MATERIALISMO E IDEALISMO EN LA ERA DEL COMUNISMO UNIVERSAL
DECLARACIÓN DE INTENCIONES:
ES UN INTENTO, EN PRINCIPIO, DE SER APORTACIÓN AL DESARROLLO DEL M.H. Y DEL SOCIALISMO CIENTÍFICO,...DE FORMA CRITICA, APORTANDO, REPENSANDO Y CREANDO TEORÍA REVOLUCIONARIA, PARA EL FUTURO DE LA HUMANIDAD. Se intenta un método de crear pensamiento, entrando y comentando,...en las ideas de otros, y queriendo ser nuevo marxismo, que ya decíamos hace años, que era marxismo contemporáneo, socialismo científico del siglo XXI,...esta es nuestra voluntad,...es nuestra tarea intelectual proletaria,...somos proletarios y dentro de nuestra intelectualidad abordamos de esta manera la teoría y el aprendizaje marxista.
Subrayamos, tomamos notas, anotamos notas,..."pasar este libro al blog", y comentarlo a la luz de estos nuevos tiempos: Capitalismo/Imperialismo/Nueva economía de capitalismo de estado ( URSS, China Popular, Cuba,...)/MM.CC.-Multicorporaciones, o Sistema Multicorporacional-/( Comunismo total e integral: Revolución de la humanidad). En lo ideológico: Maoismo: Capitalismo de estado. Leninismo: Antiburocratismo, Stalinismo: Capitalismo de estado. En este libro que poseemos,...varias personas lo han utilizado para su formación marxista,...se han subrayado párrafos,...al menos desde la década del 70 s.xx,...en estas últimas fechas nosotros a la vez hemos subrayados párrafos y anotado cuestiones que vamos a incorporar al blog, en plan comentario,...se pondrá párrafos con fondo -amarillo- para claridad de lectura y comprensión, como en el caso anterior.
ES UN INTENTO, EN PRINCIPIO, DE SER APORTACIÓN AL DESARROLLO DEL M.H. Y DEL SOCIALISMO CIENTÍFICO,...DE FORMA CRITICA, APORTANDO, REPENSANDO Y CREANDO TEORÍA REVOLUCIONARIA, PARA EL FUTURO DE LA HUMANIDAD. Se intenta un método de crear pensamiento, entrando y comentando,...en las ideas de otros, y queriendo ser nuevo marxismo, que ya decíamos hace años, que era marxismo contemporáneo, socialismo científico del siglo XXI,...esta es nuestra voluntad,...es nuestra tarea intelectual proletaria,...somos proletarios y dentro de nuestra intelectualidad abordamos de esta manera la teoría y el aprendizaje marxista.
Subrayamos, tomamos notas, anotamos notas,..."pasar este libro al blog", y comentarlo a la luz de estos nuevos tiempos: Capitalismo/Imperialismo/Nueva economía de capitalismo de estado ( URSS, China Popular, Cuba,...)/MM.CC.-Multicorporaciones, o Sistema Multicorporacional-/( Comunismo total e integral: Revolución de la humanidad). En lo ideológico: Maoismo: Capitalismo de estado. Leninismo: Antiburocratismo, Stalinismo: Capitalismo de estado. En este libro que poseemos,...varias personas lo han utilizado para su formación marxista,...se han subrayado párrafos,...al menos desde la década del 70 s.xx,...en estas últimas fechas nosotros a la vez hemos subrayados párrafos y anotado cuestiones que vamos a incorporar al blog, en plan comentario,...se pondrá párrafos con fondo -amarillo- para claridad de lectura y comprensión, como en el caso anterior.
Este trabajo intentará comentar e introducir nuevos elementos teóricos actuales, al texto de F. Engels, " del socialismo utópico al socialismo científico ", que tenemos en un pequeño libro editado en 1.969... Es un proyecto teórico y político; es un reto intelectual y de militante comunista. Se escribirá completamente introduciendo los nuevos aspectos de nuestra cosecha.
El titular del artículo está condicionado porque estamos en el siglo XXI, y es lo que presenta hoy en día el socialismo idealista, utópico,...que en estas fechas se quiere hacer pasar por lo no va más. El movimiento social que materializa esta consigna es intelectual, político y social de clases medias, pequeño burguesas, funcionarios, políticos y sindicalistas profesionales; es de destacar que ya algunas fracciones consideran que están traspasando a los sindicatos y partidos de izquierdas institucionalizados, no se han dado cuenta, según parece, que los oficialistas son aparato de estado y en general más clarividentes burgueses que la misma fracción financiera, que es la dominante dentro de la burguesía en todo el Planeta. ES COMO UNA DOBLE TAREA, QUE A LA VEZ RECOGE LA CRÍTICA A LA POLÍTICA GENERAL DE LOS INDIGNADOS, Y SUS ESTRUCTURAS ORGANIZATIVAS COMO M15M, -Democracia Real Ya -ALTERNATIVOS DE IZQUIERDAS, HASTA LLEGAR A MADRILONIA,...QUE APARECE CASI COMO LO MÁS REVOLUCIONARIO DENTRO DE ESTE NUEVO-VIEJO MOVIMIENTO SOCIAL ESPAÑOL, EUROPEO, Y MUNDIAL,...A la vez aparecerá crítica a los posicionamientos de las diversas tendencias dentro del Movimiento Comunista Internacional -MCI-.
DEL SOCIALISMO UTÓPICO AL SOCIALISMO CIENTÍFICO
(Federico Engels).
(Federico Engels).
Se va a trabajar una versión directamente del alemán; la editorial de Ricardo Aguilera, Madrid, hizo esta edición en enero de 1.969; con d.l. ( Este texto impreso lo tenemos desde hace unas décadas, allá por la del 70, s.xx,...en España era muy difícil conseguirlo,...pero miren por donde después de llevar varias páginas escritas,...hemos encontrado en Internet el texto del libro ya escrito,...lo hemos tomado y lo reproducimos, ahorrándonos un buen tiempo de trabajo,...de antemano les damos las gracias a los señores de la web, blogger.com,...-bivir.uacj.mx/libroselectro,...). Queremos mencionar que intentamos coordinar el texto del pequeño libro,...ya que existen ciertas diferencias de presentación,...impreso con el texto de dicha web,...queremos hacerlo lo mejor posible,...para que salgan las ideas con claridad,...¡¡.
PROLOGO A LA EDICIÓN INGLESA, por F. E. el 20 de abril de 1.982.
(Estas primeras anotaciones son del texto que tenemos,
en un pequeño libro de 88 págs ).
(Estas primeras anotaciones son del texto que tenemos,
en un pequeño libro de 88 págs ).
El pequeño trabajo que tiene delante el lector formaba parte, en sus orígenes, de una obra mayor. Hacia 1875, el Dr. Dühring, privat-docent de la Universidad de Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su conversión al socialismo y presentó al público alemán, no sólo una teoría socialista detalladamente elaborada, sino también un plan práctico completo para la reorganización de la sociedad. Se abalanzó, naturalmente, sobre sus predecesores, honrando particularmente a Marx, sobre quien derramó las copas llenas de su ira.
Esto ocurría por los tiempos en que los dos sectores del Partido Socialista de Alemania- los eisachianos y los lassalleanos- acababan de fusionarse, adquiriendo éste así, no sólo un inmenso incremento de fuerza, sino algo que importaba más: la posibilidad de desplegar toda esa fuerza contra el enemigo común. El PS de Alemania se iba convirtiendo rápidamente en una potencia. Pero, para convertirlo en una potencia, la condición primordial era no poner en peligro la unión recién conquistada. Y el Dr. Dühring se aprestaba públicamente a formar en torno a su persona una secta, el núcleo de lo que en el futuro habría de ser un partido aparte. No había, pués, más remedio que recoger el guante que se nos lanzaba y dar la batalla, por muy poco agradable que ello nos fuese.
Por cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente, harto pesada. Es bien sabido que nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y poderosa Grundlichkeit, un cavilar profundo o una caviladora profundidad, como se le quiera llamar. En cuanto uno de nosotros expone algo que reputa una nueva doctrina, lo primero que hace es elaborarla en forma de un sistema universal. Tiene que demostrar que lo mismo los primeros principios de la lógica que las leyes fundamentales del Universo, no han existido desde toda una eternidad con otro designio que el de llevar, al fin y al postre, hasta esta teoría recién descubierta, que viene a coronar todo lo existente. En este respecto, el Dr. D. estaba cortado en absoluto por el patrón nacional. Nada menos que un Sistema completo de la Filosofía -filosofía intelectual, moral, natural y de la Historia- un Sistema completo de Economía política y de socialismo y, finalmente, una Historia crítica de la Economía política- tres gordos volúmenes en octavos, pesados por fuera y por dentro, tres cuerpos de ejército de argumentos, movilizados contra todos los filósofos y economistas precedentes en general y contra Marx en particular- en realidad un intento de completa "subversión de la ciencia". Tuve que que vérmelas con todo eso: tuve que tratar todos los temas posibles, desde las ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el bimetalismo; desde la eternidad de la materia y el movimiento hasta la naturaleza perecedera de las ideas morales; desde la selección natural de Darwin hasta la educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es que la sistemática universalidad de mi contrincante me brindaba ocasión para desarrollar frente a él, en una forma más coherente de lo que hasta entonces se había hecho, las ideas mantenidas por Marx y por mí acerca de tan grande variedad de materias. Y ésta fue la razón principal que me movió a acometer esta idea, por lo demás tan ingrata.
Mi réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en el Vorwärts (*), de Leipzig, órgano central del partido Socialista, y, más tarde, en forma de libro, con el título La subversión de la ciencia por el señor E.D., del que en 1.866 se publicó en Zurich una segunda edición.
A instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de Lille en la Cámara de lso Diputados de Francia, arreglé tres capítulos de este libro para un folleto, que él tradujo y publicó en 1.880 con el título de Socialismo utópico y socialismo científico. De este texto texto francés se hicieron una versión polaca y otra española. En 1.883 nuestros amigos de Alemania publicaron el folleto en su idioma original. Desde entonces, se han publicado, a base del texto alemán traducciones al italiano, al ruso, al danés, al holandés y al rumano. Es decir, que, contando la actual edición inglesa, este folleto se halla difundido en diez lenguas. No sé de ninguna otra publicación socialista, incluyendo nuestro Manifiesto comunista de 1.848 y El Capital de Marx, que haya sido traducida tantas veces. En Alemania se han hecho cuatro ediciones, con una tirada total de unos veinte mil ejemplares.
El apéndice La Marca **, fue escrito con el propósito de difundir entre el PSA algunas nociones elementales respecto a la historia y al desarrollo de la propiedad rural en Alemania. En aquel entonces era tanto más necesario cuanto que la incorporación de los obreros urbanos al Partido había hecho ya un gran progreso y se planteaba la tarea de ocuparse de las masas de obreros agrícolas y de los campesinos. Este apéndice fue incluido en la edición, teniendo en cuenta la circunstancia de que las formas primitivas de posesión de la tierra, comunes a todas las tribus teutónicas, así como la historia de su decadencia, son menos conocidas todavía en Inglaterra que en Alemania. He dejado el texto en su forma original, sin aludir a la hipótesis recientemente expuesta por Maxim Kovalevski, según la cual al reparto de las tierras de cultivo y de pastoreo entre los miembros de la Marca precedió el cultivo en común de estas tierras por una gran comunidad familiar patriarcal, que abarcó a varias generaciones ( de ejemplo puede servir la zádruga de los sudeslavos, que aún existe hoy en día ). Luego, cuando la comunidad creció y se hizo demasiado numerosa para administrar en común la economía, tuvo lugar el reparto de tierra. Es provable que Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub judice.
Los términos de Economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto que son nuevos, con los de la edición inglesa de El Capital, de Marx. Designamos como producción de mercancías aquella fase económica en que los objetos no se producen solamente para el uso del producto, sino también para los fines del cambio, es decir, como mercancía, y no valores de uso. Esta fase va desde los albores de la producción para el cambio hasta los tipos presentes; pero sólo alcanza su desarrollo bajo la producción capitalista, es decir, bajo las condiciones en que el capitalista, propietario de los medios de producción, emplea, a cambio de un salario, a obreros, a hombres despojados de todo medio de producción, salvo su propia fuerza de trabajo, y se embolsa el excedente del precio de venta de los productos sobre su costo de producción. (seguir pág. 10). Hasta aquí nuestro trabajo de reproducción en nuestro blog,...¡¡.
Nota: por acumulación de trabajo buscamos en Internet este texto y dimos con www.blogger.com/blogger.g?blogID, donde aparecía el texto de F. Engels; lo hemos copiado y lo publicamos tal cual. -les damos las gracias-.../...
DEL SOCIALISMO UTÓPICO AL SOCIALISMO CIENTÍFICO
Por Federico Engels
PRÓLOGO A LA EDICIÓN INGLESA DE 1892
El pequeño trabajo que tiene delante el lector, formaba parte, en sus orígenes, de una obra mayor. Hacia 1875, el Dr. E. Dühring, privat-docent en la Universidad de Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su conversión al socialismo y presentó al público alemán, no sólo una teoría socialista detalladamente elaborada, sino también un plan práctico completo para la reorganización de la sociedad. Se abalanzó, naturalmente, sobre sus predecesores, honrando particularmente a Marx, sobre quien derramó las copas llenas de su ira.
Esto ocurría por los tiempos en que las dos secciones del Partido Socialista Alemán —los eisenachianos y los lassalleanos-i[2]-— acababan de fusionarse, adquiriendo éste así, no sólo un inmenso incremento de fuerza, sino algo que importaba todavía más: la posibilidad de desplegar toda esta fuerza contra el enemigo común. El Partido Socialista Alemán se iba convirtiendo rápidamente en una potencia. Pero, para convertirlo en una potencia, la condición primordial era no poner en peligro la unidad recién conquistada. Y el Dr. Dühring se aprestaba públicamente a formar en torno a su persona una secta, el núcleo de un partido futuro aparte. No había, pues, más remedio que recoger el guante que se nos lanzaba y dar la batalla, por muy poco agradable que ello nos fuese.
Por cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente, harto pesada. Es bien sabido que nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y poderosa Gründlichkeit, un cavilar profundo o una caviladora profundidad, como se le quiera llamar. En cuanto uno de nosotros expone algo que reputa una nueva doctrina, lo primero que hace es elaborarla en forma de un sistema universal. Tiene que demostrar que lo mismo los primeros principios de la lógica que las leyes fundamentales del Universo, no han existido desde toda una eternidad con otro designio que el de llevar, al fin y a la postre, hasta esta teoría recién descubierta, que viene a coronar todo lo existente. En este respecto, el Dr. Dühring estaba cortado en absoluto por el patrón nacional.
Nada menos que un "Sistema completo de la Filosofía" —filosofía intelectual, moral, natural y de la Historia—, un "Sistema completo de Economía Política y de Socialismo" y, finalmente, una "Historia crítica de la Economía Política" —tres gordos volúmenes en octavo, pesados por fuera y por dentro, tres cuerpos de ejército de argumentos, movilizados contra todos los filósofos y economistas precedentes en general y contra Marx en particular—; en realidad, un intento de completa «subversión de la ciencia». Tuve que vérmelas con todo eso; tuve que tratar todos los temas posibles, desde las ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el bimetalismo-ii[3]-, desde la eternidad de la materia y el movimiento hasta la naturaleza perecedera de las ideas morales; desde la selección natural de Darwin hasta la educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es que la sistemática universalidad de mi contrincante me brindaba ocasión para desarrollar frente a él, en una forma más coherente de lo que hasta entonces se había hecho, las ideas mantenidas por Marx y por mí acerca de tan grande variedad de materias. Y ésta fue la razón principal que me movió a acometer esta tarea, por lo demás tan ingrata.
Mi réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en el "Vorwärts"-iii[4]- de Leipzig, órgano central del Partido Socialista, y, más tarde, en forma de libro, con el título de "Herrn Eugen Dührings Umwälzung der Wissenschaft" ["La subversión de la ciencia por el señor E. Dühring"], del que en 1886 se publicó en Zurich una segunda edición.
A instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de kille en la Cámara de los diputados de Francia, arreglé tres capítulos de este libro para un folleto, que él tradujo y publicó en 1880 con el título de "Socialisme utopique et socialisme scientifique";
.../...- (HABLAR ALGO HISTÓRICO Y VALORATIVO sobre este francés, su partido y tareas teóricas,...es un ejemplo de presentación de materialismo histórico. Entrando en wikipedia nos ilustra y a la vez podemos seguir comentando,...el proceso histórico político, desde por ejemplo la Comuna de París, la primera guerra mundial,...el imperialismo capitalista francés,...)-.../...
Paul Lafargue. 1842-1911, Francia. Marido de hija de C. Marx. Fue periodista
De este texto francés se hicieron una versión polaca y otra española. En 1883 nuestros amigos de Alemania publicaron el folleto en su idioma original. Desde entonces, se han publicado, a base del texto alemán, traducciones al italiano, al ruso, al danés, al holandés y al rumano. Es decir, que, contando la actual edición inglesa, este folleto se halla difundido en diez lenguas. No sé de ninguna otra publicación socialista, incluyendo nuestro Manifiesto Comunista de 1848 y "El Capital" de Marx, que haya sido traducida tantas veces. En Alemania se han hecho cuatro ediciones, con una tirada total de unos veinte mil ejemplares.
El apéndice "La Marca"-iv[5]- fue escrito con el propósito de difundir entre el Partido Socialista Alemán algunas nociones elementales respecto a la historia y al desarrollo de la propiedad rural en Alemania. En aquel entonces era tanto más necesario cuanto que la incorporación de los obreros urbanos al partido estaba en vía de concluirse y se planteaba la tarea de ocuparse de las masas de obreros agrícolas y de los campesinos. Este apéndice fue incluido en la edición, teniendo en cuenta la circunstancia de que las formas primitivas de posesión de la tierra, comunes a todas las tribus teutónicas, así como la historia de su decadencia, son menos conocidas todavía en Inglaterra que en Alemania. He dejado el texto en su forma original, sin aludir a la hipótesis recientemente expuesta por Maxim Kovalevski, según la cual al reparto de las tierras de cultivo y de pastoreo entre los miembros de la Marca precedió el cultivo en común de estas tierras por una gran comunidad familiar patriarcal, que abarcó a varias generaciones (de ejemplo puede servir la zádruga de los sudeslavos, que aún existe hoy día). Luego, cuando la comunidad creció y se hizo demasiado numerosa para administrar en común la economía, tuvo lugar el reparto de la tierrav[6]. Es probable que Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub judice1[*].
Los términos de Economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto que son nuevos, con los de la edición inglesa de "El Capital" de Marx. Designamos como «producción mercantil» aquella fase económica en que los objetos no se producen solamente para el uso del productor, sino también para los fines del cambio, es decir, como mercancías, y no como valores de uso. Esta fase va desde los albores de la producción para el cambio hasta los tipos presentes; pero sólo alcanza su pleno desarrollo bajo la producción capitalista, es decir, bajo las condiciones en que el capitalista, propietario de los medios de producción, emplea, a cambio de un salario, a obreros, a hombres despojados de todo medio de producción, salvo su propia fuerza de trabajo, y se embolsa el excedente del precio de venta de los productos sobre su coste de producción. Dividimos la historia de la producción industrial desde la Edad Media en tres períodos: 1) industria artesana, pequeños maestros artesanos con unos cuantos oficiales y aprendices, en que cada obrero elabora el artículo completo; 2) manufactura, en que se congrega en un amplio establecimiento un número más considerable de obreros, elaborándose el artículo completo con arreglo al principio de la división del trabajo, donde cada obrero sólo ejecuta una operación parcial, de tal modo que el producto está acabado sólo cuando ha pasado sucesivamente por las manos de todos; 3) moderna industria, en que el producto se fabrica mediante la máquina movida por la fuerza motriz y el trabajo del obrero se limita a vigilar y rectificarlas operaciones del mecanismo.
Sé muy bien que el contenido de este libro indignará a gran parte del público británico. Pero si nosotros, los continentales, hubiésemos guardado la menor consideración a los prejuicios de la «respetabilidad» británica, es decir, del filisteísmo británico habríamos salido todavía peor parados de lo que hemos salido. Esta obra defiende lo que nosotros llamamos el «materialismo histórico», y en los oídos de la inmensa mayoría de los lectores británicos la palabra materialismo es una palabra muy malsonante. «Agnosticismo» aún podría pasar, pero materialismo es de todo punto inadmisible.
Y sin embargo, la patria primitiva de todo el materialismo moderno, a partir del siglo XVII, es Inglaterra. «El materialismo es hijo nativo de la Gran Bretaña. Ya elescolástico británico Duns Escoto se preguntaba si la materia no podría pensar. «Para realizar este milagro, iba a refugiarse en la omnipotencia divina, es decir, obligaba a la propia teología a predicar el materialismo. Duns Escoto era, además, nominalista. El nominalismo -vi[7]- aparece como elemento primordial en los materialistas ingleses y es, en general, la expresión primera del materialismo. «El verdadero padre del materialismo inglés es Bacon. Para él, las ciencias naturales son la verdadera ciencia, y la física experimental, la parte más importante de las ciencias naturales. Anaxágoras con sus homoiomerias -vii[8]- y Demócrito con sus átomos son las autoridades que cita con frecuencia. Según su teoría, los sentidos son infalibles y constituyen la fuente de todos los conocimientos. Toda ciencia se basa en la experiencia y consiste en aplicar un método racional de investigación a lo dado por los sentidos. La inducción, el análisis, la comparación, la observación, la experimentación son las condiciones fundamentales de este método racional. Entre las propiedades inherentes a la materia, la primera y más importante es el movimiento, concebido no sólo como movimiento mecánico y matemático, sino más aún como impulso, como espíritu vital, como tensión, como «Qual»2[†] —para emplear la expresión de Jakob Böhme— de la materia. «Las formas primitivas de la última son fuerzas substanciales vivas, individualizantes, a ella inherentes, las fuerzas que producen las diferencias específicas.
«En Bacon, como su primer creador, el materialismo guarda todavía de un modo ingenuo los gérmenes de un desarrollo multilateral. La materia sonríe con un destello poéticamente sensorial a todo el hombre. En cambio, la doctrina aforística es todavía de por sí un hervidero de inconsecuencias teológicas. «En su desarrollo ulterior, el materialismo se hace unilateral. Hobbes sistematiza el materialismo de Bacon. La sensoriedad pierde su brillo y se convierte en la sensoriedad abstracta del geómetra. El movimiento físico se sacrifica al movimiento mecánico o matemático, la geometría es proclamada como la ciencia fundamental. El materialismo se hace misántropo. Para poder dar la batalla en su propio terreno al espíritu misantrópico y descarnado, el materialismo se ve obligado también a flagelar su carne y convertirse en asceta. Se presenta como una entidad intelectual, pero desarrolla también la lógica despiadada del intelecto.
«Si los sentidos suministran al hombre todos los conocimientos —argumenta Hobbes partiendo de Bacon—, los conceptos, las ideas, las representaciones mentales, etc., no son más que fantasmas del mundo físico, más o menos despojado de su forma sensorial. La ciencia no puede hacer más que dar nombres a estos fantasmas. Un nombre puede ponérsele a varios fantasmas. Puede incluso haber nombres de nombres. Pero sería una contradicción querer, de una parte, buscar el origen de todas las ideas en el mundo de los sentidos, y, de otra parte, afirmar que una palabra es algo más que una palabra, que además de los seres siempre individuales que nos representamos, existen seres universales. Una sustancia incorpórea es el mismo contrasentido que un cuerpo incorpóreo. Cuerpo, ser, sustancia, es una y la misma idea real. No se puede separar el pensamiento de la materia que piensa. Es ella el sujeto de todos los cambios.
La palabra «infinito» carece de sentido,
2[†]Qual es un juego de palabras filosófico. Qual significa, literalmente, tortura, dolor que incita a realizar una acción cualquiera. Al mismo tiempo, el místico Böhme transfiere a la palabra alemana algo del término latino qualitas (calidad). Su Qual era, por oposición al dolor producido exteriormente, un principio activo, nacido del desarrollo espontáneo de la cosa, de la relación o de la personalidad sometida a su influjo y que, a su vez, provocaba este desarrollo.,...si no es como expresión de la capacidad de nuestro espíritu para añadir sin fin. Como sólo lo material es perceptible, susceptible de ser sabido, nada se sabe de la existencia de Dios. Sólo mi propia existencia es segura. Toda pasión humana es movimiento mecánico que termina o empieza. Los objetos de los impulsos son el bien. El hombre se halla sujeto a las mismas leyes que la naturaleza.
El poder y la libertad son cosas idénticas.
«Hobbes sistematizó a Bacon, pero sin aportar nuevas pruebas en favor de su principio fundamental: el de que los conocimientos y las ideas tienen su origen en el mundo de los sentidos.
«Locke, en su obra "Essay on the Human understanding" [Ensayo sobre el entendimiento humano], fundamenta el principio de Bacony Hobbes. «Del mismo modo que Hobbes destruyó los prejuicios teísticos del materialismo baconiano, Collins, Dodwell, Coward, Hartley, Priestley, etc., derribaron la última barrera teológica del sensualismo de Locke. El deísmoviii[9] no es, por lo menos para los materialistas, más que un modo cómodo y fácil de deshacerse de la religión» -3[‡]-.
Así se expresaba Carlos Marx hablando de los orígenes británicos del materialismo moderno. Y si a los ingleses de hoy día no les hace mucha gracia este homenaje que Marx rinde a sus antepasados, lo sentimos por ellos. Pero es innegable, a pesar de todo, que Bacon, Hobbes y Locke fueron los padres de aquella brillante escuela de materialistas franceses que, pese a todas las derrotas que los alemanes y los ingleses infligieron por mar y por tierra a Francia, hicieron del siglo XVIII un siglo eminentemente francés; y esto, mucho antes de aquella revolución francesa que coronó el final del siglo y cuyos resultados todavía hoy nos estamos esforzando nosotros por aclimatar en Inglaterra y en Alemania. No puede negarse. Si a mediados del siglo un extranjero culto se instalaba en Inglaterra, lo que más le sorprendía era la beatería y la estupidez religiosa —así tenía que considerarla él— de la «respetable» clase media inglesa. Por aquel entonces, todos nosotros éramos materialistas, o, por lo menos, librepensadores muy avanzados, y nos parecía inconcebible que casi todos los hombres cultos de Inglaterra creyesen en una serie de milagros imposibles, y que hasta geólogos como Buckland y Mantell tergiversasen los hechos de su ciencia, para no dar demasiado en la cara a los mitos del Génesis; inconcebible que, para encontrar a gente que se atreviese a servirse de su inteligencia en materias religiosas, hubiese que ir a los sectores no ilustrados, a las «hordas de los que no se lavan», como en aquel entonces se decía, a los obreros, y principalmente a los socialistas owenianos.
Pero, de entonces acá, Inglaterra se ha «civilizado». La Exposición de 1851ix[10] fue el toque a muerte por el exclusivismo insular inglés. Inglaterra fue, poco a poco, internacionalizándose en cuanto a la comida y la bebida, en las costumbres y en las ideas, hasta el punto de que ya desearía yo que ciertas costumbres inglesas encontrasen en el continente una acogida tan general como la que han encontrado otros usos continentales en,...3[‡] K. Marx und F. Engels, "Die heilige Familie", Frankfurt am M., 1845, S. 201-204. (C. Marx y F. Engels. La Sagrada Familia, Francfort del Meno, 1845, págs. 201-204.) (N. de la Edit.). Inglaterra. Lo que puede asegurarse es que la difusión del aceite para ensalada (que antes de 1851 sólo conocía la aristocracia) fue acompañada de una fatal difusión del escepticismo continental en materias religiosas, habiéndose llegado hasta el extremo de que el agnosticismo, aunque no se considere todavía tan elegante como la Iglesia anglicana oficial, está no obstante, en lo que a la respetabilidad se refiere, casi a la misma altura que la secta baptista y ocupa, desde luego, un rango mucho más alto que el Ejército de Salvaciónx[11]. No puedo por menos de pensar que para muchos que deploran y maldicen con toda su alma estos progresos del descreimiento será un consuelo saber que estas ideas flamantes no son de origen extranjero, no circulan con la marca de «Made in Germany», fabricado en Alemania, como tantos otros artículos de uso diario, sino que tienen, por el contrario, un añejo y venerable origen inglés y que sus autores británicos de hace doscientos años iban bastante más allá que sus descendientes de hoy día.
En efecto, ¿qué es el agnosticismo si no un materialismo vergonzante? La concepción agnóstica de la naturaleza es enteramente materialista. Todo el mundo natural está regido por leyes y excluye en absoluto toda influencia exterior. Pero nosotros, añade cautamente el agnóstico, no estamos en condiciones de poder probar o refutar la existencia de un ser supremo fuera del mundo por nosotros conocido. Esta reserva podía tener su razón de ser en la época en que Laplace, como Napoleón le preguntase por qué en la Mécanique Céleste -4[§]- del gran astrónomo no se mencionaba siquiera al creador del mundo, contestó con estas palabras orgullosas: «Je n'avais pas besoin de cette hypothèse» -5[**]-. Pero hoy nuestra idea del universo en su desarrollo no deja el menor lugar ni para un creador ni para un regente del universo; y si quisiéramos admitir la existencia de un ser supremo puesto al margen de todo el mundo existente, incurriríamos en una contradicción lógica, y además, me parece, inferiríamos una ofensa inmerecida a los sentimientos de la gente religiosa.
Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos descansan en las comunicaciones que recibimos por medio de nuestros sentidos. Pero, ¿cómo sabemos —añade— si nuestros sentidos nos transmiten realmente una imagen exacta de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a continuación nos dice que cuando habla de las cosas o de sus propiedades, no se refiere, en realidad, a estas cosas ni a sus propiedades, acerca de las cuales no puede saber nada de cierto, sino solamente a las impresiones que dejan en sus sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que parece difícil rebatir por vía de simple argumentación. Pero los hombres, antes de argumentar, habían actuado.
Im Anfang war die That Y la acción humana había resuelto la dificultad mucho antes de que las cavilaciones humanas la inventasen. The proof of the pudding is in the eating -6[‡‡]-. Desde el momento en que aplicamos estas cosas, con arreglo a las cualidades que percibimos en ellas, a nuestro propio uso, sometemos las percepciones de nuestros sentidos,...4[§] P. Laplace, Traité de mécanique céleste ("Tratado de mecánica celeste») Vols. I—V, Paris, 1799-1825. (N. de la Edit).
-5[**]- «No tenía necesidad de recurrir a esta hipótesis». (N. de la Edit.),...-6[‡‡]- «El pudin se prueba comiéndolo». (N. de la Edit).,...a una prueba infalible en cuanto a su exactitud o falsedad.
Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería también nuestro juicio acerca de la posibilidad de emplear la cosa de que se trata, y nuestro intento de emplearla tendría que fracasar forzosamente. Pero si conseguimos el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea que nos formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla, tendremos la prueba positiva de que, dentro de estos límites, nuestras percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades coinciden con la realidad existente fuera de nosotros. En cambio, si nos encontramos con que hemos dado un golpe en falso, no tardamos generalmente mucho tiempo en descubrir las causas de nuestro error; llegamos a la conclusión de que la percepción en que se basaba nuestra acción era incompleta y superficial, o se hallaba enlazada con los resultados de otras percepciones de un modo no justificado por la realidad de las cosas; es decir, habíamos realizado lo que denominamos un razonamiento defectuoso. Mientras adiestremos y empleemos bien nuestros sentidos y ajustemos nuestro modo de proceder a los límites que trazan las observaciones bien hechas y bien utilizadas, veremos que los resultados de nuestros actos suministran la prueba de la conformidad de nuestras percepciones con la naturaleza objetiva de las cosas percibidas. Ni en un solo caso, según la experiencia que poseemos hasta hoy, nos hemos visto obligados a llegar a la conclusión de que las percepciones sensoriales científicamente controladas originan en nuestro cerebro ideas del mundo exterior que difieren por su naturaleza de la realidad, o de que entre el mundo exterior y las percepciones que nuestros sentidos nos transmiten de él media una incompatibilidad innata.
Pero, al llegar aquí, se presenta el agnóstico neokantiano y nos dice: Sí, podremos tal vez percibir exactamente las propiedades de una cosa, pero nunca aprehender la cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o discursivo. Esta «cosa en sí» cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento. A esto, ya hace mucho tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que conocemos todas las propiedades de una cosa, conocemos también la cosa misma; sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta el último residuo de la cosa en sí, la famosa e incognoscible Ding an sich de Kant. Hoy, sólo podemos añadir a eso que, en tiempos de Kant, el conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo bastante fragmentario para poder sospechar detrás de cada una de ellas una misteriosa «cosa en sí». Pero, de entonces acá, estas cosas inaprehensibles han sido aprehendidas, analizadas y, más todavía, reproducidas una tras otra por los gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde el momento en que podemos producir una cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible. Para la química de la primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran cosas misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de los elementos químicos y sin ayuda de procesos orgánicos. La química moderna nos dice que tan pronto como se conoce la constitución química de cualquier cuerpo, este cuerpo puede integrarse a partir de sus elementos. Hoy, estamos todavía lejos de conocer exactamente la constitución de las sustancias orgánicas superiores, los cuerpos albuminoides, pero no hay absolutamente ninguna razón para que no adquiramos, aunque sea dentro de varios siglos, este conocimiento y con ayuda de él podamos fabricar albúmina artificial.
Y cuando lo consigamos, habremos conseguido también producir la vida orgánica, pues la vida, desde sus formas más bajas hasta las más altas, no es más que la modalidad normal de existencia de los cuerpos albuminoides. Pero, después de hechas estas reservas formales, nuestro agnóstico habla y obra en un todo como el materialista empedernido, que en el fondo es. Podrá decir: a juzgar por lo que nosotros sabemos, la materia y el movimiento o, como ahora se dice, la energía, no pueden crearse ni destruirse, pero no tenemos pruebas de que ambas no hayan sido creadas en algún tiempo remoto y desconocido. Y, si intentáis volver contra él esta confesión en un caso dado, os llamará al orden a toda prisa y os mandará callar. Si in abstracto reconoce la posibilidad del espiritualismo, in concreto no quiere saber nada de él. Os dirá: por lo que sabemos y podemos saber, no existe creador ni regente del Universo; en lo que a nosotros respecta, la materia y la energía son tan increables como indestructibles; para nosotros, el pensamiento es una forma de la energía, una función del cerebro. Todo lo que nosotros sabemos nos lleva a la conclusión de que el mundo material se halla regido por leyes inmutables, etcétera, etcétera. Por tanto, en la medida en que es un hombre de ciencia, en la medida en que sabe algo, el agnóstico es materialista; fuera de los confines de su ciencia, en los campos que no domina, traduce su ignorancia al griego, y la llama agnosticismo.
En todo caso, lo que sí puede asegurarse es que, aunque yo fuese agnóstico, no podría dar a la concepción de la historia esbozada en este librito el nombre de «agnosticismo histórico». Las gentes de sentimientos religiosos se reirían de mí, los agnósticos me preguntarían, indignados, si quería burlarme de ellos. Así pues, confío en que la «respetabilidad» británica, que en alemán se llama filisteísmo, no se enfadará demasiado porque emplee en inglés, como en tantos otros idiomas, el nombre de «materialismo histórico» para designar esa concepción de los derroteros de la historia universal que ve la causa final y la fuerza propulsora decisiva de todos los acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la sociedad, en las transformaciones del modo de producción y de cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en las luchas de estas clases entre sí. Se me guardará, tal vez, esta consideración, sobre todo si demuestro que el materialismo histórico puede incluso ser útil para la respetabilidad británica. Ya he aludido al hecho de que, hace cuarenta o cincuenta años, el extranjero culto que se instalaba a vivir en Inglaterra se veía desagradablemente sorprendido por lo que necesariamente tenía que considerar como beatería y mojigatería de la respetable clase media inglesa. Ahora demostraré que la respetable clase media inglesa de aquel tiempo no era, sin embargo, tan estúpida como el extranjero inteligente se figuraba. Sus tendencias religiosas tenían su explicación.
Cuando Europa salió del medioevo, la clase media en ascenso de las ciudades era su elemento revolucionario. La posición reconocida, que se había conquistado dentro del régimen feudal de la Edad Media, era ya demasiado estrecha para su fuerza de expansión. El libre desarrollo de esta clase media, la burguesía, no era ya compatible con el sistema feudal; éste tenía forzosamente que derrumbarse. Pero el gran centro internacional del feudalismo era la Iglesia católica romana. Ella unía a toda Europa Occidental feudalizada, pese a todas sus guerras intestinas, en una gran unidad política, contrapuesta tanto al mundo cismático griego como al mundo mahometano. Rodeó a las instituciones feudales del halo de la consagración divina. También ella había levantado su jerarquía según el modelo feudal, y era, en fin de cuentas, el mayor de todos
los señores feudales, pues poseía, por lo menos, la tercera parte de toda la propiedad territorial del mundo católico. Antes de poder dar en cada país y en diversos terrenos la batalla al feudalismo secular había que destruir esta organización central sagrada.
Paso a paso, con el auge de la burguesía, iba produciéndose el gran resurgimiento de la ciencia. Volvían a cultivarse la astronomía, la mecánica, la física, la anatomía, la fisiología. La burguesía necesitaba, para el desarrollo de su producción industrial, una ciencia que investigase las propiedades de los cuerpos físicos y el funcionamiento de las fuerzas naturales. Pero, hasta entonces la ciencia no había sido más que la servidora humilde de la Iglesia, a la que no se le consentía traspasar las fronteras establecidas por la fe; en una palabra, había sido cualquier cosa menos una ciencia. Ahora, la ciencia se rebelaba contra la Iglesia; la burguesía necesitaba a la ciencia y se lanzó con ella a la rebelión.
Aquí no he tocado más que dos de los puntos en que la burguesía en ascenso tenía necesariamente que chocar con la religión establecida; pero esto bastará para probar: primero, que la clase más directamente interesada en la lucha contra el poder de la Iglesia católica era precisamente la burguesía y, segundo, que por aquel entonces toda lucha contra el feudalismo tenía que vestirse con un ropaje religioso y dirigirse en primera instancia contra la Iglesia. Pero el grito de guerra lanzado por las universidades y los hombres de negocios de las ciudades, tenía inevitablemente que encontrar, como en efecto encontró, una fuerte resonancia entre las masas del campo, entre los campesinos, que en todas partes estaban empeñados en una dura lucha contra sus señores feudales eclesiásticos y seculares, lucha en la que se ventilaba su existencia.
La gran campaña de la burguesía europea contra el feudalismo culminó en tres grandes batallas decisivas. La primera fue la que llamamos la Reforma protestante alemana. Al grito de rebelión de Lutero contra la Iglesia, respondieron dos insurrecciones políticas; primero, la de la nobleza baja, acaudillada por Franz von Sickingen, en 1523, y luego la gran guerra campesina, en 1525. Ambas fueron aplastadas, a causa, principalmente, de la falta de decisión del partido más interesado en la lucha: la burguesía de las ciudades: falta de decisión cuyas causas no podemos investigar aquí. Desde este instante, la lucha degeneró en una reyerta entre los príncipes locales y el poder central del emperador, trayendo como consecuencia el borrar a Alemania por doscientos años del concierto de las naciones políticamente activas de Europa. Cierto es que la Reforma luterana condujo a una nueva religión; aquella precisamente que necesitaba la monarquía absoluta. Apenas abrazaron el luteranismo, los campesinos del noreste de Alemania se vieron degradados de hombres libres a siervos de la gleba.
Pero, donde Lutero falló, triunfó Calvino. El dogma calvinista cuadraba a los más intrépidos burgueses de la época. Su doctrina de la predestinación era la expresión religiosa del hecho de que en el mundo comercial, en el mundo de la competencia, el éxito o la bancarrota no depende de la actividad o de la aptitud del individuo, sino de circunstancias independientes de él. «Así que no es del que quiere ni del que corre, sino de la misericordia» de fuerzas económicas superiores, pero desconocidas. Y esto era más verdad que nunca en una época de revolución económica, en que todos los viejos centros y caminos comerciales eran desplazados por otros nuevos, en que se abría al mundo América y la India y en que vacilaban y se venían abajo hasta los artículos económicos de fe más sagrados: los valores del oro y de la plata. Además, el régimen de la Iglesia calvinista era absolutamente democrático y republicano: ¿cómo podían los reinos de este mundo seguir siendo súbditos de los reyes, de los obispos y de los señores feudales donde el reino de Dios se había republicanizado? Si el luteranismo alemán se convirtió en un instrumento sumiso en manos de los pequeños príncipes alemanes, el calvinismo fundó una república en Holanda y fuertes partidos republicanos en Inglaterra y, sobre todo, en Escocia.
En el calvinismo encontró acabada su teoría de lucha la segunda gran insurrección de la burguesía. Esta insurrección se produjo en Inglaterra. La puso en marcha la burguesía de las ciudades, pero fueron los campesinos medios (la yeomanry) de los distritos rurales los que arrancaron el triunfo. Cosa singular: en las tres grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran las tropas de combate, y ellos también, precisamente, la clase, que, después de alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias económicas de este triunfo. Cien años después de Cromwell, la yeomanry de Inglaterra casi había desaparecido. En todo caso, sin la intervención de esta yeomanry y del elemento plebeyo de las ciudades, la burguesía nunca hubiera podido conducir la lucha hasta su final victorioso ni llevado al cadalso a Carlos I. Para que la burguesía se embolsase aunque sólo fueran los frutos del triunfo que estaban bien maduros, fue necesario llevar la revolución bastante más allá de su meta: exactamente como habría de ocurrir en Francia en 1793 y en Alemania en 1848. Parece ser ésta, en efecto, una de las leyes que presiden el desarrollo de la sociedad burguesa.
Después de este exceso de actividad revolucionaria, siguió la inevitable reacción que, a su vez, rebasó también el punto en que debía haberse mantenido. Tras una serie de vacilaciones, consiguió fijarse, por fin, el nuevo centro de gravedad, que se convirtió, a su vez, en nuevo punto de arranque. El período grandioso de la historia inglesa, al que los filisteos dan el nombre de «la gran rebelión», y las luchas que le siguieron, alcanzan su remate en el episodio relativamente insignificante de 1689, que los historiadores liberales señalan con el nombre de la «gloriosa revolución» -xi[12]-.
El nuevo punto de partida fue una transacción entre la burguesía en ascenso y los antiguos grandes terratenientes feudales. Estos, aunque entonces como hoy se les conociese por el nombre de aristocracia estaban ya desde hacía largo tiempo en vías de convertirse en lo que Luis Felipe había de ser mucho después en Francia: en los primeros burgueses de la nación. Para suerte de Inglaterra, los antiguos barones feudales se habían destrozado unos a otros en las guerras de las Dos Rosas -xii[13]-. Sus sucesores, aunque descendientes en su mayoría de las mismas antiguas familias, procedían ya de líneas colaterales tan alejadas, que formaban una corporación completamente nueva; sus costumbres y tendencias tenían mucho más de burguesas que de feudales; conocían perfectamente el valor del dinero, y se aplicaron en seguida a aumentar las rentas de sus tierras, arrojando de ellas a cientos de pequeños arrendatarios y sustituyéndolos por rebaños de ovejas. Enrique VIII creó una masa de nuevos landlords burgueses, regalando y dilapidando los bienes de la Iglesia; y a idénticos resultados condujeron las confiscaciones de grandes propiedades territoriales, que se prosiguieron sin interrupción hasta fines del siglo XVII, para entregarlas luego a individuos semi o enteramente advenedizos. De aquí que la «aristocracia» inglesa, desde
Enrique VII, lejos de oponerse al desarrollo de la producción industrial procurase sacar indirectamente provecho de ella. Además, una parte de los grandes terratenientes se mostró dispuesta en todo momento, por móviles económicos o políticos a colaborar con los caudillos de la burguesía industrial y financiera. La transacción de 1689 no fue, pues, difícil de conseguir. Los trofeos políticos —los cargos, las sinecuras, los grandes sueldos— les fueron respetados a las familias de la aristocracia rural, a condición de que defendiesen cumplidamente los intereses económicos de la clase media financiera, industrial y mercantil. Y estos intereses económicos eran ya, por aquel entonces, bastante poderosos; eran ellos los que trazaban en último término los rumbos de la política nacional. Podría haber rencillas acerca de los detalles, pero la oligarquía aristocrática sabía demasiado bien cuán inseparablemente unida se hallaba su propia prosperidad económica a la de la burguesía industrial y comercial.
A partir de este momento, la burguesía se convirtió en parte integrante, modesta pero reconocida, de las clases dominantes de Inglaterra. Compartía con todas ellas el interés de mantener sojuzgada a la gran masa trabajadora del pueblo. El comerciante o fabricante mismo ocupaba, frente a su dependiente, a sus obreros o a sus criados, la posición del amo, o la posición de su «superior natural», como se decía hasta hace muy poco en Inglaterra. Tenía que estrujarles la mayor cantidad y la mejor calidad de trabajo posible; para conseguirlo, había de educarlos en una conveniente sumisión. Personalmente, era un hombre religioso; su religión le había suministrado la bandera bajo la cual combatió al rey y a los señores; muy pronto, había descubierto también los recursos que esta religión le ofrecía para trabajar los espíritus de sus inferiores naturales y hacerlos sumisos a las órdenes de los amos, que los designios inescrutables de Dios les habían puesto. En una palabra, el burgués inglés participaba ahora en la empresa de sojuzgar a los «estamentos inferiores», a la gran masa productora de la nación, y uno de los medios que se empleaba para ello era la influencia de la religión.
Pero a esto venía a añadirse una nueva circunstancia, que reforzaba las inclinaciones religiosas de la burguesía: la aparición del materialismo en Inglaterra. Esta nueva doctrina no sólo hería los píos sentimientos de la clase media, sino que, además, se anunciaba como una filosofía destinada solamente a los sabios y hombres cultos del gran mundo; al contrario de la religión, buena para la gran masa no ilustrada, incluyendo a la burguesía. Con Hobbes, esta doctrina pisó la escena como defensora de las prerrogativas y de la omnipotencia reales e invitó a la monarquía absoluta a atar corto a aquel puer robustus sed mailitiosus -7[§§]- que era el pueblo. También en los continuadores de Hobbes, en Bolingbroke, en Shaftesbury, etc., la nueva forma deística del materialismo seguía siendo una doctrina aristocrática, esotérica8[***] y odiada, por tanto, de la burguesía, no sólo por ser una herejía religiosa, sino también por sus conexiones políticas antiburguesas. Por eso, frente al materialismo y al deísmo de la aristocracia, las sectas protestantes, que habían suministrado la bandera y los hombres para luchar contra los Estuardos, eran precisamente,...-7[§§]- Muchacho robusto, pero malicioso. (N. de la Edit.),...-8[***]- Oculta, sólo destinada a los iniciados. (N. de la Edit.),...las que daban el contingente principal de las fuerzas de la clase media progresiva y las que todavía hoy forman la médula del «gran partido liberal».
Entretanto, el materialismo pasó de Inglaterra a Francia donde se encontró con una segunda escuela materialista de filósofos, que habían surgido del cartesianismo -xiii[14-], y con la que se refundió. También en Francia seguía siendo al principio una doctrina exclusivamente aristocrática. Pero su carácter revolucionario no tardó en revelarse. Los materialistas franceses no limitaban su crítica simplemente a las materias religiosas, sino que la hacían extensiva a todas las tradiciones científicas y a todas las instituciones políticas de su tiempo; para demostrar la posibilidad de aplicación universal de su teoría, siguieron el camino más corto: la aplicaron audazmente a todos los objetos del saber en la "Encyclopédie", la obra gigantesca que les valió el nombre de «enciclopedistas». De este modo, el materialismo, bajo una u otra forma —como materialismo declarado o como deísmo—, se convirtió en el credo de toda la juventud culta de Francia; hasta tal punto, que durante la Gran Revolución la teoría creada por los realistas ingleses sirvió de bandera teórica a los republicanos y terroristas franceses, y de ella salió el texto de la "Declaración de los Derechos del Hombre" -xiv[15]-.
La Gran Revolución francesa fue la tercera insurrección de la burguesía, pero la primera que se despojó totalmente del manto religioso, dando la batalla en el campo político abierto. Y fue también la primera que llevó realmente la batalla hasta la destrucción de uno de los dos combatientes, la aristocracia, y el triunfo completo del otro, la burguesía. En Inglaterra, la continuidad ininterrumpida de las instituciones prerrevolucionarias y postrrevolucionarias y la transacción sellada entre los grandes terratenientes y los capitalistas, encontraban su expresión en la continuidad de los precedentes judiciales, así como en la respetuosa conservación de las formas legales del feudalismo. En Francia la revolución rompió plenamente con las tradiciones del pasado, barrió los últimos vestigios del feudalismo y creó, con el Code civil -xv[16]-, una adaptación magistral a las relaciones capitalistas modernas del antiguo Derecho romano, de aquella expresión casi perfecta de las relaciones jurídicas derivadas de la fase económica que Marx llama la «producción de mercancías»; tan magistral, que este Código francés revolucionario sirve todavía hoy en todos los países —sin exceptuar a Inglaterra— de modelo para las reformas del derecho de propiedad. Pero, no por ello debemos perder de vista una cosa. Aunque el Derecho inglés continúa expresando las relaciones económicas de la sociedad capitalista en un lenguaje feudal bárbaro, que guarda con la cosa expresada la misma relación que la ortografía con la fonética inglesa —«vous écrivez Londres et vous prononcez Constantinople» -9[†††]-, decía un francés—, este Derecho inglés es el único que ha mantenido indemne a través de los siglos y que ha transplantado a Norteamérica y a las colonias la mejor parte de aquella libertad personal, aquella autonomía local y aquella salvaguardia contra toda injerencia, fuera de la de los tribunales; en una palabra, aquellas antiguas libertades germánicas que en el continente se habían perdido bajo el régimen de la monarquía absoluta y que hasta ahora no han vuelto a recobrarse íntegramente en ninguna parte. -9[†††]- Se escribe Londres y se pronuncia Constantinopla. (N. de la Edit.)
Pero volvamos a nuestro burgués británico. La revolución francesa le brindó una magnífica ocasión para arruinar, con ayuda de las monarquías continentales, el comercio marítimo francés, anexionarse las colonias francesas y reprimir las últimas pretensiones francesas de hacerle la competencia por mar. Fue ésta una de las razones de que la combatiese. La segunda razón era que los métodos de esta revolución le hacían muy poca gracia. No ya su «execrable» terrorismo, sino también su intento de implantar el régimen burgués hasta en sus últimas consecuencias. ¿Qué iba a hacer en el mundo el burgués británico sin su aristocracia, que le imbuía maneras (¡y qué maneras!) e inventaba para él modas, que le suministraba la oficialidad para el ejército, salvaguardia del orden dentro del país, y para la marina, conquistadora de nuevos dominios coloniales y de nuevos mercados en el exterior? Cierto es que también había dentro de la burguesía una minoría progresiva, formada por gentes cuyos intereses no habían salido tan bien parados en la transacción, esta minoría, integrada por la clase media de posición más modesta, simpatizaba con la revolución, pero era impotente en el parlamento.
Por tanto, cuanto más se convertía el materialismo en el credo de la revolución francesa, tanto más se aferraba el piadoso burgués británico a su religión. ¿Acaso la época del terror en París no había demostrado lo que ocurre, cuando el pueblo pierde la religión? Conforme se extendía el materialismo de Francia a los países vecinos y recibía el refuerzo de otras corrientes teóricas afines, principalmente el de la filosofía alemana; conforme en el continente ser materialista y librepensador era, en realidad, una cualidad indispensable para ser persona culta, más tenazmente se afirmaba la clase media inglesa en sus diversas confesiones religiosas. Por mucho que variasen las unas de las otras, todas eran confesiones decididamente religiosas, cristianas.
Mientras que la revolución aseguraba el triunfo político de la burguesía en Francia, en Inglaterra Watt, Arkwright, Cartwright y otros iniciaron iniciaron una revolución industrial, que desplazó completamente el centro de gravedad del poder económico. Ahora, la burguesía enriquecíase mucho más aprisa que la aristocracia terrateniente. Y, dentro de la burguesía misma, la aristocracia financiera, los banqueros, etc., iban pasando cada vez más a segundo plano ante los fabricantes. La transacción de 1689, aun con las enmiendas que habían ido introduciéndose poco a poco a favor de la burguesía, ya no correspondía a la posición recíproca de las dos partes interesadas. Había cambiado también el carácter de éstas: la burguesía de 1830 difería mucho de la del siglo anterior. El poder político que aún conservaba la aristocracia y que se ponía en acción contra las pretensiones de la nueva burguesía industrial, hízose incompatible con los nuevos intereses económicos. Planteábase la necesidad de renovar la lucha contra la aristocracia; y esta lucha sólo podía terminar con el triunfo del nuevo poder económico. Bajo el impulso de la revolución francesa de 1830, se impuso en primer término, pese a todas las resistencias, la ley de reforma electoral -xvi[17]-. Esto dio a la burguesía una posición fuerte y reconocida en el parlamento. Luego, vino la derogación de las leyes cerealistas -xvii[18]-, que instauró de una vez para siempre el predominio de la burguesía, y sobre todo de su parte más activa, los fabricantes, sobre la aristocracia de la tierra. Fue éste el mayor triunfo de la burguesía, pero fue también el último conseguido en su propio y exclusivo interés. Todos sus triunfos posteriores hubo de compartirlos con un nuevo poder social, aliado suyo en un principio, pero luego rival de ella.
La revolución industrial había creado una clase de grandes fabricantes capitalistas, pero había creado también otra, mucho más numerosa, de obreros fabriles. Esta clase crecía constantemente en número, a medida que la revolución industrial se iba adueñando de una rama industrial tras otra. Y con su número, crecía también su fuerza, que se demostró ya en 1824, cuando obligó al parlamento a derogar a regañadientes las leyes contra la libertad de coalición -xviii[19]-. Durante la campaña de agitación por la reforma electoral, los obreros formaban el ala radical del partido de la reforma; y cuando la ley de 1832 los privó del derecho de sufragio, sintetizaron sus reivindicaciones en la Carta del Pueblo (People's Charter) -xix[20]- y se constituyeron, en oposición al gran partido burgués que combatía las leyes cerealistas -xx[21]-, en un partido independiente, el partido cartista, que fue el primer partido obrero de nuestro tiempo.
A continuación, vinieron las revoluciones continentales de febrero y marzo de 1848, en las que los obreros desempeñaron un papel tan importante y en las que plantearon, por lo menos en París, reivindicaciones que eran resueltamente inadmisibles, desde el punto de vista de la sociedad capitalista. Y luego sobrevino la reacción general. Primero, la derrota de los cartistas del 10 de abril de 1848 -xxi[22]-; después, el aplastamiento de la insurrección obrera de París, en junio del mismo año; más tarde, los descalabros de 1849 en Italia, Hungría y el Sur de Alemania; y por último, el triunfo de Luis Bonaparte sobre París, el 2 de diciembre de 1851 -xxii[23]-. Con esto, habíase conseguido ahuyentar, por lo menos durante algún tiempo, el espantajo de las reivindicaciones obreras, pero ¡a qué costa! Por tanto, si el burgués británico estaba ya antes convencido de la necesidad de mantener en el pueblo vil el espíritu religioso, ¡con cuánta mayor razón tenía que sentir esa necesidad, después de todas estas experiencias! Por eso, sin hacer el menor caso de las risotadas de burla de sus colegas continentales, continuaba año tras año gastando miles y decenas de miles en la evangelización de los estamentos inferiores. No contento con su propia maquinaria religiosa, se dirigió al Hermano Jonathan -xxiii[24]- Revivalismo: corriente de la Iglesia protestante surgida en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVIII y propagada en Norteamérica; sus adeptos se valían de las prédicas religiosas y la organización de nuevas comunidades de creyentes para consolidar y ampliar la influencia de la religión cristiana., el más grande organizador de negocios religiosos por aquel entonces, e importó de los Estados Unidos el revivalismo, a Moody y Sankey, etc.; y, por último, aceptó incluso hasta la ayuda peligrosa del Ejército de Salvación, que viene a restaurar los recursos de propaganda del cristianismo primitivo, que se dirige a los pobres como a los elegidos, combatiendo al capitalismo a su manera religiosa y atizando así un elemento de lucha de clases del cristianismo primitivo, que un buen día puede llegar a ser molesto para las gentes ricas que hoy suministran de su bolsillo el dinero para esta propaganda.
