domingo, 4 de junio de 2023

iii repro x erluky.lmm.-- https://www.bing.com/search?q=Trasversales+n%C2%BA+63%2C+junio+2023+1+Ucrania+y+la+guerra+cultural+Jos%C3%A9+M.+Roca&aqs=edge..69i57&FORM=ANCMS9&PC=U531 Trasversales nº 63, junio 2023 1 Ucrania y la guerra cultural José M. Roca iii.

 

--- ... ii .. iii repro x erluky.lmm.-- https://www.bing.com/search?q=Trasversales+n%C2%BA+63%2C+junio+2023+1+Ucrania+y+la+guerra+cultural+Jos%C3%A9+M.+Roca&aqs=edge..69i57&FORM=ANCMS9&PC=U531 Trasversales nº 63, junio 2023



1
Ucrania y la guerra cultural
José M. Roca
Lo que ahora se dirime en Ucrania, además de la guerra entre un país pequeño, que se resiste a ser invadido, y Rusia, un país muy grande que pretende domeñarlo, es la agudización de un viejo conflicto entre dos grandes potencias.
Nada nuevo; un episodio más de la pugna que, desde 1945, mantienen Estados Unidos y la URSS, ahora Rusia, por extender su hegemonía sobre el mundo.
Dos conflictos solapados de distinta entidad y duración, pero el más visible y grave para quienes sufren directamente sus efectos es el que militarmente se dirime sobre el suelo ucraniano. Y el menos visible, pero de larga duración, es el choque cultural de dos imperios, que responde no sólo a intereses económicos y a la posición geoestratégica, sino al distinto modo de entender la actividad política y ejercer la hegemonía sobre los aliados y sobre terceros países. Asunto que suele quedar solapado por los hechos bélicos y las gestiones diplomáticas o visto como una cuestión de actividades de los servicios de inteligencia, que existe, ciertamente, pero que no conviene identificar con la influencia cultural.
La hegemonía expresa el poder de un grupo social sobre otro u otros, de una clase social sobre otras, de un país sobre otros o de una cultura sobre otras.
Hegemónico es quien dirige, quien manda; la hegemonía es predominio, jefatura sobre terceros; supremacía no necesariamente obtenida con el uso de la fuerza, de la coerción o el miedo, pues se puede ejercer la hegemonía por la capacidad
de influir, persuadir, negociar y convencer. Para Gramsci (1970, 394), ejercer la hegemonía es conseguir el sometimiento ‘espontáneo’, dado por las grandes masas de la población a la orientación impresa a la vida por el grupo dominante fundamental, consentimiento que ‘históricamente’ nace del prestigio (y, por tanto, de la confianza) que el grupo dominante obtiene de su posición y de su función en el mundo.
El término difiere de imperio, que supone dominio político y militar, mientras hegemonía alude a la supremacía en el ámbito de la cultura y la ideología. El imperio priva a otras naciones de soberanía, la hegemonía no necesariamente.
La hegemonía se puede lograr utilizando la influencia cultural, la transmisión de valores, costumbres, símbolos, modas, propósitos o procedimientos, si todo ello es aceptado por otros, es decir considerado legítimo, apropiado.
Joseph Nye (2003, 30) emplea los términos de poder duro y poder blando para distinguir las formas de ejercer la supremacía de un país sobre otros.
El poder militar y el poder económico son ejemplos de poder duro, del poder de mando que puede emplearse para inducir a terceros a cambiar de postura. El poder duro puede basarse en incentivos (zanahorias) o amenazas (palos). Pero también hay una forma indirecta de ejercer el poder. Un país puede obtener los resultados que desea en política mundial porque otros países quieran seguir su estela, admirando sus valores, emulando su ejemplo, aspirando a su nivel de prosperidad y apertura (…) Este aspecto del poder -lograr que otros ambicionen lo que uno ambiciona- es lo que yo llamo poder blando. Más que coaccionar, absorbe a terceros. Y añade (ibid., 31): El poder blando es más que la persuasión
o la capacidad de transformar a los demás mediante argumentos. Es la
capacidad de atraer y actuar. Y la atracción a menudo lleva a la conformidad o a la imitación.
