdenes que procedan de arriba!” (Leon Trotski, On Literature and Art, Nueva York, 1970, p. 119, trad. por nosotros).
Trotski analizó más profundamente que Lenin el problema general de la cultura proletaria; mientras que la resolución de Lenin deja la puerta abierta a esa idea de la intervención autoritaria del Estado, Trotski la rechaza de plano, basándose en la búsqueda y la reflexión sobre la naturaleza del proletariado: primera clase revolucionaria en la historia que nada posee, una clase explotada. Comprender esto, que es clave para captar cada aspecto del combate de clase del proletariado, está muy claramente desarrollado en el extracto que aquí publicamos de Literatura y revolución. La corta introducción al libro es ya un resumen de su tesis sobre la cultura proletaria:
“Es un error de base el oponer cultura y arte burgueses a cultura y arte proletarios. Estos no existirán jamás, al ser el régimen proletario transitorio y temporal. El significado histórico y la grandeza moral de la revolución proletaria consiste en que establece las bases de una cultura que está por encima de las clases y que será la primera cultura verdaderamente humana”.
Literatura y revolución fue escrito en el período 1923-24, o sea, en el período mismo en que se iniciaba plenamente la lucha contra la instalación de la burocracia estalinista. Trotski escribió el libro durante las vacaciones de verano. En cierto modo, le procuró un alivio contra las tensiones y obligaciones del combate “político” diario dentro del Partido. Pero fue, además, un arma en el combate contra el estalinismo. Aunque el Proletkult originario había decaído profundamente tras las controversias de 1920-21 en el Partido, a mediados de los años 20, una parte de él se reencarnó en un engañoso radicalismo que fue una de las apariencias del estalinismo. Y en 1925, uno de sus retoños, el grupo de Escritores proletarios alumbró una justificación “cultural” de la campaña contra Trotski: “Trotski niega la posibilidad de una cultura y un arte proletarios so pretexto de que nos dirigimos hacia una sociedad sin clases. Pero es en base a lo mismo que el menchevismo niega la posibilidad de la dictadura proletaria, del estado proletario, etc. Las ideas de Trotski y de Voronski citadas arriba son ‘el troskismo aplicado a temas ideológicos y artísticos’. Aquí, la fraseología ‘de izquierdas’ sobre un arte por encima de las clases sirve de disfraz, sirve para limitar las tareas culturales del proletariado”. Más lejos, ese texto proclama: “Ese éxito significativo de la literatura proletaria se ha hecho posible gracias al progreso político y económico de las masas laboriosas de la Unión Soviética” (“Resolución de la primera conferencia plenaria de escritores proletarios”, publicada en Bolchevick Visions: First Phase of the Cultural Revolution in Soviet Russia, 2ª parte, editada en inglés por W.G. Rosenberg, 1990). Pero ese “progreso político y económico” avanzaba ahora tras los lábaros del “socialismo en un solo país”. Esta monstruosa revisión ideológica perpetrada por Stalin, identificando dictadura del proletariado y socialismo con el fin de acabar con ambas cosas, permitió a ciertos apéndices de Proltkult pretender que una nueva cultura proletaria se estaba construyendo sobre los cimientos de una economía socialista.
El propio Bujarin rechazó la crítica de Trotski a la llamada cultura proletaria, diciendo que éste no podía comprender que el período de transición hacia la sociedad comunista pudiera ser un proceso largo, y, teniendo en cuenta el fenómeno del desarrollo desigual, el período de dictadura del proletariado podría durar el tiempo suficiente para que emergiera una cultura proletaria diferenciada. Esto era también un apoyo teórico para abandonar la perspectiva de la revolución mundial en beneficio de la construcción del “socialismo” en Rusia sola. ([5]).