Parece ser una ley del desarrollo histórico el que la burguesía no pueda detentar en ningún país de Europa el poder político —al menos, durante largo tiempo—, de la misma manera exclusiva con que pudo hacerlo la aristocracia feudal durante la Edad Media. Hasta en Francia, donde se extirpó tan de raíz el feudalismo, la burguesía, como clase global, sólo ejerce todo el poder durante breves períodos de tiempo. Bajo Luis Felipe (1830-1848), sólo gobernaba una pequeña parte de la burguesía, pues otra parte mucho más considerable quedaba excluida del sufragio por el elevado censo de fortuna que se exigía para poder votar. Bajo la segunda República (1848-1851), gobernó toda la burguesía, pero sólo durante tres años; su incapacidad abrió el camino al Segundo Imperio. Sólo ahora, bajo la tercera,...República -xxiv[25]-,...vemos a la burguesía en bloque empuñar el timón por espacio de veinte años, pero en eso revela ya gratos síntomas de decadencia. Hasta ahora, una dominación de la burguesía mantenida durante largos años sólo ha sido posible en países como Norteamérica, que nunca conocieron el feudalismo y donde la sociedad se ha construido desde el primer momento sobre una base burguesa. Pero hasta en Francia y en Norteamérica llaman ya a la puerta con recios golpes los sucesores de la burguesía: los obreros.
En Inglaterra, la burguesía no ha ejercido jamás el poder indiviso. Hasta el triunfo de 1832 dejó a la aristocracia en el disfrute casi exclusivo de todos los altos cargos públicos. Yo no acertaba a explicarme la sumisión con que la clase media rica se resignaba a tolerar esto, hasta que un día el gran fabricante liberal Mr. W. A. Forster, en un discurso, suplicó a los jóvenes de Bradford que aprendiesen francés si querían hacer carrera, contando a este propósito el triste papel que había hecho él cuando, siendo ministro, se vio metido de pronto en una sociedad en que el francés era, por lo menos, tan necesario como el inglés. En efecto, los burgueses ingleses de aquel entonces eran, quien más quien menos, unos nuevos ricos sin cultura, que tenían que ceder a la aristocracia, quisieran o no, todos aquellos altos puestos del gobierno que exigían otras dotes que la limitación y la fatuidad insulares, salpimentadas por la astucia para los negocios -10[‡‡‡]-.
Todavía hoy los debates inacabables de la prensa sobre la middle-class-education -11[§§§]- revelan que la clase media inglesa no se considera aún bastante buena para recibir la mejor educación y busca algo más modesto. Por eso, aun después de la derogación de las leyes cerealistas, se consideró como algo muy natural que los que habían arrancado el triunfo, los Cobden, los Bright, los Forster, etcétera, quedasen privados de toda participación en el gobierno oficial, hasta que,...
10[‡‡‡],...Y hasta en materia de negocios la fatuidad del chovinismo nacional es un mal consejo. Hasta hace muy poco, el fabricante inglés corriente consideraba denigrante para un inglés hablar otro idioma que no fuese el suyo propio y le enorgullecía en cierto modo que esos «pobres diablos» de los extranjeros se instalasen a vivir en Inglaterra, descargándole con ello del trabajo de vender sus productos en el extranjero. No advertía siquiera que estos extranjeros, alemanes en su mayor parte, se adueñaban de este modo de una gran parte del comercio exterior de Inglaterra —tanto del de importación como del de exportación— y que el comercio directo de los ingleses con el extranjero iba circunscribiéndose casi exclusivamente a las colonias, a China, a los Estados Unidos y a Sudamérica. Y tampoco advertía que estos alemanes comerciaban con otros alemanes del extranjero, que con el tiempo iban organizando una red completa de colonias comerciales por todo el mundo. Y cuando, hace unos cuarenta años, Alemania empezó seriamente a fabricar para la exportación, encontró en estas colonias comerciales alemanas un instrumento que le prestó maravillosos servicios en la empresa de transformarse, en tan poco tiempo, de un país exportador de cereales en un país industrial de primer orden. Por fin, hace unos diez años, los fabricantes ingleses empezaron a inquietarse y a preguntar a sus embajadores y cónsules cómo era que ya no podían retener a todos sus clientes. La respuesta unánime fue ésta: 1º porque no os molestáis en aprender la lengua de vuestros clientes y exigís que ellos aprendan la vuestra, y 2º porque no intentáis siquiera satisfacer las necesidades, las costumbres y los gustos de vuestros clientes, sino que queréis que se atengan a los vuestros, a los de Inglaterra. [ nota de F. Engels]. -11[§§§]- Educación de la clase media (N. de la Edit.)
,...por último, veinte años después, una nueva ley de Reformaxxv[26] les abrió las puertas del ministerio. Hasta hoy día está la burguesía inglesa tan profundamente penetrada de un sentimiento de inferioridad social, que sostiene a costa suya y del pueblo una casta decorativa de zánganos que tienen por oficio representar dignamente a la nación en todos los actos solemnes y se considera honradísima cuando se encuentra a un burgués cualquiera reconocido como digno de ingresar en esta corporación selecta y privilegiada, que al fin y al cabo ha sido fabricada por la misma burguesía.
Así pues, la clase media industrial y comercial no había conseguido aún arrojar por completo del poder político a la aristocracia terrateniente, cuando se presentó en escena el nuevo rival: la clase obrera. La reacción que se produjo después del movimiento cartista y las revoluciones continentales, unida a la expansión sin precedentes de la industria inglesa desde 1848 a 1866 (expansión que suele atribuirse sólo al librecambio, pero que se debió en mucha mayor parte a la extensión gigantesca de los ferrocarriles, los transatlánticos y los medios de comunicación en general) volvió a poner a los obreros bajo la dependencia de los liberales, cuya ala radical formaban, como en los tiempos anteriores al cartismo. Pero, poco a poco, las exigencias obreras en cuanto al sufragio universal fueron haciéndose irresistibles. Mientras los «whigs», los caudillos de los liberales, temblaban de miedo, Disraeli demostraba su superioridad; supo aprovechar el momento propicio para los «tories» introduciendo en los distritos electorales urbanos el régimen electoral del household suffrage -12[****]- y, en relación con éste, una nueva distribución de los distritos electorales.
A esto, siguió poco después el ballot -13[††††]-, luego, en 1884, el household suffrage hízose extensivo a todos los distritos, incluso a los de condado, y se introdujo una nueva distribución de las circunscripciones electorales, que las nivelaba hasta cierto punto. Todas estas reformas aumentaron de tal modo la fuerza de la clase obrera en las elecciones, que ésta representaba ya a la mayoría de los electores en 150 a 200 distritos. ¡Pero no hay mejor escuela de respeto a la tradición que el sistema parlamentario! Si la clase media mira con devoción y veneración al grupo que lord John Manners llama bromeando «nuestra vieja nobleza», la masa de los obreros miraba en aquel tiempo con respeto y acatamiento a la que entonces se llamaba «la clase mejor», la burguesía. En realidad, el obrero británico de hace quince años era ese obrero modelo cuya consideración respetuosa por la posición de su patrono y cuya timidez y humildad al plantear sus propias reivindicaciones ponían un poco de bálsamo en las heridas que a nuestros socialistas alemanes de cátedra -xxvi[27]- les inferían las incorregibles tendencias comunistas y revolucionarias de los obreros de su país.
Sin embargo, los burgueses ingleses, como buenos hombres de negocios, veían más allá que los profesores alemanes. Sólo de mala gana habían compartido el poder con los obreros. Durante el período cartista, habían tenido ocasión de aprender de lo que era capaz,...
12[****] El household suffrage establecía el derecho de voto para todo el que viviese en casa independiente. (N. de la Edit.). -13[††††]- Votación secreta. (N. de la Edit.)
,...el pueblo, ese puer robustus sed malitiosus. Desde entonces, habían tenido que aceptar y ver convertida en ley nacional la mayor parte de la Carta del Pueblo. Ahora más que nunca, era importante tener al pueblo a raya mediante recursos morales; y el recurso moral primero y más importante con que se podía influenciar a las masas seguía siendo la religión. De aquí la mayoría de puestos otorgados a curas en los organismos escolares y de aquí que la burguesía se imponga a sí misma cada vez más tributos para sostener toda clase de revivalismos, desde el ritualismo -xxvii[28]- hasta el Ejército de Salvación.
Y entonces llegó el triunfo del respetable filisteísmo británico sobre la libertad de pensamiento y la indiferencia en materias religiosas del burgués continental. Los obreros de Francia y Alemania se volvieron rebeldes. Estaban totalmente contaminados de socialismo, y además, por razones muy fuertes, no se preocupaban gran cosa de la legalidad de los medios empleados para conquistar el poder. Aquí, el puer robustus se había vuelto realmente cada día más malitiosus. Y al burgués francés y alemán no le quedaba más recurso que renunciar tácitamente a seguir siendo librepensador, como esos guapos mozos que cuando se ven acometidos irremediablemente por el mareo, dejan caer el cigarro humeante con que fantocheaban a bordo. Los burlones fueron adoptando uno tras otro, exteriormente, una actitud devota y empezaron a hablar con respeto de la Iglesia, de sus dogmas y ritos, llegando incluso, cuando no había más remedio, a compartir estos últimos. Los burgueses franceses se negaban a comer carne los viernes y los burgueses alemanes se aguantaban, sudando en sus reclinatorios, interminables sermones protestantes. Habían llegado con su materialismo a una situación embarazosa. Die Religion muss dem Volk erhalten werden («¡Hay que conservar la religión para el pueblo!»); era el último y único recurso para salvar a la sociedad de su ruina total. Para desgracia suya, no se dieron cuenta de esto hasta que habían hecho todo lo humanamente posible para derrumbar para siempre la religión. Había llegado, pues, el momento en que el burgués británico podía reírse, a su vez, de ellos y gritarles: «¡Ah, necios, eso ya podía habérselo dicho yo hace doscientos años!»
Sin embargo, me temo mucho que ni la estupidez religiosa del burgués británico ni la conversión post festum -14[‡‡‡‡]- del burgués continental, consigan poner un dique a la creciente marea proletaria. La tradición es una gran fuerza de freno; es la vis inertiae -15[§§§§]- de la historia. Pero es una fuerza meramente pasiva; por eso tiene necesariamente que sucumbir. De aquí que tampoco la religión pueda servir a la larga de muralla protectora de la sociedad capitalista. Si nuestras ideas jurídicas, filosóficas y religiosas no son más que los brotes más próximos o más remotos de las condiciones económicas imperantes en una sociedad dada, a la larga estas ideas no pueden mantenerse cuando han cambiado completamente aquellas condiciones. Una de dos: o creemos en una revelación sobrenatural, o tenemos que reconocer que no hay dogma religioso capaz de apuntalar una sociedad que se derrumba. -14[‡‡‡‡]- Después de la fiesta, o sea, retardada. (N. de la Edit.)
Y la verdad es que también en Inglaterra comienzan otra vez los obreros a moverse. Indudablemente, el obrero inglés está atado por una serie de tradiciones. Tradiciones burguesas, como la tan extendida creencia de que no pueden existir más que dos partidos, el conservador y el liberal, y de que la clase obrera tiene que valerse del gran partido liberal para laborar por su emancipación. Y tradiciones obreras, heredadas de los tiempos de sus primeros tanteos de actuación independiente, como la eliminación, en numerosas y antiguas tradeuniones, de todos aquellos obreros que no han tenido un determinado tiempo reglamentario de aprendizaje; lo que significa, en rigor, que cada una de estas uniones se crea sus propios esquiroles. Pero, a pesar de todo esto y mucho más, la clase obrera inglesa avanza, como el mismo profesor Brentano se ha visto obligado a comunicar, con harto dolor, a sus hermanos, los socialistas de cátedra. Avanza, como todo en Inglaterra, con paso lento y mesurado, vacilante aquí, y allí mediante tanteos, a veces estériles; avanza a trechos, con una desconfianza excesivamente prudente hacia el nombre de Socialismo, pero asimilándose poco a poco la esencia. Avanza, y su avance va comunicándose a una capa obrera tras otra. Ahora, ha sacudido el letargo de los obreros no calificados del East End de Londres, y todos nosotros ya hemos visto qué magnífico empuje han dado, a su vez, a la clase obrera estas nuevas fuerzas. Y si el ritmo del movimiento no es aconsonantado a la impaciencia de unos u otros, no deben olvidar que es precisamente la clase obrera la que mantiene vivos los mejores rasgos del carácter nacional inglés y que en Inglaterra, cuando se da un paso hacia adelante, ya no se pierde jamás. Si los hijos de los viejos cartistasno dieron de sí, por los motivos indicados, todo lo que de ellos se podía esperar, parece que los nietos van a ser dignos de sus abuelos.
Pero, el triunfo de la clase obrera europea no depende solamente de Inglaterra. Este triunfo sólo puede asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de Inglaterra, Francia y Alemania -xxviii[29]-. En estos dos últimos países, el movimiento obrero le lleva un buen trecho de delantera al de Inglaterra. En Alemania, se halla incluso a una distancia ya mesurable del triunfo. Los progresos obtenidos aquí desde hace veinticinco años, no tienen precedente. El movimiento obrero alemán avanza con velocidad acelerada. Y si la burguesía alemana ha dado pruebas de su carencia lamentable de capacidad política, de disciplina, de bravura, de energía y de perseverancia, la clase obrera de Alemania ha demostrado que posee en grado abundante todas estas cualidades. Hace ya casi cuatrocientos años que Alemania fue el punto de arranque del primer gran alzamiento de la clase media de Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es descabellado pensar que Alemania vaya a ser también el escenario del primer gran triunfo del proletariado europeo?
20 de abril de 1892. (F. Engels)
Publicado por primera vez en el libro: «Socialism Utopian and Scientific», London, 1892, y con algunas omisiones en la traducción alemana del autor en la revista "Die Neue Zeit", Bd. 1Nº1, 2, 1892-1893. Traducido del inglés. Se publica de acuerdo con el texto de la edición inglesa, cotejado con el de la revista.
Notas
16[*] En el estado de dimensión. (N. de la Edit.)
17[††] «En el principio era la acción». Goethe, Fausto, parte I, escena III. (N. de la Edit.)
xxix[30] El trabajo de Engels "Del socialismo utópico al socialismo científico" consta de tres capítulos del "Anti-Dühring" revisados por él con el fin especial de ofrecer a los obreros una exposición popular de la doctrina marxista como concepción íntegra.
i[2] En el "Congreso de Gotha", celebrado del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos corrientes del movimiento obrero alemán: el Partido Obrero Socialdemócrata (los eisenachianos), dirigido por A. Bebel y W. Liebknecht, y la lassalleana Asociación General de Obreros Alemanes. El partido unificado adoptó la denominación de Partido Obrero Socialista de Alemania. Así se logró superar la escisión en las filas de la clase obrera alemana. El proyecto de programa del partido unificado, propuesto al Congreso de Gotha, pese a la dura crítica que habían hecho Marx y Engels, fue aprobado en el Congreso con insignificantes modificaciones.
ii[3] Bimetalismo: sistema monetario, en el que las funciones de dinero las cumplen simultáneamente dos metales monetarios: el oro y la plata.
iii[4] "Vorwärts" («Adelante»): órgano central del Partido Obrero Socialista Alemán, se publicó en Leipzig desde el 1 de octubre de 1876 hasta el 27 de octubre de 1878. La obra de Engels "Anti-Dühring" se publicó en el periódico desde el 3 de enero de 1877 hasta el 7 de julio de 1878.
iv[5] En la presente edición no se inserta el trabajo de F. Engels "La Marca".
v[6] Engels se refiere a los trabajos de M. Kovalevski "Tableau des origines et de l'évolution de la famille et de la proprieté" («Ensayo acerca del origen de la familia y la propiedad») publicado en 1890 en Estocolmo, y "Pervobytnoye pravo" («Derecho primitivo») fascículo 1, "La Gens", Moscú, 1886.
vi[7] Nominalistas: representantes de una tendencia de la filosofía medieval que consideraba que los conceptos generales genéricos eran nombres, engendrados por el pensamiento y el lenguaje humanos y no valían más que para designar objetos sueltos, existentes en realidad. En oposición a los realistas medievales, los nominalistas negaban la existencia de conceptos como prototipos y fuentes creadoras de las cosas. De este modo reconocían el carácter primario de la realidad y secundario del concepto. En este sentido, el nominalismo era la primera expresión del materialismo en la Edad Media.
vii[8] Nomoiomerias: minúsculas partículas cualitativamente determinadas y divisibles infinitamente. Anaxágoras consideraba que las homoiomerias constituían la base inicial de todo lo existente y que sus combinaciones daban origen a la diversidad de las cosas.
viii[9] Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional impersonal del mundo, pero niega su intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.
ix[10] Se alude a la primera exposición comercial e industrial mundial que se celebró en Londres de mayo a octubre de 1851.
x[11] Ejército de Salvación: organización reaccionaria religioso-filantrópica fundada en 1865 en Inglaterra y reorganizada en 1880 adoptando el modelo militar (de ahí su denominación). Apoyada en medida considerable por la burguesía, esta organización fundó en muchos países una red de instituciones de beneficencia, con el fin de apartar a las masas trabajadoras de la lucha contra los explotadores.
xi[12] La historiografía burguesa inglesa llama «revolución gloriosa» al golpe de Estado de 1688 con el que se derrocó en Inglaterra la dinastía de los Estuardos y se instauró la monarquía constitucional (1689) encabezada por Guillermo de Orange y basada en el compromiso entre la aristocracia terrateniente y la gran burguesía.
xii[13] La guerra de las Dos Rosas (1455-1485): guerra entre dos familias feudales inglesas que luchaban por el trono: los York, en cuyo escudo figuraba una rosa blanca, y los Lancaster, que tenían en el escudo una rosa roja. Alrededor de los York se agrupaba una
parte de los grandes feudales del Sur (más desarrollado económicamente), los caballeros y los ciudadanos; los Lancaster eran apoyados por la aristocracia feudal de los condados del Norte. La guerra llevó casi al total exterminio de las antiguas familias feudales y concluyó al subir al trono la nueva dinastía de los Tudor que implantó el absolutismo en Inglaterra.
xiii[14] Filosofía cartesiana: doctrina de los seguidores del filósofo francés del siglo XVII Descartes (en latín Cartesius), que dedujeron conclusiones materialistas de su filosofía.
xiv[15] La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fue aprobada por la Asamblea Constituyente en 1789. Se proclamaban en ella los principios políticos del nuevo régimen burgués. La Declaración fue incluida en la Constitución francesa de 1791; sirvió de base a los jacobinos al redactar la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793, que figuró como prefacio a la primera Constitución republicana de Francia adoptada por la Convención Nacional en 1793.
xv[16] Aquí y en adelante, Engels no entiende por Código de Napoleón únicamente el Code civil (Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.
xvi[17] El proyecto de ley de la primera reforma electoral en Inglaterra fue llevado al Parlamento en marzo de 1831 y aprobado en junio de 1832. La reforma abrió las puertas al Parlamento sólo a los representantes de la burguesía industrial. El proletariado y la pequeña burguesía, que eran la fuerza principal en la lucha por la reforma, fueron engañados por la burguesía liberal y se quedaron, al igual que antes, sin derechos electorales.
xvii[18] El bill de abolición de las leyes cerealistas fue aprobado en junio de 1846. Las llamadas leyes cerealistas, aprobadas con vistas a restringir o prohibir la importación de trigo del extranjero, fueron promulgadas en Inglaterra en beneficio de los grandes terratenientes (landlords). La aprobación del bill de 1846 fue un triunfo de la burguesía industrial, que luchaba contra las leyes cerealistas bajo la consigna de libertad de comercio.
xviii[19] En 1824, el Parlamento inglés, presionado por el movimiento obrero de masas, tuvo que promulgar un acto aboliendo la prohibición de las uniones obreras (las tradeuniones).
xix[20] La Carta del Pueblo, que contenía las exigencias de los cartistas, fue publicaba el 8 de mayo de 1838 como proyecto de ley a ser presentado en el Parlamento; la integraban seis puntos; derecho electoral universal (para los varones desde los 21 años de edad), elecciones anuales al Parlamento, votación secreta, igualdad de las circunscripciones electorales, abolición del requisito de propiedad para los candidatos a diputado al Parlamento, remuneración de los diputados. Las tres peticiones de los cartistas con la exigencia de la aprobación de la Carta del Pueblo, entregadas al Parlamento, fueron rechazados por éste en 1839, 1842 y 1849.
xx[21] La Liga anticerealista: organización de la burguesía industrial inglesa, fundada en 1838 por los fabricantes Cobden y Bright, de Manchester. Al presentar la exigencia de la libertad completa de comercio, la Liga propugnaba la abolición de las leyes cerealistas con el fin de rebajar los salarios de los obreros y debilitar las posiciones económicas y políticas de la aristocracia terrateniente. Después de la abolición de las leyes cerealistas (1846), la Liga dejó de existir.
xxi[22] La manifestación de masas que los cartistas anunciaron para el 10 de abril de 1848 en Londres, con el fin de entregar al Parlamento la petición sobre la aprobación de la Carta popular, fracasó debido a la indecisión y las vacilaciones de sus organizadores. El fracaso de la manifestación fue utilizado por las fuerzas de la reacción para arreciar la ofensiva contra los obreros y las represalias contra los cartistas.
xxii[23] Trátase del golpe de Estado organizado por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, que dio comienzo al régimen bonapartista del Segundo Imperio.
xxiii[24] Hermano Jonathan: mote dado por los ingleses a los norteamericanos durante la guerra de las colonias norteamericanas de Inglaterra por la independencia (1775-1783).
xxiv[25] El Segundo Imperio de Napoleón III existió en Francia de 1852 a 1870, y la Tercera República, de 1870 a 1940.
xxv[26] En 1867, en Inglaterra, bajo la influencia del movimiento obrero de masas, se llevó a cabo la segunda reforma parlamentaria. El Consejo General de la I Internacional tomó parte activa en el movimiento que reivindicaba esta reforma. Como resultado de ella, el número de electores en Inglaterra aumentó en más del doble y cierta parte de obreros calificados conquistó el derecho a votar.
xxvi[27] Socialismo de cátedra: corriente de la ideología burguesa de los años 70-90 del siglo XIX. Sus representantes, ante todo profesores de universidades alemanas, predicaban desde sus cátedras el reformismo burgués, tratando de presentarlo como socialismo. Afirmaban (entre otros A. Wagner, H. Schmoller, L. Brentano y W. Sombart) que el Estado era una institución situada por encima de las clases, podía reconciliar las clases enemigas e implantar gradualmente el «socialismo» sin afectar los intereses de los capitalistas. Su programa se reducía a la organización de los seguros de los obreros contra enfermedades y accidentes y a la aplicación de ciertas medidas en la esfera de la legislación fabril. Los socialistas de cátedra estimaban que, habiendo sindicatos bien organizados, no había necesidad de lucha política, ni de partido político de la clase obrera. El socialismo de cátedra constituyó una de las fuentes ideológicas del revisionismo.
xxvii[28] Ritualismo: corriente surgida en la Iglesia anglicana en los años 30 del siglo XIX, sus adeptos llamaban a la restauración de los ritos católicos (de ahí la denominación) y de ciertos dogmas del catolicismo en la Iglesia anglicana.
xxviii[29] Esta conclusión de la posibilidad de la victoria de la revolución proletaria únicamente en el caso de ser simultánea en los países capitalistas avanzados y, por consiguiente, de la imposibilidad de la revolución en un solo país, era justa para el período del capitalismo premonopolista. En las nuevas condiciones históricas, en el período del capitalismo monopolista, Lenin, partiendo de la ley, descubierta por él, de la desigualdad del desarrollo económico y político del capitalismo en la época del imperialismo, llegó a una nueva conclusión, a la de la posibilidad de la victoria de la revolución socialista primero en unos cuantos o, incluso, en un solo país, y de la imposibilidad de la victoria simultánea de la revolución en todos los países o en la mayoría de ellos. Lenin formula por vez primera esta conclusión nueva en su artículo "La consigna de los Estados Unidos de Europa"
I
El socialismo moderno es, en primer término, por su contenido, fruto del reflejo en la inteligencia, por un lado, de los antagonismos de clase que imperan en la moderna sociedad entre poseedores y desposeídos, capitalistas y obreros asalariados, y, por otro lado, de la anarquía que reina en la producción. Pero, por su forma teórica, el socialismo empieza presentándose como una continuación, más desarrollada y más consecuente, de los principios proclamados por los grandes ilustradores franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo, aunque tuviese sus raíces en los hechos materiales económicos, hubo de empalmar, al nacer, con las ideas existentes.
Los grandes hombres que en Francia ilustraron las cabezas para la revolución que había de desencadenarse, adoptaron ya una actitud resueltamente revolucionaria. No reconocían autoridad exterior de ningún género. La religión, la concepción de la naturaleza, la sociedad, el orden estatal: todo lo sometían a la crítica más despiadada; cuanto existía había de justificar los títulos de su existencia ante el fuero de la razón o renunciar a seguir existiendo. A todo se aplicaba como rasero único la razón pensante. Era la época en que, según Hegel, «el mundo giraba sobre la cabeza» -xxix[*****]-, primero, en el sentido de que la cabeza humana y los principios establecidos por su especulación reclamaban el derecho a ser acatados como base de todos los actos humanos y de toda relación social, y luego también, en el sentido más amplio de que la realidad que no se ajustaba a estas conclusiones se veía subvertida de hecho desde los cimientos hasta el remate.
Todas las formas anteriores de sociedad y de Estado, todas las ideas tradicionales, fueron arrinconadas en el desván como irracionales; hasta allí, el mundo se había dejado gobernar por puros prejuicios; todo el pasado no merecía más que conmiseración y desprecio. Sólo ahora había apuntado la aurora, el reino de la razón; en adelante, la superstición, la injusticia, el privilegio y la opresión serían desplazados por la verdad eterna, por la eterna justicia, por la igualdad basada en la naturaleza y por los derechos inalienables del hombre. Hoy sabemos ya que ese reino de la razón no era más que el reino idealizado de la burguesía, que la justicia eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa; que la igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley; que como uno de los derechos más esenciales del hombre se proclamó la propiedad burguesa; y que el Estado de la razón, el «contrato social» de Rousseau pisó y solamente podía pisar el terreno de la realidad, convertido en república democrática burguesa. Los grandes pensadores del siglo XVIII, como todos sus predecesores, no podían romper las fronteras que su propia época les trazaba.
Pero, junto al antagonismo entre la nobleza feudal y la burguesía, que se erigía en representante de todo el resto de la sociedad, manteníase en pie el antagonismo general entre explotadores y explotados, entre ricos holgazanes y pobres que trabajaban. Y este hecho era precisamente el que permitía a los representantes de la burguesía arrogarse la representación, no de una clase determinada, sino de toda la humanidad doliente. Más aún. Desde el momento mismo en que nació, la burguesía llevaba en sus entrañas a su propia antítesis, pues los capitalistas no pueden existir sin obreros asalariados, y en la misma proporción en que los maestros de los gremios medievales se convertían en burgueses modernos, los oficiales y los jornaleros no agremiados transformábanse en proletarios. Y, si, en términos generales, la burguesía podía arrogarse el derecho a representar, en sus luchas contra la nobleza, además de sus intereses, los de las diferentes clases trabajadoras de la época, al lado de todo gran movimiento burgués que se desataba estallaban movimientos independientes de aquella clase que era el precedente más o menos desarrollado del proletariado moderno. Tal fue en la época de la Reforma y de las guerras campesinas en Alemania la tendencia de los anabaptistas -xxix[31]- y de Tomás Münzer; en la Gran Revolución inglesa, los «levellers» -xxix[32]-, y en la Gran Revolución francesa, Babeuf. Y estas sublevaciones revolucionarias de una clase incipiente son acompañadas, a la vez, por las correspondientes manifestaciones teóricas: en los siglos XVI y XVII aparecen las descripciones utópicas de un régimen ideal de la sociedad -xxix[33]-; en el siglo XVIII, teorías directamente comunistas ya, como las de Morelly y Mably. La reivindicación de la igualdad no se limitaba a los derechos políticos, sino que se extendía a las condiciones sociales de vida de cada individuo; ya no se trataba de abolir tan sólo los privilegios de clase, sino de destruir las propias diferencias de clase. Un comunismo ascético, a lo espartano, que prohibía todos los goces de la vida: tal fue la primera forma de manifestarse de la nueva doctrina. Más tarde, vinieron los tres grandes utopistas: Saint-Simon, en quien la tendencia burguesa sigue afirmándose todavía, hasta cierto punto, junto a la tendencia proletaria; Fourier y Owen, quien, en el país donde la producción capitalista estaba más desarrollada y bajo la impresión de los antagonismos engendrados por ella, expuso en forma sistemática una serie de medidas encaminadas a abolir las diferencias de clase, en relación directa con el materialismo francés.
Rasgo común a los tres es el no actuar como representantes de los intereses del proletariado, que entretanto había surgido como un producto de la propia historia. Al igual que los ilustradores franceses, no se proponen emancipar primeramente a una clase determinada, sino, de golpe, a toda la humanidad. Y lo mismo que ellos, pretenden instaurar el reino de la razón y de la justicia eterna. Pero entre su reino y el de los ilustradores franceses media un abismo. También el mundo burgués, instaurado según los principios de éstos, es irracional e injusto y merece, por tanto, ser arrinconado entre los trastos inservibles, ni más ni menos que el feudalismo y las formas sociales que le precedieron. Si hasta ahora la verdadera razón y la verdadera justicia no han gobernado el mundo, es, sencillamente, porque nadie ha sabido penetrar debidamente en ellas. Faltaba el hombre genial que ahora se alza ante la humanidad con la verdad, al fin, descubierta. El que ese hombre haya aparecido ahora, y no antes, el que la verdad haya sido, al fin, descubierta ahora y no antes, no es, según ellos, un acontecimiento inevitable, impuesto por la concatenación del desarrollo histórico, sino porque el puro azar lo quiere así. Hubiera podido aparecer quinientos años antes ahorrando con ello a la humanidad quinientos años de errores, de luchas y de sufrimientos.
Hemos visto cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, los precursores de la revolución, apelaban a la razón como único juez de todo lo existente. Se pretendía instaurar un Estado racional, una sociedad ajustada a la razón, y cuanto contradecía a la razón eterna debía ser desechado sin piedad. Y hemos visto también que, en realidad, esa razón eterna no era más que el sentido común idealizado del hombre del estado llano que, precisamente por aquel entonces, se estaba convirtiendo en burgués. Por eso cuando la revolución francesa puso en obra esta sociedad racional y este Estado racional, resultó que las nuevas instituciones, por más racionales que fuesen en comparación con las antiguas, distaban bastante de la razón absoluta. El Estado racional había quebrado completamente. El contrato social de Rousseau venía a tomar cuerpo en la época del terror -xxix[34]-, y la burguesía, perdida la fe en su propia habilidad política, fue a refugiarse, primero, en la corrupción del Directorio -xxix[35]- y, por último, bajo la égida del despotismo napoleónico. La prometida paz eterna se había trocado en una interminable guerra de conquistas. Tampoco corrió mejor suerte la sociedad de la razón. El antagonismo entre pobres y ricos, lejos de disolverse en el bienestar general, habíase agudizado al desaparecer los privilegios de los gremios y otros, que tendían un puente sobre él, y los establecimientos eclesiásticos de beneficencia, que lo atenuaban. La «libertad de la propiedad» de las trabas feudales, que ahora se convertía en realidad, resultaba ser, para el pequeño burgués y el pequeño campesino, la libertad de vender a esos mismos señores poderosos su pequeña propiedad, agobiada por la arrolladora competencia del gran capital y de la gran propiedad terrateniente; con lo que se convertía en la «libertad» del pequeño burgués y del pequeño campesino de toda propiedad. El auge de la industria sobre bases capitalistas convirtió la pobreza y la miseria de las masas trabajadoras en condición de vida de la sociedad. El pago al contado fue convirtiéndose, cada vez en mayor grado, según la expresión de Carlyle, en el único eslabón que enlazaba a la sociedad. La estadística criminal crecía de año en año. Los vicios feudales, que hasta entonces se exhibían impúdicamente a la luz del día, no desaparecieron, pero se recataron, por el momento, un poco al fondo de la escena; en cambio, florecían exuberantemente los vicios burgueses, ocultos hasta allí bajo la superficie. El comercio fue degenerando cada vez más en estafa. La «fraternidad» de la divisa revolucionaria -xxix[36]- tomó cuerpo en las deslealtades y en la envidia de la lucha de competencia. La opresión violenta cedió el puesto a la corrupción, y la espada, como principal palanca del poder social, fue sustituida por el dinero. El derecho de pernada pasó del señor feudal al fabricante burgués. La prostitución se desarrolló en proporciones hasta entonces inauditas. El matrimonio mismo siguió siendo lo que ya era: la forma reconocida por la ley, el manto oficial con que se cubría la prostitución, complementado además por una gran abundancia de adulterios. En una palabra, comparadas con las brillantes promesas de los ilustradores, las instituciones sociales y políticas instauradas por el «triunfo de la razón» resultaron ser unas tristes y decepcionantes caricaturas. Sólo faltaban los hombres que pusieron de relieve el desengaño y que surgieron en los primeros años del siglo XIX. En 1802, vieron la luz las "Cartas ginebrinas" de Saint-Simon; en 1808, publicó Fourier su primera obra, aunque las bases de su teoría databan ya de 1799; el 1 de enero de 1800, Roberto Owen se hizo cargo de la dirección de la empresa de New Lanark -xxix[37]-.
Sin embargo, por aquel entonces, el modo capitalista de producción, y con él el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, se habían desarrollado todavía muy poco. La gran industria, que en Inglaterra acababa de nacer, era todavía desconocida en Francia. Y sólo la gran industria desarrolla, de una parte, los conflictos que transforman en una necesidad imperiosa la subversión del modo de producción y la eliminación de su carácter capitalista -conflictos que estallan no sólo entre las clases engendradas por esa gran industria, sino también entre las fuerzas productivas y las formas de cambio por ella creadas- y, de otra parte, desarrolla también en estas gigantescas fuerzas productivas los medios para resolver estos conflictos. Si bien, hacia 1800, los conflictos que brotaban del nuevo orden social apenas empezaban a desarrollarse, estaban mucho menos desarrollados, naturalmente, los medios que habían de conducir a su solución. Si las masas desposeídas de París lograron adueñarse por un momento del poder durante el régimen del terror y con ello llevar al triunfo a la revolución burguesa, incluso en contra de la burguesía, fue sólo para demostrar hasta qué punto era imposible mantener por mucho tiempo este poder en las condiciones de la época. El proletariado, que apenas empezaba a destacarse en el seno de estas masas desposeídas, como tronco de una clase nueva, totalmente incapaz todavía para desarrollar una acción política propia, no representaba más que un estamento oprimido, agobiado por toda clase de sufrimientos, incapaz de valerse por sí mismo. La ayuda, en el mejor de los casos, tenía que venirle de fuera, de lo alto.
Esta situación histórica informa también las doctrinas de los fundadores del socialismo. Sus teorías incipientes no hacen más que reflejar el estado incipiente de la producción capitalista, la incipiente condición de clase. Se pretendía sacar de la cabeza la solución de los problemas sociales, latente todavía en las condiciones económicas poco desarrolladas de la época. La sociedad no encerraba más que males, que la razón pensante era la llamada a remediar. Tratábase por eso de descubrir un sistema nuevo y más perfecto de orden social, para implantarlo en la sociedad desde fuera, por medio de la propaganda, y a ser posible, con el ejemplo, mediante experimentos que sirviesen de modelo. Estos nuevos sistemas sociales nacían condenados a moverse en el reino de la utopía; cuanto más detallados y minuciosos fueran, mas tenían que degenerar en puras fantasías.
Sentado esto, no tenemos por qué detenernos ni un momento más en este aspecto, incorporado ya definitivamente al pasado. Dejemos que los traperos literarios revuelvan solemnemente en estas fantasías, que hoy parecen mover a risa, para poner de relieve, sobre el fondo de ese «cúmulo de dislates», la superioridad de su razonamiento sereno. Nosotros, en cambio, nos admiramos de los geniales gérmenes de ideas y de las ideas geniales que brotan por todas partes bajo esa envoltura de fantasía y que los filisteos son incapaces de ver.
Saint-Simon era hijo de la Gran Revolución francesa, que estalló cuando él no contaba aún treinta años. La revolución fue el triunfo del tercer estado, es decir, de la gran masa activa de la nación, a cuyo cargo corrían la producción y el comercio, sobre los estamentos hasta entonces ociosos y privilegiados de la sociedad: la nobleza y el clero. Pero pronto se vio que el triunfo del tercer estado no era más que el triunfo de una parte muy pequeña de él, la conquista del poder político por el sector socialmente privilegiado de esa clase: la burguesía poseyente. Esta burguesía, además, se desarrollaba rápidamente ya en el proceso de la revolución, especulando con las tierras confiscadas y luego vendidas de la aristocracia y de la Iglesia, y estafando a la nación por medio de los suministros al ejército. Fue precisamente el gobierno de estos estafadores el que, bajo el Directorio, llevó a Francia y a la revolución al borde de la ruina, dando con ello a Napoleón el pretexto para su golpe de Estado. Por eso, en la idea de Saint-Simon, el antagonismo entre el tercer estado y los estamentos privilegiados de la sociedad tomó la forma de un antagonismo entre «obreros» y «ociosos». Los «ociosos» eran no sólo los antiguos privilegiados, sino todos aquellos que vivían de sus rentas, sin intervenir en la producción ni en el comercio. En el concepto de «trabajadores» no entraban solamente los obreros asalariados, sino también los fabricantes, los comerciantes y los banqueros. Que los ociosos habían perdido la capacidad para dirigir espiritualmente y gobernar políticamente, era un hecho evidente, que la revolución había sellado con carácter definitivo. Y, para Saint-Simon, las experiencias de la época del terror habían demostrado, a su vez, que los descamisados no poseían tampoco esa capacidad. Entonces, ¿quiénes habían de dirigir y gobernar? Según Saint-Simon, la ciencia y la industria unidas por un nuevo lazo religioso, un «nuevo cristianismo», forzosamente místico y rigurosamente jerárquico, llamado a restaurar la unidad de las ideas religiosas, rota desde la Reforma. Pero la ciencia eran los sabios académicos; y la industria eran, en primer término, los burgueses activos, los fabricantes, los comerciantes, los banqueros. Y aunque estos burgueses habían de transformarse en una especie de funcionarios públicos, de hombres de confianza de toda la sociedad, siempre conservarían frente a los obreros una posición autoritaria y económicamente privilegiada. Los banqueros serían en primer término los llamados a regular toda la producción social por medio de una reglamentación del crédito. Ese modo de concebir correspondía perfectamente a una época en que la gran industria, y con ella el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, apenas comenzaba a despuntar en Francia. Pero Saint-Simon insiste muy especialmente en esto: lo que a él le preocupa siempre y en primer término es la suerte de «la clase más numerosa y más pobre» de la sociedad («la classe la plus nombreuse et la plus pauvre»).
Saint-Simon sienta ya, en sus "Cartas ginebrinas", la tesis de que «todos los hombres deben trabajar». En la misma obra, se expresa ya la idea de que el reinado del terror era el gobierno de las masas desposeídas. «Ved -les grita- lo que aconteció en Francia, cuando vuestros camaradas subieron al poder, ellos provocaron el hambre». Pero el concebir la revolución francesa como una lucha de clases, y no sólo entre la nobleza y la burguesía, sino entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos, era, para el año 1802, un descubrimiento verdaderamente genial. En 1816, Saint-Simón declara que la política es la ciencia de la producción y predice ya la total absorción de la política por la Economía. Y si aquí no hace más que aparecer en germen la idea de que la situación económica es la base de las instituciones políticas, proclama ya claramente la transformación del gobierno político sobre los hombres en una administración de las cosas y en la dirección de los procesos de la producción, que no es sino la idea de la «abolición del Estado», que tanto estrépito levanta últimamente. Y, alzándose al mismo plano de superioridad sobre sus contemporáneos, declara, en 1814, inmediatamente después de la entrada de las tropas coligadas en París -xxix[†††††]-, y reitera en 1815, durante la guerra de los Cien Días -xxix[38]-, que la alianza de Francia con Inglaterra y, en segundo término, la de estos países con Alemania es la única garantía del desarrollo próspero y la paz en Europa. Para predicar a los franceses de 1815 una alianza con los vencedores de Waterloo -xxix[39]-, hacía falta tanta valentía como capacidad para ver a lo lejos en la historia.
Lo que en Saint-Simon es una amplitud genial de conceptos que le permite contener ya, en germen, casi todas las ideas no estrictamente económicas de los socialistas posteriores, en Fourier es la crítica ingeniosa auténticamente francesa, pero no por ello menos profunda, de las condiciones sociales existentes. Fourier coge por la palabra a la burguesía, a sus encendidos profetas de antes y a sus interesados aduladores de después de la revolución. Pone al desnudo despiadadamente la miseria material y moral del mundo burgués, y la compara con las promesas fascinadoras de los viejos ilustradores, con su imagen de una sociedad en la que sólo reinaría la razón, de una civilización que haría felices a todos los hombres y de una ilimitada perfectibilidad humana. Desenmascara las brillantes frases de los ideólogos burgueses de la época, demuestra cómo a esas frases altisonantes responde, por todas partes, la más mísera de las realidades y vuelca sobre este ruidoso fiasco de la fraseología su sátira mordaz. Fourier no es sólo un crítico; su espíritu siempre jovial hace de él un satírico, uno de los más grandes satíricos de todos los tiempos. La especulación criminal desatada con el reflujo de la ola revolucionaria y el espíritu mezquino del comercio francés en aquellos años, aparecen pintados en sus obras con trazo magistral y deleitoso. Pero todavía es más magistral en él la crítica de la forma burguesa de las relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa. El es el primero que proclama que el grado de emancipación de la mujer en una sociedad es la medida de la emancipación general. Sin embargo, donde más descuella Fourier es en su modo de concebir la historia de la sociedad. Fourier divide toda la historia anterior en cuatro fases o etapas de desarrollo: el salvajismo, el patriarcado, la barbarie y la civilización, fase esta última que coincide con lo que llamamos hoy sociedad burguesa, es decir, con el régimen social implantado desde el siglo XVI, y demuestra que el «orden civilizado eleva a una forma compleja, ambigua, equívoca e hipócrita todos aquellos vicios que la barbarie practicaba en medio de la mayor sencillez». Para él, la civilización se mueve en un «círculo vicioso», en un ciclo de contradicciones, que está reproduciendo constantemente sin acertar a superarlas, consiguiendo de continuo lo contrario precisamente de lo que quiere o pretexta querer conseguir. Y así nos encontramos, por ejemplo, con que «en la civilización la pobreza brota de la misma abundancia». Como se ve, Fourier maneja la dialéctica con la misma maestría que su contemporáneo Hegel. Frente a los que se llenan la boca hablando de la ilimitada capacidad humana de perfección, pone de relieve, con igual dialéctica, que toda fase histórica tiene su vertiente ascensional, mas también su ladera descendente, y proyecta esta concepción sobre el futuro de toda la humanidad. Y así como Kant introduce en la ciencia de la naturaleza la idea del acabamiento futuro de la Tierra, Fourier introduce en su estudio de la historia la idea del acabamiento futuro de la humanidad.
Mientras el huracán de la revolución barría el suelo de Francia, en Inglaterra se desarrollaba un proceso revolucionario, más tranquilo, pero no por ello menos poderoso. El vapor y las máquinas-herramienta convirtieron la manufactura en la gran industria moderna, revolucionando con ello todos los fundamentos de la sociedad burguesa. El ritmo adormilado del desarrollo del período de la manufactura se convirtió en un verdadero período de lucha y embate de la producción. Con una velocidad cada vez más acelerada, iba produciéndose la división de la sociedad en grandes capitalistas y proletarios desposeídos, y entre ellos, en lugar del antiguo estado llano estable, llevaba una existencia insegura una masa inestable de artesanos y pequeños comerciantes, la parte más fluctuante de la población. El nuevo modo de producción sólo empezaba a remontarse por su vertiente ascensional; era todavía el modo de producción normal, regular, el único posible, en aquellas circunstancias. Y, sin embargo, ya entonces originó toda una serie de graves calamidades sociales: hacinamiento en los barrios más sórdidos de las grandes ciudades de una población desarraigada de su suelo; disolución de todos los lazos tradicionales de la costumbre, de la sumisión patriarcal y de la familia; prolongación abusiva del trabajo, que sobre todo en las mujeres y en los niños tomaba proporciones aterradoras; desmoralización en masa de la clase trabajadora, lanzada de súbito a condiciones de vida totalmente nuevas: del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria, de una situación estable a otra constantemente variable e insegura. En estas circunstancias, se alza como reformador un fabricante de veintinueve años, un hombre cuyo candor casi infantil rayaba en lo sublime y que era, a la par, un dirigente innato de hombres como pocos. Roberto Owen habíase asimilado las enseñanzas de los ilustradores materialistas del siglo XVIII, según las cuales el carácter del hombre es, de una parte, el producto de su organización innata, y de otra, el fruto de las circunstancias que rodean al hombre durante su vida, y principalmente durante el período de su desarrollo. La mayoría de los hombres de su clase no veían en la revolución industrial más que caos y confusión, una ocasión propicia para pescar en río revuelto y enriquecerse aprisa. Owen vio en ella el terreno adecuado para poner en práctica su tesis favorita, introduciendo orden en el caos. Ya en Mánchester, dirigiendo una fábrica de más de quinientos obreros, había intentado, no sin éxito, aplicar prácticamente su teoría. Desde 1800 a 1829 encauzó en este sentido, aunque con mucha mayor libertad de iniciativa y con un éxito que le valió fama europea, la gran fábrica de hilados de algodón de New Lanark, en Escocia, de la que era socio y gerente. Una población que fue creciendo paulatinamente hasta 2.500 almas, reclutada al principio entre los elementos más heterogéneos, la mayoría de ellos muy desmoralizados, convirtióse en sus manos en una colonia modelo, en la que no se conocía la embriaguez, la policía, los jueces de paz, los procesos, los asilos para pobres, ni la beneficencia pública. Para ello, le bastó sólo con colocar a sus obreros en condiciones más humanas de vida, consagrando un cuidado especial a la educación de su descendencia. Owen fue el creador de las escuelas de párvulos, que funcionaron por vez primera en New Lanark. Los niños eran enviados a la escuela desde los dos años, y se encontraban tan a gusto en ella, que con dificultad se les podía llevar a su casa. Mientras que en las fábricas de sus competidores los obreros trabajaban hasta trece y catorce horas diarias, en New Lanark la jornada de trabajo era de diez horas y media. Cuando una crisis algodonera obligó a cerrar la fábrica durante cuatro meses, los obreros de New Lanark, que quedaron sin trabajo, siguieron cobrando íntegros sus jornales. Y, con todo, la empresa había incrementado hasta el doble su valor y rendido a sus propietarios hasta el último día, abundantes ganancias.
Sin embargo, Owen no estaba satisfecho con lo conseguido. La existencia que había procurado a sus obreros distaba todavía mucho de ser, a sus ojos, una existencia digna de un ser humano «Aquellos hombres eran mis esclavos» -decía. Las circunstancias relativamente favorables, en que les había colocado, estaban todavía muy lejos de permitirles desarrollar racionalmente y en todos sus aspectos el carácter y la inteligencia, y mucho menos desenvolver libremente sus energías. «Y, sin embargo, la parte productora de aquella población de 2.500 almas daba a la sociedad una suma de riqueza real que apenas medio siglo antes hubiera requerido el trabajo de 600.000 hombres juntos. Yo me preguntaba: ¿a dónde va a parar la diferencia entre la riqueza consumida por estas 2.500 personas y la que hubieran tenido que consumir las 600.000?» La contestación era clara: esa diferencia se invertía en abonar a los propietarios de la empresa el cinco por ciento de interés sobre el capital de instalación, a lo que venían a sumarse más de 300.000 libras esterlinas de ganancia. Y el caso de New Lanark era, sólo que en proporciones mayores, el de todas las fábricas de Inglaterra. «Sin esta nueva fuente de riqueza creada por las máquinas, hubiera sido imposible llevar adelante las guerras libradas para derribar a Napoleón y mantener en pie los principios de la sociedad aristocrática. Y, sin embargo, este nuevo poder era obra de la clase obrera» -xxix[‡‡‡‡‡]-. A ella debían pertenecer también, por tanto, sus frutos. Las nuevas y gigantescas fuerzas productivas, que hasta allí sólo habían servido para que se enriqueciesen unos cuantos y para la esclavización de las masas, echaban, según Owen, las bases para una reconstrucción social y estaban llamadas a trabajar solamente, como propiedad colectiva de todos, para el bienestar colectivo.
Fue así, por este camino puramente práctico, como fruto, por decirlo así, de los cálculos de un hombre de negocios, como surgió el comunismo oweniano, que conservó en todo momento este carácter práctico. Así, en 1823, Owen propone un sistema de colonias comunistas para combatir la miseria reinante en Irlanda y presenta, en apoyo de su propuesta, un presupuesto completo de gastos de establecimiento, desembolsos anuales e ingresos probables. Y así también en sus planes definitivos de la sociedad del porvenir, los detalles técnicos están calculados con un dominio tal de la materia, incluyendo hasta diseños, dibujos de frente y a vista de pájaro, que, una vez aceptado el método oweniano de reforma de la sociedad, poco sería lo que podría objetar ni aun el técnico experto, contra los pormenores de su organización. El avance hacia el comunismo constituye el momento crucial en la vida de Owen. Mientras se había limitado a actuar sólo como filántropo, no había cosechado más que riquezas, aplausos, honra y fama. Era el hombre más popular de Europa. No sólo los hombres de su clase y posición social, sino también los gobernantes y los príncipes le escuchaban y lo aprobaban. Pero, en cuanto hizo públicas sus teorías comunistas, se volvió la hoja. Eran principalmente tres grandes obstáculos los que, según él, se alzaban en el camino de la reforma social: la propiedad privada, la religión y la forma vigente del matrimonio. Y no ignoraba a lo que se exponía atacándolos: la proscripción de toda la sociedad oficial y la pérdida de su posición social. Pero esta consideración no le contuvo en sus ataques despiadados contra aquellas instituciones, y ocurrió lo que él preveía. Desterrado de la sociedad oficial, ignorado completamente por la prensa, arruinado por sus fracasados experimentos comunistas en América, a los que sacrificó toda su fortuna, se dirigió a la clase obrera, en el seno de la cual actuó todavía durante treinta años.
Todos los movimientos sociales, todos los progresos reales registrados en Inglaterra en interés de la clase trabajadora, van asociados al nombre de Owen. Así, en 1819, después de cinco años de grandes esfuerzos, consiguió que fuese votada la primera ley limitando el trabajo de la mujer y del niño en las fábricas. El fue también quien presidió el primer congreso en que las tradeuniones de toda Inglaterra se fusionaron en una gran organización sindical única -xxix[40]-. Y fue también él quien creó, como medidas de transición, para que la sociedad pudiera organizarse de manera íntegramente comunista, de una parte las cooperativas de consumo y de producción -que han servido por lo menos para demostrar prácticamente que el comerciante y el fabricante no son indispensables-, y de otra parte, los bazares obreros, establecimientos de intercambio de los productos del trabajo por medio de bonos de trabajo y cuya unidad era la hora de trabajo rendido; estos establecimientos tenían necesariamente que fracasar, pero anticiparon a los Bancos proudhonianos de intercambio -xxix[41]-, diferenciándose de ellos solamente en que no pretendían ser la panacea universal para todos los males sociales, sino pura y simplemente un primer paso dado hacia una transformación mucho más radical de la sociedad.
Los conceptos de los utopistas han dominado durante mucho tiempo las ideas socialistas del siglo XIX, y en parte aún las siguen dominando hoy. Les rendían culto, hasta hace muy poco tiempo, todos los socialistas franceses e ingleses, y a ellos se debe también el incipiente comunismo alemán, incluyendo a Weitling. El socialismo es, para todos ellos, la expresión de la verdad absoluta, de la razón y de la justicia, y basta con descubrirlo para que por su propia virtud conquiste el mundo. Y, como la verdad absoluta no está sujeta a condiciones de espacio ni de tiempo, ni al desarrollo histórico de la humanidad, sólo el azar puede decidir cuándo y dónde este descubrimiento ha de revelarse. Añádase a esto que la verdad absoluta, la razón y la justicia varían con los fundadores de cada escuela: y, como el carácter específico de la verdad absoluta, de la razón y la justicia está condicionado, a su vez, en cada uno de ellos, por la inteligencia subjetiva, las condiciones de vida, el estado de cultura y la disciplina mental, resulta que en este conflicto de verdades absolutas no cabe más solución que éstas se vayan puliendo las unas a las otras. Y, así, era inevitable que surgiese una especie de socialismo ecléctico y mediocre, como el que, en efecto, sigue imperando todavía en las cabezas de la mayor parte de los obreros socialistas de Francia e Inglaterra; una mescolanza extraordinariamente abigarrada y llena de matices, compuesta de los desahogos críticos, las doctrinas económicas y las imágenes sociales del porvenir menos discutibles de los diversos fundadores de sectas, mescolanza tanto más fácil de componer cuanto más los ingredientes individuales habían ido perdiendo, en el torrente de la discusión, sus contornos perfilados y agudos, como los guijarros lamidos por la corriente de un río. Para convertir el socialismo en una ciencia, era indispensable, ante todo, situarlo en el terreno de la realidad.
II
Entretanto, junto a la filosofía francesa del siglo XVIII, y tras ella, había surgido la moderna filosofía alemana, a la que vino a poner remate Hegel. El principal mérito de esta filosofía es la restitución de la dialéctica, como forma suprema del pensamiento. Los antiguos filósofos griegos eran todos dialécticos innatos, espontáneos, y la cabeza más universal de todos ellos, Aristóteles, había llegado ya a estudiar las formas más substanciales del pensar dialéctico. En cambio, la nueva filosofía, aún teniendo algún que otro brillante mantenedor de la dialéctica (como, por ejemplo, Descartes y Spinoza), había ido cayendo cada vez más, influida principalmente por los ingleses, en la llamada manera metafísica de pensar, que también dominó casi totalmente entre los franceses del siglo XVIII, a lo menos en sus obras especialmente filosóficas. Fuera del campo estrictamente filosófico, también ellos habían creado obras maestras de dialéctica; como testimonio de ello basta citar "El sobrino de Rameau", de Diderot, y el "Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres" de Rousseau. Resumiremos aquí, concisamente, los rasgos más esenciales de ambos métodos discursivos.