El choque armado, la disputa geoestratégica y la confrontación económica y política ocultan otras diferencias, que no se suelen apreciar en este conflicto.
Son sociedades marcadas por culturas distintas, con historias muy dispares en el tiempo y el espacio; muy corta la de Estados Unidos, con una sociedad nueva, capitalista, democrática y republicana desde su origen, surgida en la época moderna y formada, en gran parte, por aluvión humano de procedencia diversa.
Y una historia muy larga, la de Rusia, un imperio medieval, dinástico, multiétnico y confesional, formado por sucesivas invasiones y superficialmente moderno sobre un firme fondo autocrático. Rusia se puede calificar de nación histórica, vinculada a una civilización antigua, mientras el peso de la historia actúa de manera menos negativa sobre la orientación política de Estados Unidos.
Putin es un neoconservador o, mejor dicho, un reaccionario, que concibe para Rusia un futuro inspirado en el pasado, mientras Estados Unidos mira hacia el futuro con la misma ambición hegemónica, pero sin dejarse condicionar por el pasado, aun admitiendo que existe una corriente reaccionaria que se aferra a una versión idealizada del origen nacional como guía de la sociedad.
Putin y el poder duro Rusia cuenta con una larga tradición autoritaria, que, a causa de la I Guerra
mundial, de la revolución, la guerra civil y la colectivización, no se perdió con la caída del zarismo, sino que se desarrolló de forma monstruosa en tiempos de Stalin y que, lejos de abolirse en el ocaso de la URSS, aunque paliada en los años de la perestroika, hoy se conserva en buena medida. No nos podemos engañar, Rusia es una dictadura; no un régimen liberal, pues antes tendría que haber sido mínimamente liberal.
El programa de Putin para situar Rusia en un lugar destacado del orden mundial, consiste en mantener un sistema económico oligárquico y despótico, las añejas formas autoritarias de un Estado opaco y vigilante, con predominio del Ejecutivo y de las fuerzas militares y de seguridad, dejando a los ciudadanos cerca de la condición de súbditos; recuperar el imperio perdido en el ocaso de la URSS librando guerras en las repúblicas limítrofes y restaurar la tradición, la moral patriarcal y la influencia de la iglesia ortodoxa defendiendo la vigencia del cristianismo en el mundo.
Según Faraldo (2020, 118): Putin está liderando la revolución conservadora más potente y exitosa de los últimos cincuenta años. Ha construido un Estado basado en monopolios económicos, guerras exteriores, propaganda religiosa y nacional, un recorte de derechos políticos y sociales abultado, una persecución implacable y errática del diferente y un capitalismo salvaje y cruel, completamente trucado.
A cambio, Putin ofreció a Rusia desde el principio una estabilidad ampliamente añorada, una recuperación económica, una centralización del poder que vetaba la anarquía de los oligarcas de los años noventa. No fue poco. Para un país sumido en la miseria económica y la postración moral, Putin brindó la posibilidad de un renacer y de una estabilidad evidentes, pero fue incapaz de dar un paso hacia una democratización del sistema que habría sido muy necesaria. Ahora ese camino parece ya vedado.
Rusia y Estados Unidos son imperios distintos, poco equiparables y opuestos en muchos aspectos, que combinan en diferente proporción el poder duro y el poder blando al actuar en el mundo sobre sus aliados y terceros países.
Además del poder económico y militar, la hegemonía descansa en la cultura, en la difusión de símbolos y mensajes no sólo de propaganda, sino en la producción y difusión de conocimientos y representaciones; de valores, metas y costumbresdefiniendo un modo de vivir y concebir la vida que da consistencia a las nacionesy que, bien promovido, puede traspasar fronteras y ser aceptado en otros países.
En este tema, Rusia, primera potencia nuclear del planeta, está en peor situación que Estados Unidos, que ha dedicado mucho tiempo, esfuerzo y dinero a la producción cultural, haciendo de ello un eficaz medio para ejercer su hegemonía y una lucrativa actividad mercantil. Rusia dispone de un poder duro, grande y temible, y de una trayectoria palmaria en utilizarlo sin recato, pero muestra una evidente carencia de poder blando por el modo autoritario de gobernar a sus ciudadanos y de tratar a los aliados, incluso a los más cercanos.