Los testimonios sobre la bestial opresión de los Estados estalinistas tanto en lo económico como en lo político son una prueba más que suficiente de que lo que se estaba construyendo en aquellos países no tenía nada que ver con el socialismo. Y el vacío cultural completo de esos regímenes, la desaparición de una verdadera creatividad artística en favor de un kitch totalitario de lo más cutre demuestran una vez más que esos regímenes nunca representaron la más mínima expresión de un avance hacia una verdadera cultura humana, sino un producto especialmente brutal de este sistema senil y moribundo que se llama capitalismo. De esto, los ejemplos más patentes son, entre otros, la manera con la que el aparato estalinista, a partir de los años 30, rechazó cualquier experimento vanguardista en el ámbito artístico y educativo, al igual que la pretendida “revolución cultural” china de los años 60. La historia lamentable de los monstruos estalinista y maoísta no han ofrecido la menor enseñanza sobre los problemas culturales ante los que se encontrará la clase obrera en su futura revolución.
CDW
[1] Una de las consecuencias de la contrarrevolución es que la tradición de la Izquierda comunista, que preservó y desarrolló el marxismo durante ese período, no tuvo ni tiempo ni ocasión de interesarse por la esfera general del arte y la cultura, de modo que las contribuciones de Rühle, Bordiga y otros todavía están por recuperar y sintetizar
[2] Los “ultimalistas” fueron, junto con los “otzovistas”, una tendencia en el seno del bolchevismo que no estaban de acuerdo con la táctica parlamentaria del Partido tras la derrota del levantamiento de 1905. La controversia con Lenin sobre las innovaciones filosóficas de Bogdánov llegó a ser muy intensa cuando a ella se mezclaron divergencias
[3] más directamente políticas, acabando en la expulsión de Bogdánov del grupo bolchevique en 1909. El grupo de Bogdánov permaneció en el Partido socialdemócrata ruso, publicó el periódico Vperiod (Adelante) durante los años siguientes. También en esto sigue pendiente la escritura de una historia crítica de esas primeras tendencias de “izquierda” dentro del bolchevismo.
3) Existe en inglés: Revolution and Culture, the Bogdanov-Lenin Controversy, de Zenovia Sochor, Cornell Universitry, 1988. Sirve de reseña informativa de las principales diferencias entre Lenin y Bogdánov. El enfoque del autor es, sin embargo, más académico que revolucionario. Sobre el capitalismo de Estado, Bogdánov criticaba la tendencia de Lenin a verlo como una especie de antesala del socialismo. Bogdánov veía en ese capitalismo una expresión de la decadencia del capitalismo (cap. IV de la obra citada).
[4] “La posición del partido ante el arte”, Literatura y revolución, t. 1, ed. Ruedo Ibérico
[5] Cf. Isaac Deutcher, El profeta armado, Trotski 1921-29, cap. III. Este capítulo que trata de los escritos de Trotski sobre la cultura, es tan brillante como el resto de la biografía que hemos utilizado ampliamente. Pero también revela el destino trágico del trotskismo. Deutcher está en el 99 % de acuerdo con Trotski sobre la “cultura proletaria”, pero hace una concesión muy significativa a las ideas de Bujarin según las cuales un “régimen transitorio” aislado podría durar décadas. Según Deutcher y los trotkistas de la posguerra, los regímenes estalinistas establecidos fuera de la URSS, al igual que ésta, eran todos “Estados obreros” atrapados entre una revolución proletaria y la siguiente, de modo que Trotski: “sin la menor duda, subestimó la duración del período de dictadura del proletariado y, por consiguiente la tendencia de esta dictadura a tomar un carácter burocrático”. En realidad, esto no es más que una defensa del capitalismo de Estado estalinista
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VII - 1920: el programa del KAPD
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Introducción
Con la publicación del programa del Partido comunista obrero de Alemania (KAPD) de 1920 terminamos la parte de esta serie dedicada a los programas de los partidos comunistas surgidos en el auge de la oleada revolucionaria([1]). Ya hemos estudiado además el trasfondo histórico de la formación del KAPD([2]). La escisión en el joven KPD fue en muchos aspectos una tragedia para el desarrollo de la revolución proletaria, pero no es éste el sitio para analizar las causas y las consecuencias de aquélla. Nuestro objetivo al publicar el programa del KAPD, es mostrar el grado de claridad revolucionaria que ese documento representa, pues no cabe la menor duda de que prácticamente las mejores fuerzas del comunismo de Alemania ingresaron en el KAPD.