Cuando nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia humana, o sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primera intención con la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas influencias, en la que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino que todo se mueve y cambia, nace y perece. Vemos, pues, ante todo, la imagen de conjunto, en la que los detalles pasan todavía mas o menos a segundo plano; nos fijamos más en el movimiento, en las transiciones, en la concatenación, que en lo que se mueve, cambia y se concatena. Esta concepción del mundo, primitiva, ingenua, pero esencialmente justa, es la de los antiguos filósofos griegos, y aparece expresada claramente por vez primera en Heráclito: todo es y no es, pues todo fluye, todo se halla sujeto a un proceso constante de transformación, de incesante nacimiento y caducidad. Pero esta concepción, por exactamente que refleje el carácter general del cuadro que nos ofrecen los fenómenos, no basta para explicar los elementos aislados que forman ese cuadro total; sin conocerlos, la imagen general no adquirirá tampoco un sentido claro. Para penetrar en estos detalles tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos especiales, etc. Tal es la misión primordial de las ciencias naturales y de la historia, ramas de investigación que los griegos clásicos situaban, por razones muy justificadas, en un plano puramente secundario, pues primeramente debían dedicarse a acumular los materiales científicos necesarios. Mientras no se reúne una cierta cantidad de materiales naturales e históricos, no puede acometerse el examen crítico, la comparación y, congruentemente, la división en clases, órdenes y especies. Por eso, los rudimentos de las ciencias naturales exactas no fueron desarrollados hasta llegar a los griegos del período alejandrino -xxix[42]-, y más tarde, en la Edad Media, por los árabes; la auténtica ciencia de la naturaleza sólo data de la segunda mitad del siglo XV, y, a partir de entonces, no ha hecho más que progresar constantemente con ritmo acelerado. El análisis de la naturaleza en sus diferentes partes, la clasificación de los diversos procesos y objetos naturales en determinadas categorías, la investigación interna de los cuerpos orgánicos según su diversa estructura anatómica, fueron otras tantas condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos gigantescos realizados durante los últimos cuatrocientos años en el conocimiento científico de la naturaleza. Pero este método de investigación nos ha legado, a la par, el hábito de enfocar las cosas y los procesos de la naturaleza aisladamente, sustraídos a la concatenación del gran todo; por tanto, no en su dinámica, sino enfocados estáticamente; no como substancialmente variables, sino como consistencias fijas; no en su vida, sino en su muerte. Por eso este método de observación, al transplantarse, con Bacon y Locke, de las ciencias naturales a la filosofía, provocó la estrechez específica característica de estos últimos siglos: el método metafísico de pensamiento.
Para el metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son objetos de investigación aislados, fijos, rígidos, enfocados uno tras otro, cada cual de por sí, como algo dado y perenne. Piensa sólo en antítesis sin mediatividad posible; para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, de mal procede -xxix[§§§§§]-. Para él, una cosa existe o no existe; un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto. Lo positivo y lo negativo se excluyen en absoluto. La causa y el efecto revisten asimismo a sus ojos, la forma de una rígida antítesis. A primera vista, este método discursivo nos parece extraordinariamente razonable, porque es el del llamado sentido común. Pero el mismo sentido común, personaje muy respetable de puertas adentro, entre las cuatro paredes de su casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en cuanto se aventura por los anchos campos de la investigación; y el método metafísico de pensar, por muy justificado y hasta por necesario que sea en muchas zonas del pensamiento, más o menos extensas según la naturaleza del objeto de que se trate, tropieza siempre, tarde o temprano, con una barrera franqueada, la cual se torna en un método unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en insolubles contradicciones, pues, absorbido por los objetos concretos, no alcanza a ver su concatenación; preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su caducidad; concentrado en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado por los árboles, no alcanza a ver el bosque. En la realidad de cada día sabemos, por ejemplo, y podemos decir con toda certeza si un animal existe o no; pero, investigando la cosa con más detención, nos damos cuenta de que a veces el problema se complica considerablemente, como lo saben muy bien los juristas, que tanto y tan en vano se han atormentado por descubrir un límite racional a partir del cual deba la muerte del niño en el claustro materno considerarse como un asesinato; ni es fácil tampoco determinar con fijeza el momento de la muerte, toda vez que la fisiología ha demostrado que la muerte no es un fenómeno repentino, instantáneo, sino un proceso muy largo. Del mismo modo, todo ser orgánico es, en todo instante, él mismo y otro; en todo instante va asimilando materias absorbidas del exterior y eliminando otras de su seno; en todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y, en el transcurso de un período más o menos largo, la materia de que está formado se renueva totalmente, y nuevos átomos de materia vienen a ocupar el lugar de los antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro distinto. Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con que los dos polos de una antítesis, el positivo y el negativo, son tan inseparables como antitéticos el uno del otro y que, pese a todo su antagonismo, se penetran recíprocamente; y vemos que la causa y el efecto son representaciones que sólo rigen como tales en su aplicación al caso concreto, pero, que, examinando el caso concreto en su concatenación con la imagen total del Universo, se juntan y se diluyen en la idea de una trama universal de acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que ahora o aquí es efecto, adquiere luego o allí carácter de causa y viceversa.
Ninguno de estos fenómenos y métodos discursivos encaja en el cuadro de las especulaciones metafísicas. En cambio, para la dialéctica, que enfoca las cosas y sus imágenes conceptuales substancialmente en sus conexiones, en su concatenación, en su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad, fenómenos como los expuestos no son más que otras tantas confirmaciones de su modo genuino de proceder. La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y las modernas ciencias naturales nos brindan para esta prueba un acervo de datos extraordinariamente copiosos y enriquecidos con cada día que pasa, demostrando con ello que la naturaleza se mueve, en última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles metafísicos, que no se mueve en la eterna monotonía de un ciclo constantemente repetido, sino que recorre una verdadera historia. Aquí hay que citar en primer término a Darwin, quien, con su prueba de que toda la naturaleza orgánica existente, plantas y animales, y entre ellos, como es lógico, el hombre, es producto de un proceso de desarrollo que dura millones de años, ha asestado a la concepción metafísica de la naturaleza el más rudo golpe. Pero, hasta hoy, los naturalistas que han sabido pensar dialécticamente pueden contarse con los dedos, y este conflicto entre los resultados descubiertos y el método discursivo tradicional pone al desnudo la ilimitada confusión que reina hoy en las ciencias naturales teóricas y que constituye la desesperación de maestros y discípulos, de autores y lectores.
Sólo siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las innumerables acciones y reacciones generales del devenir y del perecer, de los cambios de avance y de retroceso, llegamos a una concepción exacta del Universo, de su desarrollo y del desarrollo de la humanidad, así como de la imagen proyectada por ese desarrollo en las cabezas de los hombres. Y éste fue, en efecto, el sentido en que empezó a trabajar, desde el primer momento, la moderna filosofía alemana. Kant comenzó su carrera de filósofo disolviendo el sistema solar estable de Newton y su duración eterna -después de recibido el famoso primer impulso- en un proceso histórico: en el nacimiento del Sol y de todos los planetas a partir de una masa nebulosa en rotación. De aquí, dedujo ya la conclusión de que este origen implicaba también, necesariamente, la muerte futura del sistema solar. Medio siglo después, su teoría fue confirmada matemáticamente por Laplace, y, al cabo de otro medio siglo, el espectroscopio ha venido a demostrar la existencia en el espacio de esas masas ígneas de gas, en diferente grado de condensación.
La filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema de Hegel, en el que por vez primera -y ése es su gran mérito- se concibe todo el mundo de la naturaleza, de la historia y del espíritu como un proceso, es decir, en constante movimiento, cambio, transformación y desarrollo y se intenta además poner de relieve la íntima conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo. Contemplada desde este punto de vista, la historia de la humanidad no aparecía ya como un caos árido de violencias absurdas, igualmente condenables todas ante el fuero de la razón filosófica hoy ya madura, y buenas para ser olvidadas cuanto antes, sino como el proceso de desarrollo de la propia humanidad, que al pensamiento incumbía ahora seguir en sus etapas graduales y a través de todos los extravíos, y demostrar la existencia de leyes internas que guían todo aquello que a primera vista pudiera creerse obra del ciego azar. No importa que el sistema de Hegel no resolviese el problema que se planteaba. Su mérito, que sentó época, consistió en haberlo planteado. Porque se trata de un problema que ningún hombre solo puede resolver. Y aunque Hegel era, con Saint-Simon, la cabeza más universal de su tiempo, su horizonte hallábase circunscrito, en primer lugar, por la limitación inevitable de sus propios conocimientos, y, en segundo lugar, por los conocimientos y concepciones de su época, limitados también en extensión y profundidad. A esto hay que añadir una tercera circunstancia, Hegel era idealista; es decir, que para él las ideas de su cabeza no eran imágenes más o menos abstractas de los objetos y fenómenos de la realidad, sino que estas cosas y su desarrollo se le antojaban, por el contrario, proyecciones realizadas de la «Idea», que ya existía no se sabe cómo, antes de que existiese el mundo. Así, todo quedaba cabeza abajo, y se volvía completamente del revés la concatenación real del Universo. Y por exactas y aún geniales que fuesen no pocas de las conexiones concretas concebidas por Hegel, era inevitable, por las razones a que acabamos de aludir, que muchos de sus detalles tuviesen un carácter amañado artificioso, construido; falso, en una palabra. El sistema de Hegel fue un aborto gigantesco, pero el último de su género. En efecto, seguía adoleciendo de una contradicción íntima incurable; pues, mientras de una parte arrancaba como supuesto esencial de la concepción histórica, según la cual la historia humana es un proceso de desarrollo que no puede, por su naturaleza, encontrar remate intelectual en el descubrimiento de eso que llaman verdad absoluta, de la otra se nos presenta precisamente como suma y compendio de esa verdad absoluta. Un sistema universal y definitivamente plasmado del conocimiento de la naturaleza y de la historia, es incompatible con las leyes fundamentales del pensamiento dialéctico; lo cual no excluye, sino que, lejos de ello, implica que el conocimiento sistemático del mundo exterior en su totalidad pueda progresar gigantescamente de generación en generación.
La conciencia de la total inversión en que incurría el idealismo alemán, llevó necesariamente al materialismo; pero, adviértase bien, no a aquel materialismo puramente metafísico y exclusivamente mecánico del siglo XVIII. En oposición a la simple repulsa, ingenuamente revolucionaria, de toda la historia anterior, el materialismo moderno ve en la historia el proceso de desarrollo de la humanidad, cuyas leyes dinámicas es misión suya descubrir. Contrariamente a la idea de la naturaleza que imperaba en los franceses del siglo XVIII, al igual que en Hegel, y en la que ésta se concebía como un todo permanente e invariable, que se movía dentro de ciclos cortos, con cuerpos celestes eternos, tal y como se los representaba Newton, y con especies invariables de seres orgánicos, como enseñara Linneo, el materialismo moderno resume y compendia los nuevos progresos de las ciencias naturales, según los cuales la naturaleza tiene también su historia en el tiempo, y los mundos, así como las especies orgánicas que en condiciones propicias los habitan, nacen y mueren, y los ciclos, en el grado en que son admisibles, revisten dimensiones infinitamente más grandiosas. Tanto en uno como en otro caso, el materialismo moderno es substancialmente dialéctico y no necesita ya de una filosofía que se halla por encima de las demás ciencias. Desde el momento en que cada ciencia tiene que rendir cuentas de la posición que ocupa en el cuadro universal de las cosas y del conocimiento de éstas, no hay ya margen para una ciencia especialmente consagrada a estudiar las concatenaciones universales. Todo lo que queda en pie de la anterior filosofía, con existencia propia, es la teoría del pensar y de sus leyes: la lógica formal y la dialéctica. Lo demás se disuelve en la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia.
Sin embargo, mientras que esta revolución en la concepción de la naturaleza sólo había podido imponerse en la medida en que la investigación suministraba a la ciencia los materiales positivos correspondientes, hacía ya mucho tiempo que se habían revelado ciertos hechos históricos que imprimieron un viraje decisivo al modo de enfocar la historia. En 1831, estalla en Lyon la primera insurrección obrera, y de 1838 a 1842 alcanza su apogeo el primer movimiento obrero nacional: el de los cartistas ingleses. La lucha de clases entre el proletariado y la burguesía pasó a ocupar el primer plano de la historia de los países europeos más avanzados, al mismo ritmo con que se desarrollaba en ellos, por una parte, la gran industria, y por otra, la dominación política recién conquistada de la burguesía. Los hechos venían a dar un mentís cada vez más rotundo a las doctrinas económicas burguesas de la identidad de intereses entre el capital y el trabajo y de la armonía universal y el bienestar general de las naciones, como fruto de la libre concurrencia. No había manera de pasar por alto estos hechos, ni era tampoco posible ignorar el socialismo francés e inglés, expresión teórica suya, por muy imperfecta que fuese. Pero la vieja concepción idealista de la historia, que aún no había sido desplazada, no conocía luchas de clases basadas en intereses materiales, ni conocía intereses materiales de ningún género; para ella, la producción, al igual que todas las relaciones económicas, sólo existía accesoriamente, como un elemento secundario dentro de la «historia cultural».
Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a nuevas investigaciones, entonces se vio que, con excepción del estado primitivo, toda la historia anterior había sido la historia de las luchas de clases, y que estas clases sociales pugnantes entre sí eran en todas las épocas fruto de las relaciones de producción y de cambio, es decir, de las relaciones económicas de su época: que la estructura económica de la sociedad en cada época de la historia constituye, por tanto, la base real cuyas propiedades explican en última instancia, toda la superestructura integrada por las instituciones jurídicas y políticas, así como por la ideología religiosa, filosófica, etc., de cada período histórico. Hegel había liberado a la concepción de la historia de la metafísica, la había hecho dialéctica; pero su interpretación de la historia era esencialmente idealista. Ahora, el idealismo quedaba desahuciado de su último reducto, de la concepción de la historia, sustituyéndolo una concepción materialista de la historia, con lo que se abría el camino para explicar la conciencia del hombre por su existencia, y no ésta por su conciencia, que hasta entonces era lo tradicional.
De este modo el socialismo no aparecía ya como el descubrimiento casual de tal o cual intelecto de genio, sino como el producto necesario de la lucha entre dos clases formadas históricamente: el proletariado y la burguesía. Su misión ya no era elaborar un sistema lo más perfecto posible de sociedad, sino investigar el proceso histórico económico del que forzosamente tenían que brotar estas clases y su conflicto, descubriendo los medios para la solución de éste en la situación económica así creada. Pero el socialismo tradicional era incompatible con esta nueva concepción materialista de la historia, ni más ni menos que la concepción de la naturaleza del materialismo francés no podía avenirse con la dialéctica y las nuevas ciencias naturales. En efecto, el socialismo anterior criticaba el modo capitalista de producción existente y sus consecuencias, pero no acertaba a explicarlo, ni podía, por tanto, destruirlo ideológicamente, no se le alcanzaba más que repudiarlo, lisa y llanamente, como malo. Cuanto más violentamente clamaba contra la explotación de la clase obrera, inseparable de este modo de producción, menos estaba en condiciones de indicar claramente en qué consistía y cómo nacía esta explotación. Mas de lo que se trataba era, por una parte, exponer ese modo capitalista de producción en sus conexiones históricas y como necesario para una determinada época de la historia, demostrando con ello también la necesidad de su caída, y, por otra parte, poner al desnudo su carácter interno, oculto todavía. Este se puso de manifiesto con el descubrimiento de la plusvalía. Descubrimiento que vino a revelar que el régimen capitalista de producción y la explotación del obrero, que de él se deriva, tenían por forma fundamental la apropiación de trabajo no retribuido; que el capitalista, aun cuando compra la fuerza de trabajo de su obrero por todo su valor, por todo el valor que representa como mercancía en el mercado, saca siempre de ella más valor que lo que le paga y que esta plusvalía es, en última instancia, la suma de valor de donde proviene la masa cada vez mayor del capital acumulada en manos de las clases poseedoras. El proceso de la producción capitalista y el de la producción de capital quedaban explicados. Estos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la historia y la revelación del secreto de la producción capitalista, mediante la plusvalía, se los debemos a Marx. Gracias a ellos, el socialismo se convierte en una ciencia, que sólo nos queda por desarrollar en todos sus detalles y concatenaciones.
III
La concepción materialista de la historia parte de la tesis de que la producción, y tras ella el cambio de sus productos, es la base de todo orden social; de que en todas las sociedades que desfilan por la historia, la distribución de los productos, y junto a ella la división social de los hombres en clases o estamentos, es determinada por lo que la sociedad produce y cómo lo produce y por el modo de cambiar sus productos. Según eso, las últimas causas de todos los cambios sociales y de todas las revoluciones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia, sino en las transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la economía de la época de que se trata. Cuando nace en los hombres la conciencia de que las instituciones sociales vigentes son irracionales e injustas, de que la razón se ha tornado en sinrazón y la bendición en plaga -xxix[******]-, esto no es mas que un indicio de que en los métodos de producción y en las formas de cambio se han producido calladamente transformaciones con las que ya no concuerda el orden social, cortado por el patrón de condiciones económicas anteriores. Con ello queda que en las nuevas relaciones de producción han de contenerse ya -más o menos desarrollados- los medios necesarios para poner término a los males descubiertos. Y esos medios no han de sacarse de la cabeza de nadie, sino que es la cabeza la que tiene que descubrirlos en los hechos materiales de la producción, tal y como los ofrece la realidad.
¿Cuál es, en este aspecto, la posición del socialismo moderno?
El orden social vigente -verdad reconocida hoy por casi todo el mundo- es obra de la clase dominante de los tiempos modernos de la burguesía. El modo de producción propio de la burguesía, al que desde Marx se da el nombre de modo capitalista de producción, era incompatible con los privilegios locales y de los estamentos, como lo era con los vínculos interpersonales del orden feudal. La burguesía echó por tierra el orden feudal y levantó sobre sus ruinas el régimen de la sociedad burguesa, el imperio de la libre concurrencia, de la libertad de domicilio, de la igualdad de derechos de los poseedores de las mercancías y tantas otras maravillas burguesas más. Ahora ya podía desarrollarse libremente el modo capitalista de producción. Y al venir el vapor y la nueva producción maquinizada y transformar la antigua manufactura en gran industria, las fuerzas productivas creadas y puestas en movimiento bajo el mando de la burguesía se desarrollaron con una velocidad inaudita y en proporciones desconocidas hasta entonces. Pero, del mismo modo que en su tiempo la manufactura y la artesanía, que seguía desarrollándose bajo su influencia, chocaron con las trabas feudales de los gremios, hoy la gran industria, al llegar a un nivel de desarrollo más alto, no cabe ya dentro del estrecho marco en que la tiene cohibida el modo capitalista de producción. Las nuevas fuerzas productivas desbordan ya la forma burguesa en que son explotadas, y este conflicto entre las fuerzas productivas y el modo de producción no es precisamente un conflicto planteado en las cabezas de los hombres, algo así como el conflicto entre el pecado original del hombre y la justicia divina, sino que existe en la realidad, objetivamente, fuera de nosotros, independientemente de la voluntad o de la actividad de los mismos hombres que lo han provocado. El socialismo moderno no es más que el reflejo de este conflicto material en la mente, su proyección ideal en las cabezas, empezando por las de la clase que sufre directamente sus consecuencias: la clase obrera.
¿En qué consiste este conflicto?
Antes de sobrevenir la producción capitalista, es decir, en la Edad Media, regía con carácter general la pequeña producción, basada en la propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción: en el campo, la agricultura corría a cargo de pequeños labradores, libres o siervos; en las ciudades, la industria estaba en manos de los artesanos. Los medios de trabajo -la tierra, los aperos de labranza, el taller, las herramientas- eran medios de trabajo individual, destinados tan sólo al uso individual y, por tanto, forzosamente, mezquinos, diminutos, limitados. Pero esto mismo hacía que perteneciesen, por lo general, al propio productor. El papel histórico del modo capitalista de producción y de su portadora, la burguesía, consistió precisamente en concentrar y desarrollar estos dispersos y mezquinos medios de producción, transformándolos en las potentes palancas de la producción de los tiempos actuales. Este proceso, que viene desarrollando la burguesía desde el siglo XV y que pasa históricamente por las tres etapas de la cooperación simple, la manufactura y la gran industria, aparece minuciosamente expuesto par Marx en la sección cuarta de "El Capital". Pero la burguesía, como asimismo queda demostrado en dicha obra, no podía convertir esos primitivos medios de producción en poderosas fuerzas productivas sin convertirlas de medios individuales de producción en medios sociales, sólo manejables por una colectividad de hombres. La rueca, el telar manual, el martillo del herrero fueron sustituidos por la máquina de hilar, por el telar mecánico, por el martillo movido a vapor; el taller individual cedió el puesto a la fábrica, que impone la cooperación de cientos y miles de obreros. Y, con los medios de producción, se transformó la producción misma, dejando de ser una cadena de actos individuales para convertirse en una cadena de actos sociales, y los productos individuales, en productos sociales. El hilo, las telas, los artículos de metal que ahora salían de la fábrica eran producto del trabajo colectivo de un gran número de obreros, por cuyas manos tenía que pasar sucesivamente para su elaboración. Ya nadie podía decir: esto lo he hecho yo, este producto es mío.
Pero allí donde la producción tiene por forma cardinal esa división social del trabajo creada paulatinamente, por impulso elemental, sin sujeción a plan alguno, la producción imprime a los productos la forma de mercancía, cuyo intercambio, compra y venta, permite a los distintos productores individuales satisfacer sus diversas necesidades. Y esto era lo que acontecía en la Edad Media. El campesino, por ejemplo, vendía al artesano los productos de la tierra, comprándole a cambio los artículos elaborados en su taller. En esta sociedad de productores individuales, de productores de mercancías, vino a introducirse más tarde el nuevo modo de producción. En medio de aquella división espontánea del trabajo sin plan ni sistema, que imperaba en el seno de toda la sociedad, el nuevo modo de producción implantó la división planificada del trabajo dentro de cada fábrica: al lado de la producción individual, surgió la producción social. Los productos de ambas se vendían en el mismo mercado, y por lo tanto, a precios aproximadamente iguales. Pero la organización planificada podía más que la división espontánea del trabajo; las fábricas en que el trabajo estaba organizado socialmente elaboraban productos más baratos que los pequeños productores individuales. La producción individual fue sucumbiendo poco a poco en todos los campos, y la producción social revolucionó todo el antiguo modo de producción. Sin embargo, este carácter revolucionario suyo pasaba desapercibido; tan desapercibido, que, por el contrario, se implantaba con la única y exclusiva finalidad de aumentar y fomentar la producción de mercancías. Nació directamente ligada a ciertos resortes de producción e intercambio de mercancías que ya venían funcionando: el capital comercial, la industria artesana y el trabajo asalariado. Y ya que surgía como una nueva forma de producción de mercancías, mantuviéronse en pleno vigor bajo ella las formas de apropiación de la producción de mercancías.
En la producción de mercancías, tal como se había desarrollado en la Edad Media, no podía surgir el problema de a quién debían pertenecer los productos del trabajo. El productor individual los creaba, por lo común, con materias primas de su propiedad, producidas no pocas veces por él mismo, con sus propios medios de trabajo y elaborados con su propio trabajo manual o el de su familia. No necesitaba, por tanto, apropiárselos, pues ya eran suyos por el mero hecho de producirlos. La propiedad de los productos basábase, pues, en el trabajo personal. Y aún en aquellos casos en que se empleaba la ayuda ajena, ésta era, por lo común, cosa accesoria y recibía frecuentemente, además del salario, otra compensación: el aprendiz y el oficial de los gremios no trabajaban tanto por el salario y la comida como para aprender y llegar a ser algún día maestros. Pero sobreviene la concentración de los medios de producción en grandes talleres y manufacturas, su transformación en medios de producción realmente sociales. No obstante, estos medios de producción y sus productos sociales eran considerados como si siguiesen siendo lo que eran antes: medios de producción y productos individuales. Y si hasta aquí el propietario de los medios de trabajo se había apropiado de los productos, porque eran, generalmente, productos suyos y la ayuda ajena constituía una excepción, ahora el propietario de los medios de trabajo seguía apropiándose el producto, aunque éste ya no era un producto suyo, sino fruto exclusivo del trabajo ajeno. De este modo, los productos, creados ahora socialmente, no pasaban a ser propiedad de aquellos que habían puesto realmente en marcha los medios de producción y que eran sus verdaderos creadores, sino del capitalista. Los medios de producción y la producción se habían convertido esencialmente en factores sociales. Y, sin embargo, veíanse sometidos a una forma de apropiación que presupone la producción privada individual, es decir, aquella en que cada cual es dueño de su propio producto y, como tal, acude con él al mercado. El modo de producción se ve sujeto a esta forma de apropiación, a pesar de que destruye el supuesto sobre que descansa -xxix[††††††]-. En esta contradicción, que imprime al nuevo modo de producción su carácter capitalista, se encierra, en germen, todo el conflicto de los tiempos actuales. Y cuanto más el nuevo modo de producción se impone e impera en todos los campos fundamentales de la producción y en todos los países económicamente importantes, desplazando a la producción individual, salvo vestigios insignificantes, mayor es la evidencia con que se revela la incompatibilidad entre la producción social y la apropiación capitalista.
Los primeros capitalistas se encontraron ya, como queda dicho, con la forma del trabajo asalariado. Pero como excepción, como ocupación secundaria, auxiliar, como punto de transición. El labrador que salía de vez en cuando a ganar un jornal, tenía sus dos fanegas de tierra propia, de las que, en caso extremo, podía vivir. Las ordenanzas gremiales velaban por que los oficiales de hoy se convirtiesen mañana en maestros. Pero, tan pronto como los medios de producción adquirieron un carácter social y se concentraron en manos de los capitalistas, las cosas cambiaron. Los medios de producción y los productos del pequeño productor individual fueron depreciándose cada vez más, hasta que a este pequeño productor no le quedó otro recurso que colocarse a ganar un jornal pagado por el capitalista. El trabajo asalariado, que antes era excepción y ocupación auxiliar se convirtió en regla y forma fundamental de toda la producción, y la que antes era ocupación accesoria se convierte ahora en ocupación exclusiva del obrero. El obrero asalariado temporal se convirtió en asalariado para toda la vida. Además, la muchedumbre de estos asalariados de por vida se ve gigantescamente engrosada por el derrumbe simultáneo del orden feudal, por la disolución de las mesnadas de los señores feudales, la expulsión de los campesinos de sus fincas, etc. Se ha realizado el completo divorcio entre los medios de producción concentrados en manos de los capitalistas, de un lado, y de otro, los productores que no poseían más que su propia fuerza de trabajo. La contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta como antagonismo entre el proletariado y la burguesía.
Hemos visto que el modo de producción capitalista vino a introducirse en una sociedad de productores de mercancías, de productores individuales, cuyo vínculo social era el cambio de sus productos. Pero toda sociedad basada en la producción de mercancías presenta la particularidad de que en ella los productores pierden el mando sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual produce por su cuenta, con los medios de producción de que acierta a disponer, y para las necesidades de su intercambio privado. Nadie sabe qué cantidad de artículos de la misma clase que los suyos se lanza al mercado, ni cuántos necesita éste; nadie sabe si su producto individual responde a una demanda efectiva, ni si podrá cubrir los gastos, ni siquiera, en general, si podrá venderlo. La anarquía impera en la producción social. Pero la producción de mercancías tiene, como toda forma de producción, sus leyes características, específicas e inseparables de la misma; y estas leyes se abren paso a pesar de la anarquía, en la misma anarquía y a través de ella. Toman cuerpo en la única forma de ligazón social que subsiste: en el cambio, y se imponen a los productores individuales bajo la forma de las leyes imperativas de la competencia. En un principio, por tanto, estos productores las ignoran, y es necesario que una larga experiencia las vaya revelando poco a poco. Se imponen, pues, sin los productores y aún en contra de ellos, como leyes naturales ciegas que presiden esta forma de producción. El producto impera sobre el productor.
En la sociedad medieval, y sobre todo en los primeros siglos de ella, la producción estaba destinada principalmente al consumo propio, a satisfacer sólo las necesidades del productor y de su familia. Y allí donde, como acontecía en el campo, subsistían relaciones personales de vasallaje, contribuía también a satisfacer las necesidades del señor feudal. No se producía, pues, intercambio alguno, ni los productos revestían, por lo tanto, el carácter de mercancías. La familia del labrador producía casi todos los objetos que necesitaba: aperos, ropas y víveres. Sólo empezó a producir mercancías cuando consiguió crear un remanente de productos, después de cubrir sus necesidades propias y los tributos en especie que había de pagar al señor feudal; este remanente, lanzado al intercambio social, al mercado, para su venta, se convirtió en mercancía. Los artesanos de las ciudades, por cierto, tuvieron que producir para el mercado ya desde el primer momento. Pero también obtenían ellos mismos la mayor parte de los productos que necesitaban para su consumo; tenían sus huertos y sus pequeños campos, apacentaban su ganado en los bosques comunales, que además les suministraban la madera y la leña; sus mujeres hilaban el lino y la lana, etc. La producción para el cambio, la producción de mercancías, estaba en sus comienzos. Por eso el intercambio era limitado, el mercado reducido, el modo de producción estable. Frente al exterior imperaba el exclusivismo local; en el interior, la asociación local: la marca -xxix[‡‡‡‡‡‡]- en el campo, los gremios en las ciudades.
Pero al extenderse la producción de mercancías y, sobre todo, al aparecer el modo capitalista de producción, las leyes de producción de mercancías, que hasta aquí apenas habían dado señales de vida, entran en funciones de una manera franca y potente. Las antiguas asociaciones empiezan a perder fuerza, las antiguas fronteras locales se vienen a tierra, los productores se convierten más y más en productores de mercancías independientes y aislados. La anarquía de la producción social sale a la luz y se agudiza cada vez más. Pero el instrumento principal con el que el modo capitalista de producción fomenta esta anarquía en la producción social es precisamente lo inverso de la anarquía: la creciente organización de la producción con carácter social, dentro de cada establecimiento de producción. Con este resorte, pone fin a la vieja estabilidad pacífica. Allí donde se implanta en una rama industrial, no tolera a su lado ninguno de los viejos métodos. Donde se adueña de la industria artesana, la destruye y aniquila. El terreno del trabajo se convierte en un campo de batalla. Los grandes descubrimientos geográficos y las empresas de colonización que les siguen, multiplican los mercados y aceleran el proceso de transformación del taller del artesano en manufactura. Y la lucha no estalla solamente entre los productores locales aislados; las contiendas locales van cobrando volumen nacional, y surgen las guerras comerciales de los siglos XVII y XVIII. Hasta que, por fin, la gran industria y la implantación del mercado mundial dan carácter universal a la lucha, a la par que le imprimen una inaudita violencia. Lo mismo entre los capitalistas individuales que entre industrias y países enteros, la posesión de las condiciones -naturales o artificialmente creadas- de la producción, decide la lucha por la existencia. El que sucumbe es arrollado sin piedad. Es la lucha darvinista por la existencia individual, transplantada, con redoblada furia, de la naturaleza a la sociedad. Las condiciones naturales de vida de la bestia se convierten en el punto culminante del desarrollo humano. La contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta ahora como antagonismo entre la organización de la producción dentro de cada fábrica y la anarquía de la producción en el seno de toda la sociedad.
El modo capitalista de producción se mueve en estas dos formas de manifestación de la contradicción inherente a él por sus mismos orígenes, describiendo sin apelación aquel «círculo vicioso» que ya puso de manifiesto Fourier. Pero lo que Fourier, en su época, no podía ver todavía era que este círculo va reduciéndose gradualmente, que el movimiento se desarrolla más bien en espiral y tiene que llegar necesariamente a su fin, como el movimiento de los planetas, chocando con el centro. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la producción la que convierte a la inmensa mayoría de los hombres, cada vez más marcadamente, en proletarios, y estas masas proletarias serán, a su vez, las que, por último, pondrán fin a la anarquía de la producción. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la producción la que convierte la capacidad infinita de perfeccionamiento de las máquinas de la gran industria en un precepto imperativo, que obliga a todo capitalista industrial a mejorar continuamente su maquinaria, so pena de perecer. Pero mejorar la maquinaria equivale a hacer superflua una masa de trabajo humano. Y así como la implantación y el aumento cuantitativo de la maquinaria trajeron consigo el desplazamiento de millones de obreros manuales por un número reducido de obreros mecánicos, su perfeccionamiento determina la eliminación de un número cada vez mayor de obreros de las máquinas, y, en última instancia, la creación de una masa de obreros disponibles que sobrepuja la necesidad media de ocupación del capital, de un verdadero ejército industrial de reserva, como yo hube de llamarlo ya en 1845 -xxix[§§§§§§]-, de un ejército de trabajadores disponibles para los tiempos en que la industria trabaja a todo vapor y que luego, en las crisis que sobrevienen necesariamente después de esos períodos, se ve lanzado a la calle, constituyendo en todo momento un grillete atado a los pies de la clase trabajadora en su lucha por la existencia contra el capital y un regulador para mantener los salarios en el nivel bajo que corresponde a las necesidades del capitalismo. Así pues, la maquinaria, para decirlo con Marx, se ha convertido en el arma más poderosa del capital contra la clase obrera, en un medio de trabajo que arranca constantemente los medios de vida de manos del obrero, ocurriendo que el producto mismo del obrero se convierte en el instrumento de su esclavización -xxix[*******]-. De este modo, la economía en los medios de trabajo lleva consigo, desde el primer momento, el más despiadado despilfarro de la fuerza de trabajo y un despojo contra las condiciones normales de la función misma del trabajo -xxix[†††††††]-. Y la maquinaria, el recurso más poderoso que ha podido crearse para acortar la jornada de trabajo, se trueca en el recurso más infalible para convertir la vida entera del obrero y de su familia en una gran jornada de trabajo disponible para la valorización del capital; así ocurre que el exceso de trabajo de unos es la condición determinante de la carencia de trabajo de otros, y que la gran industria, lanzándose por el mundo entero, en carrera desenfrenada, a la conquista de nuevos consumidores, reduce en su propia casa el consumo de las masas a un mínimo de hambre y mina con ello su propio mercado interior.
«La ley que mantiene constantemente el exceso relativo de población o ejército industrial de reserva en equilibrio con el volumen y la energía de la acumulación del capital, ata al obrero al capital con ligaduras más fuertes que las cuñas con que Hefestos clavó a Prometeo a la roca. Esto origina que a la acumulación del capital corresponda una acumulación igual de miseria. La acumulación de la riqueza en uno de los polos determina en el polo contrario, en el polo de la clase que produce su propio producto como capital, una acumulación igual de miseria, de tormentos de trabajo, de esclavitud, de ignorancia, de embrutecimiento y de degradación moral». (Marx, "El Capital", t. I, cap. XXIII.) Y esperar del modo capitalista de producción otra distribución de los productos sería como esperar que los dos electrodos de una batería, mientras estén conectados con ésta, no descompongan el agua ni liberen oxígeno en el polo positivo e hidrógeno en el negativo. Hemos visto que la capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna, llevada a su límite máximo, se convierte, gracias a la anarquía de la producción dentro de la sociedad, en un precepto imperativo que obliga a los capitalistas industriales, cada cual de por sí, a mejorar incesantemente su maquinaria, a hacer siempre más potente su fuerza de producción. No menos imperativo es el precepto en que se convierte para él la mera posibilidad efectiva de dilatar su órbita de producción. La enorme fuerza de expansión de la gran industria, a cuyo lado la de los gases es un juego de chicos, se revela hoy ante nuestros ojos como una necesidad cualitativa y cuantitativa de expansión, que se burla de cuantos obstáculos encuentra a su paso. Estos obstáculos son los que le oponen el consumo, la salida, los mercados de que necesitan los productos de la gran industria. Pero la capacidad extensiva e intensiva de expansión de los mercados, obedece, por su parte, a leyes muy distintas y que actúan de un modo mucho menos enérgico. La expansión de los mercados no puede desarrollarse al mismo ritmo que la de la producción. La colisión se hace inevitable, y como no puede dar ninguna solución mientras no haga saltar el propio modo de producción capitalista, esa colisión se hace periódica. La producción capitalista engendra un nuevo «círculo vicioso».
En efecto, desde 1825, año en que estalla la primera crisis general, no pasan diez años seguidos sin que todo el mundo industrial y comercial, la producción y el intercambio de todos los pueblos civilizados y de su séquito de países más o menos bárbaros, se salga de quicio. El comercio se paraliza, los mercados están sobresaturados de mercancías, los productos se estancan en los almacenes abarrotados, sin encontrar salida; el dinero contante se hace invisible; el crédito desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de vida precisamente por haberlos producido en exceso, las bancarrotas y las liquidaciones se suceden unas a otras. El estancamiento dura años enteros, las fuerzas productivas y los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta que, por fin, las masas de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas, encuentran salida, y la producción y el cambio van reanimándose poco a poco. Paulatinamente, la marcha se acelera, el paso de andadura se convierte en trote, el trote industrial, en galope y, por último, en carrera desenfrenada, en un steeple-chase -xxix[‡‡‡‡‡‡‡]- de la industria, el comercio, el crédito y la especulación, para terminar finalmente, después de los saltos más arriesgados, en la fosa de un crac. Y así, una vez y otra. Cinco veces se ha venido repitiendo la misma historia desde el año 1825, y en estos momentos (1877) estamos viviéndola por sexta vez. Y el carácter de estas crisis es tan nítido y tan acusado, que Fourier las abarcaba todas cuando describía la primera, diciendo que era una crise pléthorique, una crisis nacida de la superabundancia.
En las crisis estalla en explosiones violentas la contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista. La circulación de mercancías queda, por el momento, paralizada. El medio de circulación, el dinero, se convierte en un obstáculo para la circulación; todas las leyes de la producción y circulación de mercancías se vuelven del revés. El conflicto económico alcanza su punto de apogeo: el modo de producción se rebela contra el modo de cambio. El hecho de que la organización social de la producción dentro de las fábricas se haya desarrollado hasta llegar a un punto en que se ha hecho inconciliable con la anarquía -coexistente con ella y por encima de ella- de la producción en la sociedad, es un hecho que se les revela tangiblemente a los propios capitalistas, por la concentración violenta de los capitales, producida durante las crisis a costa de la ruina de muchos grandes y, sobre todo, pequeños capitalistas. Todo el mecanismo del modo capitalista de producción falla, agobiado por las fuerzas productivas que él mismo ha engendrado. Ya no acierta a transformar en capital esta masa de medios de producción, que permanecen inactivos, y por esto precisamente debe permanecer también inactivo el ejército industrial de reserva. Medios de producción, medios de vida, obreros disponibles: todos los elementos de la producción y de la riqueza general existen con exceso. Pero «la superabundancia se convierte en fuente de miseria y de penuria» (Fourier), ya que es ella, precisamente, la que impide la transformación de los medios de producción y de vida en capital, pues en la sociedad capitalista, los medios de producción no pueden ponerse en movimiento más que convirtiéndose previamente en capital, en medio de explotación de la fuerza humana de trabajo. Esta imprescindible calidad de capital de los medios de producción y de vida se alza como un espectro entre ellos y la clase obrera. Esta calidad es la que impide que se engranen la palanca material y la palanca personal de la producción; es la que no permite a los medios de producción funcionar ni a los obreros trabajar y vivir. De una parte, el modo capitalista de producción revela, pues, su propia incapacidad para seguir rigiendo sus fuerzas productivas. De otra parte, estas fuerzas productivas acucian con intensidad cada vez mayor a que se elimine la contradicción, a que se las redima de su condición de capital, a que se reconozca de hecho su carácter de fuerzas productivas sociales.
Es esta rebelión de las fuerzas de producción cada vez más imponentes, contra su calidad de capital, esta necesidad cada vez más imperiosa de que se reconozca su carácter social, la que obliga a la propia clase capitalista a tratarlas cada vez más abiertamente como fuerzas productivas sociales, en el grado en que ello es posible dentro de las relaciones capitalistas. Lo mismo los períodos de alta presión industrial, con su desmedida expansión del crédito, que el crac mismo, con el desmoronamiento de grandes empresas capitalistas, impulsan esa forma de socialización de grandes masas de medios de producción con que nos encontramos en las diversas categorías de sociedades anónimas. Algunos de estos medios de producción y de comunicación son ya de por sí tan gigantescos, que excluyen, como ocurre con los ferrocarriles, toda otra forma de explotación capitalista. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, ya no basta tampoco esta forma; los grandes productores nacionales de una rama industrial se unen para formar un trust, una agrupación encaminada a regular la producción; determinan la cantidad total que ha de producirse, se la reparten entre ellos e imponen de este modo un precio de venta fijado de antemano. Pero, como estos trusts se desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los negocios, empujan con ello a una socialización todavía más concentrada; toda la rama industrial se convierte en una sola gran sociedad anónima, y la competencia interior cede el puesto al monopolio interior de esta única sociedad; así sucedió ya en 1890 con la producción inglesa de álcalis, que en la actualidad, después de fusionarse todas las cuarenta y ocho grandes fábricas del país, es explotada por una sola sociedad con dirección única y un capital de 120 millones de marcos.
En los trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada y organizada de la futura sociedad socialista a punto de sobrevenir. Claro está que, por el momento, en provecho y beneficio de los capitalistas. Pero aquí la explotación se hace tan patente, que tiene forzosamente que derrumbarse. Ningún pueblo toleraría una producción dirigida por los trusts, una explotación tan descarada de la colectividad por una pequeña cuadrilla de cortadores de cupones. De un modo o de otro, con o sin trusts, el representante oficial de la sociedad capitalista, el Estado, tiene que acabar haciéndose cargo del mando de la producción -xxix[§§§§§§§]xxix[43]-. La necesidad a que responde esta transformación de ciertas empresas en propiedad del Estado empieza manifestándose en las grandes empresas de transportes y comunicaciones, tales como el correo, el telégrafo y los ferrocarriles.
A la par que las crisis revelan la incapacidad de la burguesía para seguir rigiendo las fuerzas productivas modernas, la transformación de las grandes empresas de producción y transporte en sociedades anónimas, trusts y en propiedad del Estado demuestra que la burguesía no es ya indispensable para el desempeño de estas funciones. Hoy, las funciones sociales del capitalista corren todas a cargo de empleados a sueldo, y toda la actividad social de aquél se reduce a cobrar sus rentas, cortar sus cupones y jugar en la Bolsa, donde los capitalistas de toda clase se arrebatan unos a otros sus capitales. Y si antes el modo capitalista de producción desplazaba a los obreros, ahora desplaza también a los capitalistas, arrinconándolos, igual que a los obreros, entre la población sobrante; aunque por ahora todavía no en el ejército industrial de reserva. Pero las fuerzas productivas no pierden su condición de capital al convertirse en propiedad de las sociedades anónimas y de los trusts o en propiedad del Estado. Por lo que a las sociedades anónimas y a los trusts se refiere, es palpablemente claro. Por su parte, el Estado moderno no es tampoco más que una organización creada por la sociedad burguesa para defender las condiciones exteriores generales del modo capitalista de producción contra los atentados, tanto de los obreros como de los capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, es el Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo ideal. Y cuantas más fuerzas productivas asuma en propiedad, tanto más se convertirá en capitalista colectivo y tanta mayor cantidad de ciudadanos explotará. Los obreros siguen siendo obreros asalariados, proletarios. La relación capitalista, lejos de abolirse con estas medidas, se agudiza, llega al extremo, a la cúspide. Mas, al llegar a la cúspide, se derrumba. La propiedad del Estado sobre las fuerzas productivas no es solución del conflicto, pero alberga ya en su seno el medio formal, el resorte para llegar a la solución.
Esta solución sólo puede estar en reconocer de un modo efectivo el carácter social de las fuerzas productivas modernas y por lo tanto en armonizar el modo de producción, de apropiación y de cambio con el carácter social de los medios de producción. Para esto, no hay más que un camino: que la sociedad, abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no admite otra dirección que la suya. Haciéndolo así, el carácter social de los medios de producción y de los productos, que hoy se vuelve contra los mismos productores, rompiendo periódicamente los cauces del modo de producción y de cambio, y que sólo puede imponerse con una fuerza y eficacia tan destructoras como el impulso ciego de las leyes naturales, será puesto en vigor con plena conciencia por los productores y se convertirá, de causa constante de perturbaciones y de cataclismos periódicos, en la palanca más poderosa de la producción misma.
Las fuerzas activas de la sociedad obran, mientras no las conocemos y contamos con ellas, exactamente lo mismo que las fuerzas de la naturaleza: de un modo ciego, violento,
destructor. Pero, una vez conocidas, tan pronto como se ha sabido comprender su acción, su tendencia y sus efectos, en nuestras manos está el supeditarlas cada vez más de lleno a nuestra voluntad y alcanzar por medio de ellas los fines propuestos. Tal es lo que ocurre, muy señaladamente, con las gigantescas fuerzas modernas de producción. Mientras nos resistamos obstinadamente a comprender su naturaleza y su carácter -y a esta comprensión se oponen el modo capitalista de producción y sus defensores-, estas fuerzas actuarán a pesar de nosotros, contra nosotros, y nos dominarán, como hemos puesto bien de relieve. En cambio, tan pronto como penetremos en su naturaleza, esas fuerzas, puestas en manos de los productores asociados, se convertirán, de tiranos demoníacos, en sumisas servidoras. Es la misma diferencia que hay entre el poder destructor de la electricidad en los rayos de la tormenta y la electricidad sujeta en el telégrafo y en el arco voltaico; la diferencia que hay entre el incendio y el fuego puesto al servicio del hombre. El día en que las fuerzas productivas de la sociedad moderna se sometan al régimen congruente con su naturaleza, por fin conocida, la anarquía social de la producción dejará el puesto a una reglamentación colectiva y organizada de la producción acorde con las necesidades de la sociedad y de cada individuo. Y el régimen capitalista de apropiación, en que el producto esclaviza primero a quien lo crea y luego a quien se lo apropia, será sustituido por el régimen de apropiación del producto que el carácter de los modernos medios de producción está reclamando: de una parte, apropiación directamente social, como medio para mantener y ampliar la producción; de otra parte, apropiación directamente individual, como medio de vida y de disfrute.
El modo capitalista de producción, al convertir más y más en proletarios a la inmensa mayoría de los individuos de cada país, crea la fuerza que, si no quiere perecer, está obligada a hacer esa revolución. Y, al forzar cada vez más la conversión en propiedad del Estado de los grandes medios socializados de producción, señala ya por sí mismo el camino por el que esa revolución ha de producirse. El proletariado toma en sus manos el poder del Estado y comienza por convertir los medios de producción en propiedad del Estado. Pero con este mismo acto se destruye a sí mismo como proletariado, y destruye toda diferencia y todo antagonismo de clases, y con ello mismo, el Estado como tal. La sociedad, que se había movido hasta el presente entre antagonismos de clase, ha necesitado del Estado, o sea, de una organización de la correspondiente clase explotadora para mantener las condiciones exteriores de producción, y, por tanto, particularmente, para mantener por la fuerza a la clase explotada en las condiciones de opresión (la esclavitud, la servidumbre o el vasallaje y el trabajo asalariado), determinadas por el modo de producción existente. El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo social visible; pero lo era sólo como Estado de la clase que en su época representaba a toda la sociedad: en la antigüedad era el Estado de los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media el de la nobleza feudal; en nuestros tiempos es el de la burguesía. Cuando el Estado se convierta finalmente en representante efectivo de toda la sociedad será por sí mismo superfluo. Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que mantener sometida; cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la lucha por la existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la producción, los choques y los excesos resultantes de esto, no habrá ya nada que reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión que es el Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de toda la sociedad: la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad, es a la par su último acto independiente como Estado. La intervención de la autoridad del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y cesará por sí misma. El gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no es «abolido»; se extingue. Partiendo de esto es como hay que juzgar el valor de esa frase del «Estado popular libre» en lo que toca a su justificación provisional como consigna de agitación y en lo que se refiere a su falta de fundamento científico. Partiendo de esto es también como debe ser considerada la reivindicación de los llamados anarquistas de que el Estado sea abolido de la noche a la mañana.
Desde que ha aparecido en la palestra de la historia el modo de producción capitalista ha habido individuos y sectas enteras ante quienes se ha proyectado más o menos vagamente, como ideal futuro, la apropiación de todos los medios de producción por la sociedad. Mas, para que esto fuese realizable, para que se convirtiese en una necesidad histórica, era menester que antes se diesen las condiciones efectivas para su realización. Para que este progreso, como todos los progresos sociales, sea viable, no basta con que la razón comprenda que la existencia de las clases es incompatible con los dictados de la justicia, de la igualdad, etc.; no basta con la mera voluntad de abolir estas clases, sino que son necesarias determinadas condiciones económicas nuevas. La división de la sociedad en una clase explotadora y otra explotada, una clase dominante y otra oprimida, era una consecuencia necesaria del anterior desarrollo incipiente de la producción. Mientras el trabajo global de la sociedad sólo rinde lo estrictamente indispensable para cubrir las necesidades más elementales de todos; mientras, por lo tanto, el trabajo absorbe todo el tiempo o casi todo el tiempo de la inmensa mayoría de los miembros de la sociedad, ésta se divide, necesariamente, en clases. Junto a la gran mayoría constreñida a no hacer más que llevar la carga del trabajo, se forma una clase eximida del trabajo directamente productivo y a cuyo cargo corren los asuntos generales de la sociedad: la dirección de los trabajos, los negocios públicos, la justicia, las ciencias, las artes, etc. Es, pues, la ley de la división del trabajo la que sirve de base a la división de la sociedad en clases. Lo cual no impide que esta división de la sociedad en clases se lleve a cabo por la violencia y el despojo, la astucia y el engaño; ni quiere decir que la clase dominante, una vez entronizada, se abstenga de consolidar su poderío a costa de la clase trabajadora, convirtiendo su papel social de dirección en una mayor explotación de las masas.
Vemos, pues, que la división de la sociedad en clases tiene su razón histórica de ser, pero sólo dentro de determinados límites de tiempo bajo determinadas condiciones sociales. Era condicionada por la insuficiencia de la producción, y será barrida cuando se desarrollen plenamente las modernas fuerzas productivas. En efecto, la abolición de las clases sociales presupone un grado histórico de desarrollo tal, que la existencia, no ya de esta o de aquella clase dominante concreta, sino de una clase dominante cualquiera que ella sea y, por tanto, de las mismas diferencias de clase, representa un anacronismo. Presupone, por consiguiente, un grado culminante en el desarrollo de la producción, en el que la apropiación de los medios de producción y de los productos y, por tanto, del poder político, del monopolio de la cultura y de la dirección espiritual por una determinada clase de la sociedad, no sólo se hayan hecho superfluos, sino que además constituyan económica, política e intelectualmente una barrera levantada ante el progreso. Pues bien; a este punto ya se ha llegado. Hoy, la bancarrota política e intelectual de la burguesía ya apenas es un secreto ni para ella misma, y su bancarrota económica es un fenómeno que se repite periódicamente de diez en diez años. En cada una de estas crisis, la sociedad se asfixia, ahogada por la masa de sus propias fuerzas productivas y de sus productos, a los que no puede aprovechar, y se enfrenta, impotente, con la absurda contradicción de que sus productores no tengan qué consumir, por falta precisamente de consumidores. La fuerza expansiva de los medios de producción rompe las ligaduras con que los sujeta el modo capitalista de producción. Esta liberación de los medios de producción es lo único que puede permitir el desarrollo ininterrumpido y cada vez más rápido de las fuerzas productivas, y con ello, el crecimiento prácticamente ilimitado de la producción. Mas no es esto solo. La apropiación social de los medios de producción no sólo arrolla los obstáculos artificiales que hoy se le oponen a la producción, sino que acaba también con el derroche y la asolación de fuerzas productivas y de productos, que es una de las consecuencias inevitables de la producción actual y que alcanza su punto de apogeo en las crisis. Además, al acabar con el necio derroche de lujo de las clases dominantes y de sus representantes políticos, pone en circulación para la colectividad toda una masa de medios de producción y de productos. Por vez primera, se da ahora, y se da de un modo efectivo, la posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad, por medio de un sistema de producción social, una existencia que, además de satisfacer plenamente y cada día con mayor holgura sus necesidades materiales, les garantiza el libre y completo desarrollo y ejercicio de sus capacidades físicas y espirituales. -xxix[********]-.
Al posesionarse la sociedad de los medios de producción, cesa la producción de mercancías, y con ella el imperio del producto sobre los productores. La anarquía reinante en el seno de la producción social deja el puesto a una organización armónica, proporcional y consciente. Cesa la lucha por la existencia individual y con ello, en cierto sentido, el hombre sale definitivamente del reino animal y se sobrepone a las condiciones animales de existencia, para someterse a condiciones de vida verdaderamente humanas. Las condiciones de vida que rodean al hombre y que hasta ahora le dominaban, se colocan, a partir de este instante, bajo su dominio y su control, y el hombre, al convertirse en dueño y señor de sus propias relaciones sociales, se convierte por primera vez en señor consciente y efectivo de la naturaleza. Las leyes de su propia actividad social, que hasta ahora se alzaban frente al hombre como leyes naturales, como poderes extraños que lo sometían a su imperio, son aplicadas ahora por él con pleno conocimiento de causa y, por tanto, sometidas a su poderío. La propia existencia social del hombre, que hasta aquí se le enfrentaba como algo impuesto por la naturaleza y la historia, es a partir de ahora obra libre suya. Los poderes objetivos y extraños que hasta ahora venían imperando en la historia se colocan bajo el control del hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a trazarse su historia con plena conciencia de lo que hace. Y, sólo desde entonces, las causas sociales puestas en acción por él, comienzan a producir predominantemente y cada vez en mayor medida los efectos apetecidos. Es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad.
* * *
Resumamos brevemente, para terminar, nuestra trayectoria de desarrollo:
I.- Sociedad medieval: Pequeña producción individual. Medios de producción adaptados al uso individual, y, por tanto, primitivos, torpes, mezquinos, de eficacia mínima. Producción para el consumo inmediato, ya del propio productor, ya de su señor feudal. Sólo en los casos en que queda un remanente de productos, después de cubrir ese consumo, se ofrece en venta y se lanza al intercambio. Por tanto, la producción de mercancías está aún en sus albores, pero encierra ya, en germen, la anarquía de la producción social.
II.- Revolución capitalista: Transformación de la industria, iniciada por medio de la cooperación simple y de la manufactura. Concentración de los medios de producción, hasta entonces dispersos, en grandes talleres, con lo que se convierten de medios de producción del individuo en medios de producción sociales, metamorfosis que no afecta, en general, a la forma del cambio. Quedan en pie las viejas formas de apropiación. Aparece el capitalista: en su calidad de propietario de los medios de producción, se apropia también de los productos y los convierte en mercancías. La producción se transforma en un acto social; el cambio y, con él, la apropiación siguen siendo actos individuales: el producto social es apropiado por el capitalista individual. Contradicción fundamental, de la que se derivan todas las contradicciones en que se mueve la sociedad actual y que pone de manifiesto claramente la gran industria.
A. El productor se separa de los medios de producción. El obrero se ve condenado a ser asalariado de por vida. Antítesis de burguesía y proletariado.
B. Relieve creciente y eficacia acentuada de las leyes que presiden la producción de mercancías. Competencia desenfrenada. Contradicción entre la organización social dentro de cada fábrica y la anarquía social en la producción total.
C. De una parte, perfeccionamiento de la maquinaria, que la competencia convierte en imperativo para cada fabricante y que equivale a un desplazamiento cada vez mayor de obreros: ejército industrial de reserva. De otra parte, extensión ilimitada de la producción, que la competencia impone también como norma coactiva a todos los fabricantes. Por ambos lados, un desarrollo inaudito de las fuerzas productivas, exceso de la oferta sobre la demanda, superproducción, abarrotamiento de los mercados, crisis cada diez años, círculo vicioso: superabundancia, aquí de medios de producción y de productos, y allá de obreros sin trabajo y sin medios
de vida. Pero estas dos palancas de la producción y del bienestar social no pueden combinarse porque la forma capitalista de la producción impide a las fuerzas productivas actuar y a los productos circular, a no ser que se conviertan previamente en capital, que es lo que precisamente les veda su propia superabundancia. La contradicción se exalta hasta convertirse en contrasentido: el modo de producción se rebela contra la forma de cambio. La burguesía se muestra incapaz para seguir rigiendo sus propias fuerzas sociales productivas.