Poco poder blando y mucha propaganda
Pudo haber sido de otra manera, pues una explosión de creatividad cultural acompañó a la Revolución de 1917, pero, ayudada por las condiciones adversasen que se gestó el régimen soviético, la vieja Rusia se impuso sobre la nueva.
Al principio, corrientes artísticas europeas aparecidas con el siglo y ya presentes en Rusia, como el dadaísmo, el expresionismo, el futurismo, el constructivismo o el simbolismo, impulsadas por autores de varias tendencias políticas, pero sintiéndose artísticamente revolucionarios, hallaron acomodo en la nueva Rusia.
Una legión de poetas, novelistas, dramaturgos, pintores, escultores, fotógrafos, cartelistas, ilustradores, diseñadores, grafistas, músicos y actores, guionistas y directores de cine, pretendían, unos, hallar un escenario propicio para exponer sus creaciones y otros, con su arte y su saber, ayudar a fundar un país distinto gobernado por trabajadores. Pero pronto surgieron críticas dentro del Partido Bolchevique ante tendencias vanguardistas que se consideraban subjetivas, incomprensibles para las masas por el tono experimental y abstracto de muchas de ellas y poco adecuadas para representar los propósitos del nuevo Estado, donde el arte y la cultura debían tener un propósito educativo y a las clases trabajadoras como centro de su inspiración, pues, para construir el “hombre nuevo socialista” era necesario un arte nuevo que lo representara y ayudara a
moldearlo; este arte nuevo inspirado en la realidad fue el realismo socialista.



La construcción del socialismo, que pasaba de la prosa revolucionaria a la
realidad como un proyecto de vida en común hacia un horizonte luminoso, precisaba una cultura al servicio de los protagonistas de ese cambio, que eran los trabajadores. Un arte realista y comprensible para un proyecto heroico, pero realizable, que exaltara los valores de los hombres y mujeres que habían vencido al zarismo y levantaban un nuevo país y quizá un nuevo mundo.
La creatividad no dirigida a dichos objetivos, impulsada por visiones personales, no colectivistas, se motejaba de subjetiva, personalista, burguesa, narcisista y decadente e incluso de antisoviética. De modo que producciones del arte más moderno, dependiendo de quien las mirara se podían convertir en reaccionarias o, peor aún, en contrarrevolucionarias y, según el momento, sus autores podían ser acusados de traidores, seguidores de Trotski, agentes de los nazis o de la CIA. Pero el realismo socialista, bajo su aparente sencillez y su evidente sentido proletario, era poco realista, pues trazaba las líneas maestras del arte al servicio del irrealista “socialismo real”.
La idealizada representación de la construcción del socialismo por hombres y
mujeres del pueblo ruso; por trabajadores, campesinos, soldados y marineros,
velaba aspectos de la realidad menos amables, como la asfixiante presencia del Estado y del Partido, la falta de libertad, el poder de la minoría dirigente (la nomenklatura), las carencias del propio sistema como la falta de viviendas, los problemas de abastecimiento, la paralizante burocracia, el control, la vigilancia, la censura, las confesiones autocríticas, la “reeducación”, los campos de trabajo, las purgas, los manicomios, la deportación y los efectos sobre la gente, como el miedo, el hambre, la incertidumbre, la confusión y el escepticismo; la anomia, las rupturas familiares, la depresión, el alcoholismo o el suicidio.
Los problemas personales, íntimos, individuales no cabían en las directrices de una creación destinada a exaltar el esfuerzo colectivo en una etapa heroica. Con ello, el canónico realismo socialista se alejaba de la realidad y devenía en un arte para magnificar el período estaliniano ocultando sus elevados costes sociales y la degeneración de los principios en los que, en teoría, se inspiraba.
Era el arte que acompañaba al monolitismo político y a la industrialización de un sistema económico autosuficiente, a las cifras del crecimiento económico, a las toneladas de acero o de cemento producidas, a los miles de hectáreas cultivadas y los quintales de trigo recogidos, a las toneladas de hierro o de carbón extraídas de las minas o de la turba, a los miles de barriles de petróleo, los kilómetros de vías férreas tendidos, los millones de kilovatios generados o los millares de tractores, camiones, tanques o aviones fabricados.