Según la fábula izquierdista (basada en las ideas, falsas por desgracia, que la Internacional comunista adoptó después de 1920), el KAPD sería la expresión de una corriente insignificante, sectaria, semianarquista, que fue liquidada definitivamente tras la publicación del libro de Lenin El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo. De hecho, como así lo hemos demostrado en otro lugar (por ejemplo en nuestra introducción a la plataforma de la IC), en el apogeo de la oleada revolucionaria las posiciones de la izquierda eran en gran medida las dominantes tanto en el KPD como en la IC misma. Cierto es que, a partir de 1920, en la IC y en los partidos que la componían, empezaron a hacerse notar los primeros efectos del estancamiento de la revolución mundial y del aislamiento de la Rusia soviética, provocando una reacción conservadora que iba a poner a la izquierda en situación de oposición. Pero incluso como oposición, los comunistas de izquierda no tenían nada que ver con una secta infantil o anarquista. En efecto, lo que ante todo resalta en su programa es hasta qué punto las posiciones características del KAPD (rechazo de las tácticas parlamentaria y sindical, que pronto serían adoptadas por la IC) estaban basadas en una verdadera asimilación del concepto marxista de la decadencia del capitalismo que se afirma en el párrafo introductorio de dicho programa. Este concepto había sido afirmado con la misma insistencia en el congreso fundacional de la IC, pero la Internacional, como un todo, iba después a ser incapaz de sacar todas sus implicaciones en el plano programático.
La posición del KAPD sobre el parlamento y los sindicatos no tenían nada que ver con el moralismo y el rechazo de la política preconizados por los anarquistas. Como así lo argumentó el portavoz del KAPD, Appel (Hempel) en el IIIer congreso de la IC en 1921, la posición se basaba en reconocer que la participación en el parlamento y en los sindicatos había sido una táctica perfectamente válida en el período ascendente del capitalismo, pero que se había vuelto caduca en el nuevo período de declive del capitalismo. El programa muestra, en particular, que la izquierda alemana había establecido ya las bases teóricas para explicar por qué los sindicatos se habían convertido en “uno de los principales pilares del Estado capitalista”.
También se acusó de sectarismo a lo que el KAPD proponía como alternativa a los sindicatos. En la Enfermedad infantil, por ejemplo, Lenin acusa al KAPD de intentar sustituir a las organizaciones sindicales de masas existentes por “sindicatos revolucionarios puros”. El método del KAPD era, en realidad, un método marxista, consistente, entre otras cosas, en hacer el enlace con el movimiento real de la clase. Como lo plantea Hempel en el IIIer congreso: “…como comunistas, como gente que quiere y debe tomar la dirección de la revolución, estamos obligados a examinar la organización bajo ese ángulo. Lo que nosotros, KAPD, decimos, no ha nacido, como lo cree el camarada Radek, en la cabeza del camarada Gorter en Holanda, sino a través de las luchas que hemos llevado a cabo desde 1919” ([3]). Es, en efecto, el movimiento real de la clase lo que ha hecho surgir a los consejos obreros o soviets en la primera explosión de la revolución, y ello en total oposición a la vez al parlamentarismo y al sindicalismo. Tras la disolución o la recuperación por la burguesía de los consejos obreros que habían surgido en Alemania, las luchas más combativas hicieron surgir “organizaciones de fábrica” a las que, en parte, se hace referencia en el programa. Es cierto que la insistencia sobre esas organizaciones en los lugares de trabajo, más locales, más que en los soviets centralizados era el resultado del carácter defensivo de la dinámica a la que estaba siendo arrastrada la clase. Al no comprender realmente lo que estaba ocurriendo, el KAPD tendía a desarrollar un enfoque falso según el cual las organizaciones de fábrica, agrupadas en “Unionen”, podrían existir algo así como núcleos permanentes de los futuros consejos. Pero también es cierto que en la época del programa, las “Unionen” agrupaban a más de 100 000 militantes obreros y, por lo tanto, nada tenían que ver con un montaje artificial del KAPD.