D. Reconocimiento parcial del carácter social de las fuerzas productivas, arrancado a los propios capitalistas. Apropiación de los grandes organismos de producción y de transporte, primero por sociedades anónimas, luego por trusts, y más tarde por el Estado. La burguesía se revela como una clase superflua; todas sus funciones sociales son ejecutadas ahora por empleados a sueldo.
III.- Revolución proletaria, solución de las contradicciones: el proletariado toma el poder político, y, por medio de él, convierte en propiedad pública los medios sociales de producción, que se le escapan de las manos a la burguesía. Con este acto, redime los medios de producción de la condición de capital que hasta allí tenían y da a su carácter social plena libertad para imponerse. A partir de ahora es ya posible una producción social con arreglo a un plan trazado de antemano. El desarrollo de la producción convierte en un anacronismo la subsistencia de diversas clases sociales. A medida que desaparece la anarquía de la producción social languidece también la autoridad política del Estado. Los hombres, dueños por fin de su propia existencia social, se convierten en dueños de la naturaleza, en dueños de sí mismos, en hombres libres.
La realización de este acto que redimirá al mundo es la misión histórica del proletariado moderno. Y el socialismo científico, expresión teórica del movimiento proletario, es el llamado a investigar las condiciones históricas y, con ello, la naturaleza misma de este acto, infundiendo de este modo a la clase llamada a hacer esta revolución, a la clase hoy oprimida, la conciencia de las condiciones y de la naturaleza de su propia acción.
Escrito por F. Engels de enero de 1880 a la primera mitad de marzo del mismo año.
Publicado en la revista "La Revue socialiste", Nº 3, 4, 5, 20 de marzo, 20 de abril y 5 de mayo de 1880 y como folleto aparte en francés: F. Engels. «Socialisme utopiqueet socialisme scientifique», Paris, 1880.
Se publica de acuerdo con el texto de la edición alemana de 1891. Traducido del aleman.
.../...En principio consideramos conveniente reproducir el texto de La Marca y otros de Marx y Engels. Lo hemos sacado de la web"pedagogíaydialéctica.net ",...desde aquí les damos las gracias.../...
La Revelación
consiste en una serie de visiones. En la primera Cristo aparece con el atavío
de un alto sacerdote, se coloca en medio de siete candelabros que representan a
las siete iglesias de Asia y dicta a “Juan” mensajes a los siete “ángeles” de
esas iglesias. Aquí, desde el comienzo mismo, vemos con claridad la diferencia
entre este cristianismo y la religión universal de Constantino,
formulada por el Concilio de Nicea. La Trinidad no sólo es desconocida; incluso es
imposible. En lugar del único Espíritu Santo posterior, tenemos aquí los
“siete espíritus de Dios'' que
los rabinos extraen de Isaías XI, 2. Cristo es el hijo de Dios, lo primero y lo
último, el alfa y el omega, en modo alguno el propio Dios o el
igual de Dios, sino, por el contrario, “el comienzo de la creación de
Dios”, y por lo tanto una emanación de Dios, existente desde toda la eternidad
pero subordinada a Dios, como los mencionados siete espíritus. En el capítulo XV, 3,
los mártires cantan en el cielo “el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico
del Cordero”, que glorifica a Dios. Por lo tanto, Cristo aparece aquí, no sólo
como subordinado a Dios, sino además, en cierto sentido, en un pie de igualdad
con Moisés. Cristo es crucificado en Jerusalén (XI, 8), pero
vuelve a levantarse (I, 5, 18) ; es “el Cordero” que ha sido sacrificado por
los pecados del mundo y con cuya sangre los fieles de todas las lenguas y
naciones han sido redimidos en Dios. Aquí encontramos la idea básica que
permitió que el cristianismo primitivo se convirtiese en una religión
universal. Todas las religiones semíticas y europeas de la época compartieron
la opinión de que los dioses ofendidos por las acciones del hombre podían ser
propiciados por el sacrificio. La primera idea revolucionaria fundamental
(tomada de la escuela filónica[9]) del
cristianismo fue la de que por un gran sacrificio voluntario de un mediador se
podían expiar de una vez por todas los pecados de todos los hombres y todos los
tiempos… en relación con los creyentes. De ahí que quedase eliminada la necesidad
de nuevos sacrificios, y con ella la base para una multitud de ritos
religiosos. Pero la eliminación de los rituales que dificultaban o impedían las
relaciones con pueblos de otras confesiones fue la primera condición para la
creación de una religión universal. A pesar de ello, la costumbre del
sacrificio estaba tan profundamente arraigada en los hábitos de los pueblos,
que el catolicismo —que había tomado prestadas tantas cosas del paganismo—
encontró adecuado adaptarse a este hecho introduciendo por lo menos el
sacrificio simbólico de la misa. Por otra parte no hay en nuestro libro rastro
alguno del dogma del pecado original.
.../... TEXTO DE IVAN JAIME URANGA FAVELA, en su blog:
[al mismo le mandamos una nota, que aparece a continuación de su escrito].../...
//de 1971 el capitalismo declinó, una nueva clase social tomo el poder mundial. Tomó el poder la clase Omecafi, palabra nueva que tiene como origen las palabras: oligarquía, mafiosa, especuladora, canalla, financiera, internacional.
LUNES, 19 DE JULIO DE 2010
Nota: por acumulación de trabajo buscamos en Internet este texto y dimos con www.blogger.com/blogger.g?blogID, donde aparecía el texto de F. Engels; lo hemos copiado y lo publicamos tal cual. -les damos las gracias-.../...
DEL SOCIALISMO UTÓPICO AL SOCIALISMO CIENTÍFICO
Por Federico Engels
PRÓLOGO A LA EDICIÓN INGLESA DE 1892
El pequeño trabajo que tiene delante el lector, formaba parte, en sus orígenes, de una obra mayor. Hacia 1875, el Dr. E. Dühring, privat-docent en la Universidad de Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su conversión al socialismo y presentó al público alemán, no sólo una teoría socialista detalladamente elaborada, sino también un plan práctico completo para la reorganización de la sociedad. Se abalanzó, naturalmente, sobre sus predecesores, honrando particularmente a Marx, sobre quien derramó las copas llenas de su ira.
Esto ocurría por los tiempos en que las dos secciones del Partido Socialista Alemán —los eisenachianos y los lassalleanos-i[2]-— acababan de fusionarse, adquiriendo éste así, no sólo un inmenso incremento de fuerza, sino algo que importaba todavía más: la posibilidad de desplegar toda esta fuerza contra el enemigo común. El Partido Socialista Alemán se iba convirtiendo rápidamente en una potencia. Pero, para convertirlo en una potencia, la condición primordial era no poner en peligro la unidad recién conquistada. Y el Dr. Dühring se aprestaba públicamente a formar en torno a su persona una secta, el núcleo de un partido futuro aparte. No había, pues, más remedio que recoger el guante que se nos lanzaba y dar la batalla, por muy poco agradable que ello nos fuese.
Por cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente, harto pesada. Es bien sabido que nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y poderosa Gründlichkeit, un cavilar profundo o una caviladora profundidad, como se le quiera llamar. En cuanto uno de nosotros expone algo que reputa una nueva doctrina, lo primero que hace es elaborarla en forma de un sistema universal. Tiene que demostrar que lo mismo los primeros principios de la lógica que las leyes fundamentales del Universo, no han existido desde toda una eternidad con otro designio que el de llevar, al fin y a la postre, hasta esta teoría recién descubierta, que viene a coronar todo lo existente. En este respecto, el Dr. Dühring estaba cortado en absoluto por el patrón nacional.
Nada menos que un "Sistema completo de la Filosofía" —filosofía intelectual, moral, natural y de la Historia—, un "Sistema completo de Economía Política y de Socialismo" y, finalmente, una "Historia crítica de la Economía Política" —tres gordos volúmenes en octavo, pesados por fuera y por dentro, tres cuerpos de ejército de argumentos, movilizados contra todos los filósofos y economistas precedentes en general y contra Marx en particular—; en realidad, un intento de completa «subversión de la ciencia». Tuve que vérmelas con todo eso; tuve que tratar todos los temas posibles, desde las ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el bimetalismo-ii[3]-, desde la eternidad de la materia y el movimiento hasta la naturaleza perecedera de las ideas morales; desde la selección natural de Darwin hasta la educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es que la sistemática universalidad de mi contrincante me brindaba ocasión para desarrollar frente a él, en una forma más coherente de lo que hasta entonces se había hecho, las ideas mantenidas por Marx y por mí acerca de tan grande variedad de materias. Y ésta fue la razón principal que me movió a acometer esta tarea, por lo demás tan ingrata.
Mi réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en el "Vorwärts"-iii[4]- de Leipzig, órgano central del Partido Socialista, y, más tarde, en forma de libro, con el título de "Herrn Eugen Dührings Umwälzung der Wissenschaft" ["La subversión de la ciencia por el señor E. Dühring"], del que en 1886 se publicó en Zurich una segunda edición.
A instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de kille en la Cámara de los diputados de Francia, arreglé tres capítulos de este libro para un folleto, que él tradujo y publicó en 1880 con el título de "Socialisme utopique et socialisme scientifique";
.../...- (HABLAR ALGO HISTÓRICO Y VALORATIVO sobre este francés, su partido y tareas teóricas,...es un ejemplo de presentación de materialismo histórico. Entrando en wikipedia nos ilustra y a la vez podemos seguir comentando,...el proceso histórico político, desde por ejemplo la Comuna de París, la primera guerra mundial,...el imperialismo capitalista francés,...)-.../...
Paul Lafargue. 1842-1911, Francia. Marido de hija de C. Marx. Fue periodista
Paul Lafargue (Santiago de Cuba, 15 de enero de 1842 - Draveil, 26 de noviembre de 1911) fue un periodista, médico, teórico político y revolucionario francocubano. Aunque en un principio su actividad política
se orientó a partir de la obra de Proudhon,
el contacto con Karl Marx (del que
llegó a ser yerno al casarse con su segunda hija, Laura) acabó
siendo determinante. Su obra más conocida es El Derecho a la Pereza. Nacido en Santiago de Cuba en una familia franco-caribeña, Lafargue pasó la mayor parte de su vida en
Francia, aunque también pasó periodos ocasionales en Inglaterra y España. A la edad de 69 años, Laura y Lafargue se suicidaron
juntos, llevando a cabo lo que desde hacía tiempo tenían planeado.
Índice
·
Juventud y primera etapa en Francia
El padre de Lafargue era un acomodado propietario de
plantaciones de café en Cuba y, por ello, Paul pudo comenzar sus estudios en Santiago de Cuba (por aquel entonces una colonia española) y proseguirlos en Francia. En 1851 la familia Lafargue se mudó a Burdeos , ciudad de la cual su padre François Lafargue era oriundo. Posteriormente
estudió Medicina en París.
Es en París donde Lafargue comenzó su carrera política e intelectual, adhiriéndose a la
filosofía positivista y entrando en contacto con los grupos republicanos que se
oponían al reinado de Napoleón III. Parece que
la obra de Pierre-Joseph Proudhon le influyó particularmente en esta
fase de su vida y fue con ideales anarquistas proudhonianos como Lafargue
ingresó en la sección francesa de la "Asociación Internacional de
Trabajadores" (la AIT, más conocida como Primera Internacional). Sin embargo, pronto entró en
contacto con dos de las personalidades más prominentes del pensamiento
revolucionario, Karl Marx y Luis Augusto Blanqui, cuya influencia eclipsó
completamente las tendencias anarquistas que hasta entonces había mostrado
Lafargue.
En 1865, tras participar en el Congreso
Internacional de Estudiantes que tuvo lugar en la ciudad belga de Lieja, las
universidades francesas prohibieron que Lafargue pudiera tener ninguna relación
con las mismas, por lo que tuvo que marcharse a Londres para empezar allí de
nuevo su carrera. En Londres se convirtió en un asiduo de la casa de Karl Marx, donde
conocería a su hija Laura, con la que acabaría contrayendo matrimonio en 1868. Su actividad política tomó un
nuevo rumbo en Inglaterra, pues fue
elegido miembro del Consejo General de la Primera Internacional, y acabó siendo
nombrado secretario corresponsal para todo lo concerniente a España (cargo que desempeñó entre 1866 y 1868). Sin embargo, parece que no
consiguió establecer ningún tipo de contacto serio con las organizaciones de
trabajadores españolas. Las organizaciones españolas sólo entrarían a formar
parte de la Internacional a partir de la Revolución Gloriosa de 1868, mientras que la llegada a España
del anarquista italiano Giuseppe Fanelli convirtió al país en un bastión del movimiento anarquista (y no de la corriente marxista que representaba Lafargue).
La oposición al anarquismo de Lafargue se volvió notoria cuando, a su regreso de España, escribió
una serie de artículos en los que criticaba la influencia de Proudhon en algunas organizaciones obreras
francesas. Esta serie de artículos supuso el punto de partida de una larga
carrera como articulista político.
Estancia en España
Paul
Lafargue en 1871.
Tras el episodio revolucionario de la Comuna de París de 1871, la
represión política obligó a Lafargue a emigrar a España. Allí se estableció en
Madrid, donde contactó con algunos miembros locales de la Internacional, como Pablo Iglesias Posse, fundador del PSOE y la UGT, sobre los que su influencia
acabaría siendo muy importante.
A diferencia de lo que ocurría en otros países
europeos, la influencia del anarquismo (especialmente en el mundo rural de Andalucía e industrial de Cataluña) fue enorme, aun tratándose de un
país tan abrumadoramente agrario como era España entonces. La mayoría de los
revolucionarios españoles formaban parte de la facción anarquista de la
Internacional (y su peso seguiría siendo enorme hasta la Guerra Civil Española). Lafargue se dedicó a intentar
redirigir esta tendencia hacia el marxismo, tarea en
la que estuvo cercanamente asesorado por Friedrich
Engels. Esta labor tenía también importantes implicaciones a nivel
internacional, ya que la federación española de la Internacional era uno de los
pilares principales de la facción anarquista.
La tarea encomendada a Lafargue consistía
principalmente en reunir en Madrid un grupo marxista que fuese capaz de
liderar la actividad revolucionaria. Al mismo tiempo que llevaba esto a cabo,
Lafargue comenzó a escribir una serie de artículos anónimos para el periódico La Emancipación en los que defendía la necesidad de
crear un partido político de la clase obrera (uno de los principales puntos de
desacuerdo con los anarquistas). En algunos de estos artículos, Lafargue
expresaba sus propias ideas acerca de la necesidad de reducir la jornada
laboral (una concepción que no era ajena al pensamiento del propio Marx).
En 1872, tras un ataque de La Emancipación contra el nuevo y anarquista Consejo
Federal, la Federación de Madrid expulsó a los que habían firmado ese artículo.
Al poco estos crearon la Nueva Federación de Madrid, un grupo que nunca llegó a
tener una gran influencia. La última actividad de Lafargue como activista
político en España consistió en representar a la minoritaria sección marxista
en el Congreso de La Haya de 1872, congreso
que significó el final de la Primera Internacional como asociación unitaria de
todos los socialistas.
Segunda etapa en Francia
En 1873 Lafargue se trasladó a Londres. Para
entonces ya había dejado de ejercer la Medicina, pues ya no
tenía fe en ella. Abrió un taller de litografía pero la escasez de los ingresos
que consiguió con él le obligó en varias ocasiones a pedir dinero a Engels (que
era propietario de industrias). Gracias a la ayuda de Engels consiguió entrar
nuevamente en contacto desde Londres con el movimiento obrero francés (el cual
estaba empezando a ganar de nuevo base social, después de la tremenda represión
reaccionaria que había llevado a cabo Adolphe
Thiers durante los primeros años de la III República francesa).
A partir de 1880 trabajó de nuevo como editor del
diario L`Egalité. En ese mismo año y en las páginas
de ese diario, Lafargue comenzó a publicar los primeros borradores de El Derecho a la Pereza
Fue un activo militante en la Comuna de París, y fue
miembro fundador de sus secciones en Francia, España y Portugal. Lafargue fue también dirigente de
la II Internacional.
Fue uno de los fundadores del Partido Obrero
francés en 1879. Uno de sus
libros más célebres es "El derecho a la pereza", escrito hacia 1880. Fue uno de los textos más
difundidos de la literatura socialista mundial, probablemente sólo superado por el "Manifiesto del Partido
Comunista" de Karl Marx y Friedrich Engels.
O
De este texto francés se hicieron una versión polaca y otra española. En 1883 nuestros amigos de Alemania publicaron el folleto en su idioma original. Desde entonces, se han publicado, a base del texto alemán, traducciones al italiano, al ruso, al danés, al holandés y al rumano. Es decir, que, contando la actual edición inglesa, este folleto se halla difundido en diez lenguas. No sé de ninguna otra publicación socialista, incluyendo nuestro Manifiesto Comunista de 1848 y "El Capital" de Marx, que haya sido traducida tantas veces. En Alemania se han hecho cuatro ediciones, con una tirada total de unos veinte mil ejemplares.
El apéndice "La Marca"-iv[5]- fue escrito con el propósito de difundir entre el Partido Socialista Alemán algunas nociones elementales respecto a la historia y al desarrollo de la propiedad rural en Alemania. En aquel entonces era tanto más necesario cuanto que la incorporación de los obreros urbanos al partido estaba en vía de concluirse y se planteaba la tarea de ocuparse de las masas de obreros agrícolas y de los campesinos. Este apéndice fue incluido en la edición, teniendo en cuenta la circunstancia de que las formas primitivas de posesión de la tierra, comunes a todas las tribus teutónicas, así como la historia de su decadencia, son menos conocidas todavía en Inglaterra que en Alemania. He dejado el texto en su forma original, sin aludir a la hipótesis recientemente expuesta por Maxim Kovalevski, según la cual al reparto de las tierras de cultivo y de pastoreo entre los miembros de la Marca precedió el cultivo en común de estas tierras por una gran comunidad familiar patriarcal, que abarcó a varias generaciones (de ejemplo puede servir la zádruga de los sudeslavos, que aún existe hoy día). Luego, cuando la comunidad creció y se hizo demasiado numerosa para administrar en común la economía, tuvo lugar el reparto de la tierrav[6]. Es probable que Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub judice1[*].
Los términos de Economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto que son nuevos, con los de la edición inglesa de "El Capital" de Marx. Designamos como «producción mercantil» aquella fase económica en que los objetos no se producen solamente para el uso del productor, sino también para los fines del cambio, es decir, como mercancías, y no como valores de uso. Esta fase va desde los albores de la producción para el cambio hasta los tipos presentes; pero sólo alcanza su pleno desarrollo bajo la producción capitalista, es decir, bajo las condiciones en que el capitalista, propietario de los medios de producción, emplea, a cambio de un salario, a obreros, a hombres despojados de todo medio de producción, salvo su propia fuerza de trabajo, y se embolsa el excedente del precio de venta de los productos sobre su coste de producción. Dividimos la historia de la producción industrial desde la Edad Media en tres períodos: 1) industria artesana, pequeños maestros artesanos con unos cuantos oficiales y aprendices, en que cada obrero elabora el artículo completo; 2) manufactura, en que se congrega en un amplio establecimiento un número más considerable de obreros, elaborándose el artículo completo con arreglo al principio de la división del trabajo, donde cada obrero sólo ejecuta una operación parcial, de tal modo que el producto está acabado sólo cuando ha pasado sucesivamente por las manos de todos; 3) moderna industria, en que el producto se fabrica mediante la máquina movida por la fuerza motriz y el trabajo del obrero se limita a vigilar y rectificarlas operaciones del mecanismo.
Sé muy bien que el contenido de este libro indignará a gran parte del público británico. Pero si nosotros, los continentales, hubiésemos guardado la menor consideración a los prejuicios de la «respetabilidad» británica, es decir, del filisteísmo británico habríamos salido todavía peor parados de lo que hemos salido. Esta obra defiende lo que nosotros llamamos el «materialismo histórico», y en los oídos de la inmensa mayoría de los lectores británicos la palabra materialismo es una palabra muy malsonante. «Agnosticismo» aún podría pasar, pero materialismo es de todo punto inadmisible.
Y sin embargo, la patria primitiva de todo el materialismo moderno, a partir del siglo XVII, es Inglaterra. «El materialismo es hijo nativo de la Gran Bretaña. Ya elescolástico británico Duns Escoto se preguntaba si la materia no podría pensar. «Para realizar este milagro, iba a refugiarse en la omnipotencia divina, es decir, obligaba a la propia teología a predicar el materialismo. Duns Escoto era, además, nominalista. El nominalismo -vi[7]- aparece como elemento primordial en los materialistas ingleses y es, en general, la expresión primera del materialismo. «El verdadero padre del materialismo inglés es Bacon. Para él, las ciencias naturales son la verdadera ciencia, y la física experimental, la parte más importante de las ciencias naturales. Anaxágoras con sus homoiomerias -vii[8]- y Demócrito con sus átomos son las autoridades que cita con frecuencia. Según su teoría, los sentidos son infalibles y constituyen la fuente de todos los conocimientos. Toda ciencia se basa en la experiencia y consiste en aplicar un método racional de investigación a lo dado por los sentidos. La inducción, el análisis, la comparación, la observación, la experimentación son las condiciones fundamentales de este método racional. Entre las propiedades inherentes a la materia, la primera y más importante es el movimiento, concebido no sólo como movimiento mecánico y matemático, sino más aún como impulso, como espíritu vital, como tensión, como «Qual»2[†] —para emplear la expresión de Jakob Böhme— de la materia. «Las formas primitivas de la última son fuerzas substanciales vivas, individualizantes, a ella inherentes, las fuerzas que producen las diferencias específicas.
«En Bacon, como su primer creador, el materialismo guarda todavía de un modo ingenuo los gérmenes de un desarrollo multilateral. La materia sonríe con un destello poéticamente sensorial a todo el hombre. En cambio, la doctrina aforística es todavía de por sí un hervidero de inconsecuencias teológicas. «En su desarrollo ulterior, el materialismo se hace unilateral. Hobbes sistematiza el materialismo de Bacon. La sensoriedad pierde su brillo y se convierte en la sensoriedad abstracta del geómetra. El movimiento físico se sacrifica al movimiento mecánico o matemático, la geometría es proclamada como la ciencia fundamental. El materialismo se hace misántropo. Para poder dar la batalla en su propio terreno al espíritu misantrópico y descarnado, el materialismo se ve obligado también a flagelar su carne y convertirse en asceta. Se presenta como una entidad intelectual, pero desarrolla también la lógica despiadada del intelecto.
«Si los sentidos suministran al hombre todos los conocimientos —argumenta Hobbes partiendo de Bacon—, los conceptos, las ideas, las representaciones mentales, etc., no son más que fantasmas del mundo físico, más o menos despojado de su forma sensorial. La ciencia no puede hacer más que dar nombres a estos fantasmas. Un nombre puede ponérsele a varios fantasmas. Puede incluso haber nombres de nombres. Pero sería una contradicción querer, de una parte, buscar el origen de todas las ideas en el mundo de los sentidos, y, de otra parte, afirmar que una palabra es algo más que una palabra, que además de los seres siempre individuales que nos representamos, existen seres universales. Una sustancia incorpórea es el mismo contrasentido que un cuerpo incorpóreo. Cuerpo, ser, sustancia, es una y la misma idea real. No se puede separar el pensamiento de la materia que piensa. Es ella el sujeto de todos los cambios.
La palabra «infinito» carece de sentido,
2[†]Qual es un juego de palabras filosófico. Qual significa, literalmente, tortura, dolor que incita a realizar una acción cualquiera. Al mismo tiempo, el místico Böhme transfiere a la palabra alemana algo del término latino qualitas (calidad). Su Qual era, por oposición al dolor producido exteriormente, un principio activo, nacido del desarrollo espontáneo de la cosa, de la relación o de la personalidad sometida a su influjo y que, a su vez, provocaba este desarrollo.,...si no es como expresión de la capacidad de nuestro espíritu para añadir sin fin. Como sólo lo material es perceptible, susceptible de ser sabido, nada se sabe de la existencia de Dios. Sólo mi propia existencia es segura. Toda pasión humana es movimiento mecánico que termina o empieza. Los objetos de los impulsos son el bien. El hombre se halla sujeto a las mismas leyes que la naturaleza.
El poder y la libertad son cosas idénticas.
«Hobbes sistematizó a Bacon, pero sin aportar nuevas pruebas en favor de su principio fundamental: el de que los conocimientos y las ideas tienen su origen en el mundo de los sentidos.
«Locke, en su obra "Essay on the Human understanding" [Ensayo sobre el entendimiento humano], fundamenta el principio de Bacony Hobbes. «Del mismo modo que Hobbes destruyó los prejuicios teísticos del materialismo baconiano, Collins, Dodwell, Coward, Hartley, Priestley, etc., derribaron la última barrera teológica del sensualismo de Locke. El deísmoviii[9] no es, por lo menos para los materialistas, más que un modo cómodo y fácil de deshacerse de la religión» -3[‡]-.
Así se expresaba Carlos Marx hablando de los orígenes británicos del materialismo moderno. Y si a los ingleses de hoy día no les hace mucha gracia este homenaje que Marx rinde a sus antepasados, lo sentimos por ellos. Pero es innegable, a pesar de todo, que Bacon, Hobbes y Locke fueron los padres de aquella brillante escuela de materialistas franceses que, pese a todas las derrotas que los alemanes y los ingleses infligieron por mar y por tierra a Francia, hicieron del siglo XVIII un siglo eminentemente francés; y esto, mucho antes de aquella revolución francesa que coronó el final del siglo y cuyos resultados todavía hoy nos estamos esforzando nosotros por aclimatar en Inglaterra y en Alemania. No puede negarse. Si a mediados del siglo un extranjero culto se instalaba en Inglaterra, lo que más le sorprendía era la beatería y la estupidez religiosa —así tenía que considerarla él— de la «respetable» clase media inglesa. Por aquel entonces, todos nosotros éramos materialistas, o, por lo menos, librepensadores muy avanzados, y nos parecía inconcebible que casi todos los hombres cultos de Inglaterra creyesen en una serie de milagros imposibles, y que hasta geólogos como Buckland y Mantell tergiversasen los hechos de su ciencia, para no dar demasiado en la cara a los mitos del Génesis; inconcebible que, para encontrar a gente que se atreviese a servirse de su inteligencia en materias religiosas, hubiese que ir a los sectores no ilustrados, a las «hordas de los que no se lavan», como en aquel entonces se decía, a los obreros, y principalmente a los socialistas owenianos.
Pero, de entonces acá, Inglaterra se ha «civilizado». La Exposición de 1851ix[10] fue el toque a muerte por el exclusivismo insular inglés. Inglaterra fue, poco a poco, internacionalizándose en cuanto a la comida y la bebida, en las costumbres y en las ideas, hasta el punto de que ya desearía yo que ciertas costumbres inglesas encontrasen en el continente una acogida tan general como la que han encontrado otros usos continentales en,...3[‡] K. Marx und F. Engels, "Die heilige Familie", Frankfurt am M., 1845, S. 201-204. (C. Marx y F. Engels. La Sagrada Familia, Francfort del Meno, 1845, págs. 201-204.) (N. de la Edit.). Inglaterra. Lo que puede asegurarse es que la difusión del aceite para ensalada (que antes de 1851 sólo conocía la aristocracia) fue acompañada de una fatal difusión del escepticismo continental en materias religiosas, habiéndose llegado hasta el extremo de que el agnosticismo, aunque no se considere todavía tan elegante como la Iglesia anglicana oficial, está no obstante, en lo que a la respetabilidad se refiere, casi a la misma altura que la secta baptista y ocupa, desde luego, un rango mucho más alto que el Ejército de Salvaciónx[11]. No puedo por menos de pensar que para muchos que deploran y maldicen con toda su alma estos progresos del descreimiento será un consuelo saber que estas ideas flamantes no son de origen extranjero, no circulan con la marca de «Made in Germany», fabricado en Alemania, como tantos otros artículos de uso diario, sino que tienen, por el contrario, un añejo y venerable origen inglés y que sus autores británicos de hace doscientos años iban bastante más allá que sus descendientes de hoy día.
En efecto, ¿qué es el agnosticismo si no un materialismo vergonzante? La concepción agnóstica de la naturaleza es enteramente materialista. Todo el mundo natural está regido por leyes y excluye en absoluto toda influencia exterior. Pero nosotros, añade cautamente el agnóstico, no estamos en condiciones de poder probar o refutar la existencia de un ser supremo fuera del mundo por nosotros conocido. Esta reserva podía tener su razón de ser en la época en que Laplace, como Napoleón le preguntase por qué en la Mécanique Céleste -4[§]- del gran astrónomo no se mencionaba siquiera al creador del mundo, contestó con estas palabras orgullosas: «Je n'avais pas besoin de cette hypothèse» -5[**]-. Pero hoy nuestra idea del universo en su desarrollo no deja el menor lugar ni para un creador ni para un regente del universo; y si quisiéramos admitir la existencia de un ser supremo puesto al margen de todo el mundo existente, incurriríamos en una contradicción lógica, y además, me parece, inferiríamos una ofensa inmerecida a los sentimientos de la gente religiosa.
Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos descansan en las comunicaciones que recibimos por medio de nuestros sentidos. Pero, ¿cómo sabemos —añade— si nuestros sentidos nos transmiten realmente una imagen exacta de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a continuación nos dice que cuando habla de las cosas o de sus propiedades, no se refiere, en realidad, a estas cosas ni a sus propiedades, acerca de las cuales no puede saber nada de cierto, sino solamente a las impresiones que dejan en sus sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que parece difícil rebatir por vía de simple argumentación. Pero los hombres, antes de argumentar, habían actuado.
Im Anfang war die That Y la acción humana había resuelto la dificultad mucho antes de que las cavilaciones humanas la inventasen. The proof of the pudding is in the eating -6[‡‡]-. Desde el momento en que aplicamos estas cosas, con arreglo a las cualidades que percibimos en ellas, a nuestro propio uso, sometemos las percepciones de nuestros sentidos,...4[§] P. Laplace, Traité de mécanique céleste ("Tratado de mecánica celeste») Vols. I—V, Paris, 1799-1825. (N. de la Edit).
-5[**]- «No tenía necesidad de recurrir a esta hipótesis». (N. de la Edit.),...-6[‡‡]- «El pudin se prueba comiéndolo». (N. de la Edit).,...a una prueba infalible en cuanto a su exactitud o falsedad.
Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería también nuestro juicio acerca de la posibilidad de emplear la cosa de que se trata, y nuestro intento de emplearla tendría que fracasar forzosamente. Pero si conseguimos el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea que nos formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla, tendremos la prueba positiva de que, dentro de estos límites, nuestras percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades coinciden con la realidad existente fuera de nosotros. En cambio, si nos encontramos con que hemos dado un golpe en falso, no tardamos generalmente mucho tiempo en descubrir las causas de nuestro error; llegamos a la conclusión de que la percepción en que se basaba nuestra acción era incompleta y superficial, o se hallaba enlazada con los resultados de otras percepciones de un modo no justificado por la realidad de las cosas; es decir, habíamos realizado lo que denominamos un razonamiento defectuoso. Mientras adiestremos y empleemos bien nuestros sentidos y ajustemos nuestro modo de proceder a los límites que trazan las observaciones bien hechas y bien utilizadas, veremos que los resultados de nuestros actos suministran la prueba de la conformidad de nuestras percepciones con la naturaleza objetiva de las cosas percibidas. Ni en un solo caso, según la experiencia que poseemos hasta hoy, nos hemos visto obligados a llegar a la conclusión de que las percepciones sensoriales científicamente controladas originan en nuestro cerebro ideas del mundo exterior que difieren por su naturaleza de la realidad, o de que entre el mundo exterior y las percepciones que nuestros sentidos nos transmiten de él media una incompatibilidad innata.
Pero, al llegar aquí, se presenta el agnóstico neokantiano y nos dice: Sí, podremos tal vez percibir exactamente las propiedades de una cosa, pero nunca aprehender la cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o discursivo. Esta «cosa en sí» cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento. A esto, ya hace mucho tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que conocemos todas las propiedades de una cosa, conocemos también la cosa misma; sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta el último residuo de la cosa en sí, la famosa e incognoscible Ding an sich de Kant. Hoy, sólo podemos añadir a eso que, en tiempos de Kant, el conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo bastante fragmentario para poder sospechar detrás de cada una de ellas una misteriosa «cosa en sí». Pero, de entonces acá, estas cosas inaprehensibles han sido aprehendidas, analizadas y, más todavía, reproducidas una tras otra por los gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde el momento en que podemos producir una cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible. Para la química de la primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran cosas misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de los elementos químicos y sin ayuda de procesos orgánicos. La química moderna nos dice que tan pronto como se conoce la constitución química de cualquier cuerpo, este cuerpo puede integrarse a partir de sus elementos. Hoy, estamos todavía lejos de conocer exactamente la constitución de las sustancias orgánicas superiores, los cuerpos albuminoides, pero no hay absolutamente ninguna razón para que no adquiramos, aunque sea dentro de varios siglos, este conocimiento y con ayuda de él podamos fabricar albúmina artificial.
Y cuando lo consigamos, habremos conseguido también producir la vida orgánica, pues la vida, desde sus formas más bajas hasta las más altas, no es más que la modalidad normal de existencia de los cuerpos albuminoides. Pero, después de hechas estas reservas formales, nuestro agnóstico habla y obra en un todo como el materialista empedernido, que en el fondo es. Podrá decir: a juzgar por lo que nosotros sabemos, la materia y el movimiento o, como ahora se dice, la energía, no pueden crearse ni destruirse, pero no tenemos pruebas de que ambas no hayan sido creadas en algún tiempo remoto y desconocido. Y, si intentáis volver contra él esta confesión en un caso dado, os llamará al orden a toda prisa y os mandará callar. Si in abstracto reconoce la posibilidad del espiritualismo, in concreto no quiere saber nada de él. Os dirá: por lo que sabemos y podemos saber, no existe creador ni regente del Universo; en lo que a nosotros respecta, la materia y la energía son tan increables como indestructibles; para nosotros, el pensamiento es una forma de la energía, una función del cerebro. Todo lo que nosotros sabemos nos lleva a la conclusión de que el mundo material se halla regido por leyes inmutables, etcétera, etcétera. Por tanto, en la medida en que es un hombre de ciencia, en la medida en que sabe algo, el agnóstico es materialista; fuera de los confines de su ciencia, en los campos que no domina, traduce su ignorancia al griego, y la llama agnosticismo.
En todo caso, lo que sí puede asegurarse es que, aunque yo fuese agnóstico, no podría dar a la concepción de la historia esbozada en este librito el nombre de «agnosticismo histórico». Las gentes de sentimientos religiosos se reirían de mí, los agnósticos me preguntarían, indignados, si quería burlarme de ellos. Así pues, confío en que la «respetabilidad» británica, que en alemán se llama filisteísmo, no se enfadará demasiado porque emplee en inglés, como en tantos otros idiomas, el nombre de «materialismo histórico» para designar esa concepción de los derroteros de la historia universal que ve la causa final y la fuerza propulsora decisiva de todos los acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la sociedad, en las transformaciones del modo de producción y de cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en las luchas de estas clases entre sí. Se me guardará, tal vez, esta consideración, sobre todo si demuestro que el materialismo histórico puede incluso ser útil para la respetabilidad británica. Ya he aludido al hecho de que, hace cuarenta o cincuenta años, el extranjero culto que se instalaba a vivir en Inglaterra se veía desagradablemente sorprendido por lo que necesariamente tenía que considerar como beatería y mojigatería de la respetable clase media inglesa. Ahora demostraré que la respetable clase media inglesa de aquel tiempo no era, sin embargo, tan estúpida como el extranjero inteligente se figuraba. Sus tendencias religiosas tenían su explicación.
Cuando Europa salió del medioevo, la clase media en ascenso de las ciudades era su elemento revolucionario. La posición reconocida, que se había conquistado dentro del régimen feudal de la Edad Media, era ya demasiado estrecha para su fuerza de expansión. El libre desarrollo de esta clase media, la burguesía, no era ya compatible con el sistema feudal; éste tenía forzosamente que derrumbarse. Pero el gran centro internacional del feudalismo era la Iglesia católica romana. Ella unía a toda Europa Occidental feudalizada, pese a todas sus guerras intestinas, en una gran unidad política, contrapuesta tanto al mundo cismático griego como al mundo mahometano. Rodeó a las instituciones feudales del halo de la consagración divina. También ella había levantado su jerarquía según el modelo feudal, y era, en fin de cuentas, el mayor de todos
los señores feudales, pues poseía, por lo menos, la tercera parte de toda la propiedad territorial del mundo católico. Antes de poder dar en cada país y en diversos terrenos la batalla al feudalismo secular había que destruir esta organización central sagrada.
Paso a paso, con el auge de la burguesía, iba produciéndose el gran resurgimiento de la ciencia. Volvían a cultivarse la astronomía, la mecánica, la física, la anatomía, la fisiología. La burguesía necesitaba, para el desarrollo de su producción industrial, una ciencia que investigase las propiedades de los cuerpos físicos y el funcionamiento de las fuerzas naturales. Pero, hasta entonces la ciencia no había sido más que la servidora humilde de la Iglesia, a la que no se le consentía traspasar las fronteras establecidas por la fe; en una palabra, había sido cualquier cosa menos una ciencia. Ahora, la ciencia se rebelaba contra la Iglesia; la burguesía necesitaba a la ciencia y se lanzó con ella a la rebelión.
Aquí no he tocado más que dos de los puntos en que la burguesía en ascenso tenía necesariamente que chocar con la religión establecida; pero esto bastará para probar: primero, que la clase más directamente interesada en la lucha contra el poder de la Iglesia católica era precisamente la burguesía y, segundo, que por aquel entonces toda lucha contra el feudalismo tenía que vestirse con un ropaje religioso y dirigirse en primera instancia contra la Iglesia. Pero el grito de guerra lanzado por las universidades y los hombres de negocios de las ciudades, tenía inevitablemente que encontrar, como en efecto encontró, una fuerte resonancia entre las masas del campo, entre los campesinos, que en todas partes estaban empeñados en una dura lucha contra sus señores feudales eclesiásticos y seculares, lucha en la que se ventilaba su existencia.
La gran campaña de la burguesía europea contra el feudalismo culminó en tres grandes batallas decisivas. La primera fue la que llamamos la Reforma protestante alemana. Al grito de rebelión de Lutero contra la Iglesia, respondieron dos insurrecciones políticas; primero, la de la nobleza baja, acaudillada por Franz von Sickingen, en 1523, y luego la gran guerra campesina, en 1525. Ambas fueron aplastadas, a causa, principalmente, de la falta de decisión del partido más interesado en la lucha: la burguesía de las ciudades: falta de decisión cuyas causas no podemos investigar aquí. Desde este instante, la lucha degeneró en una reyerta entre los príncipes locales y el poder central del emperador, trayendo como consecuencia el borrar a Alemania por doscientos años del concierto de las naciones políticamente activas de Europa. Cierto es que la Reforma luterana condujo a una nueva religión; aquella precisamente que necesitaba la monarquía absoluta. Apenas abrazaron el luteranismo, los campesinos del noreste de Alemania se vieron degradados de hombres libres a siervos de la gleba.
Pero, donde Lutero falló, triunfó Calvino. El dogma calvinista cuadraba a los más intrépidos burgueses de la época. Su doctrina de la predestinación era la expresión religiosa del hecho de que en el mundo comercial, en el mundo de la competencia, el éxito o la bancarrota no depende de la actividad o de la aptitud del individuo, sino de circunstancias independientes de él. «Así que no es del que quiere ni del que corre, sino de la misericordia» de fuerzas económicas superiores, pero desconocidas. Y esto era más verdad que nunca en una época de revolución económica, en que todos los viejos centros y caminos comerciales eran desplazados por otros nuevos, en que se abría al mundo América y la India y en que vacilaban y se venían abajo hasta los artículos económicos de fe más sagrados: los valores del oro y de la plata. Además, el régimen de la Iglesia calvinista era absolutamente democrático y republicano: ¿cómo podían los reinos de este mundo seguir siendo súbditos de los reyes, de los obispos y de los señores feudales donde el reino de Dios se había republicanizado? Si el luteranismo alemán se convirtió en un instrumento sumiso en manos de los pequeños príncipes alemanes, el calvinismo fundó una república en Holanda y fuertes partidos republicanos en Inglaterra y, sobre todo, en Escocia.
En el calvinismo encontró acabada su teoría de lucha la segunda gran insurrección de la burguesía. Esta insurrección se produjo en Inglaterra. La puso en marcha la burguesía de las ciudades, pero fueron los campesinos medios (la yeomanry) de los distritos rurales los que arrancaron el triunfo. Cosa singular: en las tres grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran las tropas de combate, y ellos también, precisamente, la clase, que, después de alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias económicas de este triunfo. Cien años después de Cromwell, la yeomanry de Inglaterra casi había desaparecido. En todo caso, sin la intervención de esta yeomanry y del elemento plebeyo de las ciudades, la burguesía nunca hubiera podido conducir la lucha hasta su final victorioso ni llevado al cadalso a Carlos I. Para que la burguesía se embolsase aunque sólo fueran los frutos del triunfo que estaban bien maduros, fue necesario llevar la revolución bastante más allá de su meta: exactamente como habría de ocurrir en Francia en 1793 y en Alemania en 1848. Parece ser ésta, en efecto, una de las leyes que presiden el desarrollo de la sociedad burguesa.
Después de este exceso de actividad revolucionaria, siguió la inevitable reacción que, a su vez, rebasó también el punto en que debía haberse mantenido. Tras una serie de vacilaciones, consiguió fijarse, por fin, el nuevo centro de gravedad, que se convirtió, a su vez, en nuevo punto de arranque. El período grandioso de la historia inglesa, al que los filisteos dan el nombre de «la gran rebelión», y las luchas que le siguieron, alcanzan su remate en el episodio relativamente insignificante de 1689, que los historiadores liberales señalan con el nombre de la «gloriosa revolución» -xi[12]-.
El nuevo punto de partida fue una transacción entre la burguesía en ascenso y los antiguos grandes terratenientes feudales. Estos, aunque entonces como hoy se les conociese por el nombre de aristocracia estaban ya desde hacía largo tiempo en vías de convertirse en lo que Luis Felipe había de ser mucho después en Francia: en los primeros burgueses de la nación. Para suerte de Inglaterra, los antiguos barones feudales se habían destrozado unos a otros en las guerras de las Dos Rosas -xii[13]-. Sus sucesores, aunque descendientes en su mayoría de las mismas antiguas familias, procedían ya de líneas colaterales tan alejadas, que formaban una corporación completamente nueva; sus costumbres y tendencias tenían mucho más de burguesas que de feudales; conocían perfectamente el valor del dinero, y se aplicaron en seguida a aumentar las rentas de sus tierras, arrojando de ellas a cientos de pequeños arrendatarios y sustituyéndolos por rebaños de ovejas. Enrique VIII creó una masa de nuevos landlords burgueses, regalando y dilapidando los bienes de la Iglesia; y a idénticos resultados condujeron las confiscaciones de grandes propiedades territoriales, que se prosiguieron sin interrupción hasta fines del siglo XVII, para entregarlas luego a individuos semi o enteramente advenedizos. De aquí que la «aristocracia» inglesa, desde
Enrique VII, lejos de oponerse al desarrollo de la producción industrial procurase sacar indirectamente provecho de ella. Además, una parte de los grandes terratenientes se mostró dispuesta en todo momento, por móviles económicos o políticos a colaborar con los caudillos de la burguesía industrial y financiera. La transacción de 1689 no fue, pues, difícil de conseguir. Los trofeos políticos —los cargos, las sinecuras, los grandes sueldos— les fueron respetados a las familias de la aristocracia rural, a condición de que defendiesen cumplidamente los intereses económicos de la clase media financiera, industrial y mercantil. Y estos intereses económicos eran ya, por aquel entonces, bastante poderosos; eran ellos los que trazaban en último término los rumbos de la política nacional. Podría haber rencillas acerca de los detalles, pero la oligarquía aristocrática sabía demasiado bien cuán inseparablemente unida se hallaba su propia prosperidad económica a la de la burguesía industrial y comercial.
A partir de este momento, la burguesía se convirtió en parte integrante, modesta pero reconocida, de las clases dominantes de Inglaterra. Compartía con todas ellas el interés de mantener sojuzgada a la gran masa trabajadora del pueblo. El comerciante o fabricante mismo ocupaba, frente a su dependiente, a sus obreros o a sus criados, la posición del amo, o la posición de su «superior natural», como se decía hasta hace muy poco en Inglaterra. Tenía que estrujarles la mayor cantidad y la mejor calidad de trabajo posible; para conseguirlo, había de educarlos en una conveniente sumisión. Personalmente, era un hombre religioso; su religión le había suministrado la bandera bajo la cual combatió al rey y a los señores; muy pronto, había descubierto también los recursos que esta religión le ofrecía para trabajar los espíritus de sus inferiores naturales y hacerlos sumisos a las órdenes de los amos, que los designios inescrutables de Dios les habían puesto. En una palabra, el burgués inglés participaba ahora en la empresa de sojuzgar a los «estamentos inferiores», a la gran masa productora de la nación, y uno de los medios que se empleaba para ello era la influencia de la religión.
Pero a esto venía a añadirse una nueva circunstancia, que reforzaba las inclinaciones religiosas de la burguesía: la aparición del materialismo en Inglaterra. Esta nueva doctrina no sólo hería los píos sentimientos de la clase media, sino que, además, se anunciaba como una filosofía destinada solamente a los sabios y hombres cultos del gran mundo; al contrario de la religión, buena para la gran masa no ilustrada, incluyendo a la burguesía. Con Hobbes, esta doctrina pisó la escena como defensora de las prerrogativas y de la omnipotencia reales e invitó a la monarquía absoluta a atar corto a aquel puer robustus sed mailitiosus -7[§§]- que era el pueblo. También en los continuadores de Hobbes, en Bolingbroke, en Shaftesbury, etc., la nueva forma deística del materialismo seguía siendo una doctrina aristocrática, esotérica8[***] y odiada, por tanto, de la burguesía, no sólo por ser una herejía religiosa, sino también por sus conexiones políticas antiburguesas. Por eso, frente al materialismo y al deísmo de la aristocracia, las sectas protestantes, que habían suministrado la bandera y los hombres para luchar contra los Estuardos, eran precisamente,...-7[§§]- Muchacho robusto, pero malicioso. (N. de la Edit.),...-8[***]- Oculta, sólo destinada a los iniciados. (N. de la Edit.),...las que daban el contingente principal de las fuerzas de la clase media progresiva y las que todavía hoy forman la médula del «gran partido liberal».
Entretanto, el materialismo pasó de Inglaterra a Francia donde se encontró con una segunda escuela materialista de filósofos, que habían surgido del cartesianismo -xiii[14-], y con la que se refundió. También en Francia seguía siendo al principio una doctrina exclusivamente aristocrática. Pero su carácter revolucionario no tardó en revelarse. Los materialistas franceses no limitaban su crítica simplemente a las materias religiosas, sino que la hacían extensiva a todas las tradiciones científicas y a todas las instituciones políticas de su tiempo; para demostrar la posibilidad de aplicación universal de su teoría, siguieron el camino más corto: la aplicaron audazmente a todos los objetos del saber en la "Encyclopédie", la obra gigantesca que les valió el nombre de «enciclopedistas». De este modo, el materialismo, bajo una u otra forma —como materialismo declarado o como deísmo—, se convirtió en el credo de toda la juventud culta de Francia; hasta tal punto, que durante la Gran Revolución la teoría creada por los realistas ingleses sirvió de bandera teórica a los republicanos y terroristas franceses, y de ella salió el texto de la "Declaración de los Derechos del Hombre" -xiv[15]-.
La Gran Revolución francesa fue la tercera insurrección de la burguesía, pero la primera que se despojó totalmente del manto religioso, dando la batalla en el campo político abierto. Y fue también la primera que llevó realmente la batalla hasta la destrucción de uno de los dos combatientes, la aristocracia, y el triunfo completo del otro, la burguesía. En Inglaterra, la continuidad ininterrumpida de las instituciones prerrevolucionarias y postrrevolucionarias y la transacción sellada entre los grandes terratenientes y los capitalistas, encontraban su expresión en la continuidad de los precedentes judiciales, así como en la respetuosa conservación de las formas legales del feudalismo. En Francia la revolución rompió plenamente con las tradiciones del pasado, barrió los últimos vestigios del feudalismo y creó, con el Code civil -xv[16]-, una adaptación magistral a las relaciones capitalistas modernas del antiguo Derecho romano, de aquella expresión casi perfecta de las relaciones jurídicas derivadas de la fase económica que Marx llama la «producción de mercancías»; tan magistral, que este Código francés revolucionario sirve todavía hoy en todos los países —sin exceptuar a Inglaterra— de modelo para las reformas del derecho de propiedad. Pero, no por ello debemos perder de vista una cosa. Aunque el Derecho inglés continúa expresando las relaciones económicas de la sociedad capitalista en un lenguaje feudal bárbaro, que guarda con la cosa expresada la misma relación que la ortografía con la fonética inglesa —«vous écrivez Londres et vous prononcez Constantinople» -9[†††]-, decía un francés—, este Derecho inglés es el único que ha mantenido indemne a través de los siglos y que ha transplantado a Norteamérica y a las colonias la mejor parte de aquella libertad personal, aquella autonomía local y aquella salvaguardia contra toda injerencia, fuera de la de los tribunales; en una palabra, aquellas antiguas libertades germánicas que en el continente se habían perdido bajo el régimen de la monarquía absoluta y que hasta ahora no han vuelto a recobrarse íntegramente en ninguna parte. -9[†††]- Se escribe Londres y se pronuncia Constantinopla. (N. de la Edit.)
Pero volvamos a nuestro burgués británico. La revolución francesa le brindó una magnífica ocasión para arruinar, con ayuda de las monarquías continentales, el comercio marítimo francés, anexionarse las colonias francesas y reprimir las últimas pretensiones francesas de hacerle la competencia por mar. Fue ésta una de las razones de que la combatiese. La segunda razón era que los métodos de esta revolución le hacían muy poca gracia. No ya su «execrable» terrorismo, sino también su intento de implantar el régimen burgués hasta en sus últimas consecuencias. ¿Qué iba a hacer en el mundo el burgués británico sin su aristocracia, que le imbuía maneras (¡y qué maneras!) e inventaba para él modas, que le suministraba la oficialidad para el ejército, salvaguardia del orden dentro del país, y para la marina, conquistadora de nuevos dominios coloniales y de nuevos mercados en el exterior? Cierto es que también había dentro de la burguesía una minoría progresiva, formada por gentes cuyos intereses no habían salido tan bien parados en la transacción, esta minoría, integrada por la clase media de posición más modesta, simpatizaba con la revolución, pero era impotente en el parlamento.
Por tanto, cuanto más se convertía el materialismo en el credo de la revolución francesa, tanto más se aferraba el piadoso burgués británico a su religión. ¿Acaso la época del terror en París no había demostrado lo que ocurre, cuando el pueblo pierde la religión? Conforme se extendía el materialismo de Francia a los países vecinos y recibía el refuerzo de otras corrientes teóricas afines, principalmente el de la filosofía alemana; conforme en el continente ser materialista y librepensador era, en realidad, una cualidad indispensable para ser persona culta, más tenazmente se afirmaba la clase media inglesa en sus diversas confesiones religiosas. Por mucho que variasen las unas de las otras, todas eran confesiones decididamente religiosas, cristianas.
Mientras que la revolución aseguraba el triunfo político de la burguesía en Francia, en Inglaterra Watt, Arkwright, Cartwright y otros iniciaron iniciaron una revolución industrial, que desplazó completamente el centro de gravedad del poder económico. Ahora, la burguesía enriquecíase mucho más aprisa que la aristocracia terrateniente. Y, dentro de la burguesía misma, la aristocracia financiera, los banqueros, etc., iban pasando cada vez más a segundo plano ante los fabricantes. La transacción de 1689, aun con las enmiendas que habían ido introduciéndose poco a poco a favor de la burguesía, ya no correspondía a la posición recíproca de las dos partes interesadas. Había cambiado también el carácter de éstas: la burguesía de 1830 difería mucho de la del siglo anterior. El poder político que aún conservaba la aristocracia y que se ponía en acción contra las pretensiones de la nueva burguesía industrial, hízose incompatible con los nuevos intereses económicos. Planteábase la necesidad de renovar la lucha contra la aristocracia; y esta lucha sólo podía terminar con el triunfo del nuevo poder económico. Bajo el impulso de la revolución francesa de 1830, se impuso en primer término, pese a todas las resistencias, la ley de reforma electoral -xvi[17]-. Esto dio a la burguesía una posición fuerte y reconocida en el parlamento. Luego, vino la derogación de las leyes cerealistas -xvii[18]-, que instauró de una vez para siempre el predominio de la burguesía, y sobre todo de su parte más activa, los fabricantes, sobre la aristocracia de la tierra. Fue éste el mayor triunfo de la burguesía, pero fue también el último conseguido en su propio y exclusivo interés. Todos sus triunfos posteriores hubo de compartirlos con un nuevo poder social, aliado suyo en un principio, pero luego rival de ella.
La revolución industrial había creado una clase de grandes fabricantes capitalistas, pero había creado también otra, mucho más numerosa, de obreros fabriles. Esta clase crecía constantemente en número, a medida que la revolución industrial se iba adueñando de una rama industrial tras otra. Y con su número, crecía también su fuerza, que se demostró ya en 1824, cuando obligó al parlamento a derogar a regañadientes las leyes contra la libertad de coalición -xviii[19]-. Durante la campaña de agitación por la reforma electoral, los obreros formaban el ala radical del partido de la reforma; y cuando la ley de 1832 los privó del derecho de sufragio, sintetizaron sus reivindicaciones en la Carta del Pueblo (People's Charter) -xix[20]- y se constituyeron, en oposición al gran partido burgués que combatía las leyes cerealistas -xx[21]-, en un partido independiente, el partido cartista, que fue el primer partido obrero de nuestro tiempo.
A continuación, vinieron las revoluciones continentales de febrero y marzo de 1848, en las que los obreros desempeñaron un papel tan importante y en las que plantearon, por lo menos en París, reivindicaciones que eran resueltamente inadmisibles, desde el punto de vista de la sociedad capitalista. Y luego sobrevino la reacción general. Primero, la derrota de los cartistas del 10 de abril de 1848 -xxi[22]-; después, el aplastamiento de la insurrección obrera de París, en junio del mismo año; más tarde, los descalabros de 1849 en Italia, Hungría y el Sur de Alemania; y por último, el triunfo de Luis Bonaparte sobre París, el 2 de diciembre de 1851 -xxii[23]-. Con esto, habíase conseguido ahuyentar, por lo menos durante algún tiempo, el espantajo de las reivindicaciones obreras, pero ¡a qué costa! Por tanto, si el burgués británico estaba ya antes convencido de la necesidad de mantener en el pueblo vil el espíritu religioso, ¡con cuánta mayor razón tenía que sentir esa necesidad, después de todas estas experiencias! Por eso, sin hacer el menor caso de las risotadas de burla de sus colegas continentales, continuaba año tras año gastando miles y decenas de miles en la evangelización de los estamentos inferiores. No contento con su propia maquinaria religiosa, se dirigió al Hermano Jonathan -xxiii[24]- Revivalismo: corriente de la Iglesia protestante surgida en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVIII y propagada en Norteamérica; sus adeptos se valían de las prédicas religiosas y la organización de nuevas comunidades de creyentes para consolidar y ampliar la influencia de la religión cristiana., el más grande organizador de negocios religiosos por aquel entonces, e importó de los Estados Unidos el revivalismo, a Moody y Sankey, etc.; y, por último, aceptó incluso hasta la ayuda peligrosa del Ejército de Salvación, que viene a restaurar los recursos de propaganda del cristianismo primitivo, que se dirige a los pobres como a los elegidos, combatiendo al capitalismo a su manera religiosa y atizando así un elemento de lucha de clases del cristianismo primitivo, que un buen día puede llegar a ser molesto para las gentes ricas que hoy suministran de su bolsillo el dinero para esta propaganda.