Un arte de propaganda y un factor más de sovietización de las “protegidas” democracias populares; un canto a los logros de Stalin y a él mismo, cuyo retrato idealizado en pinturas y esculturas lo presentaba como el Gran Padre de la Patria. Stalin era Rusia; la nueva y la vieja Rusia fundidas en una sola.
La inicial explosión de creatividad acabó en una inmolación y en un dispendio cultural, y aunque se suavizaron las penas después de la muerte de Stalin, la represión sobre artistas, escritores y disidentes políticos se mantuvo durante los años de la guerra fría. La URSS y los países bajo su férula se convirtieron en una zona hermética y en sociedades cerradas a toda influencia que no fuera la oficial, sin dejar salir ideas y creaciones propias ni dejar entrar las ajenas.
El Kremlin optó por el agostamiento cultural y el aislamiento, por la producción intensiva de propaganda y por actuar sobre los partidos comunistas nacionales al imponer los principios generales que, en teoría, sustentaban el proyecto de la URSS y la hegemonía del PCUS sobre los demás, como las directrices sobre política general, en particular sobre política exterior, en función de la pugna con el oponente americano. Nada raro, pues la ortodoxia teórica del marxismo-leninismo, el monolitismo político, el realismo socialista y la gestión centralizada de la economía, del trabajo, del ocio o del deporte respondían al mismo criterio jerárquico y autoritario de dirigir la sociedad, el partido y el Estado desde un
omnisciente centro supremo, cuyas decisiones eran difícilmente objetables y su incumplimiento castigado.
Desde el punto de vista de la cultura y la ideología, el régimen soviético era un sistema opaco y, a la vez, misterioso y oscuro, que, salvo propaganda, poco transmitía hacia afuera, y tampoco dejaba entrar algo que no fuera filtrado y autorizado; era como un compartimento estanco cerrado a los intercambios. Aun así, el influjo cultural de Occidente, en singular, de Estados Unidos se dejaba sentir y clandestinamente se imitaba como gesto de rebeldía y modernidad.
“Armas” de adhesión masiva made in USA
Los dirigentes rusos no entendían lo que tenían enfrente, que era un sistema de producción artística y cultural diverso, dinámico y disperso, propio de la sociedad norteamericana de principios del siglo XX, que había recibido un impulso político y económico claramente expansivo con la I Guerra mundial.
Un naciente imperio industrial, capitalista y burgués venía a competir, entre otros, con el viejo imperio agrario de los zares heredado por los bolcheviques, al que se podía parecer en vocación hegemónica, pero desde una sociedad diferente.
Políticamente era un régimen democrático, con un sistema electoral con sesgo mayoritario, elecciones a muchos niveles y diversidad legislativa debida a la
configuración federal; con libertad de prensa, expresión, asociación, residencia
y culto, estructura patriarcal y segregación racial; un país con un elevado flujo
migratorio de diversa procedencia y sujeto a tensiones culturales, étnicas y
lingüísticas, y, además, a la lucha de clases en una fase de pistolerismo patronal
y auge del sindicalismo radical y de las ideas socialistas, que Louis Adamic
(2017) describe como “el rojo amanecer del siglo XX”.
La cultura era un necesario vehículo de identificación con la nación al ofrecer
valores y patrones comunes a personas oriundas de países en diferente grado
de desarrollo, y un medio de homogeneizar a la población, reducir la diversidad
con unos principios y propósitos compartidos que reemplazaran los del lugar de
origen y facilitaran la integración aceptando los rasgos de la identidad nacional.
Sin embargo, a diferencia del modelo jerárquico y centralizado de la URSS, ese
propósito cultural, tan patriótico como mercantil, residía en buena parte en la
actividad privada, que entendía la producción de bienes culturales como la de
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otras mercancías: un negocio con libertad para invertir capitales, crear y mover
productos. De ahí que la libertad en la búsqueda de formas y contenidos, propia
de la inquietud de los creadores, coincidiera en gran medida con el dinamismo
de la oferta y la demanda.