Otra acusación frecuentemente lanzada al KAPD es la de que era “antipartido”. Esto deforma totalmente la realidad compleja del movimiento revolucionario alemán de aquel entonces. En cierto modo, el KAPD expresaba realmente un alto nivel en el proceso de clarificación del papel del partido comunista. Ya hemos publicado las “Tesis sobre el papel del partido” del KAPD ([4]), papel basado en el reconocimiento (heredado en gran parte de la experiencia bolchevique) de que en la época de la revolución, el partido no podía ser una organización de “masas”, sino que era una minoría avanzada en lo programático cuya tarea esencial era, por su decidida participación en la lucha de la clase, la de elevar la “conciencia de sí del proletariado” como así lo afirma el programa. Este contiene también los primeros elementos críticos de la idea de que la dictadura del proletariado la ejerce el partido. Es una idea (o más bien una práctica, pues sólo sería teorizada más tarde) que habría de tener consecuencias desastrosas para los bolcheviques en Rusia.
No cabe duda de que había, sin embargo, otras tendencias en el KAPD de la época y algunas de ellas, sobre todo la corriente “consejista” en torno a Otto Rühle, estaban claramente influidas por el anarquismo.
Las concesiones a esta corriente queda reflejada en el prefacio al programa que contiene la noción federalista e incluso individualista según la cual: “la autonomía de los miembros es en cualquier circunstancia el principio de base del partido proletario, el cual no es un partido en el sentido tradicional”. Al haberse visto, en cierto modo, obligado a salirse del KPD a causa de las maniobras de la camarilla irresponsable en torno a Paul Levi, esa reacción contra los “jefes” incontrolados y la politiquería burguesa era algo comprensible. Pero también era la expresión de una debilidad sobre la organización, la cual, tras el reflujo posterior de la revolución, iba a tener consecuencias desastrosas para la supervivencia de la izquierda alemana.
La tendencia “consejista” expresaba también una tendencia a romper la solidaridad hacia la revolución rusa en unos momentos en que ésta estaba pasando por una situación muy difícil debida al aislamiento y a la guerra civil. Esa tendencia se plasmará más tarde en el rechazo abierto a toda la experiencia rusa diciendo de ella que no había sido sino una revolución burguesa tardía. Sin embargo, en el programa, no había la menor ambigüedad al respecto: la solidaridad al acorralado poder soviético es patente desde el principio; y la victoria de la revolución en Alemania es analizada como factor clave de la revolución mundial y, por consiguiente, de la salvación del bastión revolucionario de Rusia.
Una comparación con las “medidas prácticas” del programa del KPD de 1918 muestra la gran similitud con las del programa del KAPD, y esto no debería sorprender. El del KAPD es, sin embargo, más claro sobre las tareas internacionales de la revolución alemana. Va también más lejos en lo que a contenido económico de la revolución se refiere, insistiendo en la necesidad de tomar medidas inmediatas de orientación de la producción hacia las necesidades más que hacia la acumulación, aunque sea muy discutible la posibilidad de tal transformación rápida, como también es discutible la idea del programa de que un “bloque económico socialista” formado por Alemania y Rusia solas podría dar pasos significativos hacia el comunismo. Finalmente, el programa plantea algunas “nuevas” cuestiones que no estaban tratadas en el programa de 1918, como, por ejemplo, el enfoque de la revolución proletaria sobre el arte, la ciencia, la educación y la juventud. La preocupación del KAPD por esos temas es tanto más interesante porque demuestra que no era, como a menudo se ha dicho, una corriente puramente “obrerista”, incapaz de ver los problemas más generales planteados por la transformación comunista de la vida social.
CWD
[1] Ver Revista internacional nº 93 “El programa del KPD”; nº 94 “La plataforma de la Internacional comunista”; nº 95 “El programa del Partido comunista ruso”.
[2] Ver la serie de artículos sobre la revolución alemana, especialmente el publicado en la Revista internacional nº 89.
[3] “La gauche allemande”, en Invariance, 1973.
[4] Revista internacional nº 41, 1985.
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