Parece ser una ley del desarrollo histórico el que la burguesía no pueda detentar en ningún país de Europa el poder político —al menos, durante largo tiempo—, de la misma manera exclusiva con que pudo hacerlo la aristocracia feudal durante la Edad Media. Hasta en Francia, donde se extirpó tan de raíz el feudalismo, la burguesía, como clase global, sólo ejerce todo el poder durante breves períodos de tiempo. Bajo Luis Felipe (1830-1848), sólo gobernaba una pequeña parte de la burguesía, pues otra parte mucho más considerable quedaba excluida del sufragio por el elevado censo de fortuna que se exigía para poder votar. Bajo la segunda República (1848-1851), gobernó toda la burguesía, pero sólo durante tres años; su incapacidad abrió el camino al Segundo Imperio. Sólo ahora, bajo la tercera,...República -xxiv[25]-,...vemos a la burguesía en bloque empuñar el timón por espacio de veinte años, pero en eso revela ya gratos síntomas de decadencia. Hasta ahora, una dominación de la burguesía mantenida durante largos años sólo ha sido posible en países como Norteamérica, que nunca conocieron el feudalismo y donde la sociedad se ha construido desde el primer momento sobre una base burguesa. Pero hasta en Francia y en Norteamérica llaman ya a la puerta con recios golpes los sucesores de la burguesía: los obreros.
En Inglaterra, la burguesía no ha ejercido jamás el poder indiviso. Hasta el triunfo de 1832 dejó a la aristocracia en el disfrute casi exclusivo de todos los altos cargos públicos. Yo no acertaba a explicarme la sumisión con que la clase media rica se resignaba a tolerar esto, hasta que un día el gran fabricante liberal Mr. W. A. Forster, en un discurso, suplicó a los jóvenes de Bradford que aprendiesen francés si querían hacer carrera, contando a este propósito el triste papel que había hecho él cuando, siendo ministro, se vio metido de pronto en una sociedad en que el francés era, por lo menos, tan necesario como el inglés. En efecto, los burgueses ingleses de aquel entonces eran, quien más quien menos, unos nuevos ricos sin cultura, que tenían que ceder a la aristocracia, quisieran o no, todos aquellos altos puestos del gobierno que exigían otras dotes que la limitación y la fatuidad insulares, salpimentadas por la astucia para los negocios -10[‡‡‡]-.
Todavía hoy los debates inacabables de la prensa sobre la middle-class-education -11[§§§]- revelan que la clase media inglesa no se considera aún bastante buena para recibir la mejor educación y busca algo más modesto. Por eso, aun después de la derogación de las leyes cerealistas, se consideró como algo muy natural que los que habían arrancado el triunfo, los Cobden, los Bright, los Forster, etcétera, quedasen privados de toda participación en el gobierno oficial, hasta que,...
10[‡‡‡],...Y hasta en materia de negocios la fatuidad del chovinismo nacional es un mal consejo. Hasta hace muy poco, el fabricante inglés corriente consideraba denigrante para un inglés hablar otro idioma que no fuese el suyo propio y le enorgullecía en cierto modo que esos «pobres diablos» de los extranjeros se instalasen a vivir en Inglaterra, descargándole con ello del trabajo de vender sus productos en el extranjero. No advertía siquiera que estos extranjeros, alemanes en su mayor parte, se adueñaban de este modo de una gran parte del comercio exterior de Inglaterra —tanto del de importación como del de exportación— y que el comercio directo de los ingleses con el extranjero iba circunscribiéndose casi exclusivamente a las colonias, a China, a los Estados Unidos y a Sudamérica. Y tampoco advertía que estos alemanes comerciaban con otros alemanes del extranjero, que con el tiempo iban organizando una red completa de colonias comerciales por todo el mundo. Y cuando, hace unos cuarenta años, Alemania empezó seriamente a fabricar para la exportación, encontró en estas colonias comerciales alemanas un instrumento que le prestó maravillosos servicios en la empresa de transformarse, en tan poco tiempo, de un país exportador de cereales en un país industrial de primer orden. Por fin, hace unos diez años, los fabricantes ingleses empezaron a inquietarse y a preguntar a sus embajadores y cónsules cómo era que ya no podían retener a todos sus clientes. La respuesta unánime fue ésta: 1º porque no os molestáis en aprender la lengua de vuestros clientes y exigís que ellos aprendan la vuestra, y 2º porque no intentáis siquiera satisfacer las necesidades, las costumbres y los gustos de vuestros clientes, sino que queréis que se atengan a los vuestros, a los de Inglaterra. [ nota de F. Engels]. -11[§§§]- Educación de la clase media (N. de la Edit.)
,...por último, veinte años después, una nueva ley de Reformaxxv[26] les abrió las puertas del ministerio. Hasta hoy día está la burguesía inglesa tan profundamente penetrada de un sentimiento de inferioridad social, que sostiene a costa suya y del pueblo una casta decorativa de zánganos que tienen por oficio representar dignamente a la nación en todos los actos solemnes y se considera honradísima cuando se encuentra a un burgués cualquiera reconocido como digno de ingresar en esta corporación selecta y privilegiada, que al fin y al cabo ha sido fabricada por la misma burguesía.
Así pues, la clase media industrial y comercial no había conseguido aún arrojar por completo del poder político a la aristocracia terrateniente, cuando se presentó en escena el nuevo rival: la clase obrera. La reacción que se produjo después del movimiento cartista y las revoluciones continentales, unida a la expansión sin precedentes de la industria inglesa desde 1848 a 1866 (expansión que suele atribuirse sólo al librecambio, pero que se debió en mucha mayor parte a la extensión gigantesca de los ferrocarriles, los transatlánticos y los medios de comunicación en general) volvió a poner a los obreros bajo la dependencia de los liberales, cuya ala radical formaban, como en los tiempos anteriores al cartismo. Pero, poco a poco, las exigencias obreras en cuanto al sufragio universal fueron haciéndose irresistibles. Mientras los «whigs», los caudillos de los liberales, temblaban de miedo, Disraeli demostraba su superioridad; supo aprovechar el momento propicio para los «tories» introduciendo en los distritos electorales urbanos el régimen electoral del household suffrage -12[****]- y, en relación con éste, una nueva distribución de los distritos electorales.
A esto, siguió poco después el ballot -13[††††]-, luego, en 1884, el household suffrage hízose extensivo a todos los distritos, incluso a los de condado, y se introdujo una nueva distribución de las circunscripciones electorales, que las nivelaba hasta cierto punto. Todas estas reformas aumentaron de tal modo la fuerza de la clase obrera en las elecciones, que ésta representaba ya a la mayoría de los electores en 150 a 200 distritos. ¡Pero no hay mejor escuela de respeto a la tradición que el sistema parlamentario! Si la clase media mira con devoción y veneración al grupo que lord John Manners llama bromeando «nuestra vieja nobleza», la masa de los obreros miraba en aquel tiempo con respeto y acatamiento a la que entonces se llamaba «la clase mejor», la burguesía. En realidad, el obrero británico de hace quince años era ese obrero modelo cuya consideración respetuosa por la posición de su patrono y cuya timidez y humildad al plantear sus propias reivindicaciones ponían un poco de bálsamo en las heridas que a nuestros socialistas alemanes de cátedra -xxvi[27]- les inferían las incorregibles tendencias comunistas y revolucionarias de los obreros de su país.
Sin embargo, los burgueses ingleses, como buenos hombres de negocios, veían más allá que los profesores alemanes. Sólo de mala gana habían compartido el poder con los obreros. Durante el período cartista, habían tenido ocasión de aprender de lo que era capaz,...
12[****] El household suffrage establecía el derecho de voto para todo el que viviese en casa independiente. (N. de la Edit.). -13[††††]- Votación secreta. (N. de la Edit.)
,...el pueblo, ese puer robustus sed malitiosus. Desde entonces, habían tenido que aceptar y ver convertida en ley nacional la mayor parte de la Carta del Pueblo. Ahora más que nunca, era importante tener al pueblo a raya mediante recursos morales; y el recurso moral primero y más importante con que se podía influenciar a las masas seguía siendo la religión. De aquí la mayoría de puestos otorgados a curas en los organismos escolares y de aquí que la burguesía se imponga a sí misma cada vez más tributos para sostener toda clase de revivalismos, desde el ritualismo -xxvii[28]- hasta el Ejército de Salvación.
Y entonces llegó el triunfo del respetable filisteísmo británico sobre la libertad de pensamiento y la indiferencia en materias religiosas del burgués continental. Los obreros de Francia y Alemania se volvieron rebeldes. Estaban totalmente contaminados de socialismo, y además, por razones muy fuertes, no se preocupaban gran cosa de la legalidad de los medios empleados para conquistar el poder. Aquí, el puer robustus se había vuelto realmente cada día más malitiosus. Y al burgués francés y alemán no le quedaba más recurso que renunciar tácitamente a seguir siendo librepensador, como esos guapos mozos que cuando se ven acometidos irremediablemente por el mareo, dejan caer el cigarro humeante con que fantocheaban a bordo. Los burlones fueron adoptando uno tras otro, exteriormente, una actitud devota y empezaron a hablar con respeto de la Iglesia, de sus dogmas y ritos, llegando incluso, cuando no había más remedio, a compartir estos últimos. Los burgueses franceses se negaban a comer carne los viernes y los burgueses alemanes se aguantaban, sudando en sus reclinatorios, interminables sermones protestantes. Habían llegado con su materialismo a una situación embarazosa. Die Religion muss dem Volk erhalten werden («¡Hay que conservar la religión para el pueblo!»); era el último y único recurso para salvar a la sociedad de su ruina total. Para desgracia suya, no se dieron cuenta de esto hasta que habían hecho todo lo humanamente posible para derrumbar para siempre la religión. Había llegado, pues, el momento en que el burgués británico podía reírse, a su vez, de ellos y gritarles: «¡Ah, necios, eso ya podía habérselo dicho yo hace doscientos años!»
Sin embargo, me temo mucho que ni la estupidez religiosa del burgués británico ni la conversión post festum -14[‡‡‡‡]- del burgués continental, consigan poner un dique a la creciente marea proletaria. La tradición es una gran fuerza de freno; es la vis inertiae -15[§§§§]- de la historia. Pero es una fuerza meramente pasiva; por eso tiene necesariamente que sucumbir. De aquí que tampoco la religión pueda servir a la larga de muralla protectora de la sociedad capitalista. Si nuestras ideas jurídicas, filosóficas y religiosas no son más que los brotes más próximos o más remotos de las condiciones económicas imperantes en una sociedad dada, a la larga estas ideas no pueden mantenerse cuando han cambiado completamente aquellas condiciones. Una de dos: o creemos en una revelación sobrenatural, o tenemos que reconocer que no hay dogma religioso capaz de apuntalar una sociedad que se derrumba. -14[‡‡‡‡]- Después de la fiesta, o sea, retardada. (N. de la Edit.)
Y la verdad es que también en Inglaterra comienzan otra vez los obreros a moverse. Indudablemente, el obrero inglés está atado por una serie de tradiciones. Tradiciones burguesas, como la tan extendida creencia de que no pueden existir más que dos partidos, el conservador y el liberal, y de que la clase obrera tiene que valerse del gran partido liberal para laborar por su emancipación. Y tradiciones obreras, heredadas de los tiempos de sus primeros tanteos de actuación independiente, como la eliminación, en numerosas y antiguas tradeuniones, de todos aquellos obreros que no han tenido un determinado tiempo reglamentario de aprendizaje; lo que significa, en rigor, que cada una de estas uniones se crea sus propios esquiroles. Pero, a pesar de todo esto y mucho más, la clase obrera inglesa avanza, como el mismo profesor Brentano se ha visto obligado a comunicar, con harto dolor, a sus hermanos, los socialistas de cátedra. Avanza, como todo en Inglaterra, con paso lento y mesurado, vacilante aquí, y allí mediante tanteos, a veces estériles; avanza a trechos, con una desconfianza excesivamente prudente hacia el nombre de Socialismo, pero asimilándose poco a poco la esencia. Avanza, y su avance va comunicándose a una capa obrera tras otra. Ahora, ha sacudido el letargo de los obreros no calificados del East End de Londres, y todos nosotros ya hemos visto qué magnífico empuje han dado, a su vez, a la clase obrera estas nuevas fuerzas. Y si el ritmo del movimiento no es aconsonantado a la impaciencia de unos u otros, no deben olvidar que es precisamente la clase obrera la que mantiene vivos los mejores rasgos del carácter nacional inglés y que en Inglaterra, cuando se da un paso hacia adelante, ya no se pierde jamás. Si los hijos de los viejos cartistasno dieron de sí, por los motivos indicados, todo lo que de ellos se podía esperar, parece que los nietos van a ser dignos de sus abuelos.
Pero, el triunfo de la clase obrera europea no depende solamente de Inglaterra. Este triunfo sólo puede asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de Inglaterra, Francia y Alemania -xxviii[29]-. En estos dos últimos países, el movimiento obrero le lleva un buen trecho de delantera al de Inglaterra. En Alemania, se halla incluso a una distancia ya mesurable del triunfo. Los progresos obtenidos aquí desde hace veinticinco años, no tienen precedente. El movimiento obrero alemán avanza con velocidad acelerada. Y si la burguesía alemana ha dado pruebas de su carencia lamentable de capacidad política, de disciplina, de bravura, de energía y de perseverancia, la clase obrera de Alemania ha demostrado que posee en grado abundante todas estas cualidades. Hace ya casi cuatrocientos años que Alemania fue el punto de arranque del primer gran alzamiento de la clase media de Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es descabellado pensar que Alemania vaya a ser también el escenario del primer gran triunfo del proletariado europeo?
20 de abril de 1892. (F. Engels)
Publicado por primera vez en el libro: «Socialism Utopian and Scientific», London, 1892, y con algunas omisiones en la traducción alemana del autor en la revista "Die Neue Zeit", Bd. 1Nº1, 2, 1892-1893. Traducido del inglés. Se publica de acuerdo con el texto de la edición inglesa, cotejado con el de la revista.
Notas
16[*] En el estado de dimensión. (N. de la Edit.)
17[††] «En el principio era la acción». Goethe, Fausto, parte I, escena III. (N. de la Edit.)
xxix[30] El trabajo de Engels "Del socialismo utópico al socialismo científico" consta de tres capítulos del "Anti-Dühring" revisados por él con el fin especial de ofrecer a los obreros una exposición popular de la doctrina marxista como concepción íntegra.
i[2] En el "Congreso de Gotha", celebrado del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos corrientes del movimiento obrero alemán: el Partido Obrero Socialdemócrata (los eisenachianos), dirigido por A. Bebel y W. Liebknecht, y la lassalleana Asociación General de Obreros Alemanes. El partido unificado adoptó la denominación de Partido Obrero Socialista de Alemania. Así se logró superar la escisión en las filas de la clase obrera alemana. El proyecto de programa del partido unificado, propuesto al Congreso de Gotha, pese a la dura crítica que habían hecho Marx y Engels, fue aprobado en el Congreso con insignificantes modificaciones.
ii[3] Bimetalismo: sistema monetario, en el que las funciones de dinero las cumplen simultáneamente dos metales monetarios: el oro y la plata.
iii[4] "Vorwärts" («Adelante»): órgano central del Partido Obrero Socialista Alemán, se publicó en Leipzig desde el 1 de octubre de 1876 hasta el 27 de octubre de 1878. La obra de Engels "Anti-Dühring" se publicó en el periódico desde el 3 de enero de 1877 hasta el 7 de julio de 1878.
iv[5] En la presente edición no se inserta el trabajo de F. Engels "La Marca".
v[6] Engels se refiere a los trabajos de M. Kovalevski "Tableau des origines et de l'évolution de la famille et de la proprieté" («Ensayo acerca del origen de la familia y la propiedad») publicado en 1890 en Estocolmo, y "Pervobytnoye pravo" («Derecho primitivo») fascículo 1, "La Gens", Moscú, 1886.
vi[7] Nominalistas: representantes de una tendencia de la filosofía medieval que consideraba que los conceptos generales genéricos eran nombres, engendrados por el pensamiento y el lenguaje humanos y no valían más que para designar objetos sueltos, existentes en realidad. En oposición a los realistas medievales, los nominalistas negaban la existencia de conceptos como prototipos y fuentes creadoras de las cosas. De este modo reconocían el carácter primario de la realidad y secundario del concepto. En este sentido, el nominalismo era la primera expresión del materialismo en la Edad Media.
vii[8] Nomoiomerias: minúsculas partículas cualitativamente determinadas y divisibles infinitamente. Anaxágoras consideraba que las homoiomerias constituían la base inicial de todo lo existente y que sus combinaciones daban origen a la diversidad de las cosas.
viii[9] Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional impersonal del mundo, pero niega su intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.
ix[10] Se alude a la primera exposición comercial e industrial mundial que se celebró en Londres de mayo a octubre de 1851.
x[11] Ejército de Salvación: organización reaccionaria religioso-filantrópica fundada en 1865 en Inglaterra y reorganizada en 1880 adoptando el modelo militar (de ahí su denominación). Apoyada en medida considerable por la burguesía, esta organización fundó en muchos países una red de instituciones de beneficencia, con el fin de apartar a las masas trabajadoras de la lucha contra los explotadores.
xi[12] La historiografía burguesa inglesa llama «revolución gloriosa» al golpe de Estado de 1688 con el que se derrocó en Inglaterra la dinastía de los Estuardos y se instauró la monarquía constitucional (1689) encabezada por Guillermo de Orange y basada en el compromiso entre la aristocracia terrateniente y la gran burguesía.
xii[13] La guerra de las Dos Rosas (1455-1485): guerra entre dos familias feudales inglesas que luchaban por el trono: los York, en cuyo escudo figuraba una rosa blanca, y los Lancaster, que tenían en el escudo una rosa roja. Alrededor de los York se agrupaba una
parte de los grandes feudales del Sur (más desarrollado económicamente), los caballeros y los ciudadanos; los Lancaster eran apoyados por la aristocracia feudal de los condados del Norte. La guerra llevó casi al total exterminio de las antiguas familias feudales y concluyó al subir al trono la nueva dinastía de los Tudor que implantó el absolutismo en Inglaterra.
xiii[14] Filosofía cartesiana: doctrina de los seguidores del filósofo francés del siglo XVII Descartes (en latín Cartesius), que dedujeron conclusiones materialistas de su filosofía.
xiv[15] La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fue aprobada por la Asamblea Constituyente en 1789. Se proclamaban en ella los principios políticos del nuevo régimen burgués. La Declaración fue incluida en la Constitución francesa de 1791; sirvió de base a los jacobinos al redactar la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793, que figuró como prefacio a la primera Constitución republicana de Francia adoptada por la Convención Nacional en 1793.
xv[16] Aquí y en adelante, Engels no entiende por Código de Napoleón únicamente el Code civil (Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.
xvi[17] El proyecto de ley de la primera reforma electoral en Inglaterra fue llevado al Parlamento en marzo de 1831 y aprobado en junio de 1832. La reforma abrió las puertas al Parlamento sólo a los representantes de la burguesía industrial. El proletariado y la pequeña burguesía, que eran la fuerza principal en la lucha por la reforma, fueron engañados por la burguesía liberal y se quedaron, al igual que antes, sin derechos electorales.
xvii[18] El bill de abolición de las leyes cerealistas fue aprobado en junio de 1846. Las llamadas leyes cerealistas, aprobadas con vistas a restringir o prohibir la importación de trigo del extranjero, fueron promulgadas en Inglaterra en beneficio de los grandes terratenientes (landlords). La aprobación del bill de 1846 fue un triunfo de la burguesía industrial, que luchaba contra las leyes cerealistas bajo la consigna de libertad de comercio.
xviii[19] En 1824, el Parlamento inglés, presionado por el movimiento obrero de masas, tuvo que promulgar un acto aboliendo la prohibición de las uniones obreras (las tradeuniones).
xix[20] La Carta del Pueblo, que contenía las exigencias de los cartistas, fue publicaba el 8 de mayo de 1838 como proyecto de ley a ser presentado en el Parlamento; la integraban seis puntos; derecho electoral universal (para los varones desde los 21 años de edad), elecciones anuales al Parlamento, votación secreta, igualdad de las circunscripciones electorales, abolición del requisito de propiedad para los candidatos a diputado al Parlamento, remuneración de los diputados. Las tres peticiones de los cartistas con la exigencia de la aprobación de la Carta del Pueblo, entregadas al Parlamento, fueron rechazados por éste en 1839, 1842 y 1849.
xx[21] La Liga anticerealista: organización de la burguesía industrial inglesa, fundada en 1838 por los fabricantes Cobden y Bright, de Manchester. Al presentar la exigencia de la libertad completa de comercio, la Liga propugnaba la abolición de las leyes cerealistas con el fin de rebajar los salarios de los obreros y debilitar las posiciones económicas y políticas de la aristocracia terrateniente. Después de la abolición de las leyes cerealistas (1846), la Liga dejó de existir.
xxi[22] La manifestación de masas que los cartistas anunciaron para el 10 de abril de 1848 en Londres, con el fin de entregar al Parlamento la petición sobre la aprobación de la Carta popular, fracasó debido a la indecisión y las vacilaciones de sus organizadores. El fracaso de la manifestación fue utilizado por las fuerzas de la reacción para arreciar la ofensiva contra los obreros y las represalias contra los cartistas.
xxii[23] Trátase del golpe de Estado organizado por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, que dio comienzo al régimen bonapartista del Segundo Imperio.
xxiii[24] Hermano Jonathan: mote dado por los ingleses a los norteamericanos durante la guerra de las colonias norteamericanas de Inglaterra por la independencia (1775-1783).
xxiv[25] El Segundo Imperio de Napoleón III existió en Francia de 1852 a 1870, y la Tercera República, de 1870 a 1940.
xxv[26] En 1867, en Inglaterra, bajo la influencia del movimiento obrero de masas, se llevó a cabo la segunda reforma parlamentaria. El Consejo General de la I Internacional tomó parte activa en el movimiento que reivindicaba esta reforma. Como resultado de ella, el número de electores en Inglaterra aumentó en más del doble y cierta parte de obreros calificados conquistó el derecho a votar.
xxvi[27] Socialismo de cátedra: corriente de la ideología burguesa de los años 70-90 del siglo XIX. Sus representantes, ante todo profesores de universidades alemanas, predicaban desde sus cátedras el reformismo burgués, tratando de presentarlo como socialismo. Afirmaban (entre otros A. Wagner, H. Schmoller, L. Brentano y W. Sombart) que el Estado era una institución situada por encima de las clases, podía reconciliar las clases enemigas e implantar gradualmente el «socialismo» sin afectar los intereses de los capitalistas. Su programa se reducía a la organización de los seguros de los obreros contra enfermedades y accidentes y a la aplicación de ciertas medidas en la esfera de la legislación fabril. Los socialistas de cátedra estimaban que, habiendo sindicatos bien organizados, no había necesidad de lucha política, ni de partido político de la clase obrera. El socialismo de cátedra constituyó una de las fuentes ideológicas del revisionismo.
xxvii[28] Ritualismo: corriente surgida en la Iglesia anglicana en los años 30 del siglo XIX, sus adeptos llamaban a la restauración de los ritos católicos (de ahí la denominación) y de ciertos dogmas del catolicismo en la Iglesia anglicana.
xxviii[29] Esta conclusión de la posibilidad de la victoria de la revolución proletaria únicamente en el caso de ser simultánea en los países capitalistas avanzados y, por consiguiente, de la imposibilidad de la revolución en un solo país, era justa para el período del capitalismo premonopolista. En las nuevas condiciones históricas, en el período del capitalismo monopolista, Lenin, partiendo de la ley, descubierta por él, de la desigualdad del desarrollo económico y político del capitalismo en la época del imperialismo, llegó a una nueva conclusión, a la de la posibilidad de la victoria de la revolución socialista primero en unos cuantos o, incluso, en un solo país, y de la imposibilidad de la victoria simultánea de la revolución en todos los países o en la mayoría de ellos. Lenin formula por vez primera esta conclusión nueva en su artículo "La consigna de los Estados Unidos de Europa"
I
El socialismo moderno es, en primer término, por su contenido, fruto del reflejo en la inteligencia, por un lado, de los antagonismos de clase que imperan en la moderna sociedad entre poseedores y desposeídos, capitalistas y obreros asalariados, y, por otro lado, de la anarquía que reina en la producción. Pero, por su forma teórica, el socialismo empieza presentándose como una continuación, más desarrollada y más consecuente, de los principios proclamados por los grandes ilustradores franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo, aunque tuviese sus raíces en los hechos materiales económicos, hubo de empalmar, al nacer, con las ideas existentes.
Los grandes hombres que en Francia ilustraron las cabezas para la revolución que había de desencadenarse, adoptaron ya una actitud resueltamente revolucionaria. No reconocían autoridad exterior de ningún género. La religión, la concepción de la naturaleza, la sociedad, el orden estatal: todo lo sometían a la crítica más despiadada; cuanto existía había de justificar los títulos de su existencia ante el fuero de la razón o renunciar a seguir existiendo. A todo se aplicaba como rasero único la razón pensante. Era la época en que, según Hegel, «el mundo giraba sobre la cabeza» -xxix[*****]-, primero, en el sentido de que la cabeza humana y los principios establecidos por su especulación reclamaban el derecho a ser acatados como base de todos los actos humanos y de toda relación social, y luego también, en el sentido más amplio de que la realidad que no se ajustaba a estas conclusiones se veía subvertida de hecho desde los cimientos hasta el remate.
Todas las formas anteriores de sociedad y de Estado, todas las ideas tradicionales, fueron arrinconadas en el desván como irracionales; hasta allí, el mundo se había dejado gobernar por puros prejuicios; todo el pasado no merecía más que conmiseración y desprecio. Sólo ahora había apuntado la aurora, el reino de la razón; en adelante, la superstición, la injusticia, el privilegio y la opresión serían desplazados por la verdad eterna, por la eterna justicia, por la igualdad basada en la naturaleza y por los derechos inalienables del hombre. Hoy sabemos ya que ese reino de la razón no era más que el reino idealizado de la burguesía, que la justicia eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa; que la igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley; que como uno de los derechos más esenciales del hombre se proclamó la propiedad burguesa; y que el Estado de la razón, el «contrato social» de Rousseau pisó y solamente podía pisar el terreno de la realidad, convertido en república democrática burguesa. Los grandes pensadores del siglo XVIII, como todos sus predecesores, no podían romper las fronteras que su propia época les trazaba.
Pero, junto al antagonismo entre la nobleza feudal y la burguesía, que se erigía en representante de todo el resto de la sociedad, manteníase en pie el antagonismo general entre explotadores y explotados, entre ricos holgazanes y pobres que trabajaban. Y este hecho era precisamente el que permitía a los representantes de la burguesía arrogarse la representación, no de una clase determinada, sino de toda la humanidad doliente. Más aún. Desde el momento mismo en que nació, la burguesía llevaba en sus entrañas a su propia antítesis, pues los capitalistas no pueden existir sin obreros asalariados, y en la misma proporción en que los maestros de los gremios medievales se convertían en burgueses modernos, los oficiales y los jornaleros no agremiados transformábanse en proletarios. Y, si, en términos generales, la burguesía podía arrogarse el derecho a representar, en sus luchas contra la nobleza, además de sus intereses, los de las diferentes clases trabajadoras de la época, al lado de todo gran movimiento burgués que se desataba estallaban movimientos independientes de aquella clase que era el precedente más o menos desarrollado del proletariado moderno. Tal fue en la época de la Reforma y de las guerras campesinas en Alemania la tendencia de los anabaptistas -xxix[31]- y de Tomás Münzer; en la Gran Revolución inglesa, los «levellers» -xxix[32]-, y en la Gran Revolución francesa, Babeuf. Y estas sublevaciones revolucionarias de una clase incipiente son acompañadas, a la vez, por las correspondientes manifestaciones teóricas: en los siglos XVI y XVII aparecen las descripciones utópicas de un régimen ideal de la sociedad -xxix[33]-; en el siglo XVIII, teorías directamente comunistas ya, como las de Morelly y Mably. La reivindicación de la igualdad no se limitaba a los derechos políticos, sino que se extendía a las condiciones sociales de vida de cada individuo; ya no se trataba de abolir tan sólo los privilegios de clase, sino de destruir las propias diferencias de clase. Un comunismo ascético, a lo espartano, que prohibía todos los goces de la vida: tal fue la primera forma de manifestarse de la nueva doctrina. Más tarde, vinieron los tres grandes utopistas: Saint-Simon, en quien la tendencia burguesa sigue afirmándose todavía, hasta cierto punto, junto a la tendencia proletaria; Fourier y Owen, quien, en el país donde la producción capitalista estaba más desarrollada y bajo la impresión de los antagonismos engendrados por ella, expuso en forma sistemática una serie de medidas encaminadas a abolir las diferencias de clase, en relación directa con el materialismo francés.
Rasgo común a los tres es el no actuar como representantes de los intereses del proletariado, que entretanto había surgido como un producto de la propia historia. Al igual que los ilustradores franceses, no se proponen emancipar primeramente a una clase determinada, sino, de golpe, a toda la humanidad. Y lo mismo que ellos, pretenden instaurar el reino de la razón y de la justicia eterna. Pero entre su reino y el de los ilustradores franceses media un abismo. También el mundo burgués, instaurado según los principios de éstos, es irracional e injusto y merece, por tanto, ser arrinconado entre los trastos inservibles, ni más ni menos que el feudalismo y las formas sociales que le precedieron. Si hasta ahora la verdadera razón y la verdadera justicia no han gobernado el mundo, es, sencillamente, porque nadie ha sabido penetrar debidamente en ellas. Faltaba el hombre genial que ahora se alza ante la humanidad con la verdad, al fin, descubierta. El que ese hombre haya aparecido ahora, y no antes, el que la verdad haya sido, al fin, descubierta ahora y no antes, no es, según ellos, un acontecimiento inevitable, impuesto por la concatenación del desarrollo histórico, sino porque el puro azar lo quiere así. Hubiera podido aparecer quinientos años antes ahorrando con ello a la humanidad quinientos años de errores, de luchas y de sufrimientos.
Hemos visto cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, los precursores de la revolución, apelaban a la razón como único juez de todo lo existente. Se pretendía instaurar un Estado racional, una sociedad ajustada a la razón, y cuanto contradecía a la razón eterna debía ser desechado sin piedad. Y hemos visto también que, en realidad, esa razón eterna no era más que el sentido común idealizado del hombre del estado llano que, precisamente por aquel entonces, se estaba convirtiendo en burgués. Por eso cuando la revolución francesa puso en obra esta sociedad racional y este Estado racional, resultó que las nuevas instituciones, por más racionales que fuesen en comparación con las antiguas, distaban bastante de la razón absoluta. El Estado racional había quebrado completamente. El contrato social de Rousseau venía a tomar cuerpo en la época del terror -xxix[34]-, y la burguesía, perdida la fe en su propia habilidad política, fue a refugiarse, primero, en la corrupción del Directorio -xxix[35]- y, por último, bajo la égida del despotismo napoleónico. La prometida paz eterna se había trocado en una interminable guerra de conquistas. Tampoco corrió mejor suerte la sociedad de la razón. El antagonismo entre pobres y ricos, lejos de disolverse en el bienestar general, habíase agudizado al desaparecer los privilegios de los gremios y otros, que tendían un puente sobre él, y los establecimientos eclesiásticos de beneficencia, que lo atenuaban. La «libertad de la propiedad» de las trabas feudales, que ahora se convertía en realidad, resultaba ser, para el pequeño burgués y el pequeño campesino, la libertad de vender a esos mismos señores poderosos su pequeña propiedad, agobiada por la arrolladora competencia del gran capital y de la gran propiedad terrateniente; con lo que se convertía en la «libertad» del pequeño burgués y del pequeño campesino de toda propiedad. El auge de la industria sobre bases capitalistas convirtió la pobreza y la miseria de las masas trabajadoras en condición de vida de la sociedad. El pago al contado fue convirtiéndose, cada vez en mayor grado, según la expresión de Carlyle, en el único eslabón que enlazaba a la sociedad. La estadística criminal crecía de año en año. Los vicios feudales, que hasta entonces se exhibían impúdicamente a la luz del día, no desaparecieron, pero se recataron, por el momento, un poco al fondo de la escena; en cambio, florecían exuberantemente los vicios burgueses, ocultos hasta allí bajo la superficie. El comercio fue degenerando cada vez más en estafa. La «fraternidad» de la divisa revolucionaria -xxix[36]- tomó cuerpo en las deslealtades y en la envidia de la lucha de competencia. La opresión violenta cedió el puesto a la corrupción, y la espada, como principal palanca del poder social, fue sustituida por el dinero. El derecho de pernada pasó del señor feudal al fabricante burgués. La prostitución se desarrolló en proporciones hasta entonces inauditas. El matrimonio mismo siguió siendo lo que ya era: la forma reconocida por la ley, el manto oficial con que se cubría la prostitución, complementado además por una gran abundancia de adulterios. En una palabra, comparadas con las brillantes promesas de los ilustradores, las instituciones sociales y políticas instauradas por el «triunfo de la razón» resultaron ser unas tristes y decepcionantes caricaturas. Sólo faltaban los hombres que pusieron de relieve el desengaño y que surgieron en los primeros años del siglo XIX. En 1802, vieron la luz las "Cartas ginebrinas" de Saint-Simon; en 1808, publicó Fourier su primera obra, aunque las bases de su teoría databan ya de 1799; el 1 de enero de 1800, Roberto Owen se hizo cargo de la dirección de la empresa de New Lanark -xxix[37]-.
Sin embargo, por aquel entonces, el modo capitalista de producción, y con él el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, se habían desarrollado todavía muy poco. La gran industria, que en Inglaterra acababa de nacer, era todavía desconocida en Francia. Y sólo la gran industria desarrolla, de una parte, los conflictos que transforman en una necesidad imperiosa la subversión del modo de producción y la eliminación de su carácter capitalista -conflictos que estallan no sólo entre las clases engendradas por esa gran industria, sino también entre las fuerzas productivas y las formas de cambio por ella creadas- y, de otra parte, desarrolla también en estas gigantescas fuerzas productivas los medios para resolver estos conflictos. Si bien, hacia 1800, los conflictos que brotaban del nuevo orden social apenas empezaban a desarrollarse, estaban mucho menos desarrollados, naturalmente, los medios que habían de conducir a su solución. Si las masas desposeídas de París lograron adueñarse por un momento del poder durante el régimen del terror y con ello llevar al triunfo a la revolución burguesa, incluso en contra de la burguesía, fue sólo para demostrar hasta qué punto era imposible mantener por mucho tiempo este poder en las condiciones de la época. El proletariado, que apenas empezaba a destacarse en el seno de estas masas desposeídas, como tronco de una clase nueva, totalmente incapaz todavía para desarrollar una acción política propia, no representaba más que un estamento oprimido, agobiado por toda clase de sufrimientos, incapaz de valerse por sí mismo. La ayuda, en el mejor de los casos, tenía que venirle de fuera, de lo alto.
Esta situación histórica informa también las doctrinas de los fundadores del socialismo. Sus teorías incipientes no hacen más que reflejar el estado incipiente de la producción capitalista, la incipiente condición de clase. Se pretendía sacar de la cabeza la solución de los problemas sociales, latente todavía en las condiciones económicas poco desarrolladas de la época. La sociedad no encerraba más que males, que la razón pensante era la llamada a remediar. Tratábase por eso de descubrir un sistema nuevo y más perfecto de orden social, para implantarlo en la sociedad desde fuera, por medio de la propaganda, y a ser posible, con el ejemplo, mediante experimentos que sirviesen de modelo. Estos nuevos sistemas sociales nacían condenados a moverse en el reino de la utopía; cuanto más detallados y minuciosos fueran, mas tenían que degenerar en puras fantasías.
Sentado esto, no tenemos por qué detenernos ni un momento más en este aspecto, incorporado ya definitivamente al pasado. Dejemos que los traperos literarios revuelvan solemnemente en estas fantasías, que hoy parecen mover a risa, para poner de relieve, sobre el fondo de ese «cúmulo de dislates», la superioridad de su razonamiento sereno. Nosotros, en cambio, nos admiramos de los geniales gérmenes de ideas y de las ideas geniales que brotan por todas partes bajo esa envoltura de fantasía y que los filisteos son incapaces de ver.
Saint-Simon era hijo de la Gran Revolución francesa, que estalló cuando él no contaba aún treinta años. La revolución fue el triunfo del tercer estado, es decir, de la gran masa activa de la nación, a cuyo cargo corrían la producción y el comercio, sobre los estamentos hasta entonces ociosos y privilegiados de la sociedad: la nobleza y el clero. Pero pronto se vio que el triunfo del tercer estado no era más que el triunfo de una parte muy pequeña de él, la conquista del poder político por el sector socialmente privilegiado de esa clase: la burguesía poseyente. Esta burguesía, además, se desarrollaba rápidamente ya en el proceso de la revolución, especulando con las tierras confiscadas y luego vendidas de la aristocracia y de la Iglesia, y estafando a la nación por medio de los suministros al ejército. Fue precisamente el gobierno de estos estafadores el que, bajo el Directorio, llevó a Francia y a la revolución al borde de la ruina, dando con ello a Napoleón el pretexto para su golpe de Estado. Por eso, en la idea de Saint-Simon, el antagonismo entre el tercer estado y los estamentos privilegiados de la sociedad tomó la forma de un antagonismo entre «obreros» y «ociosos». Los «ociosos» eran no sólo los antiguos privilegiados, sino todos aquellos que vivían de sus rentas, sin intervenir en la producción ni en el comercio. En el concepto de «trabajadores» no entraban solamente los obreros asalariados, sino también los fabricantes, los comerciantes y los banqueros. Que los ociosos habían perdido la capacidad para dirigir espiritualmente y gobernar políticamente, era un hecho evidente, que la revolución había sellado con carácter definitivo. Y, para Saint-Simon, las experiencias de la época del terror habían demostrado, a su vez, que los descamisados no poseían tampoco esa capacidad. Entonces, ¿quiénes habían de dirigir y gobernar? Según Saint-Simon, la ciencia y la industria unidas por un nuevo lazo religioso, un «nuevo cristianismo», forzosamente místico y rigurosamente jerárquico, llamado a restaurar la unidad de las ideas religiosas, rota desde la Reforma. Pero la ciencia eran los sabios académicos; y la industria eran, en primer término, los burgueses activos, los fabricantes, los comerciantes, los banqueros. Y aunque estos burgueses habían de transformarse en una especie de funcionarios públicos, de hombres de confianza de toda la sociedad, siempre conservarían frente a los obreros una posición autoritaria y económicamente privilegiada. Los banqueros serían en primer término los llamados a regular toda la producción social por medio de una reglamentación del crédito. Ese modo de concebir correspondía perfectamente a una época en que la gran industria, y con ella el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, apenas comenzaba a despuntar en Francia. Pero Saint-Simon insiste muy especialmente en esto: lo que a él le preocupa siempre y en primer término es la suerte de «la clase más numerosa y más pobre» de la sociedad («la classe la plus nombreuse et la plus pauvre»).
Saint-Simon sienta ya, en sus "Cartas ginebrinas", la tesis de que «todos los hombres deben trabajar». En la misma obra, se expresa ya la idea de que el reinado del terror era el gobierno de las masas desposeídas. «Ved -les grita- lo que aconteció en Francia, cuando vuestros camaradas subieron al poder, ellos provocaron el hambre». Pero el concebir la revolución francesa como una lucha de clases, y no sólo entre la nobleza y la burguesía, sino entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos, era, para el año 1802, un descubrimiento verdaderamente genial. En 1816, Saint-Simón declara que la política es la ciencia de la producción y predice ya la total absorción de la política por la Economía. Y si aquí no hace más que aparecer en germen la idea de que la situación económica es la base de las instituciones políticas, proclama ya claramente la transformación del gobierno político sobre los hombres en una administración de las cosas y en la dirección de los procesos de la producción, que no es sino la idea de la «abolición del Estado», que tanto estrépito levanta últimamente. Y, alzándose al mismo plano de superioridad sobre sus contemporáneos, declara, en 1814, inmediatamente después de la entrada de las tropas coligadas en París -xxix[†††††]-, y reitera en 1815, durante la guerra de los Cien Días -xxix[38]-, que la alianza de Francia con Inglaterra y, en segundo término, la de estos países con Alemania es la única garantía del desarrollo próspero y la paz en Europa. Para predicar a los franceses de 1815 una alianza con los vencedores de Waterloo -xxix[39]-, hacía falta tanta valentía como capacidad para ver a lo lejos en la historia.
Lo que en Saint-Simon es una amplitud genial de conceptos que le permite contener ya, en germen, casi todas las ideas no estrictamente económicas de los socialistas posteriores, en Fourier es la crítica ingeniosa auténticamente francesa, pero no por ello menos profunda, de las condiciones sociales existentes. Fourier coge por la palabra a la burguesía, a sus encendidos profetas de antes y a sus interesados aduladores de después de la revolución. Pone al desnudo despiadadamente la miseria material y moral del mundo burgués, y la compara con las promesas fascinadoras de los viejos ilustradores, con su imagen de una sociedad en la que sólo reinaría la razón, de una civilización que haría felices a todos los hombres y de una ilimitada perfectibilidad humana. Desenmascara las brillantes frases de los ideólogos burgueses de la época, demuestra cómo a esas frases altisonantes responde, por todas partes, la más mísera de las realidades y vuelca sobre este ruidoso fiasco de la fraseología su sátira mordaz. Fourier no es sólo un crítico; su espíritu siempre jovial hace de él un satírico, uno de los más grandes satíricos de todos los tiempos. La especulación criminal desatada con el reflujo de la ola revolucionaria y el espíritu mezquino del comercio francés en aquellos años, aparecen pintados en sus obras con trazo magistral y deleitoso. Pero todavía es más magistral en él la crítica de la forma burguesa de las relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa. El es el primero que proclama que el grado de emancipación de la mujer en una sociedad es la medida de la emancipación general. Sin embargo, donde más descuella Fourier es en su modo de concebir la historia de la sociedad. Fourier divide toda la historia anterior en cuatro fases o etapas de desarrollo: el salvajismo, el patriarcado, la barbarie y la civilización, fase esta última que coincide con lo que llamamos hoy sociedad burguesa, es decir, con el régimen social implantado desde el siglo XVI, y demuestra que el «orden civilizado eleva a una forma compleja, ambigua, equívoca e hipócrita todos aquellos vicios que la barbarie practicaba en medio de la mayor sencillez». Para él, la civilización se mueve en un «círculo vicioso», en un ciclo de contradicciones, que está reproduciendo constantemente sin acertar a superarlas, consiguiendo de continuo lo contrario precisamente de lo que quiere o pretexta querer conseguir. Y así nos encontramos, por ejemplo, con que «en la civilización la pobreza brota de la misma abundancia». Como se ve, Fourier maneja la dialéctica con la misma maestría que su contemporáneo Hegel. Frente a los que se llenan la boca hablando de la ilimitada capacidad humana de perfección, pone de relieve, con igual dialéctica, que toda fase histórica tiene su vertiente ascensional, mas también su ladera descendente, y proyecta esta concepción sobre el futuro de toda la humanidad. Y así como Kant introduce en la ciencia de la naturaleza la idea del acabamiento futuro de la Tierra, Fourier introduce en su estudio de la historia la idea del acabamiento futuro de la humanidad.
Mientras el huracán de la revolución barría el suelo de Francia, en Inglaterra se desarrollaba un proceso revolucionario, más tranquilo, pero no por ello menos poderoso. El vapor y las máquinas-herramienta convirtieron la manufactura en la gran industria moderna, revolucionando con ello todos los fundamentos de la sociedad burguesa. El ritmo adormilado del desarrollo del período de la manufactura se convirtió en un verdadero período de lucha y embate de la producción. Con una velocidad cada vez más acelerada, iba produciéndose la división de la sociedad en grandes capitalistas y proletarios desposeídos, y entre ellos, en lugar del antiguo estado llano estable, llevaba una existencia insegura una masa inestable de artesanos y pequeños comerciantes, la parte más fluctuante de la población. El nuevo modo de producción sólo empezaba a remontarse por su vertiente ascensional; era todavía el modo de producción normal, regular, el único posible, en aquellas circunstancias. Y, sin embargo, ya entonces originó toda una serie de graves calamidades sociales: hacinamiento en los barrios más sórdidos de las grandes ciudades de una población desarraigada de su suelo; disolución de todos los lazos tradicionales de la costumbre, de la sumisión patriarcal y de la familia; prolongación abusiva del trabajo, que sobre todo en las mujeres y en los niños tomaba proporciones aterradoras; desmoralización en masa de la clase trabajadora, lanzada de súbito a condiciones de vida totalmente nuevas: del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria, de una situación estable a otra constantemente variable e insegura. En estas circunstancias, se alza como reformador un fabricante de veintinueve años, un hombre cuyo candor casi infantil rayaba en lo sublime y que era, a la par, un dirigente innato de hombres como pocos. Roberto Owen habíase asimilado las enseñanzas de los ilustradores materialistas del siglo XVIII, según las cuales el carácter del hombre es, de una parte, el producto de su organización innata, y de otra, el fruto de las circunstancias que rodean al hombre durante su vida, y principalmente durante el período de su desarrollo. La mayoría de los hombres de su clase no veían en la revolución industrial más que caos y confusión, una ocasión propicia para pescar en río revuelto y enriquecerse aprisa. Owen vio en ella el terreno adecuado para poner en práctica su tesis favorita, introduciendo orden en el caos. Ya en Mánchester, dirigiendo una fábrica de más de quinientos obreros, había intentado, no sin éxito, aplicar prácticamente su teoría. Desde 1800 a 1829 encauzó en este sentido, aunque con mucha mayor libertad de iniciativa y con un éxito que le valió fama europea, la gran fábrica de hilados de algodón de New Lanark, en Escocia, de la que era socio y gerente. Una población que fue creciendo paulatinamente hasta 2.500 almas, reclutada al principio entre los elementos más heterogéneos, la mayoría de ellos muy desmoralizados, convirtióse en sus manos en una colonia modelo, en la que no se conocía la embriaguez, la policía, los jueces de paz, los procesos, los asilos para pobres, ni la beneficencia pública. Para ello, le bastó sólo con colocar a sus obreros en condiciones más humanas de vida, consagrando un cuidado especial a la educación de su descendencia. Owen fue el creador de las escuelas de párvulos, que funcionaron por vez primera en New Lanark. Los niños eran enviados a la escuela desde los dos años, y se encontraban tan a gusto en ella, que con dificultad se les podía llevar a su casa. Mientras que en las fábricas de sus competidores los obreros trabajaban hasta trece y catorce horas diarias, en New Lanark la jornada de trabajo era de diez horas y media. Cuando una crisis algodonera obligó a cerrar la fábrica durante cuatro meses, los obreros de New Lanark, que quedaron sin trabajo, siguieron cobrando íntegros sus jornales. Y, con todo, la empresa había incrementado hasta el doble su valor y rendido a sus propietarios hasta el último día, abundantes ganancias.
Sin embargo, Owen no estaba satisfecho con lo conseguido. La existencia que había procurado a sus obreros distaba todavía mucho de ser, a sus ojos, una existencia digna de un ser humano «Aquellos hombres eran mis esclavos» -decía. Las circunstancias relativamente favorables, en que les había colocado, estaban todavía muy lejos de permitirles desarrollar racionalmente y en todos sus aspectos el carácter y la inteligencia, y mucho menos desenvolver libremente sus energías. «Y, sin embargo, la parte productora de aquella población de 2.500 almas daba a la sociedad una suma de riqueza real que apenas medio siglo antes hubiera requerido el trabajo de 600.000 hombres juntos. Yo me preguntaba: ¿a dónde va a parar la diferencia entre la riqueza consumida por estas 2.500 personas y la que hubieran tenido que consumir las 600.000?» La contestación era clara: esa diferencia se invertía en abonar a los propietarios de la empresa el cinco por ciento de interés sobre el capital de instalación, a lo que venían a sumarse más de 300.000 libras esterlinas de ganancia. Y el caso de New Lanark era, sólo que en proporciones mayores, el de todas las fábricas de Inglaterra. «Sin esta nueva fuente de riqueza creada por las máquinas, hubiera sido imposible llevar adelante las guerras libradas para derribar a Napoleón y mantener en pie los principios de la sociedad aristocrática. Y, sin embargo, este nuevo poder era obra de la clase obrera» -xxix[‡‡‡‡‡]-. A ella debían pertenecer también, por tanto, sus frutos. Las nuevas y gigantescas fuerzas productivas, que hasta allí sólo habían servido para que se enriqueciesen unos cuantos y para la esclavización de las masas, echaban, según Owen, las bases para una reconstrucción social y estaban llamadas a trabajar solamente, como propiedad colectiva de todos, para el bienestar colectivo.
Fue así, por este camino puramente práctico, como fruto, por decirlo así, de los cálculos de un hombre de negocios, como surgió el comunismo oweniano, que conservó en todo momento este carácter práctico. Así, en 1823, Owen propone un sistema de colonias comunistas para combatir la miseria reinante en Irlanda y presenta, en apoyo de su propuesta, un presupuesto completo de gastos de establecimiento, desembolsos anuales e ingresos probables. Y así también en sus planes definitivos de la sociedad del porvenir, los detalles técnicos están calculados con un dominio tal de la materia, incluyendo hasta diseños, dibujos de frente y a vista de pájaro, que, una vez aceptado el método oweniano de reforma de la sociedad, poco sería lo que podría objetar ni aun el técnico experto, contra los pormenores de su organización. El avance hacia el comunismo constituye el momento crucial en la vida de Owen. Mientras se había limitado a actuar sólo como filántropo, no había cosechado más que riquezas, aplausos, honra y fama. Era el hombre más popular de Europa. No sólo los hombres de su clase y posición social, sino también los gobernantes y los príncipes le escuchaban y lo aprobaban. Pero, en cuanto hizo públicas sus teorías comunistas, se volvió la hoja. Eran principalmente tres grandes obstáculos los que, según él, se alzaban en el camino de la reforma social: la propiedad privada, la religión y la forma vigente del matrimonio. Y no ignoraba a lo que se exponía atacándolos: la proscripción de toda la sociedad oficial y la pérdida de su posición social. Pero esta consideración no le contuvo en sus ataques despiadados contra aquellas instituciones, y ocurrió lo que él preveía. Desterrado de la sociedad oficial, ignorado completamente por la prensa, arruinado por sus fracasados experimentos comunistas en América, a los que sacrificó toda su fortuna, se dirigió a la clase obrera, en el seno de la cual actuó todavía durante treinta años.
Todos los movimientos sociales, todos los progresos reales registrados en Inglaterra en interés de la clase trabajadora, van asociados al nombre de Owen. Así, en 1819, después de cinco años de grandes esfuerzos, consiguió que fuese votada la primera ley limitando el trabajo de la mujer y del niño en las fábricas. El fue también quien presidió el primer congreso en que las tradeuniones de toda Inglaterra se fusionaron en una gran organización sindical única -xxix[40]-. Y fue también él quien creó, como medidas de transición, para que la sociedad pudiera organizarse de manera íntegramente comunista, de una parte las cooperativas de consumo y de producción -que han servido por lo menos para demostrar prácticamente que el comerciante y el fabricante no son indispensables-, y de otra parte, los bazares obreros, establecimientos de intercambio de los productos del trabajo por medio de bonos de trabajo y cuya unidad era la hora de trabajo rendido; estos establecimientos tenían necesariamente que fracasar, pero anticiparon a los Bancos proudhonianos de intercambio -xxix[41]-, diferenciándose de ellos solamente en que no pretendían ser la panacea universal para todos los males sociales, sino pura y simplemente un primer paso dado hacia una transformación mucho más radical de la sociedad.
Los conceptos de los utopistas han dominado durante mucho tiempo las ideas socialistas del siglo XIX, y en parte aún las siguen dominando hoy. Les rendían culto, hasta hace muy poco tiempo, todos los socialistas franceses e ingleses, y a ellos se debe también el incipiente comunismo alemán, incluyendo a Weitling. El socialismo es, para todos ellos, la expresión de la verdad absoluta, de la razón y de la justicia, y basta con descubrirlo para que por su propia virtud conquiste el mundo. Y, como la verdad absoluta no está sujeta a condiciones de espacio ni de tiempo, ni al desarrollo histórico de la humanidad, sólo el azar puede decidir cuándo y dónde este descubrimiento ha de revelarse. Añádase a esto que la verdad absoluta, la razón y la justicia varían con los fundadores de cada escuela: y, como el carácter específico de la verdad absoluta, de la razón y la justicia está condicionado, a su vez, en cada uno de ellos, por la inteligencia subjetiva, las condiciones de vida, el estado de cultura y la disciplina mental, resulta que en este conflicto de verdades absolutas no cabe más solución que éstas se vayan puliendo las unas a las otras. Y, así, era inevitable que surgiese una especie de socialismo ecléctico y mediocre, como el que, en efecto, sigue imperando todavía en las cabezas de la mayor parte de los obreros socialistas de Francia e Inglaterra; una mescolanza extraordinariamente abigarrada y llena de matices, compuesta de los desahogos críticos, las doctrinas económicas y las imágenes sociales del porvenir menos discutibles de los diversos fundadores de sectas, mescolanza tanto más fácil de componer cuanto más los ingredientes individuales habían ido perdiendo, en el torrente de la discusión, sus contornos perfilados y agudos, como los guijarros lamidos por la corriente de un río. Para convertir el socialismo en una ciencia, era indispensable, ante todo, situarlo en el terreno de la realidad.
II
Entretanto, junto a la filosofía francesa del siglo XVIII, y tras ella, había surgido la moderna filosofía alemana, a la que vino a poner remate Hegel. El principal mérito de esta filosofía es la restitución de la dialéctica, como forma suprema del pensamiento. Los antiguos filósofos griegos eran todos dialécticos innatos, espontáneos, y la cabeza más universal de todos ellos, Aristóteles, había llegado ya a estudiar las formas más substanciales del pensar dialéctico. En cambio, la nueva filosofía, aún teniendo algún que otro brillante mantenedor de la dialéctica (como, por ejemplo, Descartes y Spinoza), había ido cayendo cada vez más, influida principalmente por los ingleses, en la llamada manera metafísica de pensar, que también dominó casi totalmente entre los franceses del siglo XVIII, a lo menos en sus obras especialmente filosóficas. Fuera del campo estrictamente filosófico, también ellos habían creado obras maestras de dialéctica; como testimonio de ello basta citar "El sobrino de Rameau", de Diderot, y el "Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres" de Rousseau. Resumiremos aquí, concisamente, los rasgos más esenciales de ambos métodos discursivos.