La lógica del mercado, donde competían autores, productores y distribuidores,
era opuesta al canon del realismo socialista, pues estimulaba la renovación, la
tendencia hacia lo nuevo y lo original, facilitando a los autores el impulso hacia
la creación, la investigación, la exploración y la búsqueda de inspiración en otras
culturas para sorprender a la crítica y alimentar la demanda desafiando el gusto
imperante y desplazando a la tendencia precedente del interés del público. Se
exaltaban lo nuevo, la audacia o la extravagancia, que no siempre revelaban
trabajo, inspiración o calidad, sino un arte inquieto en una sociedad inquieta.
De cara al exterior y sin olvidar el interés crematístico, la cultura cumplía una
función cercana a la propaganda, cuando no confundida con ella, que era
mostrar al mundo los principios que la animaban y el modo de vida americano.
Aprovechando las negativos consecuencias de la I Guerra mundial, el gobierno
estadounidense y la iniciativa privada iniciaron una ofensiva para penetrar en los
mercados europeos y arrebatar el cetro de la cultura moderna a ciudades como
Berlín, París y Viena, valiéndose de nuevos medios de comunicación como la
radio, el gramófono y el cine, y en menor medida de la literatura. La tecnología
permitiría producir, transmitir y mantener en conserva imágenes y sonidos, lo
cual facilitaba la evolución del cine y la difusión de un nuevo tipo de música.
Se puede decir que la “música moderna” es de patrón americano; una música
que destierra las danzas tradicionales de las pistas de baile. Es un nuevo tipo de
música, con otros ritmos y armonías; una música sincopada, basada en el jazz,
que permitía la improvisación y la libertad del intérprete, y el blues, canónico (12
compases), que, con el ragtime, daría paso a estilos con temas sencillos y ritmos
muy marcados, como el charlestón, el fox-trot, el swing y el trepidante boogie
woogie y, después, el rock and roll y otras tendencias.
Pero el gran “desembarco” de la cultura americana en Europa se produjo al
acabar la II Guerra mundial, en la etapa más tensa de la guerra fría, con la vasta
operación de propaganda, que acompañó al Plan Marshall, coordinada por el
Congreso para la Libertad de la Cultura para reconstruir el continente en ruinas.
El plan del gobierno americano pretendía neutralizar la propaganda soviética
oponiendo otra en sentido contrario y ejercer un papel hegemónico sobre el
bloque occidental. Lo cual aconsejaba actuar de forma positiva difundiendo en
Europa, cuna del marxismo y el comunismo, los valores del credo americano.
Los objetivos eran varios. Por un lado, defender una noción individualista de la
cultura, primando la libertad de los creadores, frente a la cultura políticamente
dirigida por el Estado, desvelar las sombras del sistema soviético, como la
censura y los límites a la creación y la experimentación, a los que son tan
sensibles los artistas y los intelectuales, fomentar la cercanía entre autores de
las dos orillas del Atlántico y difundir el expresionismo abstracto como el arte
nacional americano (Guilbaut, 1990, 25).
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Por otro lado, pretendía influir desde el campo teórico, científico y académico
sobre la formación de las élites, y sobre la opinión del gran público a través de
los medios de información, la cultura de masas y la industria del ocio. Como
ejemplos del primer propósito, y sin olvidar la tecnología, se pueden citar la
difusión del funcionalismo y las técnicas cuantitativas en ciencias sociales, la
organización científica del trabajo, el management o el marketing, y del segundo,
el aluvión cinematográfico y musical salido de Hollywood y de los estudios de
grabación californianos, de Chicago, Filadelfia, Nashville o Nueva York, y la
ingente cantidad de novelas y tebeos de temática típicamente americana1.
El Congreso para la Libertad de la Cultura, que tuvo sede en Berlín y luego en
París, y delegaciones en 35 países, funcionó entre 1950 y 1967 para hacer que
el siglo XX fuera el siglo americano. Ambicioso proyecto que quedó en intento,
pese a la gran influencia alcanzada por la cultura norteamericana en Europa.