Cuando nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia humana, o sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primera intención con la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas influencias, en la que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino que todo se mueve y cambia, nace y perece. Vemos, pues, ante todo, la imagen de conjunto, en la que los detalles pasan todavía mas o menos a segundo plano; nos fijamos más en el movimiento, en las transiciones, en la concatenación, que en lo que se mueve, cambia y se concatena. Esta concepción del mundo, primitiva, ingenua, pero esencialmente justa, es la de los antiguos filósofos griegos, y aparece expresada claramente por vez primera en Heráclito: todo es y no es, pues todo fluye, todo se halla sujeto a un proceso constante de transformación, de incesante nacimiento y caducidad. Pero esta concepción, por exactamente que refleje el carácter general del cuadro que nos ofrecen los fenómenos, no basta para explicar los elementos aislados que forman ese cuadro total; sin conocerlos, la imagen general no adquirirá tampoco un sentido claro. Para penetrar en estos detalles tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos especiales, etc. Tal es la misión primordial de las ciencias naturales y de la historia, ramas de investigación que los griegos clásicos situaban, por razones muy justificadas, en un plano puramente secundario, pues primeramente debían dedicarse a acumular los materiales científicos necesarios. Mientras no se reúne una cierta cantidad de materiales naturales e históricos, no puede acometerse el examen crítico, la comparación y, congruentemente, la división en clases, órdenes y especies. Por eso, los rudimentos de las ciencias naturales exactas no fueron desarrollados hasta llegar a los griegos del período alejandrino -xxix[42]-, y más tarde, en la Edad Media, por los árabes; la auténtica ciencia de la naturaleza sólo data de la segunda mitad del siglo XV, y, a partir de entonces, no ha hecho más que progresar constantemente con ritmo acelerado. El análisis de la naturaleza en sus diferentes partes, la clasificación de los diversos procesos y objetos naturales en determinadas categorías, la investigación interna de los cuerpos orgánicos según su diversa estructura anatómica, fueron otras tantas condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos gigantescos realizados durante los últimos cuatrocientos años en el conocimiento científico de la naturaleza. Pero este método de investigación nos ha legado, a la par, el hábito de enfocar las cosas y los procesos de la naturaleza aisladamente, sustraídos a la concatenación del gran todo; por tanto, no en su dinámica, sino enfocados estáticamente; no como substancialmente variables, sino como consistencias fijas; no en su vida, sino en su muerte. Por eso este método de observación, al transplantarse, con Bacon y Locke, de las ciencias naturales a la filosofía, provocó la estrechez específica característica de estos últimos siglos: el método metafísico de pensamiento.
Para el metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son objetos de investigación aislados, fijos, rígidos, enfocados uno tras otro, cada cual de por sí, como algo dado y perenne. Piensa sólo en antítesis sin mediatividad posible; para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, de mal procede -xxix[§§§§§]-. Para él, una cosa existe o no existe; un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto. Lo positivo y lo negativo se excluyen en absoluto. La causa y el efecto revisten asimismo a sus ojos, la forma de una rígida antítesis. A primera vista, este método discursivo nos parece extraordinariamente razonable, porque es el del llamado sentido común. Pero el mismo sentido común, personaje muy respetable de puertas adentro, entre las cuatro paredes de su casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en cuanto se aventura por los anchos campos de la investigación; y el método metafísico de pensar, por muy justificado y hasta por necesario que sea en muchas zonas del pensamiento, más o menos extensas según la naturaleza del objeto de que se trate, tropieza siempre, tarde o temprano, con una barrera franqueada, la cual se torna en un método unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en insolubles contradicciones, pues, absorbido por los objetos concretos, no alcanza a ver su concatenación; preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su caducidad; concentrado en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado por los árboles, no alcanza a ver el bosque. En la realidad de cada día sabemos, por ejemplo, y podemos decir con toda certeza si un animal existe o no; pero, investigando la cosa con más detención, nos damos cuenta de que a veces el problema se complica considerablemente, como lo saben muy bien los juristas, que tanto y tan en vano se han atormentado por descubrir un límite racional a partir del cual deba la muerte del niño en el claustro materno considerarse como un asesinato; ni es fácil tampoco determinar con fijeza el momento de la muerte, toda vez que la fisiología ha demostrado que la muerte no es un fenómeno repentino, instantáneo, sino un proceso muy largo. Del mismo modo, todo ser orgánico es, en todo instante, él mismo y otro; en todo instante va asimilando materias absorbidas del exterior y eliminando otras de su seno; en todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y, en el transcurso de un período más o menos largo, la materia de que está formado se renueva totalmente, y nuevos átomos de materia vienen a ocupar el lugar de los antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro distinto. Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con que los dos polos de una antítesis, el positivo y el negativo, son tan inseparables como antitéticos el uno del otro y que, pese a todo su antagonismo, se penetran recíprocamente; y vemos que la causa y el efecto son representaciones que sólo rigen como tales en su aplicación al caso concreto, pero, que, examinando el caso concreto en su concatenación con la imagen total del Universo, se juntan y se diluyen en la idea de una trama universal de acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que ahora o aquí es efecto, adquiere luego o allí carácter de causa y viceversa.
Ninguno de estos fenómenos y métodos discursivos encaja en el cuadro de las especulaciones metafísicas. En cambio, para la dialéctica, que enfoca las cosas y sus imágenes conceptuales substancialmente en sus conexiones, en su concatenación, en su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad, fenómenos como los expuestos no son más que otras tantas confirmaciones de su modo genuino de proceder. La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y las modernas ciencias naturales nos brindan para esta prueba un acervo de datos extraordinariamente copiosos y enriquecidos con cada día que pasa, demostrando con ello que la naturaleza se mueve, en última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles metafísicos, que no se mueve en la eterna monotonía de un ciclo constantemente repetido, sino que recorre una verdadera historia. Aquí hay que citar en primer término a Darwin, quien, con su prueba de que toda la naturaleza orgánica existente, plantas y animales, y entre ellos, como es lógico, el hombre, es producto de un proceso de desarrollo que dura millones de años, ha asestado a la concepción metafísica de la naturaleza el más rudo golpe. Pero, hasta hoy, los naturalistas que han sabido pensar dialécticamente pueden contarse con los dedos, y este conflicto entre los resultados descubiertos y el método discursivo tradicional pone al desnudo la ilimitada confusión que reina hoy en las ciencias naturales teóricas y que constituye la desesperación de maestros y discípulos, de autores y lectores.
Sólo siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las innumerables acciones y reacciones generales del devenir y del perecer, de los cambios de avance y de retroceso, llegamos a una concepción exacta del Universo, de su desarrollo y del desarrollo de la humanidad, así como de la imagen proyectada por ese desarrollo en las cabezas de los hombres. Y éste fue, en efecto, el sentido en que empezó a trabajar, desde el primer momento, la moderna filosofía alemana. Kant comenzó su carrera de filósofo disolviendo el sistema solar estable de Newton y su duración eterna -después de recibido el famoso primer impulso- en un proceso histórico: en el nacimiento del Sol y de todos los planetas a partir de una masa nebulosa en rotación. De aquí, dedujo ya la conclusión de que este origen implicaba también, necesariamente, la muerte futura del sistema solar. Medio siglo después, su teoría fue confirmada matemáticamente por Laplace, y, al cabo de otro medio siglo, el espectroscopio ha venido a demostrar la existencia en el espacio de esas masas ígneas de gas, en diferente grado de condensación.
La filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema de Hegel, en el que por vez primera -y ése es su gran mérito- se concibe todo el mundo de la naturaleza, de la historia y del espíritu como un proceso, es decir, en constante movimiento, cambio, transformación y desarrollo y se intenta además poner de relieve la íntima conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo. Contemplada desde este punto de vista, la historia de la humanidad no aparecía ya como un caos árido de violencias absurdas, igualmente condenables todas ante el fuero de la razón filosófica hoy ya madura, y buenas para ser olvidadas cuanto antes, sino como el proceso de desarrollo de la propia humanidad, que al pensamiento incumbía ahora seguir en sus etapas graduales y a través de todos los extravíos, y demostrar la existencia de leyes internas que guían todo aquello que a primera vista pudiera creerse obra del ciego azar. No importa que el sistema de Hegel no resolviese el problema que se planteaba. Su mérito, que sentó época, consistió en haberlo planteado. Porque se trata de un problema que ningún hombre solo puede resolver. Y aunque Hegel era, con Saint-Simon, la cabeza más universal de su tiempo, su horizonte hallábase circunscrito, en primer lugar, por la limitación inevitable de sus propios conocimientos, y, en segundo lugar, por los conocimientos y concepciones de su época, limitados también en extensión y profundidad. A esto hay que añadir una tercera circunstancia, Hegel era idealista; es decir, que para él las ideas de su cabeza no eran imágenes más o menos abstractas de los objetos y fenómenos de la realidad, sino que estas cosas y su desarrollo se le antojaban, por el contrario, proyecciones realizadas de la «Idea», que ya existía no se sabe cómo, antes de que existiese el mundo. Así, todo quedaba cabeza abajo, y se volvía completamente del revés la concatenación real del Universo. Y por exactas y aún geniales que fuesen no pocas de las conexiones concretas concebidas por Hegel, era inevitable, por las razones a que acabamos de aludir, que muchos de sus detalles tuviesen un carácter amañado artificioso, construido; falso, en una palabra. El sistema de Hegel fue un aborto gigantesco, pero el último de su género. En efecto, seguía adoleciendo de una contradicción íntima incurable; pues, mientras de una parte arrancaba como supuesto esencial de la concepción histórica, según la cual la historia humana es un proceso de desarrollo que no puede, por su naturaleza, encontrar remate intelectual en el descubrimiento de eso que llaman verdad absoluta, de la otra se nos presenta precisamente como suma y compendio de esa verdad absoluta. Un sistema universal y definitivamente plasmado del conocimiento de la naturaleza y de la historia, es incompatible con las leyes fundamentales del pensamiento dialéctico; lo cual no excluye, sino que, lejos de ello, implica que el conocimiento sistemático del mundo exterior en su totalidad pueda progresar gigantescamente de generación en generación.
La conciencia de la total inversión en que incurría el idealismo alemán, llevó necesariamente al materialismo; pero, adviértase bien, no a aquel materialismo puramente metafísico y exclusivamente mecánico del siglo XVIII. En oposición a la simple repulsa, ingenuamente revolucionaria, de toda la historia anterior, el materialismo moderno ve en la historia el proceso de desarrollo de la humanidad, cuyas leyes dinámicas es misión suya descubrir. Contrariamente a la idea de la naturaleza que imperaba en los franceses del siglo XVIII, al igual que en Hegel, y en la que ésta se concebía como un todo permanente e invariable, que se movía dentro de ciclos cortos, con cuerpos celestes eternos, tal y como se los representaba Newton, y con especies invariables de seres orgánicos, como enseñara Linneo, el materialismo moderno resume y compendia los nuevos progresos de las ciencias naturales, según los cuales la naturaleza tiene también su historia en el tiempo, y los mundos, así como las especies orgánicas que en condiciones propicias los habitan, nacen y mueren, y los ciclos, en el grado en que son admisibles, revisten dimensiones infinitamente más grandiosas. Tanto en uno como en otro caso, el materialismo moderno es substancialmente dialéctico y no necesita ya de una filosofía que se halla por encima de las demás ciencias. Desde el momento en que cada ciencia tiene que rendir cuentas de la posición que ocupa en el cuadro universal de las cosas y del conocimiento de éstas, no hay ya margen para una ciencia especialmente consagrada a estudiar las concatenaciones universales. Todo lo que queda en pie de la anterior filosofía, con existencia propia, es la teoría del pensar y de sus leyes: la lógica formal y la dialéctica. Lo demás se disuelve en la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia.
Sin embargo, mientras que esta revolución en la concepción de la naturaleza sólo había podido imponerse en la medida en que la investigación suministraba a la ciencia los materiales positivos correspondientes, hacía ya mucho tiempo que se habían revelado ciertos hechos históricos que imprimieron un viraje decisivo al modo de enfocar la historia. En 1831, estalla en Lyon la primera insurrección obrera, y de 1838 a 1842 alcanza su apogeo el primer movimiento obrero nacional: el de los cartistas ingleses. La lucha de clases entre el proletariado y la burguesía pasó a ocupar el primer plano de la historia de los países europeos más avanzados, al mismo ritmo con que se desarrollaba en ellos, por una parte, la gran industria, y por otra, la dominación política recién conquistada de la burguesía. Los hechos venían a dar un mentís cada vez más rotundo a las doctrinas económicas burguesas de la identidad de intereses entre el capital y el trabajo y de la armonía universal y el bienestar general de las naciones, como fruto de la libre concurrencia. No había manera de pasar por alto estos hechos, ni era tampoco posible ignorar el socialismo francés e inglés, expresión teórica suya, por muy imperfecta que fuese. Pero la vieja concepción idealista de la historia, que aún no había sido desplazada, no conocía luchas de clases basadas en intereses materiales, ni conocía intereses materiales de ningún género; para ella, la producción, al igual que todas las relaciones económicas, sólo existía accesoriamente, como un elemento secundario dentro de la «historia cultural».
Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a nuevas investigaciones, entonces se vio que, con excepción del estado primitivo, toda la historia anterior había sido la historia de las luchas de clases, y que estas clases sociales pugnantes entre sí eran en todas las épocas fruto de las relaciones de producción y de cambio, es decir, de las relaciones económicas de su época: que la estructura económica de la sociedad en cada época de la historia constituye, por tanto, la base real cuyas propiedades explican en última instancia, toda la superestructura integrada por las instituciones jurídicas y políticas, así como por la ideología religiosa, filosófica, etc., de cada período histórico. Hegel había liberado a la concepción de la historia de la metafísica, la había hecho dialéctica; pero su interpretación de la historia era esencialmente idealista. Ahora, el idealismo quedaba desahuciado de su último reducto, de la concepción de la historia, sustituyéndolo una concepción materialista de la historia, con lo que se abría el camino para explicar la conciencia del hombre por su existencia, y no ésta por su conciencia, que hasta entonces era lo tradicional.
De este modo el socialismo no aparecía ya como el descubrimiento casual de tal o cual intelecto de genio, sino como el producto necesario de la lucha entre dos clases formadas históricamente: el proletariado y la burguesía. Su misión ya no era elaborar un sistema lo más perfecto posible de sociedad, sino investigar el proceso histórico económico del que forzosamente tenían que brotar estas clases y su conflicto, descubriendo los medios para la solución de éste en la situación económica así creada. Pero el socialismo tradicional era incompatible con esta nueva concepción materialista de la historia, ni más ni menos que la concepción de la naturaleza del materialismo francés no podía avenirse con la dialéctica y las nuevas ciencias naturales. En efecto, el socialismo anterior criticaba el modo capitalista de producción existente y sus consecuencias, pero no acertaba a explicarlo, ni podía, por tanto, destruirlo ideológicamente, no se le alcanzaba más que repudiarlo, lisa y llanamente, como malo. Cuanto más violentamente clamaba contra la explotación de la clase obrera, inseparable de este modo de producción, menos estaba en condiciones de indicar claramente en qué consistía y cómo nacía esta explotación. Mas de lo que se trataba era, por una parte, exponer ese modo capitalista de producción en sus conexiones históricas y como necesario para una determinada época de la historia, demostrando con ello también la necesidad de su caída, y, por otra parte, poner al desnudo su carácter interno, oculto todavía. Este se puso de manifiesto con el descubrimiento de la plusvalía. Descubrimiento que vino a revelar que el régimen capitalista de producción y la explotación del obrero, que de él se deriva, tenían por forma fundamental la apropiación de trabajo no retribuido; que el capitalista, aun cuando compra la fuerza de trabajo de su obrero por todo su valor, por todo el valor que representa como mercancía en el mercado, saca siempre de ella más valor que lo que le paga y que esta plusvalía es, en última instancia, la suma de valor de donde proviene la masa cada vez mayor del capital acumulada en manos de las clases poseedoras. El proceso de la producción capitalista y el de la producción de capital quedaban explicados. Estos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la historia y la revelación del secreto de la producción capitalista, mediante la plusvalía, se los debemos a Marx. Gracias a ellos, el socialismo se convierte en una ciencia, que sólo nos queda por desarrollar en todos sus detalles y concatenaciones.
III
La concepción materialista de la historia parte de la tesis de que la producción, y tras ella el cambio de sus productos, es la base de todo orden social; de que en todas las sociedades que desfilan por la historia, la distribución de los productos, y junto a ella la división social de los hombres en clases o estamentos, es determinada por lo que la sociedad produce y cómo lo produce y por el modo de cambiar sus productos. Según eso, las últimas causas de todos los cambios sociales y de todas las revoluciones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia, sino en las transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la economía de la época de que se trata. Cuando nace en los hombres la conciencia de que las instituciones sociales vigentes son irracionales e injustas, de que la razón se ha tornado en sinrazón y la bendición en plaga -xxix[******]-, esto no es mas que un indicio de que en los métodos de producción y en las formas de cambio se han producido calladamente transformaciones con las que ya no concuerda el orden social, cortado por el patrón de condiciones económicas anteriores. Con ello queda que en las nuevas relaciones de producción han de contenerse ya -más o menos desarrollados- los medios necesarios para poner término a los males descubiertos. Y esos medios no han de sacarse de la cabeza de nadie, sino que es la cabeza la que tiene que descubrirlos en los hechos materiales de la producción, tal y como los ofrece la realidad.
¿Cuál es, en este aspecto, la posición del socialismo moderno?
El orden social vigente -verdad reconocida hoy por casi todo el mundo- es obra de la clase dominante de los tiempos modernos de la burguesía. El modo de producción propio de la burguesía, al que desde Marx se da el nombre de modo capitalista de producción, era incompatible con los privilegios locales y de los estamentos, como lo era con los vínculos interpersonales del orden feudal. La burguesía echó por tierra el orden feudal y levantó sobre sus ruinas el régimen de la sociedad burguesa, el imperio de la libre concurrencia, de la libertad de domicilio, de la igualdad de derechos de los poseedores de las mercancías y tantas otras maravillas burguesas más. Ahora ya podía desarrollarse libremente el modo capitalista de producción. Y al venir el vapor y la nueva producción maquinizada y transformar la antigua manufactura en gran industria, las fuerzas productivas creadas y puestas en movimiento bajo el mando de la burguesía se desarrollaron con una velocidad inaudita y en proporciones desconocidas hasta entonces. Pero, del mismo modo que en su tiempo la manufactura y la artesanía, que seguía desarrollándose bajo su influencia, chocaron con las trabas feudales de los gremios, hoy la gran industria, al llegar a un nivel de desarrollo más alto, no cabe ya dentro del estrecho marco en que la tiene cohibida el modo capitalista de producción. Las nuevas fuerzas productivas desbordan ya la forma burguesa en que son explotadas, y este conflicto entre las fuerzas productivas y el modo de producción no es precisamente un conflicto planteado en las cabezas de los hombres, algo así como el conflicto entre el pecado original del hombre y la justicia divina, sino que existe en la realidad, objetivamente, fuera de nosotros, independientemente de la voluntad o de la actividad de los mismos hombres que lo han provocado. El socialismo moderno no es más que el reflejo de este conflicto material en la mente, su proyección ideal en las cabezas, empezando por las de la clase que sufre directamente sus consecuencias: la clase obrera.
¿En qué consiste este conflicto?
Antes de sobrevenir la producción capitalista, es decir, en la Edad Media, regía con carácter general la pequeña producción, basada en la propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción: en el campo, la agricultura corría a cargo de pequeños labradores, libres o siervos; en las ciudades, la industria estaba en manos de los artesanos. Los medios de trabajo -la tierra, los aperos de labranza, el taller, las herramientas- eran medios de trabajo individual, destinados tan sólo al uso individual y, por tanto, forzosamente, mezquinos, diminutos, limitados. Pero esto mismo hacía que perteneciesen, por lo general, al propio productor. El papel histórico del modo capitalista de producción y de su portadora, la burguesía, consistió precisamente en concentrar y desarrollar estos dispersos y mezquinos medios de producción, transformándolos en las potentes palancas de la producción de los tiempos actuales. Este proceso, que viene desarrollando la burguesía desde el siglo XV y que pasa históricamente por las tres etapas de la cooperación simple, la manufactura y la gran industria, aparece minuciosamente expuesto par Marx en la sección cuarta de "El Capital". Pero la burguesía, como asimismo queda demostrado en dicha obra, no podía convertir esos primitivos medios de producción en poderosas fuerzas productivas sin convertirlas de medios individuales de producción en medios sociales, sólo manejables por una colectividad de hombres. La rueca, el telar manual, el martillo del herrero fueron sustituidos por la máquina de hilar, por el telar mecánico, por el martillo movido a vapor; el taller individual cedió el puesto a la fábrica, que impone la cooperación de cientos y miles de obreros. Y, con los medios de producción, se transformó la producción misma, dejando de ser una cadena de actos individuales para convertirse en una cadena de actos sociales, y los productos individuales, en productos sociales. El hilo, las telas, los artículos de metal que ahora salían de la fábrica eran producto del trabajo colectivo de un gran número de obreros, por cuyas manos tenía que pasar sucesivamente para su elaboración. Ya nadie podía decir: esto lo he hecho yo, este producto es mío.
Pero allí donde la producción tiene por forma cardinal esa división social del trabajo creada paulatinamente, por impulso elemental, sin sujeción a plan alguno, la producción imprime a los productos la forma de mercancía, cuyo intercambio, compra y venta, permite a los distintos productores individuales satisfacer sus diversas necesidades. Y esto era lo que acontecía en la Edad Media. El campesino, por ejemplo, vendía al artesano los productos de la tierra, comprándole a cambio los artículos elaborados en su taller. En esta sociedad de productores individuales, de productores de mercancías, vino a introducirse más tarde el nuevo modo de producción. En medio de aquella división espontánea del trabajo sin plan ni sistema, que imperaba en el seno de toda la sociedad, el nuevo modo de producción implantó la división planificada del trabajo dentro de cada fábrica: al lado de la producción individual, surgió la producción social. Los productos de ambas se vendían en el mismo mercado, y por lo tanto, a precios aproximadamente iguales. Pero la organización planificada podía más que la división espontánea del trabajo; las fábricas en que el trabajo estaba organizado socialmente elaboraban productos más baratos que los pequeños productores individuales. La producción individual fue sucumbiendo poco a poco en todos los campos, y la producción social revolucionó todo el antiguo modo de producción. Sin embargo, este carácter revolucionario suyo pasaba desapercibido; tan desapercibido, que, por el contrario, se implantaba con la única y exclusiva finalidad de aumentar y fomentar la producción de mercancías. Nació directamente ligada a ciertos resortes de producción e intercambio de mercancías que ya venían funcionando: el capital comercial, la industria artesana y el trabajo asalariado. Y ya que surgía como una nueva forma de producción de mercancías, mantuviéronse en pleno vigor bajo ella las formas de apropiación de la producción de mercancías.
En la producción de mercancías, tal como se había desarrollado en la Edad Media, no podía surgir el problema de a quién debían pertenecer los productos del trabajo. El productor individual los creaba, por lo común, con materias primas de su propiedad, producidas no pocas veces por él mismo, con sus propios medios de trabajo y elaborados con su propio trabajo manual o el de su familia. No necesitaba, por tanto, apropiárselos, pues ya eran suyos por el mero hecho de producirlos. La propiedad de los productos basábase, pues, en el trabajo personal. Y aún en aquellos casos en que se empleaba la ayuda ajena, ésta era, por lo común, cosa accesoria y recibía frecuentemente, además del salario, otra compensación: el aprendiz y el oficial de los gremios no trabajaban tanto por el salario y la comida como para aprender y llegar a ser algún día maestros. Pero sobreviene la concentración de los medios de producción en grandes talleres y manufacturas, su transformación en medios de producción realmente sociales. No obstante, estos medios de producción y sus productos sociales eran considerados como si siguiesen siendo lo que eran antes: medios de producción y productos individuales. Y si hasta aquí el propietario de los medios de trabajo se había apropiado de los productos, porque eran, generalmente, productos suyos y la ayuda ajena constituía una excepción, ahora el propietario de los medios de trabajo seguía apropiándose el producto, aunque éste ya no era un producto suyo, sino fruto exclusivo del trabajo ajeno. De este modo, los productos, creados ahora socialmente, no pasaban a ser propiedad de aquellos que habían puesto realmente en marcha los medios de producción y que eran sus verdaderos creadores, sino del capitalista. Los medios de producción y la producción se habían convertido esencialmente en factores sociales. Y, sin embargo, veíanse sometidos a una forma de apropiación que presupone la producción privada individual, es decir, aquella en que cada cual es dueño de su propio producto y, como tal, acude con él al mercado. El modo de producción se ve sujeto a esta forma de apropiación, a pesar de que destruye el supuesto sobre que descansa -xxix[††††††]-. En esta contradicción, que imprime al nuevo modo de producción su carácter capitalista, se encierra, en germen, todo el conflicto de los tiempos actuales. Y cuanto más el nuevo modo de producción se impone e impera en todos los campos fundamentales de la producción y en todos los países económicamente importantes, desplazando a la producción individual, salvo vestigios insignificantes, mayor es la evidencia con que se revela la incompatibilidad entre la producción social y la apropiación capitalista.
Los primeros capitalistas se encontraron ya, como queda dicho, con la forma del trabajo asalariado. Pero como excepción, como ocupación secundaria, auxiliar, como punto de transición. El labrador que salía de vez en cuando a ganar un jornal, tenía sus dos fanegas de tierra propia, de las que, en caso extremo, podía vivir. Las ordenanzas gremiales velaban por que los oficiales de hoy se convirtiesen mañana en maestros. Pero, tan pronto como los medios de producción adquirieron un carácter social y se concentraron en manos de los capitalistas, las cosas cambiaron. Los medios de producción y los productos del pequeño productor individual fueron depreciándose cada vez más, hasta que a este pequeño productor no le quedó otro recurso que colocarse a ganar un jornal pagado por el capitalista. El trabajo asalariado, que antes era excepción y ocupación auxiliar se convirtió en regla y forma fundamental de toda la producción, y la que antes era ocupación accesoria se convierte ahora en ocupación exclusiva del obrero. El obrero asalariado temporal se convirtió en asalariado para toda la vida. Además, la muchedumbre de estos asalariados de por vida se ve gigantescamente engrosada por el derrumbe simultáneo del orden feudal, por la disolución de las mesnadas de los señores feudales, la expulsión de los campesinos de sus fincas, etc. Se ha realizado el completo divorcio entre los medios de producción concentrados en manos de los capitalistas, de un lado, y de otro, los productores que no poseían más que su propia fuerza de trabajo. La contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta como antagonismo entre el proletariado y la burguesía.
Hemos visto que el modo de producción capitalista vino a introducirse en una sociedad de productores de mercancías, de productores individuales, cuyo vínculo social era el cambio de sus productos. Pero toda sociedad basada en la producción de mercancías presenta la particularidad de que en ella los productores pierden el mando sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual produce por su cuenta, con los medios de producción de que acierta a disponer, y para las necesidades de su intercambio privado. Nadie sabe qué cantidad de artículos de la misma clase que los suyos se lanza al mercado, ni cuántos necesita éste; nadie sabe si su producto individual responde a una demanda efectiva, ni si podrá cubrir los gastos, ni siquiera, en general, si podrá venderlo. La anarquía impera en la producción social. Pero la producción de mercancías tiene, como toda forma de producción, sus leyes características, específicas e inseparables de la misma; y estas leyes se abren paso a pesar de la anarquía, en la misma anarquía y a través de ella. Toman cuerpo en la única forma de ligazón social que subsiste: en el cambio, y se imponen a los productores individuales bajo la forma de las leyes imperativas de la competencia. En un principio, por tanto, estos productores las ignoran, y es necesario que una larga experiencia las vaya revelando poco a poco. Se imponen, pues, sin los productores y aún en contra de ellos, como leyes naturales ciegas que presiden esta forma de producción. El producto impera sobre el productor.
En la sociedad medieval, y sobre todo en los primeros siglos de ella, la producción estaba destinada principalmente al consumo propio, a satisfacer sólo las necesidades del productor y de su familia. Y allí donde, como acontecía en el campo, subsistían relaciones personales de vasallaje, contribuía también a satisfacer las necesidades del señor feudal. No se producía, pues, intercambio alguno, ni los productos revestían, por lo tanto, el carácter de mercancías. La familia del labrador producía casi todos los objetos que necesitaba: aperos, ropas y víveres. Sólo empezó a producir mercancías cuando consiguió crear un remanente de productos, después de cubrir sus necesidades propias y los tributos en especie que había de pagar al señor feudal; este remanente, lanzado al intercambio social, al mercado, para su venta, se convirtió en mercancía. Los artesanos de las ciudades, por cierto, tuvieron que producir para el mercado ya desde el primer momento. Pero también obtenían ellos mismos la mayor parte de los productos que necesitaban para su consumo; tenían sus huertos y sus pequeños campos, apacentaban su ganado en los bosques comunales, que además les suministraban la madera y la leña; sus mujeres hilaban el lino y la lana, etc. La producción para el cambio, la producción de mercancías, estaba en sus comienzos. Por eso el intercambio era limitado, el mercado reducido, el modo de producción estable. Frente al exterior imperaba el exclusivismo local; en el interior, la asociación local: la marca -xxix[‡‡‡‡‡‡]- en el campo, los gremios en las ciudades.
Pero al extenderse la producción de mercancías y, sobre todo, al aparecer el modo capitalista de producción, las leyes de producción de mercancías, que hasta aquí apenas habían dado señales de vida, entran en funciones de una manera franca y potente. Las antiguas asociaciones empiezan a perder fuerza, las antiguas fronteras locales se vienen a tierra, los productores se convierten más y más en productores de mercancías independientes y aislados. La anarquía de la producción social sale a la luz y se agudiza cada vez más. Pero el instrumento principal con el que el modo capitalista de producción fomenta esta anarquía en la producción social es precisamente lo inverso de la anarquía: la creciente organización de la producción con carácter social, dentro de cada establecimiento de producción. Con este resorte, pone fin a la vieja estabilidad pacífica. Allí donde se implanta en una rama industrial, no tolera a su lado ninguno de los viejos métodos. Donde se adueña de la industria artesana, la destruye y aniquila. El terreno del trabajo se convierte en un campo de batalla. Los grandes descubrimientos geográficos y las empresas de colonización que les siguen, multiplican los mercados y aceleran el proceso de transformación del taller del artesano en manufactura. Y la lucha no estalla solamente entre los productores locales aislados; las contiendas locales van cobrando volumen nacional, y surgen las guerras comerciales de los siglos XVII y XVIII. Hasta que, por fin, la gran industria y la implantación del mercado mundial dan carácter universal a la lucha, a la par que le imprimen una inaudita violencia. Lo mismo entre los capitalistas individuales que entre industrias y países enteros, la posesión de las condiciones -naturales o artificialmente creadas- de la producción, decide la lucha por la existencia. El que sucumbe es arrollado sin piedad. Es la lucha darvinista por la existencia individual, transplantada, con redoblada furia, de la naturaleza a la sociedad. Las condiciones naturales de vida de la bestia se convierten en el punto culminante del desarrollo humano. La contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta ahora como antagonismo entre la organización de la producción dentro de cada fábrica y la anarquía de la producción en el seno de toda la sociedad.
El modo capitalista de producción se mueve en estas dos formas de manifestación de la contradicción inherente a él por sus mismos orígenes, describiendo sin apelación aquel «círculo vicioso» que ya puso de manifiesto Fourier. Pero lo que Fourier, en su época, no podía ver todavía era que este círculo va reduciéndose gradualmente, que el movimiento se desarrolla más bien en espiral y tiene que llegar necesariamente a su fin, como el movimiento de los planetas, chocando con el centro. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la producción la que convierte a la inmensa mayoría de los hombres, cada vez más marcadamente, en proletarios, y estas masas proletarias serán, a su vez, las que, por último, pondrán fin a la anarquía de la producción. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la producción la que convierte la capacidad infinita de perfeccionamiento de las máquinas de la gran industria en un precepto imperativo, que obliga a todo capitalista industrial a mejorar continuamente su maquinaria, so pena de perecer. Pero mejorar la maquinaria equivale a hacer superflua una masa de trabajo humano. Y así como la implantación y el aumento cuantitativo de la maquinaria trajeron consigo el desplazamiento de millones de obreros manuales por un número reducido de obreros mecánicos, su perfeccionamiento determina la eliminación de un número cada vez mayor de obreros de las máquinas, y, en última instancia, la creación de una masa de obreros disponibles que sobrepuja la necesidad media de ocupación del capital, de un verdadero ejército industrial de reserva, como yo hube de llamarlo ya en 1845 -xxix[§§§§§§]-, de un ejército de trabajadores disponibles para los tiempos en que la industria trabaja a todo vapor y que luego, en las crisis que sobrevienen necesariamente después de esos períodos, se ve lanzado a la calle, constituyendo en todo momento un grillete atado a los pies de la clase trabajadora en su lucha por la existencia contra el capital y un regulador para mantener los salarios en el nivel bajo que corresponde a las necesidades del capitalismo. Así pues, la maquinaria, para decirlo con Marx, se ha convertido en el arma más poderosa del capital contra la clase obrera, en un medio de trabajo que arranca constantemente los medios de vida de manos del obrero, ocurriendo que el producto mismo del obrero se convierte en el instrumento de su esclavización -xxix[*******]-. De este modo, la economía en los medios de trabajo lleva consigo, desde el primer momento, el más despiadado despilfarro de la fuerza de trabajo y un despojo contra las condiciones normales de la función misma del trabajo -xxix[†††††††]-. Y la maquinaria, el recurso más poderoso que ha podido crearse para acortar la jornada de trabajo, se trueca en el recurso más infalible para convertir la vida entera del obrero y de su familia en una gran jornada de trabajo disponible para la valorización del capital; así ocurre que el exceso de trabajo de unos es la condición determinante de la carencia de trabajo de otros, y que la gran industria, lanzándose por el mundo entero, en carrera desenfrenada, a la conquista de nuevos consumidores, reduce en su propia casa el consumo de las masas a un mínimo de hambre y mina con ello su propio mercado interior.
«La ley que mantiene constantemente el exceso relativo de población o ejército industrial de reserva en equilibrio con el volumen y la energía de la acumulación del capital, ata al obrero al capital con ligaduras más fuertes que las cuñas con que Hefestos clavó a Prometeo a la roca. Esto origina que a la acumulación del capital corresponda una acumulación igual de miseria. La acumulación de la riqueza en uno de los polos determina en el polo contrario, en el polo de la clase que produce su propio producto como capital, una acumulación igual de miseria, de tormentos de trabajo, de esclavitud, de ignorancia, de embrutecimiento y de degradación moral». (Marx, "El Capital", t. I, cap. XXIII.) Y esperar del modo capitalista de producción otra distribución de los productos sería como esperar que los dos electrodos de una batería, mientras estén conectados con ésta, no descompongan el agua ni liberen oxígeno en el polo positivo e hidrógeno en el negativo. Hemos visto que la capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna, llevada a su límite máximo, se convierte, gracias a la anarquía de la producción dentro de la sociedad, en un precepto imperativo que obliga a los capitalistas industriales, cada cual de por sí, a mejorar incesantemente su maquinaria, a hacer siempre más potente su fuerza de producción. No menos imperativo es el precepto en que se convierte para él la mera posibilidad efectiva de dilatar su órbita de producción. La enorme fuerza de expansión de la gran industria, a cuyo lado la de los gases es un juego de chicos, se revela hoy ante nuestros ojos como una necesidad cualitativa y cuantitativa de expansión, que se burla de cuantos obstáculos encuentra a su paso. Estos obstáculos son los que le oponen el consumo, la salida, los mercados de que necesitan los productos de la gran industria. Pero la capacidad extensiva e intensiva de expansión de los mercados, obedece, por su parte, a leyes muy distintas y que actúan de un modo mucho menos enérgico. La expansión de los mercados no puede desarrollarse al mismo ritmo que la de la producción. La colisión se hace inevitable, y como no puede dar ninguna solución mientras no haga saltar el propio modo de producción capitalista, esa colisión se hace periódica. La producción capitalista engendra un nuevo «círculo vicioso».
En efecto, desde 1825, año en que estalla la primera crisis general, no pasan diez años seguidos sin que todo el mundo industrial y comercial, la producción y el intercambio de todos los pueblos civilizados y de su séquito de países más o menos bárbaros, se salga de quicio. El comercio se paraliza, los mercados están sobresaturados de mercancías, los productos se estancan en los almacenes abarrotados, sin encontrar salida; el dinero contante se hace invisible; el crédito desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de vida precisamente por haberlos producido en exceso, las bancarrotas y las liquidaciones se suceden unas a otras. El estancamiento dura años enteros, las fuerzas productivas y los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta que, por fin, las masas de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas, encuentran salida, y la producción y el cambio van reanimándose poco a poco. Paulatinamente, la marcha se acelera, el paso de andadura se convierte en trote, el trote industrial, en galope y, por último, en carrera desenfrenada, en un steeple-chase -xxix[‡‡‡‡‡‡‡]- de la industria, el comercio, el crédito y la especulación, para terminar finalmente, después de los saltos más arriesgados, en la fosa de un crac. Y así, una vez y otra. Cinco veces se ha venido repitiendo la misma historia desde el año 1825, y en estos momentos (1877) estamos viviéndola por sexta vez. Y el carácter de estas crisis es tan nítido y tan acusado, que Fourier las abarcaba todas cuando describía la primera, diciendo que era una crise pléthorique, una crisis nacida de la superabundancia.
En las crisis estalla en explosiones violentas la contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista. La circulación de mercancías queda, por el momento, paralizada. El medio de circulación, el dinero, se convierte en un obstáculo para la circulación; todas las leyes de la producción y circulación de mercancías se vuelven del revés. El conflicto económico alcanza su punto de apogeo: el modo de producción se rebela contra el modo de cambio. El hecho de que la organización social de la producción dentro de las fábricas se haya desarrollado hasta llegar a un punto en que se ha hecho inconciliable con la anarquía -coexistente con ella y por encima de ella- de la producción en la sociedad, es un hecho que se les revela tangiblemente a los propios capitalistas, por la concentración violenta de los capitales, producida durante las crisis a costa de la ruina de muchos grandes y, sobre todo, pequeños capitalistas. Todo el mecanismo del modo capitalista de producción falla, agobiado por las fuerzas productivas que él mismo ha engendrado. Ya no acierta a transformar en capital esta masa de medios de producción, que permanecen inactivos, y por esto precisamente debe permanecer también inactivo el ejército industrial de reserva. Medios de producción, medios de vida, obreros disponibles: todos los elementos de la producción y de la riqueza general existen con exceso. Pero «la superabundancia se convierte en fuente de miseria y de penuria» (Fourier), ya que es ella, precisamente, la que impide la transformación de los medios de producción y de vida en capital, pues en la sociedad capitalista, los medios de producción no pueden ponerse en movimiento más que convirtiéndose previamente en capital, en medio de explotación de la fuerza humana de trabajo. Esta imprescindible calidad de capital de los medios de producción y de vida se alza como un espectro entre ellos y la clase obrera. Esta calidad es la que impide que se engranen la palanca material y la palanca personal de la producción; es la que no permite a los medios de producción funcionar ni a los obreros trabajar y vivir. De una parte, el modo capitalista de producción revela, pues, su propia incapacidad para seguir rigiendo sus fuerzas productivas. De otra parte, estas fuerzas productivas acucian con intensidad cada vez mayor a que se elimine la contradicción, a que se las redima de su condición de capital, a que se reconozca de hecho su carácter de fuerzas productivas sociales.
Es esta rebelión de las fuerzas de producción cada vez más imponentes, contra su calidad de capital, esta necesidad cada vez más imperiosa de que se reconozca su carácter social, la que obliga a la propia clase capitalista a tratarlas cada vez más abiertamente como fuerzas productivas sociales, en el grado en que ello es posible dentro de las relaciones capitalistas. Lo mismo los períodos de alta presión industrial, con su desmedida expansión del crédito, que el crac mismo, con el desmoronamiento de grandes empresas capitalistas, impulsan esa forma de socialización de grandes masas de medios de producción con que nos encontramos en las diversas categorías de sociedades anónimas. Algunos de estos medios de producción y de comunicación son ya de por sí tan gigantescos, que excluyen, como ocurre con los ferrocarriles, toda otra forma de explotación capitalista. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, ya no basta tampoco esta forma; los grandes productores nacionales de una rama industrial se unen para formar un trust, una agrupación encaminada a regular la producción; determinan la cantidad total que ha de producirse, se la reparten entre ellos e imponen de este modo un precio de venta fijado de antemano. Pero, como estos trusts se desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los negocios, empujan con ello a una socialización todavía más concentrada; toda la rama industrial se convierte en una sola gran sociedad anónima, y la competencia interior cede el puesto al monopolio interior de esta única sociedad; así sucedió ya en 1890 con la producción inglesa de álcalis, que en la actualidad, después de fusionarse todas las cuarenta y ocho grandes fábricas del país, es explotada por una sola sociedad con dirección única y un capital de 120 millones de marcos.
En los trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada y organizada de la futura sociedad socialista a punto de sobrevenir. Claro está que, por el momento, en provecho y beneficio de los capitalistas. Pero aquí la explotación se hace tan patente, que tiene forzosamente que derrumbarse. Ningún pueblo toleraría una producción dirigida por los trusts, una explotación tan descarada de la colectividad por una pequeña cuadrilla de cortadores de cupones. De un modo o de otro, con o sin trusts, el representante oficial de la sociedad capitalista, el Estado, tiene que acabar haciéndose cargo del mando de la producción -xxix[§§§§§§§]xxix[43]-. La necesidad a que responde esta transformación de ciertas empresas en propiedad del Estado empieza manifestándose en las grandes empresas de transportes y comunicaciones, tales como el correo, el telégrafo y los ferrocarriles.
A la par que las crisis revelan la incapacidad de la burguesía para seguir rigiendo las fuerzas productivas modernas, la transformación de las grandes empresas de producción y transporte en sociedades anónimas, trusts y en propiedad del Estado demuestra que la burguesía no es ya indispensable para el desempeño de estas funciones. Hoy, las funciones sociales del capitalista corren todas a cargo de empleados a sueldo, y toda la actividad social de aquél se reduce a cobrar sus rentas, cortar sus cupones y jugar en la Bolsa, donde los capitalistas de toda clase se arrebatan unos a otros sus capitales. Y si antes el modo capitalista de producción desplazaba a los obreros, ahora desplaza también a los capitalistas, arrinconándolos, igual que a los obreros, entre la población sobrante; aunque por ahora todavía no en el ejército industrial de reserva. Pero las fuerzas productivas no pierden su condición de capital al convertirse en propiedad de las sociedades anónimas y de los trusts o en propiedad del Estado. Por lo que a las sociedades anónimas y a los trusts se refiere, es palpablemente claro. Por su parte, el Estado moderno no es tampoco más que una organización creada por la sociedad burguesa para defender las condiciones exteriores generales del modo capitalista de producción contra los atentados, tanto de los obreros como de los capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, es el Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo ideal. Y cuantas más fuerzas productivas asuma en propiedad, tanto más se convertirá en capitalista colectivo y tanta mayor cantidad de ciudadanos explotará. Los obreros siguen siendo obreros asalariados, proletarios. La relación capitalista, lejos de abolirse con estas medidas, se agudiza, llega al extremo, a la cúspide. Mas, al llegar a la cúspide, se derrumba. La propiedad del Estado sobre las fuerzas productivas no es solución del conflicto, pero alberga ya en su seno el medio formal, el resorte para llegar a la solución.
Esta solución sólo puede estar en reconocer de un modo efectivo el carácter social de las fuerzas productivas modernas y por lo tanto en armonizar el modo de producción, de apropiación y de cambio con el carácter social de los medios de producción. Para esto, no hay más que un camino: que la sociedad, abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no admite otra dirección que la suya. Haciéndolo así, el carácter social de los medios de producción y de los productos, que hoy se vuelve contra los mismos productores, rompiendo periódicamente los cauces del modo de producción y de cambio, y que sólo puede imponerse con una fuerza y eficacia tan destructoras como el impulso ciego de las leyes naturales, será puesto en vigor con plena conciencia por los productores y se convertirá, de causa constante de perturbaciones y de cataclismos periódicos, en la palanca más poderosa de la producción misma.
Las fuerzas activas de la sociedad obran, mientras no las conocemos y contamos con ellas, exactamente lo mismo que las fuerzas de la naturaleza: de un modo ciego, violento,
destructor. Pero, una vez conocidas, tan pronto como se ha sabido comprender su acción, su tendencia y sus efectos, en nuestras manos está el supeditarlas cada vez más de lleno a nuestra voluntad y alcanzar por medio de ellas los fines propuestos. Tal es lo que ocurre, muy señaladamente, con las gigantescas fuerzas modernas de producción. Mientras nos resistamos obstinadamente a comprender su naturaleza y su carácter -y a esta comprensión se oponen el modo capitalista de producción y sus defensores-, estas fuerzas actuarán a pesar de nosotros, contra nosotros, y nos dominarán, como hemos puesto bien de relieve. En cambio, tan pronto como penetremos en su naturaleza, esas fuerzas, puestas en manos de los productores asociados, se convertirán, de tiranos demoníacos, en sumisas servidoras. Es la misma diferencia que hay entre el poder destructor de la electricidad en los rayos de la tormenta y la electricidad sujeta en el telégrafo y en el arco voltaico; la diferencia que hay entre el incendio y el fuego puesto al servicio del hombre. El día en que las fuerzas productivas de la sociedad moderna se sometan al régimen congruente con su naturaleza, por fin conocida, la anarquía social de la producción dejará el puesto a una reglamentación colectiva y organizada de la producción acorde con las necesidades de la sociedad y de cada individuo. Y el régimen capitalista de apropiación, en que el producto esclaviza primero a quien lo crea y luego a quien se lo apropia, será sustituido por el régimen de apropiación del producto que el carácter de los modernos medios de producción está reclamando: de una parte, apropiación directamente social, como medio para mantener y ampliar la producción; de otra parte, apropiación directamente individual, como medio de vida y de disfrute.
El modo capitalista de producción, al convertir más y más en proletarios a la inmensa mayoría de los individuos de cada país, crea la fuerza que, si no quiere perecer, está obligada a hacer esa revolución. Y, al forzar cada vez más la conversión en propiedad del Estado de los grandes medios socializados de producción, señala ya por sí mismo el camino por el que esa revolución ha de producirse. El proletariado toma en sus manos el poder del Estado y comienza por convertir los medios de producción en propiedad del Estado. Pero con este mismo acto se destruye a sí mismo como proletariado, y destruye toda diferencia y todo antagonismo de clases, y con ello mismo, el Estado como tal. La sociedad, que se había movido hasta el presente entre antagonismos de clase, ha necesitado del Estado, o sea, de una organización de la correspondiente clase explotadora para mantener las condiciones exteriores de producción, y, por tanto, particularmente, para mantener por la fuerza a la clase explotada en las condiciones de opresión (la esclavitud, la servidumbre o el vasallaje y el trabajo asalariado), determinadas por el modo de producción existente. El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo social visible; pero lo era sólo como Estado de la clase que en su época representaba a toda la sociedad: en la antigüedad era el Estado de los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media el de la nobleza feudal; en nuestros tiempos es el de la burguesía. Cuando el Estado se convierta finalmente en representante efectivo de toda la sociedad será por sí mismo superfluo. Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que mantener sometida; cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la lucha por la existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la producción, los choques y los excesos resultantes de esto, no habrá ya nada que reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión que es el Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de toda la sociedad: la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad, es a la par su último acto independiente como Estado. La intervención de la autoridad del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y cesará por sí misma. El gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no es «abolido»; se extingue. Partiendo de esto es como hay que juzgar el valor de esa frase del «Estado popular libre» en lo que toca a su justificación provisional como consigna de agitación y en lo que se refiere a su falta de fundamento científico. Partiendo de esto es también como debe ser considerada la reivindicación de los llamados anarquistas de que el Estado sea abolido de la noche a la mañana.
Desde que ha aparecido en la palestra de la historia el modo de producción capitalista ha habido individuos y sectas enteras ante quienes se ha proyectado más o menos vagamente, como ideal futuro, la apropiación de todos los medios de producción por la sociedad. Mas, para que esto fuese realizable, para que se convirtiese en una necesidad histórica, era menester que antes se diesen las condiciones efectivas para su realización. Para que este progreso, como todos los progresos sociales, sea viable, no basta con que la razón comprenda que la existencia de las clases es incompatible con los dictados de la justicia, de la igualdad, etc.; no basta con la mera voluntad de abolir estas clases, sino que son necesarias determinadas condiciones económicas nuevas. La división de la sociedad en una clase explotadora y otra explotada, una clase dominante y otra oprimida, era una consecuencia necesaria del anterior desarrollo incipiente de la producción. Mientras el trabajo global de la sociedad sólo rinde lo estrictamente indispensable para cubrir las necesidades más elementales de todos; mientras, por lo tanto, el trabajo absorbe todo el tiempo o casi todo el tiempo de la inmensa mayoría de los miembros de la sociedad, ésta se divide, necesariamente, en clases. Junto a la gran mayoría constreñida a no hacer más que llevar la carga del trabajo, se forma una clase eximida del trabajo directamente productivo y a cuyo cargo corren los asuntos generales de la sociedad: la dirección de los trabajos, los negocios públicos, la justicia, las ciencias, las artes, etc. Es, pues, la ley de la división del trabajo la que sirve de base a la división de la sociedad en clases. Lo cual no impide que esta división de la sociedad en clases se lleve a cabo por la violencia y el despojo, la astucia y el engaño; ni quiere decir que la clase dominante, una vez entronizada, se abstenga de consolidar su poderío a costa de la clase trabajadora, convirtiendo su papel social de dirección en una mayor explotación de las masas.
Vemos, pues, que la división de la sociedad en clases tiene su razón histórica de ser, pero sólo dentro de determinados límites de tiempo bajo determinadas condiciones sociales. Era condicionada por la insuficiencia de la producción, y será barrida cuando se desarrollen plenamente las modernas fuerzas productivas. En efecto, la abolición de las clases sociales presupone un grado histórico de desarrollo tal, que la existencia, no ya de esta o de aquella clase dominante concreta, sino de una clase dominante cualquiera que ella sea y, por tanto, de las mismas diferencias de clase, representa un anacronismo. Presupone, por consiguiente, un grado culminante en el desarrollo de la producción, en el que la apropiación de los medios de producción y de los productos y, por tanto, del poder político, del monopolio de la cultura y de la dirección espiritual por una determinada clase de la sociedad, no sólo se hayan hecho superfluos, sino que además constituyan económica, política e intelectualmente una barrera levantada ante el progreso. Pues bien; a este punto ya se ha llegado. Hoy, la bancarrota política e intelectual de la burguesía ya apenas es un secreto ni para ella misma, y su bancarrota económica es un fenómeno que se repite periódicamente de diez en diez años. En cada una de estas crisis, la sociedad se asfixia, ahogada por la masa de sus propias fuerzas productivas y de sus productos, a los que no puede aprovechar, y se enfrenta, impotente, con la absurda contradicción de que sus productores no tengan qué consumir, por falta precisamente de consumidores. La fuerza expansiva de los medios de producción rompe las ligaduras con que los sujeta el modo capitalista de producción. Esta liberación de los medios de producción es lo único que puede permitir el desarrollo ininterrumpido y cada vez más rápido de las fuerzas productivas, y con ello, el crecimiento prácticamente ilimitado de la producción. Mas no es esto solo. La apropiación social de los medios de producción no sólo arrolla los obstáculos artificiales que hoy se le oponen a la producción, sino que acaba también con el derroche y la asolación de fuerzas productivas y de productos, que es una de las consecuencias inevitables de la producción actual y que alcanza su punto de apogeo en las crisis. Además, al acabar con el necio derroche de lujo de las clases dominantes y de sus representantes políticos, pone en circulación para la colectividad toda una masa de medios de producción y de productos. Por vez primera, se da ahora, y se da de un modo efectivo, la posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad, por medio de un sistema de producción social, una existencia que, además de satisfacer plenamente y cada día con mayor holgura sus necesidades materiales, les garantiza el libre y completo desarrollo y ejercicio de sus capacidades físicas y espirituales. -xxix[********]-.
Al posesionarse la sociedad de los medios de producción, cesa la producción de mercancías, y con ella el imperio del producto sobre los productores. La anarquía reinante en el seno de la producción social deja el puesto a una organización armónica, proporcional y consciente. Cesa la lucha por la existencia individual y con ello, en cierto sentido, el hombre sale definitivamente del reino animal y se sobrepone a las condiciones animales de existencia, para someterse a condiciones de vida verdaderamente humanas. Las condiciones de vida que rodean al hombre y que hasta ahora le dominaban, se colocan, a partir de este instante, bajo su dominio y su control, y el hombre, al convertirse en dueño y señor de sus propias relaciones sociales, se convierte por primera vez en señor consciente y efectivo de la naturaleza. Las leyes de su propia actividad social, que hasta ahora se alzaban frente al hombre como leyes naturales, como poderes extraños que lo sometían a su imperio, son aplicadas ahora por él con pleno conocimiento de causa y, por tanto, sometidas a su poderío. La propia existencia social del hombre, que hasta aquí se le enfrentaba como algo impuesto por la naturaleza y la historia, es a partir de ahora obra libre suya. Los poderes objetivos y extraños que hasta ahora venían imperando en la historia se colocan bajo el control del hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a trazarse su historia con plena conciencia de lo que hace. Y, sólo desde entonces, las causas sociales puestas en acción por él, comienzan a producir predominantemente y cada vez en mayor medida los efectos apetecidos. Es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad.
* * *
Resumamos brevemente, para terminar, nuestra trayectoria de desarrollo:
I.- Sociedad medieval: Pequeña producción individual. Medios de producción adaptados al uso individual, y, por tanto, primitivos, torpes, mezquinos, de eficacia mínima. Producción para el consumo inmediato, ya del propio productor, ya de su señor feudal. Sólo en los casos en que queda un remanente de productos, después de cubrir ese consumo, se ofrece en venta y se lanza al intercambio. Por tanto, la producción de mercancías está aún en sus albores, pero encierra ya, en germen, la anarquía de la producción social.
II.- Revolución capitalista: Transformación de la industria, iniciada por medio de la cooperación simple y de la manufactura. Concentración de los medios de producción, hasta entonces dispersos, en grandes talleres, con lo que se convierten de medios de producción del individuo en medios de producción sociales, metamorfosis que no afecta, en general, a la forma del cambio. Quedan en pie las viejas formas de apropiación. Aparece el capitalista: en su calidad de propietario de los medios de producción, se apropia también de los productos y los convierte en mercancías. La producción se transforma en un acto social; el cambio y, con él, la apropiación siguen siendo actos individuales: el producto social es apropiado por el capitalista individual. Contradicción fundamental, de la que se derivan todas las contradicciones en que se mueve la sociedad actual y que pone de manifiesto claramente la gran industria.
A. El productor se separa de los medios de producción. El obrero se ve condenado a ser asalariado de por vida. Antítesis de burguesía y proletariado.
B. Relieve creciente y eficacia acentuada de las leyes que presiden la producción de mercancías. Competencia desenfrenada. Contradicción entre la organización social dentro de cada fábrica y la anarquía social en la producción total.
C. De una parte, perfeccionamiento de la maquinaria, que la competencia convierte en imperativo para cada fabricante y que equivale a un desplazamiento cada vez mayor de obreros: ejército industrial de reserva. De otra parte, extensión ilimitada de la producción, que la competencia impone también como norma coactiva a todos los fabricantes. Por ambos lados, un desarrollo inaudito de las fuerzas productivas, exceso de la oferta sobre la demanda, superproducción, abarrotamiento de los mercados, crisis cada diez años, círculo vicioso: superabundancia, aquí de medios de producción y de productos, y allá de obreros sin trabajo y sin medios
de vida. Pero estas dos palancas de la producción y del bienestar social no pueden combinarse porque la forma capitalista de la producción impide a las fuerzas productivas actuar y a los productos circular, a no ser que se conviertan previamente en capital, que es lo que precisamente les veda su propia superabundancia. La contradicción se exalta hasta convertirse en contrasentido: el modo de producción se rebela contra la forma de cambio. La burguesía se muestra incapaz para seguir rigiendo sus propias fuerzas sociales productivas.
D. Reconocimiento parcial del carácter social de las fuerzas productivas, arrancado a los propios capitalistas. Apropiación de los grandes organismos de producción y de transporte, primero por sociedades anónimas, luego por trusts, y más tarde por el Estado. La burguesía se revela como una clase superflua; todas sus funciones sociales son ejecutadas ahora por empleados a sueldo.
III.- Revolución proletaria, solución de las contradicciones: el proletariado toma el poder político, y, por medio de él, convierte en propiedad pública los medios sociales de producción, que se le escapan de las manos a la burguesía. Con este acto, redime los medios de producción de la condición de capital que hasta allí tenían y da a su carácter social plena libertad para imponerse. A partir de ahora es ya posible una producción social con arreglo a un plan trazado de antemano. El desarrollo de la producción convierte en un anacronismo la subsistencia de diversas clases sociales. A medida que desaparece la anarquía de la producción social languidece también la autoridad política del Estado. Los hombres, dueños por fin de su propia existencia social, se convierten en dueños de la naturaleza, en dueños de sí mismos, en hombres libres.
La realización de este acto que redimirá al mundo es la misión histórica del proletariado moderno. Y el socialismo científico, expresión teórica del movimiento proletario, es el llamado a investigar las condiciones históricas y, con ello, la naturaleza misma de este acto, infundiendo de este modo a la clase llamada a hacer esta revolución, a la clase hoy oprimida, la conciencia de las condiciones y de la naturaleza de su propia acción.
Escrito por F. Engels de enero de 1880 a la primera mitad de marzo del mismo año.
Publicado en la revista "La Revue socialiste", Nº 3, 4, 5, 20 de marzo, 20 de abril y 5 de mayo de 1880 y como folleto aparte en francés: F. Engels. «Socialisme utopiqueet socialisme scientifique», Paris, 1880.
Se publica de acuerdo con el texto de la edición alemana de 1891. Traducido del aleman.
.../...En principio consideramos conveniente reproducir el texto de La Marca y otros de Marx y Engels. Lo hemos sacado de la web"pedagogíaydialéctica.net ",...desde aquí les damos las gracias.../...
WWW.PEDAGOGIAYDIALECTICA.NET
Londres, 8 de diciembre de 1882
Para
comprender del todo el paralelo entre los germanos de Tácito y los pieles
rojas norteamericanos, he hecho algunos extractos de tu Bancroft. El parecido
es por cierto tanto más sorprendente por cuanto el método de producción es tan
fundamentalmente diferente: aquí, cazadores y pescadores sin ganadería ni
agricultura, allá pastores nómadas en tránsito a la agricultura. Ello demuestra
justamente cómo en esta etapa el tipo de producción es menos decisivo que el
grado en que, dentro de la tribu, se hayan disuelto los viejos lazos sanguíneos
y la primitiva comunidad sexual. De no ser así, los thlinkeets de la ex América
rusa no podrían ser la exacta contraparte de las tribus germánicas; y con mayor
razón tus iroqueses. Otro enigma resuelto en este libro es, que a pesar de que
las mujeres están recargadas con la mayor parte del trabajo, se les tiene gran
respeto. Además, he hallado la confirmación de mi sospecha de que el Jus
Primae Noctis [derecho a la primera noche] que se encuentra
originalmente entre los celtas y eslavos, es un resto de la antigua comunidad
sexual: subsiste en dos tribus muy distantes y de razas diferentes, para el
hechicero, en cuanto representante de la tribu. He aprendido mucho en este
libro, y en lo que respecta a las tribus germánicas tengo suficiente por ahora.
Dejo México y Perú para más adelante. He devuelto el libro de Bancroft, pero he
tomado el resto de las cosas de Maurer de todas las cuales dispongo ahora. Tuve
que revisarlas para redactar mi nota final sobre la Marca , que será bastante
extensa y con la cual todavía no estoy satisfecho a pesar de haber vuelto a
escribirla dos o tres veces. Después de todo, no es chiste resumir su origen,
florecimiento y decadencia en ocho o diez páginas. Si tengo tiempo te la
enviaré para que me des tu opinión. En cuanto a mí, me será agradable
desembarazarme de esto y volver a las ciencias naturales.
Es
gracioso ver cómo surgió la concepción de lo sagrado en los llamados pueblos
primitivos. Lo que es originalmente sagrado es lo que conservamos del reino
animal: lo bestial; las «leyes humanas» son una abominación tan grande en
relación a esto como lo son respecto del evangelio de la ley divina.
Londres, 15 de diciembre de 1882
Acompaño
el apéndice sobre la Marca. Ten la bondad
de devolvérmelo el domingo, para que pueda revisarlo el lunes (no pude terminar
hoy la revisión final).
Creo
que la opinión que aquí expongo, acerca de las condiciones del campesinado en la Edad Media y el surgimiento
de una segunda servidumbre a partir
de mediados del siglo XV, es en conjunto incontrovertible. He confrontado
todos los pasajes principales con Maurer, hallando apoyadas y más, con pruebas, casi todas las afirmaciones que hago en
el artículo, mientras que algunas de ellas son exactamente opuestas a las de
Maurer, pero o bien éste no da pruebas o se refiere a un período del que no se
trata. Esto se aplica en particular a la Fronhofe
[tierras sometidas a servidumbre feudal], Vol. IV, conclusión. Estas
contradicciones surgen en Maurer: 1)
de su hábito de juntar pruebas y ejemplos correspondientes a todos los
períodos; 2) de los remanentes de su
inclinación legalista, la que siempre se abre camino cuando se trata de
entender un proceso; 3) de su descuido por la función
desempeñada por la fuerza, y 4) de su prejuicio iluminista, de que a
partir de la noche medieval debe
seguramente haber tenido lugar un continuo progreso hacia cosas mejores (lo
que le impide ver, no sólo el carácter contradictorio del progreso real, sino
también los retrocesos particulares).
Verás
que mi escrito no es en modo alguno de una pieza, sino un trabajo de remendón.
El primer borrador era todo de una pieza, pero desgraciadamente incorrecto.
Dominé la documentación sólo por grados, y esta es la razón por la cual está
hecho a pedazos.
Incidentalmente,
la reintroducción general de la servidumbre fue una de las razones por la cual
no pudo desarrollarse industria alguna en Alemania en los siglos XVII y XVIII.
En primer lugar, estaba la división invertida del trabajo entre las guildas;
la opuesta que en la manufactura. El trabajo se dividía entre las guildas, en lugar de dividirse dentro del taller. En
Inglaterra, en esta etapa, se produjo una migración hacia el territorio
exterior a la guilda; pero en
Alemania esto fue impedido por la transformación de la población rural y de los
habitantes de las villas de mercados agrícolas en siervos. Pero esto terminó
por provocar también el colapso final del comercio de guildas, tan pronto como surgió la competencia de la manufactura
extranjera. Aquí no me referiré a las demás razones que, combinadas con ésta,
mantuvieron el atraso de la manufactura alemana.
(…)
Londres, 15 de diciembre de 1882
El
punto acerca de la desaparición total de la servidumbre —legal o realmente— en
los siglos XIII y XIV es para mí el más importante, porque anteriormente tú
expresaste una opinión diferente. En la región de la margen derecha del Elba,
la colonización demuestra que los campesinos alemanes eran libres. Maurer admite que, en Schleswig-Holstein, en
aquella época «todos» los campesinos habían recobrado su libertad (quizá
después del siglo XIV). También admite que en el sur de Alemania fue justamente
en este período que fueron mejor tratados los siervos. En la baja Sajonia
sucedió más o menos lo mismo (por ejemplo los nuevos Meier [arrendatarios] que en realidad eran enfiteutas[1]). Se
opone a la opinión de Kindlinger, según la cual la servidumbre surgió en el siglo XVI. Pero el que después
de esto haya sido nuevamente reforzada, apareciendo en una segunda edición, me
parece indudable. Meitzen da la fecha en que vuelven a ser mencionados los
siervos en Prusia oriental, Brandeburgo y Silesia: mediados del siglo XVI;
Hanssen da lo mismo para Schleswig-Holstein. Al denominar a ésta una forma más suave de la servidumbre, Maurer tiene
razón si se la compara con la de los siglos X y XI, en que todavía seguía la
antigua esclavitud germánica, y también comparada con los poderes legales que
tenía entonces y siguió teniendo más tarde el señor —según los Libros de
derecho del siglo XIII— sobre sus siervos. Pero comparada con la situación real
de los campesinos en los siglos XIII y XIV y, en Alemania del Norte, en el XV,
la nueva servidumbre no fue otra cosa que un alivio. ¡Especialmente después de
la guerra de los Treinta Años! También es significativo que, mientras en la Edad Media los grados
de servitud y servidumbre son innumerables —al punto de que Der
Sachsenspiegel abandona todo intento de hablar de egenlüde Recht [Derecho
sobre los siervos]— los mismos se simplifican notablemente después de la guerra
de los Treinta Años.
(…)
Londres, 22 de diciembre de 1882
Estoy
contento de que en lo que respecta a la historia de la servidumbre hayamos «procedido
de acuerdo», como se dice en el lenguaje de los negocios. Es seguro que, la
servidumbre y la prestación de servicios, no son una forma exclusiva del
Medioevo feudal; las encontramos en todas o casi todas partes donde los
conquistadores hacen que los antiguos habitantes cultiven la tierra (vg. en
Tesalia, en la remota antigüedad). Este hecho me ha conducido a error a mí y a
muchos otros en lo que respecta a la servidumbre en la Edad Media ; se estaba
demasiado inclinado a fundarla simplemente sobre la conquista, la que todo lo
tornaba tan claro y fácil. Véase, entre otros, a Thierry.
La
situación de los cristianos en Turquía durante la culminación del viejo sistema
semifeudal turco fue algo parecida.
(…)
En
un país como Alemania, en que una buena cantidad de la población vive de la
agricultura, es necesario que los trabajadores socialistas y por su intermedio
los campesinos, sepan cómo el actual sistema de propiedad rural —tanto la de
vasta como la de pequeña extensión— ha surgido. Es necesario confrontar la
miseria de los trabajadores agrícolas de la época presente y la servidumbre
hipotecaria de los pequeños campesinos, con la antigua propiedad común de
hombres libres en lo que era entonces en verdad su «patria», la libre posesión
de todo en virtud de la herencia.
Presentaré,
en consecuencia, un breve boceto histórico de las condiciones agrarias
primitivas de las tribus germanas. Unos pocos trazos de éstas han sobrevivido
hasta nuestro tiempo, pero a través de toda la Edad Media sirvieron
como base y tipo de todas las instituciones públicas, y afectaron al conjunto
de la vida pública, no sólo en Alemania, sino también en el norte de Francia,
en Inglaterra y Escandinavia. Y, con todo, han sido tan completamente
olvidadas, que recientemente G. L. Maurer tuvo que descubrir su real
importancia.
Dos
hechos fundamentales, que surgieron espontáneamente, gobiernan la historia
primitiva de todas, o casi todas las naciones: el agrupamiento de la gente de
acuerdo al parentesco y la propiedad primitiva del suelo. Y así ocurrió entre
los alemanes. Como trajeron desde Asia el método de agrupamiento por tribus y gens, ya en el tiempo de los romanos
dispusieron su orden de batalla de tal manera que los emparentados entre sí permanecieran
siempre hombro a hombro, este agrupamiento rigió también la partición de su
nuevo territorio al este del Rin y al norte del Danubio. Cada tribu se asentó
en la nueva posesión, no de acuerdo a la fantasía o el azar, sino, como lo
declara expresamente César, según las relaciones de gens entre los miembros de la tribu. Un área particular fue
asignada a cada uno de los grupos mayores estrechamente emparentados, y sobre
ésta, a su vez, las gens
individuales, incluyendo cada una un cierto número de familias, se radicaron en
aldeas. Un número de aldeas aliadas formaban una centena (hundred, en antiguo alemán hantari, en antiguo escandinavo heradh). Un número de centenas formaba un gau o condado. La suma total de
los condados era el pueblo mismo.
La
tierra que no era tomada en posesión por la aldea quedaba a disposición de la
centena. Lo que no era asignado a ésta quedaba para el condado. Toda la tierra
que aún no se había distribuido —generalmente una vastísima extensión—
constituía la posesión inmediata del pueblo entero. Es así que en Suecia
hallamos la coexistencia de todos estos estadios de la propiedad en común.
Cada pueblo tenía su tierra común (bys
almänningar), y después de ésta estaba la tierra común de la
centena (harads), las
tierras comunes del condado (lanas)
y finalmente la tierra común del pueblo. Esta última, cuya pertenencia se
atribuía al rey como representante de toda la nación, era llamada por eso Konungs almänningar. Pero
todas éstas, incluso las tierras reales, eran llamadas, sin distinción, almänningar, tierra
común.
Esta
antigua distribución sueca de la tierra común, con su diminuta subdivisión,
corresponde evidentemente a un estadio posterior del desarrollo. Si realmente
alguna vez existió en Alemania, desapareció rápidamente. El rápido incremento
de la población condujo al establecimiento de una cantidad de aldeas hijas en
la marca, es decir, en la vasta extensión de tierra asignada a cada
aldea madre individual. Estas aldeas hijas formaban una sola asociación de
marca con la aldea madre, sobre la base de derechos iguales o restringidos. De
ahí que hallemos por doquier en Alemania, cuando la indagación se remonta al
pasado, un número más grande o más pequeño de aldeas unidas en una asociación
de marca. Pero estas asociaciones estaban, por lo menos al principio,
sometidas a las grandes federaciones de marcas de la centena, o del condado. Y,
finalmente, el pueblo, como un todo, originariamente formaba una sola
asociación de marca, no sólo para la administración de la tierra que quedaba en
posesión inmediata del pueblo, sino también como una corte suprema sobre las
marcas locales subordinadas.
Hasta
el tiempo en que el reino de los francos sometió a la Alemania del este del
Rin, el centro de gravedad de la asociación de marca parece haber estado en el gau o condado; el condado
parece haber sido la unidad de la asociación de marca. Porque solamente según
esta suposición resulta explicable que después de la división oficial del
reino, tantas marcas extensas y antiguas reaparezcan como condados. Luego
pronto comenzó la decadencia de las antiguas marcas extensas. Con todo, incluso
en el código conocido como Kaiserrecht,
el «Derecho del Emperador» de los siglos XIII y XIV, por regla general una
marca incluye a seis o doce aldeas.
En
tiempos de César por lo menos una gran parte de los alemanes, a saber, los
suevos, que aún no se habían establecido de manera fija, cultivaban sus tierras
en común. Por analogía con otros pueblos podemos dar por cierto que esto se
hacía de manera que las gens individuales, cada
una de las cuales incluía una cantidad de familias estrechamente emparentadas,
cultivaba en común la tierra que les fuera asignada, que era cambiada de un
año a otro, y dividían los productos entre las familias. Pero después que los
suevos, hacia los comienzos de nuestra era, se hubieron establecido en sus
nuevos dominios, este sistema cesó rápidamente. De todos modos, Tácito (ciento
cincuenta años después de César), sólo menciona el cultivo del suelo por
familias individuales. Pero la tierra de cultivo sólo les pertenecía a éstas
durante un año. Cada año era nuevamente dividida y redistribuida.
La
manera como esto se hacía puede verse aún en la época presente en el Mosela y
en el Hockwald, en las llamadas Gehoferschaften.
Allí el total de la tierra bajo cultivo —arable y de pastoreo—, aunque no
cada año, sino cada tres, seis, nueve o doce, es restituido y parcelada
después en una cantidad de Gewann
o área, de acuerdo a la situación y las cualidades del suelo. Cada Gewann
es dividido a su vez en tantas partes iguales —franjas largas y angostas—
como solicitantes hay en la asociación.
Estas
son divididas por sorteo entre los miembros, de modo que cada uno de ellos
recibe una porción igual en cada Gewann.
En la época presente las particiones se han tornado desiguales por las
divisiones entre herederos, las ventas, etcétera; para el total de la
participación antigua aún provee de la unidad que determina la mitad, un cuarto
o un octavo de las participaciones. La tierra inculta, los bosques y los campos
de pastoreo, constituyen todavía una posesión común para el uso común. El
mismo sistema primitivo prevaleció hasta comienzos de este siglo en las
llamadas asignaciones por sorteo (Loosgüter)
del palatinado del Rin en Bavaria, cuyos cultivos han pasado desde entonces
a ser propiedad privada individual. Las Gehoferschaften
encuentran también cada vez más conveniente abandonar como anticuada la
práctica de la redistribución periódica y transformar la propiedad cambiante
por la propiedad privada estable. De este modo, la mayor parte de aquéllas, si
no todas, han desaparecido durante los últimos cuarenta años, para ceder su
lugar a las aldeas con campesinos propietarios que utilizan en común los
bosques y las tierras de pastoreo.
La
primera porción de tierra que pasó a ser propiedad privada de los individuos,
fue aquella en que se levantaba la casa. La inviolabilidad de la morada, esa
base de toda libertad personal, fue transferida de la caravana de las tiendas
nómadas a la choza del labriego radicado, y gradualmente se transformó en un
derecho completo de propiedad en la heredad. Esto había ocurrido ya hacia el
tiempo de Tácito. La heredad del germano libre, ya entonces debió haber sido
excluida de la marca, resultando así inaccesible a sus funcionarios, un lugar
seguro de refugio para los fugitivos, como lo hallamos descrito en las
regulaciones de las marcas de épocas posteriores, y, en cierta medida, incluso
en las leyes Barbarorum, las
codificaciones del derecho consuetudinario tribal de los germanos, redactadas
desde el siglo V al VIII. Porque la santidad de la morada no fue el efecto sino
la causa de su transformación en propiedad privada.
Cuatrocientos
o quinientos años después de Tácito, de acuerdo a los mismos textos jurídicos,
las tierras de cultivo eran también la propiedad hereditaria, aunque no
absoluta, de los campesinos individuales, que tenían el derecho de disponer de
ella para la venta o cualquier otro medio de transferencia. Las causas de esta
transformación, hasta donde nosotros podemos alcanzar a descubrirlas, son de
dos clases.
En
primer término, desde el comienzo hubo en Alemania, a la par de las compactas
aldeas ya descritas, otras en que, aparte de las heredades, los campos también
eran excluidos de la comunidad, y eran parcelados entre los campesinos
individuales como propiedad hereditaria. Pero esto ocurría solamente ahí donde
la naturaleza del lugar, por así decirlo lo imponía: en angostos valles, y en
estrechas y planas elevaciones entre pantanos, como en Westfalia;
posteriormente, en el Odenwald, y en casi todos los valles alpinos. En estos
lugares la aldea consistía, como ahora, de moradas individuales dispersas,
circundada cada una del campo que le correspondía. Una redistribución periódica
de las tierras de cultivo resultaba en estos casos casi imposible, y de esta
manera solamente quedaba dentro de la marca la tierra inculta circundante.
Cuando, posteriormente, el derecho a disponer de la heredad por transferencia
a una tercera persona adquirió importancia, aquellos que eran propietarios
libres de sus campos se hallaron en una posición ventajosa. El deseo de
alcanzar estas ventajas puede haber inducido a que en muchas de las aldeas en
que subsistía el sistema de la propiedad común de la tierra, se abandonara el
sistema consuetudinario de la partición y se transformaran las participaciones
individuales de los miembros en propiedad absoluta hereditaria y transferible.
Pero,
en segundo lugar la conquista llevó a los germanos a territorio romano, donde,
durante siglos, el suelo había sido propiedad privada (la propiedad ilimitada
del derecho romano) y donde el pequeño número de conquistadores posiblemente no
pudiera extirpar del todo una forma de propiedad tan profundamente arraigada.
La conexión de la propiedad privada hereditaria en campos y praderas con el
derecho romano, por lo menos en territorio que había sido romano, está respaldada
por el hecho de que los restos de propiedad común en las tierras de cultivo que
han subsistido hasta nuestro tiempo, han de hallarse en la margen izquierda del
Rin —es decir, en territorio conquistado, pero enteramente germanizado—. Cuando
los francos se establecieron allí durante el siglo V, la propiedad común de los
campos debió existir aún entre ellos, porque de no ser así no hallaríamos en
esa región los Gehöferschaften y
los Loosgüter. Pero
también ahí se impuso pronto la propiedad privada, porque aquella forma de
propiedad sólo la hallamos mencionada, en lo que a las tierras de cultivo se
refiere, en la ley ripariana del siglo VI. Y en el interior de Alemania, como
he dicho, la tierra cultivada pronto se convirtió también en propiedad privada.
Pero
si los conquistadores alemanes adoptaron la propiedad privada en campos de
cultivo y de pastoreo —es decir, que renunciaron, cuando la primera división de
la tierra, o poco después, a cualquier repartición (porque no era más que
esto)—, introdujeron por doquier, en cambio, su sistema germano de la marca,
con la posesión en común de bosques y praderas, conjuntamente con el dominio
superior de la marca en lo que respecta a la tierra repartida. Esto ocurrió no
solamente entre los francos al norte de Francia y los anglosajones en
Inglaterra sino también entre los burgundios en la Francia oriental, los
visigodos al sur de Francia y España, y los ostrogodos y lombardos en Italia.
En los países nombrados en último término, sin embargo, por lo que se sabe, los
rastros del gobierno de marca han perdurado hasta la época presente casi
exclusivamente en las regiones montañosas más elevadas.
La
forma que el gobierno de marca asume después de la partición periódica de la
tierra cultivada, caída en desuso, es la que ahora se nos presenta solamente en
los antiguos códigos populares de los siglos V, VI, VII y VIII, sino también en
los ecódigos ingleses y escandinavos de la Edad Media , y en las
numerosas regulaciones de marca (las llamadas Weisthümer) desde el siglo XV hasta el XVII, y en las
leyes consuetudinarias (coutumes) del norte de Francia.
Si
bien la asociación de la marca renunció a su derecho de volver a repartir,
periódicamente, los campos y las praderas, no cedió ni uno solo de sus otros
derechos sobre estas tierras. Y estos derechos eran muy importantes. La
asociación sólo había transferido sus campos a individuos con vistas a que
fueran empleados como tierras de cultivo y de pastoreo, y solamente con este
propósito. Aparte de esto, el propietario individual no tenía ningún otro
derecho. En consecuencia, los tesoros que se hallaran en la tierra, si estaban a
una profundidad mayor que la que alcanza la reja del arado, no le pertenecían
a él, sino a la comunidad. Lo mismo ocurría con la excavación en busca de
minerales, etcétera. Todos estos derechos fueron escamoteados después por los
príncipes y terratenientes para su propio provecho.
Pero,
además, el empleo de los tierras de cultivo y de pastoreo estaba sometido a la
supervisión y dirección de la comunidad, en la forma siguiente: Dondequiera
predominase la cultura rural en tres campos —y éste era el sistema casi
universal— el total del área cultivada de la aldea era dividida en tres partes
iguales, cada una de las cuales era sembrada alternativamente un año con
cultivos de invierno, el segundo con cultivos de verano, y el tercero era
dejado en barbecho. De este modo la aldea tenía cada año el campo de invierno,
el de verano y el de barbecho. En la repartición de la tierra se cuidaba de que
la parte de cada miembro estuviese compuesta de partes iguales de cada uno de
los tres campos, de modo que cada uno, sin ninguna dificultad, pudiera acomodarse
a las regulaciones de la comunidad, de acuerdo a las cuales sólo habría de
sembrar semillas de otoño en su campo de invierno, etcétera.
El
campo al cual le había llegado el turno de quedar en barbecho volvía, durante
ese período, a la propiedad común, y servía a la comunidad en general como
dehesa. Y tan pronto los otros dos campos eran segados, volvían igualmente a la
propiedad común hasta la época de la siembra, y eran empleados como
apacentaderos comunes. Lo mismo ocurría con los cultivos forrajeros después de
haber sido segados. Los propietarios tenían que levantar todos los cercos de
los campos dedicados al pastoreo. Este sistema de pastoreo obligatorio, por
supuesto, hacía necesario que la época de la casa o de los corrales, o la
porción de la marca que había sido siembra y de la cosecha no quedaran
libradas al criterio del individuo, sino que todo ello fuera fijado para todos
por la comunidad o la costumbre.
Cualquier
otra tierra, es decir todo lo que no fuera en el lugar distribuido entre los
individuos, seguía siendo como en épocas pasadas, propiedad común para el uso
común: bosques, campos de pastoreo, brezales, páramos, ríos, lagunas, lagos,
caminos, puentes, zonas de caza y de pesca. Así como todos los miembros tenían
una participación igual en la parte de la marca que era distribuida, así
también tenían derechos comunes en cuanto al uso de la «marca común». La
naturaleza de este uso estaba determinada por los miembros de la comunidad en
su conjunto. También lo era el modo de partición, si el suelo que había sido
cultivado ya no bastaba, y una porción de la marca común era sometida al
cultivo. El uso principal de la marca común consistía en el pastoreo del ganado
y en la alimentación de los cerdos con bellotas. Además el bosque proveía de
leña y maderas de construcción, carnadas para los animales, bayas y hongos,
mientras que la ciénaga, donde existía suministraba su turba. Las regulaciones
en lo que concierne a las pasturas, al empleo de las maderas, etcétera,
constituyen la mayor parte de los numerosos documentos relativos a las marcas
redactados en diversas épocas entre los siglos XII y XIII, cuando la
antigua ley consuetudinaria comenzó a ser discutida. Los bosques comunes que
todavía se encuentran por aquí y por allá son los restos de esas antiguas
marcas no repartidas. Otro vestigio, por lo menos en el oeste y en el sur de
Alemania, es la idea, profundamente arraigada en la conciencia popular, de que
la floresta debería ser una propiedad común, donde todos puedan recoger
flores, bayas, setas, nueces, etcétera, y en general, en tanto no hagan ningún
daño, puedan hacer lo que les venga en gana. Pero también esto lo arregla
Bismarck y con su famosa legislación sobre las bayas reduce las provincias del
oeste al nivel del antiguo gobierno de hacendados prusianos.
De
igual modo que los miembros de la comunidad tuvieron originariamente igual
participación en el suelo e iguales derechos de usufructo, así también tuvieron
igual parte en la legislación, la administración y la jurisdicción dentro de
la marca. En épocas fijas y, si era necesario, con mayor frecuencia, se reunían
al aire libre para discutir las cuestiones de la marca y para juzgar sobre
quebrantamientos a las regulaciones y sobre disputas concernientes a la marca.
Era, nada más que en miniatura, la primitiva asamblea del pueblo germano, que
originariamente no fue otra cosa sino una gran asamblea de la marca. Se
elaboraba leyes, pero sólo en raros casos de necesidad. Se elegía funcionarios,
se examinaba su conducta en los cargos, pero principalmente ejercía funciones
judiciales. El presidente sólo tenía que formular las preguntas. La sentencia
era dictada por el conjunto de los miembros presentes.
El
derecho consuetudinario de la marca fue, en los tiempos primitivos, casi el
único derecho público de las tribus germanas que carecían de rey; la antigua
nobleza tribal, que desapareció durante la conquista del Imperio Romano, o poco
después, se acomodó fácilmente a esta constitución primitiva, tan fácilmente
como a todos los otros productos espontáneos de la época, de igual modo que la
nobleza de clan celta, incluso en época tan avanzada como el siglo XVII se
adaptó a la propiedad común del suelo en Irlanda. Y esta ley consuetudinaria ha
echado raíces tan profundas en todos los aspectos de la vida de los germanos,
que a cada paso hallamos rastros de ella en el desarrollo histórico de nuestro
pueblo. En épocas primitivas, toda la autoridad pública en tiempos de paz era
exclusivamente judicial, y descansaba en la asamblea popular de la centena, el
condado, o de toda la tribu. Pero este tribunal popular era solamente el
tribunal popular de la marca adaptado a casos que no concernían puramente a
ésta, sino que caían dentro de la esfera de la autoridad pública. Incluso
cuando los reyes francos comenzaron a transformar los condados autogobernados
en provincias cuyo gobierno ejercían delegados reales, y separaron así a las
cortes reales de condado de los tribunales de marca, en ambos casos la función
judicial quedó en manos del pueblo. Fue sólo después que la libertad
democrática hubo sido socavada durante largo tiempo, cuando la asistencia a las
asambleas y los tribunales públicos se convirtió en una pesada carga para los
empobrecidos ciudadanos, cuando Carlomagno, en sus tribunales de condado, pudo
introducir el juicio mediante Schöffen,
asesores seculares, designados por el magisterio real, en lugar del juicio
por toda la asamblea popular[3]. Pero
esto no afectó seriamente a los tribunales de la marca. Estos, por el
contrario, siguieron siendo incluso el modelo de los tribunales feudales de la Edad Media. En éstos,
también el señor feudal sólo declaraba cuáles eran los puntos en disputa,
mientras que los vasallos mismos dictaban el veredicto. Las instituciones que
gobiernan una aldea durante la
Edad Media no son más que las de una marca de una aldea
independiente, y pasaban a ser las de una ciudad en cuanto aquélla se
transformaba en ciudad, es decir, cuando era fortificada con muros y fosos. Todas
las constituciones posteriores de las ciudades se han desarrollado partiendo de
estas originarias regulaciones urbanas de marca. Y, finalmente, de la asamblea
de la marca fueron copiadas las disposiciones de las innumerables asociaciones
libres de los tiempos medievales no basadas en la propiedad común de la tierra,
y especialmente las de las guildas libres. Los derechos conferidos a la guilda
para el ejercicio exclusivo de un oficio particular, eran considerados
exactamente como si fueran derechos existentes dentro de una marca común. Con
el mismo celo, a menudo precisamente con los mismos medios en las guildas que en la marca,
se cuidaba de que la participación de todos los miembros en los beneficios y
las ventas comunes fueran iguales, o todo lo parejos que fuera posible.
Todo
esto demuestra que la organización de la marca ha poseído una capacidad casi
maravillosa de adaptación a las ramas más diferentes de la vida pública y a los
más diversos fines. Las mismas cualidades manifestó durante el desarrollo progresivo
de la agricultura y en la lucha de los campesinos frente al avance de la
propiedad rural en gran escala. Había surgido con la radicación de los germanos
en la Magna Germania ,
es decir, en el tiempo en que la cría de ganado era el principal medio de
vida., y cuando la rudimentaria y semi olvidada agricultura que habían traído
del Asia recién acababa de ser puesta en práctica nuevamente. Defendió
gallardamente su existencia durante toda la Edad Media en violentos
e incesantes conflictos con la nobleza terrateniente. Pero constituía todavía
una necesidad tal que, aun cuando los nobles se hubieran apropiado de la tierra
de los campesinos, las villas habitadas por estos campesinos, ahora
convertidos en siervos, o en el mejor de los casos en coloni o arrendatarios dependientes, no dejaban de
organizarse según los lineamientos de la antigua marca, a despecho de las
intrusiones constantemente crecientes de los señores de los feudos. Más
adelante daremos un ejemplo de esto. Se adoptó a las formas más diferentes de
propiedad de la tierra cultivada, en tanto se les dejara todavía una porción
comunal inculta, y de igual manera a las más diferentes leyes de propiedad en
la marca común, tan pronto ésta dejaba de ser la propiedad libre de la
comunidad. Se extinguió cuando la casi totalidad de las tierras campesinas,
tanto las privadas como las comunes, había sido escamoteada por los nobles y
los clérigos, con la ayuda prestada de buena gana por los príncipes. Pero
sólo se tornó económicamente anticuada e incapaz de perdurar como la
organización social prevaleciente en la agricultura, cuando los grandes progresos
en la labranza durante los cien años pasados hicieron de la agricultura una
ciencia y condujeron a sistemas enteramente nuevos en su práctica.
El
socavamiento de la organización de la marca comenzó poco después de la
conquista del Imperio Romano. Como representantes de la nación, los reyes
francos tomaron posesión de los inmensos territorios que pertenecían al pueblo
en su conjunto, especialmente las florestas, a fin de repartirlas
generosamente como presentes entre sus cortesanos, sus generales, sus obispos y
abades. De este modo consolidaron las que habrían de ser después las grandes
propiedades rurales de los nobles y la Iglesia. Mucho
antes de la época de Carlomagno, la
Igle sia tenía una buena tercera parte de todo el territorio
de Francia, y es cosa sabida que, durante la Edad Media , esta
proporción rigió generalmente en toda la Europa occidental católica.
Las
constantes guerras, internas y externas, cuyas consecuencias regulares eran
las confiscaciones de tierras, arruinaron a un gran número de campesinos, hasta
el punto de que durante la dinastía merovingia había muchísimos hombres libres
que no poseían la menor porción de tierra. Las incesantes guerras de
Carlomagno derrumbaron la estructura del campesinado libre. Originariamente
cada propietario estaba sometido a deberes militares, y no sólo debía costearse
su equipo, sino que tenía que mantenerse bajo las armas durante seis meses. No
sorprende por eso que incluso en el tiempo de Carlomagno apenas pudiera
disponerse de un hombre por cada cinco para el servicio. Bajo el caótico
gobierno de sus sucesores, la libertad de los campesinos decayó más rápidamente
aún. Por una parte, los saqueos de las invasiones de los nórdicos, las eternas
guerras entre los reyes y las contiendas entre los nobles obligaron a los campesinos
libres a buscar uno tras otro la protección de algún señor. Por otra parte, la
codicia de estos mismos señores y de la Iglesia aceleró este proceso mediante el fraude,
las promesas, las amenazas, la violencia, fue cada vez mayor el número de
campesinos y tierras de campesinos sometidos a su dominación. En ambos casos la
tierra de los campesinos fue agregada al feudo del señor y, en el mejor de los
casos, les fue restituida a cambio de tributos y servicios. De este modo el
campesino, de propietario libre de la tierra, fue reducido a una situación de
dependencia que le imponía el pago de tributos y la prestación de servicios.
Esto ocurrió en el reino franco del oeste, especialmente al oeste del Rin. Al
este del Rin, en cambio, un vasto número de campesinos aún se resistían al
despojo, viviendo en su mayor parte dispersos, uniéndose ocasionalmente en
aldeas compuestas exclusivamente de hombres libres. Pero incluso ahí, durante
los siglos X, XI y XII, el poderío abrumador de los nobles y la Iglesia siguió reduciendo
un número cada vez mayor de campesinos a la servidumbre.
Cuando
un gran terrateniente —clerical o laico— se apoderaba de la propiedad de un
campesino, adquiría junto con ella, al mismo tiempo los derechos que dentro de
la marca correspondían a la propiedad. Los nuevos terratenientes se hicieron
así miembros de la marca y, dentro de ésta, eran contemplados, originalmente,
en un pie de igualdad con los otros miembros, ya fueran hombres libres o
siervos, aun cuando se tratara de sus propios vasallos. Pero pronto a despecho
de la encarnizada resistencia de los campesinos, los señores adquirieron en
muchas partes privilegios especiales dentro de la marca, y a menudo se hallaron
en condiciones de someterla totalmente a su dominación como señores del feudo.
Con todo, la antigua organización de la marca continuó, aunque ahora sometida
al gobierno y a los abusos del señor del feudo.
Hasta
qué punto era absolutamente necesaria la constitución de la marca para la
agricultura, incluso la de grandes haciendas, está demostrado de la manera más
notable por la colonización de Brandenburgo y Silesia por los pobladores
frisios y sajones, y por pobladores de los Países Bajos y las riberas francas
del Rin. Desde el siglo XII la gente se radicó en las aldeas, en las tierras de
los señores de acuerdo al derecho germano, es decir, según la antigua ley de la
marca, en tanto era válida aún en los feudos pertenecientes a señores. Todo
hombre tenía una casa y una heredad, una participación en los campos de la
aldea, determinada según el antiguo método del sorteo, y el derecho a
usufructuar las maderas y los terrenos de pastoreo, generalmente en los bosques
del señor del feudo, y en casos menos frecuentes en una marca especial. Estos
derechos eran hereditarios. El pago primario de la tierra seguía perteneciendo
al señor feudal, a quien los colonos debían ciertos tributos y servicios
hereditarios. Pero estas obligaciones eran tan moderadas, que la situación de
los campesinos eran mejor allí que en cualquier otra parte de Alemania. En
consecuencia, se quedaron de brazos cruzados cuando estalló la guerra
campesina. Por esta apostasía a su propia causa fueron severamente castigados.
Hacia
mediados del siglo XIII se produjo por todas partes un cambio decisivo en favor
de los campesinos. Las cruzadas habían preparado el camino para ello. Muchos
de los señores, cuando partieron para el este, explícitamente dieron la
libertad a sus siervos campesinos. Otros fueron muertos o jamás regresaron.
Desaparecieron centenares de nobles familias, cuyos siervos campesinos
frecuentemente ganaron su libertad. Por otra parte, como las necesidades de los
terratenientes aumentaron, la pretensión sobre los pagos en especie y servicios
de los campesinos se tornó mucho más importante que la ejercida sobre sus
personas. La servidumbre de los principios de la Edad Media , que aún
contenía mucho de esclavitud, daba a los señores derechos que constantemente
iban perdiendo su valor; gradualmente desapareció, de modo que la situación de
los siervos se transformó en la de simples arrendatarios hereditarios. Como el
método de cultivo de la tierra seguía siendo exactamente igual al de épocas
pasadas, un aumento en los ingresos del señor del feudo sólo podía ser obtenido
labrando nuevas tierras, fundando nuevas aldeas. Pero esto sólo resultaba
posible mediante un amistoso acuerdo con los colonos, ya pertenecieran a la
propiedad o fueran extranjeros. Por este motivo, en los documentos de ese
tiempo, hallamos una clara determinación y una escala moderada en lo que a los
deberes de los campesinos se refiere, y un buen tratamiento para con éstos,
especialmente de parte de los terratenientes espirituales. Y, finalmente, la
situación favorable de los nuevos colonos influyó a su vez sobre la condición
de sus vecinos, los siervos, de modo que también éstos, en todo el norte de
Alemania, si bien continuaron con sus servicios para el señor del feudo,
recibieron su libertad personal. Solamente los campesinos eslavos y lituanos
no eran libres. Pero esto no había de durar.
Durante
los siglos XIV y XV las ciudades surgieron rápidamente y con igual rapidez se
enriquecieron. Su artesanado artístico, su vida de lujo, prosperó y floreció,
especialmente en el sur de Alemania y sobre el Rin. La vida pródiga de los
patricios urbanos despertó la envidia de los rústicamente alimentados,
groseramente vestidos y toscamente equipados hidalgos rurales. Pero, ¿de dónde
obtener todas estas bellas cosas? Acechar a los mercaderes viajeros se hizo
cada vez más peligroso y menos lucrativo. Pero para comprar sus artículos, se
necesitaba dinero. Y solamente los campesinos podían proveerles de él. De ahí
una renovada opresión a los campesinos, tributos más elevados y una corvée mayor;
de ahí un renovado y siempre creciente afán por transformar a los campesinos
libres en siervos, y por reducir a éstos a una especie de esclavitud y por
convertir la tierra común de la marca en propiedad del señor. En esto los
príncipes y nobles fueron ayudados por los juristas romanos que, con su
aplicación de la jurisprudencia romana a las condiciones germanas —que en su
mayor parte no comprendían— sabían cómo provocar interminables confusiones,
esa especie de confusión mediante la cual el señor siempre ganaba y el
campesino siempre perdía. Los señores religiosos ayudaron de un modo más
simple. Fraguaron documentos mediante los cuales los derechos de los
campesinos eran cercenados y sus deberes aumentados. Frente a estos robos de
los terratenientes, los campesinos, desde principios del siglo XV se levantaron
frecuentemente en insurrecciones aisladas, hasta que, en 1525, la gran Guerra
Campesina se desbordó por Suabia, Baviera, Franconia, extendiéndose por
Alsacia, el Palatinado, el Rheingau y Turingia. Los campesinos sucumbieron
después de dura lucha. Data de ese tiempo el renovado predominio de la
servidumbre entre los campesinos alemanes en general. En los sitios que habían
padecido el furor de la batalla, todos los derechos que aún quedaban a los
campesinos fueron desvergonzadamente pisoteados, sus tierras pasaron a ser
propiedad del señor, y ellos mismos fueron reducidos a siervos. Los campesinos
del norte de Alemania, como se hallaban en condiciones más favorables, habían
permanecido en pasividad; su única recompensa fue que cayeron bajo la misma
sujeción, sólo que más lentamente. La servidumbre es introducida entre el
campesinado alemán a partir de mediados del siglo VI en la Prusia oriental, Pomerania,
Brandenburgo, Silesia, y desde fines de ese siglo en Schleswig-Holstein, y de
ahí en adelante se transforma cada vez más en su situación general.
Este
nuevo acto de violencia tuvo, de todas maneras, una causa económica. De las
guerras producidas como consecuencia de la Reforma protestante, sólo los príncipes alemanes
habían ganado un gran poderío. Ahora estaba en decadencia la ocupación
favorita de los nobles: el robo por los caminos. Si los nobles no habían de ir
a la ruina, era necesario sacar mayores ingresos de su propiedad rural. Pero el
único modo de lograrlos consistía en trabajar por propia cuenta por lo menos
una parte de sus tierras, sobre el patrón de las grandes propiedades de los
príncipes, y especialmente de los monasterios. Lo que hasta entonces había
sido la excepción se convirtió en necesidad. Pero este nuevo plan agrícola
estaba trabado por el hecho de que casi en todas partes el suelo había sido
entregado a campesinos que pagaban tributos. Tan pronto los campesinos
tributarios, ya fueran hombres libres o coloni
fueran convertidos en siervos, los nobles tendrían mano libre. Parte de
los campesinos fueron, como se dice ahora en Irlanda, desalojados (evicted), es decir, se
los expulsó resueltamente, o se los degradó al nivel de hombres que no tenían
por morada más que una choza con una pequeña porción de tierra de jardín,
mientras que el terreno perteneciente a su heredad era convertido en parte de
los dominios de su señor, para ser cultivado por hombres reducidos a la misma
condición que él o por los que aún seguían sometidos al trabajo de corvée. De este modo no
sólo fueron realmente expulsados muchos campesinos, sino que el trabajo de corvée de los que
quedaban fue acrecentado considerablemente, y a un ritmo cada vez más veloz. El
período capitalista se anunciaba en los distritos rurales como el período de la
industria agrícola en vasta escala, basado en el trabajo de corvée de los siervos.
Esta
transformación tuvo lugar al principio de modo más bien lento. Pero luego llegó
la guerra de los Treinta Años. Durante toda una generación, Alemania fue atravesada
en todas las direcciones por la más licenciosa soldadesca que jamás conociera la Historia. Por
doquier se extendieron el incendio y el saqueo, la violación y el asesinato. El
campesino sufrió más ahí donde, aparte de los grandes ejércitos, operaban sin
control y por su propia cuenta, las bandas independientes más pequeñas o más
bien los salteadores aislados. La devastación y el asolamiento no conocieron
límites. Cuando llegó la paz, Alemania yacía en el suelo, desamparada,
pisoteada, deshecha, sangrante; pero, una vez más, el que quedaba en situación
más lastimosa y miserable que todos era el campesino.
El
noble terrateniente era ahora el único señor de los distritos rurales. A los
príncipes, que precisamente en ese tiempo estaban reduciendo a la nada sus
derechos políticos en las asambleas de los estados, a modo de compensación,
se les dejó mano libre en cuanto a los campesinos. El único poder de
resistencia de parte del campesino había sido destruido por la guerra. De este
modo el noble estaba en situación de disponer de todas las condiciones
agrarias de la manera que mejor le conviniese para la restauración de sus
arruinadas finanzas. No solamente fueron incorporadas las heredades
abandonadas de los campesinos, sin mayores alharacas, a los dominios del
terrateniente; el desalojo de los campesinos prosiguió en vasta escala y de
manera sistemática. Cuando más extensos eran los dominios del señor feudal,
tanto mayor, naturalmente, era el trabajo de corvée requerido de los campesinos. El sistema de la «corvée ilimitada» fue introducido de nuevo; el noble
estaba en condición de poder ordenar que el campesino, con su familia, su
ganado, trabajaran para él tan frecuente y tan prolongadamente como quisiera.
La servidumbre era ahora general; un campesino libre era ahora tan raro como un
cuervo blanco. Y a fin de que el señor feudal pudiera anular en sus comienzos
la menor resistencia de parte del campesino, recibió de los príncipes de la
región el derecho a la jurisdicción patrimonial, es decir, fue designado juez
exclusivo en todos los casos de ofensas y disputas entre campesinos, incluso si
la disputa del campesino era con él, el señor mismo, de modo que éste pasaba a
ser juez en su propio litigio. Desde entonces, el garrote y el látigo
gobernaron los distritos agrícolas. El campesino alemán, como toda la Alemania , había alcanzado
su más bajo nivel de degradación. El campesino, como toda la Alemania , se había
tornado tan indefenso que nada podía esperar de sí mismo, y la liberación sólo
podía llegar de afuera.
Y
llegó. Con la Revolución
francesa también llegó para Alemania y para el campesinado alemán el alba de un
día mejor. No habían acabado los ejércitos de la Re volución de conquistar la ribera izquierda del
Rin, cuando desapareció ya toda inmundicia como si la hubiese tocado una
varita mágica —el servicio de corvée,
los tributos de toda especie debidos al señor feudal, juntamente con el
señor feudal mismo—. El campesino de la ribera izquierda del Rin era ahora el
dueño de su tierra; por otra parte, en el Código Civil, redactado en la época
de la Revolución
y solamente desbaratado y remendado por Napoleón, recibió un código de leyes adaptado
a sus nuevas condiciones, que no sólo podía comprometer fácilmente, sino
también llevar cómodamente en su bolsillo.
Pero
el campesinado de la ribera izquierda del Rin aún tenía que esperar un largo
tiempo. Es verdad que en Prusia, después de la bien merecida derrota de Jena,
algunos de los más vergonzosos privilegios de los nobles fueron abolidos, y que
la llamada redención de las cargas que aún pesaban sobre los campesinos se
tornó legalmente posible. Pero en gran extensión y durante un largo tiempo esto
no quedó más que en el papel. En los otros estados alemanes se hizo menos aún.
Una segunda revolución francesa, la de 1830, fue necesaria para dar lugar a la
«redención» en Badén y algunos otros pequeños estados limítrofes con Francia.
Y en el momento en que la tercera revolución francesa, la de 1848, finalmente
envolvió a Alemania en su torbellino, la redención estaba lejos de haber sido
completada en Prusia, y en Baviera ni siquiera había comenzado. Después de
esto, prosiguió con mayor rapidez y sin obstáculos; el trabajo de corvée de los campesinos,
que esta vez se habían tornado rebeldes por su propia cuenta, había perdido
todo valor.
¿Y
en qué consistió esta redención? En que el noble, a cambio del recibo de una
cierta suma de dinero o de una porción de tierra del campesino, debía reconocer
en adelante la tierra del campesino —la poca o la mucha que le quedara— como
propiedad de este último, libre de toda carga; aunque toda la tierra que en
toda época hubiera pertenecido al noble no era más que tierra robada a los
campesinos. Tampoco esto era todo. En estos arreglos, los funcionarios
gubernamentales encargados de concertarlos tomaban siempre, naturalmente, el
partido de los señores, con quienes vivían y jaraneaban de modo que los
campesinos, incluso en contra de la letra de la ley, eran de nuevo defraudados
a diestra y siniestra.
Y
de este modo, gracias a tres revoluciones francesas, y a la alemana que
sobrevino como consecuencia de éstas, tenemos nuevamente un campesinado libre.
Pero ¡cuan inferior es la posición de nuestro campesinado libre de hoy
comparada con la del miembro libre de una marca en el tiempo antiguo!; su
heredad es generalmente mucho menor, y su marca no repartida está circunscrita
a unas pocas porciones pequeñísimas y pobres de floresta comunal. Pero sin el
uso de la marca, no puede haber ganado, sin ganado no hay abono, sin abono, no
hay agricultura. El recaudador de impuestos y el funcionario de la ley que
está tras él, a quienes el campesino de hoy conoce demasiado bien, eran
desconocidos para el antiguo miembro de la marca. Y lo mismo puede decirse del
acreedor hipotecario, en cuyas garras van cayendo unas tras otras las
propiedades campesinas. Y lo mejor del caso es que todos estos campesinos
libres modernos, cuya propiedad está tan restringida, cuyas alas están tan
cortadas, aparecen en Alemania, donde todo ocurre demasiado tarde, en una
época en que la agricultura científica y la maquinaria agrícola recién
inventada hacen del cultivo en pequeña escala un método de producción que
resulta cada vez más anticuado, menos capaz de subvenir a las necesidades de
la vida. De igual modo que el hilado y el tejido a máquina han reemplazado al
torno de hilar y al telar a mano, así los nuevos métodos de producción agrícola
deben reemplazar al cultivo de la tierra en pequeñas porciones por la propiedad
rural en gran escala, a condición de que se cuente con el tiempo necesario
para ello.
Porque
ya no toda la agricultura europea, tal como se la practica en la época
presente, se encuentra amenazada por un rival todopoderoso: la producción de
granos en una escala gigantesca en América. Contra esta tierra, fértil, abonada
por la naturaleza durante un número infinito de años, y que puede adquirirse
por una bagatela, nuestros pequeños campesinos, endeudados hasta los ojos, ni
nuestros grandes terratenientes, igualmente enredados en deudas, pueden
atreverse a luchar. El conjunto de la agricultura europea está siendo derrotado
por la competencia americana. La agricultura, en lo que a Europa concierne,
sólo resultará posible si se la practica según los lineamientos socialistas, y
para beneficio de la sociedad en su conjunto.
Esta
es la perspectiva para nuestros campesinos. Y la restauración de una clase
campesina libre, hambrienta y enclenque como se halla, tiene la importancia de
haber colocado al campesino en situación de que, con la ayuda de su camarada
natural, el obrero, pueda socorrerse a sí mismo, apenas haya comprendido cómo.
I
La
historia del cristianismo primitivo tiene notables puntos de semejanza con el
movimiento moderno de la clase obrera. Como éste, el cristianismo fue en sus
orígenes un movimiento de hombres oprimidos: al principio apareció como la
religión de los esclavos y de los libertos, de los pobres despojados de todos
sus derechos, de pueblos subyugados o dispersados por Roma. Tanto el
cristianismo como el socialismo de los obreros predican la próxima salvación
de la esclavitud y la miseria; el cristianismo ubica esta salvación en una vida
futura, posterior a la muerte, en el cielo. El socialismo la ubica en este
mundo, en una transformación de la sociedad. Ambos son perseguidos y acosados,
sus adherentes son despreciados y convertidos en objeto de leyes exclusivas,
los primeros como enemigos de la raza humana, los últimos como enemigos del
Estado, enemigos de la religión, de la familia, del orden social. Y a pesar de
todas las persecuciones; más, incluso alentados por ellas, avanzan victoriosa e
irresistiblemente. Trescientos años después de su aparición, el cristianismo
fue reconocido como religión del Estado en el imperio mundial romano, y en sesenta años apenas el socialismo ha conquistado una
posición que hace absolutamente segura su victoria.
Por
lo tanto, si el profesor Antón Menger se pregunta, en su Derecho al producto
total del trabajo, por qué con la enorme concentración de la propiedad de
la tierra bajo los emperadores romanos y con los ilimitados sufrimientos de la
clase obrera de la época, compuesta en forma casi exclusiva por esclavos, “el
socialismo no siguió a la caída del Imperio Romano de Occidente”, se lo
pregunta porque no ve que ese “socialismo” existió en la realidad, hasta donde
ello era posible en esa época, e incluso alcanzó una posición dominante… en el
cristianismo. Sólo que este cristianismo, como tenía que suceder dadas las
condiciones' históricas, no quiso cumplir las trasformaciones sociales
en este mundo, sino más allá de él, en el cielo, en la vida eterna después de
la muerte, en el inminente “milenio”.
El
paralelo entre los dos fenómenos históricos atrae nuestra atención ya desde la Edad Media , en los
primeros levantamientos de los campesinos oprimidos y particularmente de los
plebeyos de las ciudades. Estos levantamientos, como todos los movimientos de
masas de la Edad Media ,
estaban obligados a llevar la máscara de la religión y aparecieron como la
restauración del cristianismo primitivo para salvarlo de la difusión de la
degeneración[4].
Pero detrás de la exaltación religiosa había en todas las ocasiones un interés
mundano sumamente tangible. Esto apareció en forma muy visible en la
organización de los taboritas bohemios bajo Jan Zizka, de gloriosa memoria.
Pero esta característica impregna toda la Edad Media , hasta
desaparecer en forma gradual después de la guerra campesina de Alemania, para
revivir con los obreros comunistas después de 1830. Los revolucionarios comunistas
franceses, y también en particular Weitling y sus partidarios, se refirieron
al cristianismo primitivo mucho antes de las palabras de Renán: “Si quisiera darles una idea sobre las comunidades
cristianas primitivas, les diría que estudien a una sección local de la Asociación Obrera
Internacional.”
Este
hombre de letras francés, que compuso la novela sobre la historia de la iglesia
intitulada Origines du Christianisme,
para lo cual mutiló la crítica alemana de la Biblia , de una manera que
ni siquiera cuenta con precedentes en el periodismo moderno, no sabía cuánta
verdad había en las palabras que se acaba de citar. Me gustaría conocer al
antiguo “Internacional” que pudiese leer por ejemplo, la denominada Segunda
Epístola de Pablo a los Corintios sin reabrir antiguas heridas, por lo menos en
un sentido. Toda la epístola, del capítulo ocho en adelante, repite la queja
eterna y, ¡ay!, tan conocida: les
cotisations ne rentrent pas, ¡las contribuciones no llegan!
¡Cuántos de los más celosos propagandistas de la década del 60-70 estrecharían
con simpatía la mano del autor de la epístola, fuese quien fuere, y le
susurrarían: ¡”De modo que también a
ustedes les sucedía lo mismo”! También nosotros —los corintios eran legión
en nuestra Asociación— podemos decir algo sobre las contribuciones que no
llegan, pero que nos atormentan y flotan, esquivas, ante nuestros ojos. ¡Eran
los famosos “millones de la
Internacional ”!
Una
de nuestras mejores fuentes respecto de los primeros cristianos es Luciano de
Samosata, el Voltaire de la antigüedad clásica, que se mostró igualmente
escéptico hacia todo tipo de supersticiones religiosas y que por lo tanto no
tuvo motivos pagano-religiosos ni políticos para tratar a los cristianos de distinta
manera que a alguna otra clase de comunidad religiosa. Por el contrario, se
burló de todas ellas por su superstición, de las que rezaban a Júpiter no menos
que de las que rezaban a Cristo. Desde su punto de vista superficialmente
racionalista, una clase de superstición era tan estúpida como la otra. Este
testigo, por lo menos imparcial, relata, entre otras cosas, la historia de la
vida de cierto aventurero Peregrinus, llamado Proteo, nacido en Pario, en el
Helesponto. En su juventud este peregrino hizo su debut en Armenia
cometiendo el delito de fornicación. Fue sorprendido durante el acto y estuvo a
punto de ser linchado de acuerdo con las costumbres del país. Tuvo la fortuna
de escapar, y después de estrangular a su padre en Pario, tuvo que huir.