Blue jeans, Coca-Cola y rock and roll”
Parece cosa de la fortuna el éxito no sólo económico sino social alcanzado por
no pocos productos made in USA, por el nombre, el diseño, la calidad, la utilidad
o la leyenda que los precede. Es como si los creadores y fabricantes americanos
hubieran estado más conectados con la evolución del mundo moderno que los
de países con los que compiten, y estuvieran en mejor posición para diseñar los
productos adecuados para vivir en él. Pero es que realmente han sido -aun lo
son, aunque en declive- los primeros y principales productores e impulsores del
mundo moderno. Ese es el halo que envuelve productos afortunados, ansiados
e imitados, genuinamente americanos, convertidos en símbolos del estilo de vida
americano y, por ende, en iconos de modernidad.
Una prenda -el pantalón vaquero (blue jean), las zapatillas deportivas o la gorra
de base ball-, una bebida -la Coca-Cola o el whisky con soda-, una comida -la
hamburguesa o el hot-dog- para engullir sobre la marcha, la guitarra eléctrica, la
batería, el saxofón, un tipo de música -el rock and roll, entre otros-, un coche o
un tipo de coches -grandes y ostentosos-, el jazz, los crooners, las damas del
blues, una marca de tabaco o algo tan inútil como la goma de mascar -el chicleno son sólo objetos o marcas comerciales sino algo semejante a banderas de la
nación, son símbolos de poder y del imperio, cuyas expresiones se han difundido
millones de veces por la radio, en revistas, salas de cine y en los programas y
anuncios de televisión.
Durante décadas, la etiqueta made in USA, además de la procedencia de un
objeto y la capacidad productiva de un país, ha indicado una posición de dominio
en el mundo lograda no sólo por la fuerza de las armas. Y esto no lo han sabido
hacer los soviéticos ni ahora los rusos; quizá no han podido o no lo han intentado.
Tampoco han mostrado abiertamente cómo es su sociedad, sus instituciones
políticas y jurídicas, sus fuerzas vivas, sus políticos, sus empresas, sus familias,
sus personas, sus infraestructuras y servicios, su consumo, su estilo de vida
1 El tema está abordado en el número 54 de Trasversales (marzo, 2021), en el artículo “Cine,
poder blando y guerra fría” y en el capítulo IV de La reacción conservadora (Madrid, 2009).
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cotidiano, sin olvidarse de sus creencias, sus carencias, sus miserias, su
pobreza, sus vicios y corrupciones, su obscena desigualdad y las muestras de
su ostentosa riqueza. Y admitiendo que hay muchas cosas que se ignoran y, es
probable que nunca se desvelen, todo esto lo ha mostrado la cultura americana
en la literatura blanca, rosa o negra, en comedias y dramas, permitiendo a la
gente corriente de otros países saber mucho más sobre cómo es la sociedad
norteamericana, e identificarse con algunos de sus aspectos, que conocer algo
sobre la sociedad rusa.
La cultura americana también ha mostrado a los críticos del american way of life,
a los detractores del sueño americano y a los movimientos de protesta, que a su
vez han sido emulados por los de otros países y convertido sus causas en
causas mundiales. Y no sólo su aparato de producción ideológica ha difundido
los productos que caben dentro de lo que ampliamente se puede llamar cultura,
sino las tendencias opuestas, las contraculturas (Roszak, Maffi), que rechazan
los mitos y valores sobre los que se construye el sueño americano.
Por el contrario, el régimen de Putin carece de poder blando; parece incapaz de
formular una política cultural, organizarla y mostrar a otros países los aspectos
atractivos de la sociedad y la cultura rusa, que algunos, o quizá muchos, debe
tener. Es un orgulloso heredero de una dictadura milenaria, que sólo concibe el
poder de la fuerza.
Bibliografía utilizada
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1826-1934, Madrid, La linterna sorda, 2017.
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Mondadori, 1990.
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Lipset, M. S. (1996): El excepcionalismo norteamericano, Méjico, FCE, 2000.
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otoño, 2004.
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Roca, Lucía y J. M.: “Cine, poder blando y guerra fría”. Trasversales nº 54, marzo,
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