“Y así fue —cito de la traducción de Schott— que también él llegó a enterarse de la
sorprendente doctrina de los cristianos, con cuyos sacerdotes y escribas había
cultivado relaciones en Palestina. Hizo tales progresos en tan breve tiempo,
que sus maestros eran como niños en comparación con él. Se convirtió en un
profeta, en un dignatario, en un maestro de la sinagoga; en una palabra, llegó
a serlo todo. Interpretó los escritos de ellos y escribió a su vez una gran
cantidad de obras, de modo que la gente vio finalmente en él a un ser superior,
le permitió que dictara las leyes y lo convirtió en su inspector (obispo)… Debido
a ello (es decir, porque era un cristiano), Proteo fue al cabo arrestado por
las autoridades y encarcelado... Mientras se encontraba ahí encadenado, los
cristianos, que vieron en su captura una gran desdicha, hicieron todas las
tentativas posibles para liberarlo. Pero no lo lograron. Entonces lo cuidaron
en todas las formas posibles y con la mayor solicitud. Al alba se podía ver a
ancianas madres, viudas y jóvenes huérfanas apiñándose a las puertas de su
cárcel. Los más prominentes de los cristianos sobornaron incluso a los
carceleros y pasaron noches enteras con él. Llevaban su comida consigo y leían
sus libros sagrados en su presencia. En pocas palabras, el amado Peregrinus
(todavía usaba ese nombre) era nada menos que un nuevo Sócrates. Enviados de
comunidades cristianas llegaban hasta él, aun de pueblos del Asia Menor, para
ayudarlo, consolarlo y declarar en su favor ante el tribunal. Es increíble la
rapidez con que actúa esta gente cuando se trata de la comunidad. No ahorran
esfuerzos ni gastos. Y así comenzó a llegar dinero desde todas partes a las
manos de Peregrinus, de modo que su encarcelamiento se convirtió para él en
fuente de grandes ingresos. Porque la gente pobre estaba convencida de ser
inmortal en cuerpo y alma, y de que viviría para toda la eternidad. Por eso se
burlaban de la muerte e incluso muchos de ellos sacrificaban su vida en forma
voluntaria. Entonces su más prominente legislador los convenció de que serían
hermanos los unos de los otros una vez que se convirtiesen, es decir, una vez
que renunciaran a sus dioses griegos, creyesen en el sofista crucificado y
viviesen de acuerdo con las prescripciones de éste. Por eso desprecian todos
los bienes materiales y los poseen en común, doctrinas que han aceptado de
buena fe, sin demostraciones ni pruebas. Y cuando llega hasta ellos un hábil
impostor que sabe utilizar con inteligencia las circunstancias, puede
enriquecerse en poco tiempo y reírse de estos tontos. Por lo demás, Peregrinus
fue puesto en libertad por el que entonces era prefecto de Siria.”
Luego,
después de otras aventuras,
“nuestro notable inició por
segunda vez (desde Pario) sus peregrinaciones; en lugar de dinero utilizó para
sus viajes la buena disposición de los cristianos. Estos satisfacían sus
necesidades en todas partes, y nunca les faltó nada. Durante un tiempo fue
alimentado de esa manera. Pero luego, cuando también violó las leyes del
cristianismo —creo que lo pescaron comiendo algún alimento prohibido— lo excomulgaron
de su comunidad.”
¡Qué
recuerdos de juventud me vienen a la mente mientras leo este pasaje de Luciano!
En primer lugar el “profeta. Albrecht”, que desde el 1840, más o menos, saqueó
literalmente las comunidades comunistas de Weitling, en Suiza, durante varios
años; era un hombre alto y poderoso, de larga barba, que recorría Suiza a pie y
reunía al público para predicar su nuevo evangelio misterioso de la
emancipación mundial, pero que, en fin de cuentas, parece haber sido un
farsante tolerablemente inofensivo, que pronto murió. Entonces su sucesor no
tan inofensivo, “el doctor” George Kuhlmann, de Holstein, que aprovechó la
época en que Weitling estuvo en la cárcel para convertir a las comunidades de la Suiza francesa a su
propio evangelio, y con tanto
éxito, que incluso engañó a August Becker, con mucho el más inteligente pero
también el más inútil de todos ellos. Este Kuhlmann solía pronunciar ante ellos
conferencias que fueron publicadas en Ginebra, en 1845, con el título de El
nuevo mundo, o el Reino del Espíritu en la Tierra. Proclamación.
En la introducción, escrita por sus partidarios (probablemente por August
Becker) leemos:
“Hacía falta un hombre en cuyos labios encontrasen expresión todos
nuestros sufrimientos, todos nuestros anhelos y esperanzas; en una palabra,
todo lo que afecta más profundamente a nuestra época... Este hombre, esperado
por nuestro siglo, ha llegado. Es el doctor George Kuhlmann, de Holstein. Se ha
presentado con una doctrina del nuevo mundo o del reino del espíritu en la
realidad.”
Apenas
necesito agregar que esta doctrina del nuevo mundo no es otra cosa que la
paparrucha más vulgar y sentimental, traducida en expresiones semibíblicas o la
Lamennais y declamada con arrogancia de
profeta. Pero esto no impidió que los buenos weitlinguistas llevasen al
estafador en andas, como los cristianos del Asia hicieron con Peregrinus. Los
que en todo otro sentido eran arehidemócratas e igualitarios extremos, hasta el
punto de estimular sospechas imposibles de desarraigar contra todos los
maestros de escuela, periodistas y, en general, contra cualquier hombre que no
fuese un obrero manual —sospechas en el sentido de que eran “eruditos”
dispuestos a explotarlos—, se dejaron convencer por un Kuhlmann
melodramáticamente ataviado de que en el “Nuevo Mundo” sería el más sabio de
todos, id est Kuhlmann,
quien reglamentaría la distribución de los placeres y que por lo tanto, incluso
entonces, en el Viejo Mundo, los discípulos debían proporcionar carradas de
placeres a ese mismo hombre, el más sabio de todos, y conformarse ellos con las
migajas. De manera que Peregrinus
Kuhlmann vivió una espléndida vida de placeres a expensas de la comunidad...
mientras ésta duró. No duró mucho, es claro. Las crecientes murmuraciones de
los que dudaban y de los que directamente no creían, y la amenaza de
persecuciones por el gobierno de Vaudois, pusieron fin al “Reino del Espíritu”
en Lausana. Kuhlmann desapareció.
Todos
los que han conocido por experiencia el movimiento de la clase obrera europea
en sus comienzos, recordarán docenas de ejemplos similares. Hoy esos casos
extremos se han tornado imposibles, por lo menos en los grandes centros
poblados. Pero en los distritos remotos donde el movimiento ha ganado nuevo
terreno, un pequeño Peregrinus de esta clase puede contar todavía con un éxito
temporario y limitado. Y así como todos aquéllos que no tienen nada que esperar
del mundo oficial y ya no saben qué hacer en relación con él —oponentes de la
inoculación, partidarios de la abstemia, vegetarianos, antiviviseccionistas,
naturistas, predicadores libres cuyas comunidades han caído hechas pedazos,
autores de nuevas teorías sobre el origen del Universo, inventores sin éxito ni
fortuna, víctimas de injusticias reales o imaginarias y a quienes los
burócratas denominan “picapleitos inútiles”, tontos honrados y estafadores
deshonestos—, así como todos éstos se apiñan en todos los países en torno a los
partidos de la clase obrera, así sucedió también con los primeros cristianos.
Todos los elementos que han sido puestos en libertad, es decir, que han quedado
sueltos debido a la disolución del mundo antiguo, entran uno tras otro en la
órbita del cristianismo, por ser éste el único elemento que ha resistido ese
proceso de disolución —ya que era el producto necesario de ese proceso— y por haber
persistido y crecido mientras los otros elementos no eran más que mariposas
efímeras. No había fanatismo, tontería o proyecto que no atrajesen a las
jóvenes comunidades cristianas y que por lo menos por un tiempo, y en lugares
aislados, no encontrasen oídos atentos y creyentes dispuestos. Y como nuestras
primeras asociaciones de trabajadores comunistas, los primeros cristianos
aceptaron con una credulidad tan sin precedentes cualquier cosa que se adaptara
a sus fines, que ni siquiera tenemos la seguridad de que uno que otro
fragmento de la “gran cantidad de obras” que escribió Peregrinus para la
cristiandad no se insinuara en nuestro Nuevo Testamento.
II
La
crítica alemana de la Biblia ,
hasta hoy la única base científica de nuestro conocimiento de la historia del
cristianismo primitivo, siguió una doble tendencia.
La
primera fue la de la escuela de Tubinga[5],
a la cual, en el sentido más amplio, pertenece también D. F. Strauss. En
materia de investigación crítica, esta escuela llega tan lejos como puede
hacerlo una institución teológica. Admite que los cuatro evangelios no
son relatos de testigos oculares, sino sólo adaptaciones posteriores de
escritos que se han perdido; que sólo son auténticas cuatro de las epístolas
atribuidas al apóstol Pablo, etc. Elimina como inaceptables, en las narraciones
históricas, todos los milagros y contradicciones; pero de lo restante “trata de
salvar lo que se pueda”, con lo que se hace evidente su naturaleza de escuela
teológica. Ello permitió a Renán, que se basa en gran parte en ella, “salvar”
aun más con la aplicación del mismo método y, lo que es más, tratar de
imponernos como históricamente verídicos muchos relatos del Nuevo Testamento
que son más que dudosos, aparte de una multitud de otras leyendas sobre mártires.
En todo caso, todo lo que la escuela de Tubinga rechaza como no histórico o
apócrifo puede ser considerado por la ciencia como definitivamente eliminado.
La
otra tendencia tiene un solo representante: Bruno Bauer. Su mayor mérito
consiste, no sólo en haber efectuado una crítica implacable de los evangelios y
de las epístolas de los apóstoles, sino en haber emprendido seriamente y por
primera vez el examen de los elementos judíos y greco-alejandrinos y también de
los puramente griegos o greco-romanos que por primera vez prepararon para el
cristianismo la carrera de religión universal. Después de Bruno Bauer ya no se
puede sostener la leyenda de que el cristianismo surgió íntegro y completo del
judaísmo y de que, luego de salir de Palestina, conquistó el mundo con su dogma
ya definido en sus lineamientos principales y en su moral. Desde entonces, sólo
puede continuar vegetando en las facultades teológicas y en el espíritu de las
personas que “quieren mantener viva la religión para el pueblo”, aun a expensas
de la ciencia. La enorme influencia que la escuela filónica de Alejandría y la
filosofía vulgar greco-romana —platónica y principalmente estoica— tuvieron
sobre el cristianismo, que bajo Constantino se convirtió en religión del
Estado, está lejos de haber sido definida en detalle, pero su existencia se ha
demostrado, y ésta es la principal consecución de Bruno Bauer; éste sentó las
bases para la demostración de que el cristianismo no fue importado de afuera
—de Judea— del mundo romano-griego e impuesto a éste, sino que por lo menos en
su forma de religión universal, es producto de ese mismo mundo. Es claro que
Bauer, como todos los que luchan contra prejuicios inveterados, superó en ese
trabajo sus objetivos. A fin de definir —también mediante la utilización de
fuentes literarias— la influencia de Filón y en especial la de Séneca sobre el
cristianismo naciente, y para denunciar formalmente a los autores del Nuevo
Testamento como plagiarios lisos y llanos, se vio obligado a demorar en medio
siglo la aparición de la nueva religión, a rechazar los relatos de los
historiadores romanos que lo refutarían y a tomarse amplias libertades con la
historiografía en general. Según él el cristianismo como tal sólo aparece bajo
los emperadores Flavios, y la literatura del Nuevo Testamento sólo bajo
Adriano, Antonio y Marco Aurelio. De esta suerte los relatos del Nuevo
Testamento sobre Jesús y sus discípulos son despojados por Bauer de todo
antecedente histórico, se diluyen en leyendas en las que las fases de desarrollo
interior y las luchas morales de las primeras comunidades son atribuidas a
personas más o menos ficticias. Según Bauer, los lugares en que nació la nueva
religión no son Galilea ni Jerusalén, sino Alejandría y Roma.
Por
lo tanto, si la escuela de Tubinga nos presenta, en lo que ha dejado intacto de
las narraciones y la literatura del Nuevo Testamento, el máximo de lo que la
ciencia puede aceptar, todavía hoy, como discutible, Bruno Bauer nos entrega el
máximo de lo que se puede discutir. Entre estos dos límites se encuentra la
verdad real. Es muy dudoso el que ésta pueda ser definida con los medios de que
disponemos en la actualidad. Nuevos descubrimientos, particularmente en Roma,
en Oriente y sobre todo en Egipto, contribuirán a ello más que ninguna otra
crítica.
Pero
en el Nuevo Testamento tenemos un único libro cuya época de redacción puede ser fijada con un margen de error
de unos pocos meses, que tiene que haber sido escrito entre junio del año 67 y
enero o abril del 68; un libro, entonces, que pertenece al comienzo mismo de
la era cristiana y que refleja con la más ingenua fidelidad, y en el lenguaje
idiomático correspondiente, las ideas del nacimiento de esa era. En mi
opinión, pues, este libro es una fuente mucho más importante, para la definición
de lo que fue en realidad el cristianismo primitivo, que todo el resto del
Nuevo Testamento, que en su forma actual pertenece a una fecha mucho posterior.
Este libro es el denominado Revelación de Juan. Y como a pesar de ser en
apariencia el libro más oscuro de toda la Biblia es hoy, además y gracias a la crítica
alemana, el más comprensible y claro de todos, trataré de explicarlo a mis
lectores.
No
hay que examinarlo mucho para convencerse del estado de gran exaltación, no
sólo del autor, sino también del “medio circundante” en que éste se movió.
Nuestra “Revelación” no es la única en su especie y época. Desde el año 164
antes de nuestra era en que fue escrito el primero que llegó hasta nosotros —el
denominado Libro de Daniel—, hasta el 250 de nuestra era, fecha aproximada del
Carmen[6]
de Comodiano, Renán contó no menos de quince “Apocalipsis” clásicos, sin
contar las imitaciones subsiguientes. (Cito a Renán porque su libro es también
el mejor conocido por los que no son especialistas, y el más accesible). Fue
una época en que incluso en Roma y Grecia, y aun más en el Asia Menor, Siria y
Egipto, se aceptaba sin discriminaciones una mezcla absolutamente nada
analítica de las más toscas supersticiones de los pueblos más variados, que
luego se complementaban con piadosos engaños y con charlatanismo liso y llano;
una época en que los milagros, los éxtasis, las visiones, las apariciones, las
adivinaciones, la fabricación de oro, las cabalas[7] y
otras formas de magia secreta desempeñaron un papel de importancia. En ese
ambiente y, lo que es más, entre una clase de personas más inclinadas que
ninguna otra a escuchar estas fantasías sobrenaturales, surgió el cristianismo.
Porque, ¿acaso los gnósticos[8]
cristianos de Egipto no se dedicaron ampliamente, en el siglo II de
nuestra era, a la práctica de la alquimia, y no introdujeron nociones de alquimia
en sus doctrinas, como lo demuestran, entre otros, los papiros de Leyden? Y los
mathematici caldeos y judíos que según Tácito fueron expulsados dos
veces de Roma por dedicarse a la magia —una vez bajo el reinado de Claudio y
otra bajo el de Vitelio—, no practicaron otro tipo de geometría que el que
encontramos en la base de la
Revelación de Juan.
A
esto tenemos que agregar otra cosa. Todos los Apocalipsis se atribuyen el
derecho de engañar a .sus lectores. No sólo fueron escritos, por regla general,
por personas que no eran sus supuestos autores, y en su mayoría por personas
que vivieron mucho más tarde —por ejemplo el Libro de Daniel, el Libro de Enoc,
los Apocalipsis de Ezrah, Baruch, Juda, etc., y los libros sibilinos—, sino que
además, en lo que respecta a su contenido principal, sólo profetizan cosas que
han sucedido mucho antes y que eran bien conocidas para el verdadero autor. Así
en el año 164, poco antes de la muerte de Antíoco Epífanes, el autor del Libro
de Daniel hace que Daniel, que supuestamente ha vivido en tiempos de
Nabucodonosor, profetice el ascenso y caída de los imperios persa y macedonio y
el comienzo del Imperio Romano, a fin de preparar al lector —con esta prueba de
su talento profético— para que acepte la profecía final de que el pueblo de
Israel superará todas las dificultades y resultará finalmente victorioso. Por
lo tanto, si la Revelación
de Juan fuese en verdad la obra de su supuesto autor, sería la única excepción
entre toda la literatura apocalíptica.
El
Juan que pretende ser su autor fue, en todo caso, un hombre de gran distinción
entre los cristianos del Asia Menor. Esto lo confirma el tono del mensaje a las
siete iglesias. Posiblemente fuese el apóstol Juan, cuya existencia histórica,
sin embargo, no está completamente verificada, aunque es muy probable. Si este
apóstol fue en verdad el autor, tanto mejor para nuestro punto de vista. Ello
sería la mejor confirmación de que el cristianismo de este libro es el
verdadero y auténtico cristianismo primitivo. Hagamos notar, al pasar, que, en
apariencia, la Revelación
no fue escrita por el mismo autor del Evangelio o de las tres epístolas que
también se atribuyen a Juan.
Pero
lo más característico de estos mensajes, como del libro todo, es que al autor
jamás se le ocurre nombrarse él mismo y a sus compañeros de religión de otra
manera que como judíos. Fulmina a los miembros de las sectas de Esmirna
y Filadelfia, reprochándoles el hecho de que “dicen que son judíos, mas no lo son, sino que pertenecen a la sinagoga
de Satán”. A los de Pérgamo les dice que sostienen la doctrina de Balaam,
que enseñó a Balac a poner ante los hijos de Israel una causa de error,
a comer cosas sacrificadas a los ídolos y a dedicarse a la fornicación. Aquí
hay, entonces, no un caso de cristianos concientes, sino de personas que dicen
que son judías. Admitamos que su judaísmo es una nueva etapa de desarrollo del
anterior, pero precisamente por ese motivo es el único verdadero. Por consiguiente,
cuando los santos aparecieron ante el trono de Dios, se presentaron antes que
nadie 144.000 judíos, 12.000 por cada tribu, y sólo después las incontables
masas de paganos convertidos a ese judaísmo renovado. Tan poca era la
conciencia que tenía nuestro autor, en el año 69 de la era cristiana, de estar
representando una nueva fase del desarrollo de una religión, que con el tiempo
se convertiría en uno de los elementos más revolucionarios de la mente humana.
Vemos
entonces que el cristianismo de esa época, que aún no tiene conciencia de sí
mismo, era tan distinto, de la posterior religión universal del Concilio de
Nicea, dogmáticamente establecida, como lo es el cielo de la tierra; el uno no
puede ser reconocido en el otro. No hay en él ni el dogma ni la ética del
cristianismo posterior, sino la sensación de que lucha contra todo el mundo y
de que la lucha culminará con el triunfo, ansia de combatir y certidumbre de la
victoria que faltan por completo en los cristianos actuales, y que en nuestra
época, sólo se encuentran en el otro polo de la sociedad, entre los
socialistas.
En
rigor, la lucha contra un mundo que al comienzo era superior en fuerzas, y al
mismo tiempo contra los propios innovadores, es común a los cristianos
primitivos y a los socialistas. Ninguno de estos dos grandes movimientos fue
realizado por dirigentes o profetas —aunque hay bastantes profetas en ambos—;
son movimientos de masas. Y los movimientos de masas tienen tendencia a ser
confusos al principio; confusos porque el pensamiento de las masas, en los
primeros momentos, se mueve entre contradicciones, falta de claridad y de
cohesión, y también debido al papel que los profetas todavía desempeñan en
esas primeras etapas de los movimientos. Esta confusión se ve en la formación
de numerosas sectas que luchan entre sí, por lo menos con el mismo fervor que
emplean contra el enemigo exterior común. Así pasó en el cristianismo primitivo y así en los comienzos del
movimiento socialista, por más que ello preocupase a los bien intencionados
notables que predicaban la unidad donde la unidad no era posible.
¿Se
mantuvo unida la
Internacional gracias a un dogma uniforme? Por el contrario.
Había comunistas de la tradición francesa anterior a 1848, y existían
distintos matices entre ellos: comunistas de la escuela de Weitling y otros de
la Liga Comunista
regenerada; proudhonistas que predominaban en Francia y Bélgica, blanquistas,
el Partido Obrero alemán y finalmente los anarquistas bakuninistas, que durante
un tiempo se destacaron en España e Italia, y eso para hablar sólo de los
grupos principales. Tenía que transcurrir un cuarto de siglo, desde la
fundación de la
Internacional , antes de que la separación de los anarquistas
fuese final y completa en todas partes, y antes de que se pudiese establecer la
unidad en todas partes, por lo menos en relación con los puntos de vista
económicos más generales. Y eso con nuestros medios, de comunicación:
ferrocarriles, telégrafos, gigantescas ciudades industriales, la prensa,
organizadas asambleas populares.
Entre
los cristianos primitivos había la misma división en innumerables sectas,
precisamente el medio por el cual se logró la discusión y con ella la unidad
posterior. Ya la encontramos en este libro, que es sin ninguna duda el
documento cristiano más antiguo, y nuestro autor lucha contra ella con el mismo
ardor irreconciliable que el gran mundo pecador de afuera. Primero estuvieron
los nicolaítas, en Efeso y Pérgamo; los que decían que eran judíos pero
pertenecían a la sinagoga de Satán, en Esmirna y Filadelfia; los partidarios de
Balaam, que es llamado falso profeta, en Pérgamo; los que decían que eran
apóstoles y no lo eran, en Efeso; y finalmente, en Tiatira los partidarios de
la falsa profetisa descrita con el nombre de Jezabel. No se nos dan más
detalles sobre estas sectas, y sólo se dice que los partidarios de Balaam y
Jezabel comían cesas sacrificadas a los ídolos y practicaban la fornicación. Se
han hecho tentativas de concebir a estas cinco sectas como cristianos paulinos,
y todos los mensajes como dirigidos contra Pablo, el falso apóstol, el
presunto Balaam y “Nicolaos”. Argumentos en este sentido, difícilmente
sostenibles, se encuentran reunidos en Saint
Paul, de Renan
(París 1869, págs. 303-305 y 367-70). Todos tienden a explicar los mensajes por
los Hechos de los Apóstoles y por las llamadas Epístolas de Pablo, escritos
que, por lo menos en su forma actual, son anteriores en no menos de sesenta
años a la Revelación
y por consiguiente todos sus datos pertinentes son no sólo sumamente dudosos,
sino también totalmente contradictorios. Pero lo decisivo es que al autor no
podía ocurrírsele dar cinco nombres distintos a la misma secta, y aun dos para
Efeso solamente (falsos apóstoles y nicolaitanos) y dos también para Pérgamo
(balaamitas y nicolaítas), y referirse siempre a ellas, en cada ocasión y en
forma expresa, como si fuesen dos sectas diferentes. Al mismo tiempo no se
puede negar la probabilidad de que hubiese entre estas sectas elementos que hoy
serían denominados paulinos.
En
los dos casos en que se proporcionan más detalles, la acusación se refiere a
los delitos de comer carne ofrecida a los ídolos y a la práctica de la
fornicación, dos puntos acerca de los cuales los judíos —los antiguos así como
los cristianos— se encontraban en continua disputa con los paganos conversos.
La carne de los sacrificios paganos no se servía solamente en las comidas de
las festividades, donde el rechazo de la misma habría sido considerado impropio
e incluso hubiese resultado peligroso; también se la vendía en los mercados,
donde no siempre era posible saber con certeza si era pura a los ojos de la
ley. Por fornicación los judíos entendían, no sólo las relaciones sexuales
extra-nupciales, sino también el casamiento en grados de parentesco prohibidos
por la ley judía, o entre un judío y un gentil, y en este .sentido se entiende
en general la palabra en los Hechos de los Apóstoles XV, 20
y 29. Pero nuestro Juan tiene sus opiniones respecto de las relaciones sexuales
permitidas a los judíos ortodoxos. Dice acerca de los 144.000 judíos
celestiales (XIV, 4): “Estos son
los que con mujeres no fueron contaminados; porque son vírgenes.” Y en
efecto, en el cielo de nuestro Juan no hay una sola mujer. Por lo tanto
pertenece a la tendencia —que también aparece a menudo en otros escritos del
cristianismo primitivo— que considera las relaciones sexuales como pecaminosas
en general. Y, más aún, cuando tomamos en cuenta el hecho de que llama a Roma la Gran Ramera con la
cual han fornicado los reyes de la tierra, emborrachándose con el vino de la
fornicación, y con la cual se han enriquecido los mercaderes de la tierra
gracias a los manjares que posee en abundancia, nos resulta imposible tomar la
palabra de los mensajes en el estrecho sentido que querrían atribuirle los
teólogos apologistas a fin
de obtener de esa manera la confirmación de otros pasajes del Nuevo Testamento.
Muy por el contrario. Estos pasajes del mensaje son una evidente indicación de
un fenómeno común a todos los tiempos de gran agitación, en que se aflojan los
vínculos tradicionales de las relaciones sexuales, al igual que todas las
otras trabas. También en los primeros siglos del cristianismo apareció con
frecuencia, al lado de ascetas que se mortificaban la carne, la tendencia a
ampliar la libertad cristiana a una relación más o menos libre entre hombre y
mujer. Lo mismo se observó en el moderno movimiento socialista. ¡Qué indecible
horror experimentó la entonces “piadosa institutriz” de la Alemania de la década del
30, ante la réhabilitation de la
chair por Saint-Simon, que se tradujo al alemán como Wiedereinsetzung des Fleiches
(¡reinstalación de la carne!) ¡Y los más horrorizados de todos fueron los
distinguidos Estados entonces gobernantes (todavía no había clases en nuestro
país), que no podían vivir en Berlín, y menos en sus fincas de campo, sin una
repetida reinstalación de la carne! ¡Si esta buena gente hubiese podido conocer
a Fourier, que quería para la carne otras travesuras completamente distintas!
Con la superación del utopismo, estas extravagancias cedieron el lugar a una
concepción más racional y en realidad mucho más radical, y como Alemania ha
salido del piadoso cuarto de niños de Heine para convertirse en el centro del
movimiento socialista, puede reírse ahora de la hipócrita indignación del
distinguido mundo piadoso.
Este
es todo el contenido dogmático de los mensajes. El resto consiste en
exhortaciones a los creyentes para que muestren vehemencia en la propaganda,
para que sean valientes y confiesen con orgullo su fe ante el enemigo, para que
luchen sin desfallecer ante el enemigo interno y el exterior... y en este
sentido habría podido ser escrito por uno de los entusiastas de mentalidad más
profética de la
Internacional.
III
Los
mensajes no son más que la introducción al tema propiamente llamado así de la
comunicación de Juan a las siete iglesias del Asia Menor, y a través de ellas
al resto del judaísmo reformado del año 69, del que más tarde se desarrolló el
cristianismo. Y aquí entramos en el sancta
sanctorum más íntimo del cristianismo primitivo.
¿Entre
qué gente se reclutaron los primeros cristianos? Principalmente entre los “trabajadores
y agobiados”, los miembros de la capa más baja del pueblo, como cuadra a un
elemento revolucionario. ¿Y de quiénes se componían estas capas? En las
ciudades, de hombres libres empobrecidos, de todo tipo de personas, como los mean whites de los
Estados esclavistas del sur y de los aventureros y vagabundos de las ciudades
marítimas coloniales y chinas, de los esclavos emancipados y, por sobre todo,
de verdaderos esclavos; en los latifundios de Italia, Sicilia y África, de
esclavos que se habían hundido cada vez más en la esclavitud a causa de las
deudas. Para todos estos elementos no había absolutamente ningún camino común
de emancipación. Para todos ellos el paraíso había quedado atrás; para los
libertos arruinados era la antigua polis,
la ciudad y el Estado a la vez, en la cual sus antepasados habían sido
ciudadanos libres; para los pequeños campesinos, el abolido sistema social
gentil y la propiedad común de la tierra; para los esclavos capturados en la
guerra, la época de libertad de que gozaron antes de su subyugación y
cautiverio. Y todo eso había sido destruido por el nivelador puño de hierro de la Roma conquistadora. El grupo
social más grande que la antigüedad conoció fue la tribu y la unión de tribus
emparentadas; entre los bárbaros la agrupación se basaba en alianzas de
familias, y entre los griegos e italianos, fundadores de ciudades, en la polis, que consistía en
una o más tribus emparentadas. Felipe y Alejandro dieron unidad política a la
península helénica, pero esto no condujo a la fundación de una nación griega.
Las naciones
sólo se hicieron posibles después de la caída de la dominación
mundial de Roma. Esta dominación había terminado de una vez por todas con las
uniones menores; el poderío militar, la jurisdicción romana y la maquinaria de
la percepción de impuestos disolvieron por completo la tradicional
organización interior. A la pérdida de la independencia y de la organización
distintiva se agregó el pillaje realizado por las autoridades militares y
civiles, que comenzaron por despojar a los sometidos de sus tesoros, para luego
prestárselos con intereses usurarios a fin de continuar estrujándolos. La
presión de los impuestos y la necesidad de dinero que dicha presión provocaba
en las regiones dominadas sólo o principalmente por la economía natural,
hundieron a los campesinos en una dependencia cada vez mayor con respecto a los
usureros, provocaron grandes diferencias de fortuna e hicieron más ricos a los
ricos y empobrecieron por completo a los pobres. Toda resistencia que las
pequeñas tribus o ciudades aisladas pudiesen ofrecer ante el gigantesco poder
mundial romano era una resistencia desesperada. ¿Cuál era la salida, la
salvación para los esclavizados, oprimidos y empobrecidos, una salida común
para todos estos grupos de personas cuyos intereses eran distintos u opuestos
entre sí. Y sin embargo había que encontrarla, si se los quería abarcar en un
gran movimiento revolucionario. Esa salida fue encontrada. Pero no en este
mundo. En el estado en que se encontraban las cosas, sólo podía tratarse de una
salida religiosa. Entonces se descubrió un nuevo mundo. La vida continuada del
alma después de la muerte del cuerpo se había convertido gradualmente en un
artículo de fe reconocido en términos generales en todo el mundo romano.
También se admitía cada vez más una especie de recompensa o castigo para las
almas de los muertos, por sus acciones en la tierra. Por supuesto, en lo
referente a la recompensa, las perspectivas no eran muy buenas: la antigüedad
era demasiado espontáneamente materialista para no atribuir un valor mucho más
grande a la vida en la tierra que a la vida en el reino de las sombras; vivir
después de la muerte era considerado por los griegos una desdicha. Luego vino
el cristianismo, que tomaba en serio la recompensa y el castigo en el mundo
del más allá y creaba el cielo y el infierno, y se encontró una salida que
conduciría a los trabajadores y agobiados a un eterno paraíso, sacándolos de
este valle de lágrimas. Y en rigor sólo con la perspectiva de una recompensa en
el mundo del más allá podía exaltarse la renuncia estoico-filónica del mundo y
el ascetismo a la categoría de principio moral básico de una nueva religión
universal que inspirase de entusiasmo a las masas oprimidas.
Pero
este paraíso celestial no se abre para los creyentes por el solo hecho de su muerte. Ya veremos que el reino de
Dios, cuya capital es la
Nueva Jerusalén , sólo puede ser conquistado y abierto después
de arduas luchas con las potencias del infierno. Pero en la imaginación de los
cristianos primitivos eran inmediatamente inminentes. Juan describe su libro,
al comienzo mismo, como revelación de “cosas que deben suceder presto”. E inmediatamente después,
I, 3, declara: “Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta
profecía... porque el tiempo está cerca.” A la iglesia de Filadelfia Cristo le envía el mensaje: “He
aquí, yo vengo presto.” Y
en el último capítulo el ángel dice que le ha mostrado a Juan “cosas que tienen
que hacerse en seguida”, y
le da la orden: “No selles las palabras
de la profecía de este libro; porque el tiempo está cerca.” Y el propio
Cristo dice en dos ocasiones (XXII, 12, 20): “Vengo
en breve.” Lo que sigue nos
indicará cuan pronto se esperaba su llegada.
Las
visiones del Apocalipsis que ahora nos muestra el autor están copiadas, total y
casi siempre literalmente, de modelos anteriores, en parte de los profetas
clásicos del Antiguo Testamento —en particular de Ezequiel—, en parte de
posteriores apocalipsis judíos escritos a la manera del Libro de Daniel, y en
particular del Libro de Enoc, que ya había sido escrito, por lo menos
parcialmente. La crítica ha demostrado en detalle de dónde sacó nuestro Juan
cada imagen, cada signo amenazador, cada plaga enviada a la humanidad
incrédula; en una palabra: todo el material de su libro. De manera que no sólo
exhibe una gran pobreza mental, sino que además demuestra que nunca experimentó,
ni siquiera en la imaginación, los supuestos éxtasis y visiones que describe.
El
orden de estas visiones es, en resumen, el que sigue: primero Juan ve a Dios
sentado en su trono, teniendo en la mano un libro con siete sellos y ante sí al
Cordero que ha sido asesinado y se ha levantado de entre los muertos (Cristo),
y a quien se considera digno de abrir los sellos del libro. La apertura de los
sellos es seguida por toda clase de milagrosos signos amenazadores. Cuando se
abre el quinto sello Juan ve debajo del altar de Dios las almas de los mártires
de Cristo muertas por el verbo de Dios, y que gritan en voz alta, clamando: “¿Cuánto tiempo, Señor, no juzgarás ni
vengarás nuestra sangre en los que moran en la tierra?” Y entonces se les
entregan las blancas vestiduras y se les dice que todavía deben descansar un
rato más, porque aún habrá más mártires asesinados.
De
manera que no se trata aquí todavía de una “religión
de amor”, de “Ama a tus enemigos,
bendice a los que te maldigan”, etc. Aquí se predica la venganza, una
sólida y honesta venganza contra los perseguidores de los cristianos. Y lo
mismo sucede en todo el libro. Cuanto más próxima está la crisis, más densos
llueven del cielo las plagas y los castigos, y más satisfecho anuncia Juan que
la masa de la humanidad no expiará sus pecados, que nuevos azotes de Dios
caerán sobre ella, que Cristo la gobernará con una vara de hierro y pisará el
lagar de la ferocidad y la cólera de Dios
Todopoderoso, pero que los impíos continuarán insensibles en sus corazones. Es
el sentimiento natural, libre de toda hipocresía, de que se está librando una
lucha y de que a la guerre comme á la
guerre.
Cuando
se abre el séptimo sello aparecen siete ángeles con siete trompetas, y cada vez
que uno de ellos hace resonar la suya ocurren nuevos horrores. Después del
séptimo toque de trompeta se presentan otros siete ángeles, con las siete
redomas de la ira de Dios, que vierten sobre la tierra; más plagas y castigos,
en general aburridas repeticiones de lo que ya ha sucedido varias veces. Luego
viene la mujer, Babilonia, la
Gran Ramera , vestida de escarlata y sentada sobre las aguas,
ebria con la sangre de los santos y los mártires de Jesús; es la gran ciudad de
las siete colinas que gobierna sobre todos los reyes de la tierra. Cabalga
sobre un animal de siete cabezas y diez cuernos. Las siete cabezas representan
las siete colinas, y también siete “reyes”. De estos cinco han caído, uno es y
el otro no ha llegado aún, y después de él vendrá de nuevo uno de los cinco
primeros. Ha sido herido de muerte, pero se ha curado. Reinará sobre el mundo
durante cuarenta y dos meses, o sea tres años y medio (la mitad de una semana
de siete años), y perseguirá a muerte a los fieles e impondrá el reinado de la
impiedad. Pero luego viene la gran lucha final, los santos y los mártires son
vengados por la destrucción de la Gran Ramera Babilonia y de sus partidarios, es
decir, del grueso de la masa de la humanidad; el demonio es arrojado a la sima
insondable y encerrado en ella durante un período de mil años, a lo largo del
cual reina Cristo con los mártires que se han levantado de entre los muertos.
Pero al cabo de los mil años el demonio es puesto de nuevo en libertad y
estalla otro gran combate de los espíritus, en el cual es finalmente derrotado.
Luego sigue la segunda resurrección, en que también los otros muertos se
levantan y aparecen ante el trono del juicio de Dios (no de Cristo,
adviértase), y los creyentes entran en un nuevo cielo, en una nueva tierra y
en una nueva Jerusalén, para la vida eterna.
Y
todo este monumento está construido con materiales exclusivamente judíos
precristianos y presenta ideas casi exclusivamente judías. Desde que las cosas
comenzaron a ir mal en este mundo para el pueblo de Israel, desde el momento de
los tributos a los asirios y babilonios, desde la destrucción de los dos
reinos de Israel y de Judá hasta la esclavitud bajo los seléucidas —o sea desde
Isaías hasta Daniel—, en todos los períodos oscuros hubo profecías sobre un
salvador. En Daniel, XII, 1-3, hay incluso una profecía sobre Miguel, el ángel
guardián de los judíos, que baja a la tierra para salvarlos de grandes
trastornos; muchos muertos volverán a la vida, habrá una especie de juicio
final y los maestros que han enseñado al pueblo la justicia brillarán como
estrellas para toda la eternidad. El único aspecto cristiano es el gran énfasis
que se pone en el inminente reinado de Cristo y en la gloria de los fieles, en
particular de los mártires que se han levantado de entre los muertos.
Por
la interpretación de estas profecías, en lo que se refiere a los
acontecimientos de esa época, estamos en deuda con la crítica alemana, en
especial con Ewald, Lücke y Ferdinand Benary. Renán la puso al alcance de los
no teólogos. Ya hemos visto que Babilonia, la Gran Ramera ,
representa a Roma, la ciudad de las siete colinas. En el capítulo XVII, 9-11,
se nos dice acerca de la bestia sobre la cual está sentada: “Las siete cabezas” de la bestia “son siete montes, sobre los cuales se
asienta la mujer. Y son siete reyes. Los cinco son caídos; el uno es, el otro
aún no es venido. Y cuando viniere, es necesario que dure breve tiempo. Y la
bestia que era, y no es, es también el octavo, y es de los siete, y va a la
perdición”.
Según
esto la bestia es la dominación mundial romana, representada por siete césares
en sucesión; uno de ellos ha sido mortalmente herido y ya no reina, pero curará
y volverá. A él le será dado, como octavo, establecer el reino de la blasfemia
y el desafío a Dios. Le será dado
“hacer guerra contra los santos, y vencerlos… Y todos los que moran
sobre la tierra le adoraron, cuyos nombres no están escritos en el libro de la
vida del Cordero... Y hacía que a todos, a los pequeños y grandes, ricos y
pobres, libres y siervos, se pusiese una marca en su mano derecha, o en sus
frentes; y que ninguno pudiese comprar o vender, sino el que tuviera la señal,
o el nombre de la bestia, o el número de su nombre. Aquí hay sabiduría. El que
tiene entendimiento, cuente el número de la bestia; porque es el número de
hombre; y el número de ella es seiscientos seis” (XIII, 7-18).
Hacemos
notar que aquí se menciona el boicot como una de las medidas que serán
aplicadas por el Imperio Romano contra los cristianos —medida que, por lo
tanto, es, evidentemente, una invención del demonio—, y pasamos al problema de
quién es ese emperador romano que ya ha reinado, que ha sido herido de muerte y
ha desaparecido, pero que regresará como el octavo de la serie, en el
papel de Anticristo.
Tomando
a Augusto como el primero, tenemos: 2. Tiberio, 3. Calígula, 4. Claudio, 5.
Nerón, 6. Galba. “Cinco han caído y uno es”. Por consiguiente, Nerón ya ha
caído y Galba es. Este reinó desde el 9 de junio del año 68 hasta el 15 de
enero del 69. Pero inmediatamente después de que ascendió al trono, las
legiones del Rhin se rebelaron, al ruando de Vitelio, en tanto que otros generales
preparaban levantamientos militares en otras provincias. En Roma se levantó la
guardia pretoriana, mató a Galba y proclamó emperador a Otón.
Según
esto vemos que nuestra Revelación fue escrita bajo Galba. Probablemente hacia
fines de su reinado. O, cuando mucho, durante los tres meses (hasta el 15 de
abril del año 69) del reinado de Otón, “el séptimo”. ¿Pero quién es el octavo,
que era y no es? Eso lo sabemos por el número 666.
Entre
los semitas —caldeos y judíos— existía en la época una especie de magia basada
en el doble significado de las letras. Como unos 300 años antes de nuestra era
las letras hebreas se usaban también como símbolos de números, a = 1, b = 2, g = 3, d =4, etc. Los
adivinadores de la cábala sumaban el valor de cada letra de un nombre y con la
suma trataban de profetizar el futuro del que llevaba el nombre, por ejemplo
formando palabras o combinaciones de palabras de igual valor. Las palabras
secretas y demás eran también expresadas en este lenguaje de los números. Este
arte recibió el nombre griego de gematriah,
geometría. Los caldeos, que continuaron esta práctica y a quienes Tácito
llamó mathematici, fueron
posteriormente expulsados de Roma bajo Claudio, y más tarde bajo Vitelio, según
parece por “serios desórdenes”.
Nuestro
número 666 apareció por medio de esta matemática. Es un disfraz para el nombre
de uno de los cinco primeros cesares. Pero aparte del número 666, Ireneo, a
fines del siglo II, conocía otra interpretación: 616, que por lo menos
apareció en una época en que el enigma del número era aún conocido ampliamente.
La prueba de la solución consistirá en que convenga por igual a ambos números.
Esta
solución fue dada por Ferdinand Benary, de Berlín. El nombre es Nerón. El
número se basa en קסר דדנו “Nerón
Kesar”, ortografía hebrea del griego “Nerón Kaisar”, o sea
emperador Nerón, verificada por el Talmud y por inscripciones halladas en
Palmira. Esta inscripción se encontró en monedas de la época de Nerón, acuñadas
en la parte oriental del imperio. Y entonces: n (nun) = 50; r (resh)
= 200; v (vav) o sea o = 6; n (nun) = 50; k (kaf)
=100; s (samech) = 60; r (resh) = 200. Total,
666. Si tomamos como base la ortografía latina, Nero Caesar, desaparece
el segundo nun = 50, y tenemos
666 — 50 = 616, o sea la interpretación de Ireneo.
En
realidad todo el Imperio Romano se vio envuelto de pronto por la confusión en
la época de Galba. Este marchó sobre Roma, a la cabeza de las legiones de
España y Galia, para derribar a Nerón, quien huyó y ordenó a un liberto que lo
asesinara. Pero no sólo conspiró contra Galba la guardia pretoriana de Roma,
sino también los comandantes supremos de las provincias; nuevos pretendientes
al trono aparecían por todas partes y se preparaban a marchar sobre Roma con
sus legiones. El Imperio parecía condenado a la guerra civil, su disolución
era inminente. Por sobre todo esto se difundió el rumor, en especial en el
este, de que Nerón no había sido muerto, sino sólo herido; que había huido al
país de los partos y estaba a punto de cruzar el Éufrates con un ejército para
comenzar otro reinado del terror, más sanguinario aún que el anterior. Acaya y
Asia se sintieron particularmente aterrorizadas por esos informes. Y en el
momento mismo en que la Revela ción
tiene que haber sido escrita apareció un falso Nerón que se estableció, con una
cantidad bastante considerable de partidarios, no lejos de Patmos y el Asia
Menor, en la isla de Kytnos, en el mar Egeo (ahora denominada Thermia), hasta
que fue asesinado mientras aún reinaba Otón. ¿Qué podía haber de asombroso en
el hecho de que entre los cristianos —contra quienes había iniciado Nerón la
primera gran persecución— se difundiera la opinión de que éste volvería como
Anticristo, y de que su regreso, y la acentuada tentativa que éste implicaría
de reprimir por la sangre a la nueva secta, serían el signo y el preludio del
retorno de Cristo, de la gran lucha victoriosa contra las potencias del
infierno, del reinado de mil años de duración que “pronto” se establecería y
cuya confiada espera inspiraba a los mártires a ir jubilosamente a la muerte?
La
literatura cristiana y la por ella influida de los dos primeros siglos
proporcionan suficientes indicios en el sentido de que el secreto del número
666 era entonces conocido por muchos. Ireneo ya no lo conocía, pero por otra
parte él y muchos otros —hasta fines del siglo III— supieron que la bestia del
Apocalipsis representaba el regreso de Nerón. Este rastro se pierde luego y el
trabajo que nos interesa es fantásticamente interpretado por los adivinos del
futuro que poseen una mentalidad religiosa. Yo mismo, de niño, conocí a
personas que, siguiendo el ejemplo de Johann Albrecht Bengel, esperaban el fin
del mundo y el juicio final en el año 1836. La profecía se cumplió, y
precisamente ese año. Pero la víctima del juicio final no fue el mundo pecador,
sino los propios intérpretes de la Revelación. Porque
en 1836 P. Benary proporcionó la clave del número 666, con lo que dio un
torturado fin a todos los cálculos profetices, a la nueva gematriah.
Nuestro
Juan sólo puede proporcionar una descripción superficial del reino celestial
reservado para los creyentes. La nueva Jerusalén es establecida en escala
bastante amplia, por lo menos de acuerdo con las concepciones de la época:
tiene 12.000 estadios, o sea 2.227 kilómetros cuadrados, de modo que su
superficie es de unos cinco millones de kilómetros cuadrados, más de la mitad
del tamaño de los Estados Unidos de Norteamérica. Y está hecha de oro y de todo
tipo de piedras preciosas. Allí vive Dios con su pueblo, iluminándolos en lugar
del sol, y no habrá allí más muertes, ni penas, ni dolores. Y un puro río de
agua de vida corre a través de la ciudad, y a cada lado del río hay árboles de
la vida, que tienen doce clases de frutas y que las dan todos los meses; y las
hojas del árbol “sirven para la curación
de las naciones”. (Renán cree que se trata de una especie de bebida
medicinal. L'Antechrist, pág.
542). Aquí vivirán los santos para siempre.
Así
era, por lo que sabemos, el cristianismo en el Asia Menor, su sede principal,
en el año 68. No hay en él rastros de Trinidad alguna, sino que, por el
contrario, sólo existe el viejo e indivisible Jehová del judaísmo posterior,
que lo exaltó, de dios nacional de los judíos que era, a Dios supremo y único
del cielo y de la tierra, que afirma gobernar sobre todas las naciones, promete
piedad a los que se conviertan y aplasta, implacable, a los empedernidos, de
acuerdo con el antiguo parcere
subjectis ac debellare superbos.[10]
Por lo tanto este Dios, en persona, y no Cristo, como en los relatos
posteriores de los evangelios y las Epístolas, será el que presida el juicio
final. De acuerdo con la doctrina persa de la emanación, que era corriente en
el judaísmo posterior, Cristo el Cordero surge eternamente de él, así como —en
un plano inferior— los “siete espíritus de Dios”, que deben su existencia a una
mala interpretación de un pasaje poético (Isaías, XI, 2).
Todos ellos están subordinados a Dios, pero no son Dios mismo ni iguales a él.
El Cordero se sacrifica para expiar los pecados del mundo, y por eso es
considerablemente ascendido en el cielo, porque su muerte voluntaria es
considerada una extraordinaria hazaña en todo el libro, y no como algo que
surja por necesidad de su naturaleza intrínseca. Como es natural, allí está
toda la corte celestial de dignatarios, querubines, ángeles y santos. A fin de
convertirse en una religión, el monoteísmo siempre ha tenido que hacerle
concesiones al politeísmo —desde los tiempos del Zend-Avesta.[11] Con los
judíos continuó la crónica declinación de los sensuales dioses del paganismo,
hasta que, después del exilio, la corte celestial, según el modelo persa,
adaptó un tanto mejor la religión a la fantasía popular, y el propio
cristianismo, después de remplazar el eterno e inmutable dios de los judíos por
el misterioso dios de la
Trinidad , que se diferencia en sí mismo, no encontró, para
suplantar el culto de los antiguos dioses, otra cosa que el de los santos. Así,
de acuerdo con Fallmerayer, el culto de Júpiter en el Peloponeso, Maina y
Arcadia sólo murió más o menos en el siglo IX (Geschichte der Halbisel Morea, I, pág. 227). Sólo el
moderno período burgués y su protestantismo volvieron a eliminar los santos y
tomaron finalmente en serio el monoteísmo diferenciado.
En
el libro se menciona tan poco el pecado original como la justificación por la
fe. La fe de estas primitivas comunidades militantes es muy distinta de la
posterior iglesia victoriosa: junto al sacrificio del Cordero, el inminente
regreso de Cristo y el reinado milenario que pronto debe nacer, forman su
contenido esencial. Esta fe sobrevive sólo gracias a una activa propaganda, a
una implacable lucha contra el enemigo interno y exterior, a la orgullosa
profesión de la posición revolucionaria ante los jueces paganos y al martirio
confiado en la victoria.
Ya
hemos visto que el autor no tiene conciencia aún de ser otra cosa que un judío.
Por lo tanto no se menciona el bautismo en todo el libro, en tanto que muchos
otros hechos indican que el bautismo fue instituido en el segundo período del
cristianismo. Los 144.000 judíos creyentes son “sellados”, no bautizados. De
los santos del cielo y los fieles de la tierra se dice que se han lavado de sus
pecados, que han lavado sus vestiduras y las han purificado con la sangre del
Cordero; no se menciona para nada el agua del bautismo. Los dos profetas que
preceden la llegada del Anticristo, en el capítulo XI, no
bautizan. Y de acuerdo con XIX, 10, el testimonio de Jesús no es el bautismo, sino
el espíritu de profecía. Como es natural, el bautismo habría debido ser
mencionado en todos estos casos, si hubiese estado en vigor; por lo tanto
podemos, con absoluta certidumbre, extraer la conclusión de que el autor no lo
conocía, que apareció por primera vez cuando los cristianos se separaron finalmente de los
judíos.
Tampoco
sabe mucho nuestro autor sobre el segundo sacramento, la eucaristía. Si en el
texto luterano Cristo promete a todos los habitantes de Tiatira que se
mantengan firmes en la fe que vendrá das
Abendmahl halten con ellos, tal cosa crea una falsa impresión. El texto
griego dice deipneso —cenaré
(con él)—, y la Biblia
inglesa lo traduce correctamente: Ishall
“sup” with him. No se habla aquí de la eucaristía, ni
siquiera como simple comida conmemorativa.
No
cabe duda de que este libro, con su fecha tan claramente establecida en el año
68 ó, 69, es el más antiguo de toda la literatura cristiana. Ningún otro ha
sido escrito en un lenguaje tan bárbaro, tan lleno de hebraísmos,
construcciones imposibles y errores gramaticales. El capítulo I, versículo 4, por ejemplo,
dice literalmente: “Gracia sea con
vosotros... y del que es y que era y que ha de venir.” Sólo los teólogos
profesionales y otros historiadores profesionales que se han comprometido en
ese sentido niegan ahora que los evangelios y los Hechos de los Apóstoles sean
otra cosa que adaptaciones posteriores de escritos perdidos, cuyo débil núcleo
histórico resulta ya irreconocible en la maraña de la leyenda; que incluso las
pocas Epístolas que Bruno Bauer reconoce como “auténticas” son, o bien escritos
de fecha posterior, o, en el mejor de los casos, adaptaciones de antiguas obras
de autores desconocidos, alteradas por modificaciones o inserciones. Ello es
tanto más importante cuanto que nos encontramos entonces en posesión de un
libro cuya fecha de redacción ha sido determinada con un margen de un mes, un
libro que nos describe el cristianismo en su forma no desarrollada. Esta forma
tiene la misma relación con la religión estatal del siglo IV —con su dogma y
mitología plenamente desplegados—, que la mitología todavía inestable de
Tácito sobre los germanos en relación con las enseñanzas ya desarrolladas de
los dioses de Edda, tal como fueron influidas por los elementos cristianos y
antiguos. El núcleo de la religión universal está allí presente, pero incluye,
sin discriminación alguna, las mil posibilidades de desarrollo que luego se
convirtieron en realidades en las incontables sectas posteriores. Y el motivo
de que este antiquísimo escrito de la época del cristianismo naciente nos
resulte especialmente valioso reside en que muestra, en su expresión más pura,
lo que el judaísmo, fuertemente influido por Alejandría, aportó al
cristianismo. Todo lo que viene después es adición occidental, greco-romana.
Sólo por intermedio de la religión judía monoteísta pudo adoptar su forma
religiosa el monoteísmo culto de la filosofía griega vulgar posterior, forma
religiosa que era la única que podía permitirle captar a las masas. Pero una
vez encontrado ese intermediario, sólo podía convertirse en una religión
universal en el seno del mundo greco-romano, y ello por medio de un posterior
desarrollo y fundiéndose al material de pensamiento que ese mundo había
logrado.
[1] La
figura del derecho romano de la enfiteusis, era una especie de “arrendamiento a
perpetuidad”. Entregaba a los enfiteutas la explotación de las tierras públicas
a cambio de una “retribución” pecuniaria.
[2]
“Marca”, era una antigua comunidad alemana. Engels escribió este texto como un
breve esbozo sobre la historia del campesinado alemán desde los tiempos
antiguos, como suplemento de la primera edición alemana de su obra “Del
socialismo utópico al socialismo científico”.
[3] No han de confundirse con los
tribunales Schöffen a la manara de Bismarck y Leonhardt, en los cuales los
abogados y los asesores laicos resolvían en común veredicto y dictaban la
sentencia. En las antiguas cortes judiciales no había abogados, el juez que
presidía no tenía voto y los Schöffen o asesores leicos daban
independientemente su veredicto. [Nota de Engels.]
[4] Una peculiar antítesis de esto fueron los levantamientos religiosos
del mundo mahometano, en especial en el África. El islamismo es una religión
adaptada a los orientales, en particular a los árabes, es decir, por una parte
a los hombres de las ciudades dedicados al comercio y la industria, por la otra
a los beduinos nómadas. Pero hay en él el embrión de una colisión que reaparece
en forma periódica. Los habitantes de las ciudades se enriquecen, viven en el
lujo y no se esmeran en la observancia de la “ley”. Los beduinos, pobres y por
lo tanto de estricta moralidad, contemplan con envidia y codicia estas
riquezas y placeres. Luego se unen bajo un profeta, un mehedi, para castigar a los apóstatas y restablecer la observancia del ritual y de la fe
verdadera, y para apropiarse, en recompensa, de los tesoros de los renegados.
Al cabo de cien años, como es natural, se encuentran en la misma posición de
los renegados de antes: surge la necesidad de una nueva purificación de la fe,
aparece un nuevo mehedi y el juego
recomienza otra vez. Esto fue lo que sucedió desde las campañas de conquista de
los almorávides africanos y los almohades
de España hasta el último mehedi de
Kartum, que con tanto éxito contuvo a los ingleses. Lo mismo, o algo similar,
sucedió con los levantamientos en Persia y otros países mahometanos. Todos
estos movimientos estaban revestidos del ropaje de la religión, pero tenían su
fuente en causas económicas. Pero cuando triunfan permiten que las antiguas
condiciones económicas se mantengan intactas. De manera que la situación
anterior se conserva inmutable y la colisión se repite en forma periódica. En
los levantamientos populares del Occidente cristiano, el disfraz religioso es
sólo una bandera y una máscara para los ataques contra un orden económico que
se torna anticuado. Este es finalmente derribado, surge uno nuevo y el mundo
progresa. (Hasta aquí la nota de Engels). Almorávides: dinastía feudal berberisca
del norte de África y sur de España, durante los siglos XI y XII. Almohades:
dinastía feudal berberisca que remplazó a los almorávides y reinó en los
siglos XII y XIII. El mahdí de Kartum: Mohammed
Ahmed (c. 1844-1885), dirigente del levantamiento nacional de campesinos y
nómades del Sudán oriental (1881-1885), dirigido contra los ingleses y otros
colonos europeos. Terminó con la expulsión de éstos hasta 1898.
[5] Escuela de Tubinga: escuela de
investigaciones y crítica bíblicas fundada por F. Bauer en la primera mitad del
siglo XIX. La crítica racionalista de los evangelios, realizada por sus
adherentes, es notable por su incoherencia en el deseo de mantener como
históricamente dignas de confianza ciertas proposiciones de la Biblia. Sin quererlo,
esta escuela contribuyó en gran medida, con su crítica, a minar la autoridad de
la Biblia como
fuente histórica en la que se podía confiar
[6] Referencia a Carmen apologeticum adversus Judaeos et gentes (Canto apologético contra judíos y gentiles), de Comodiano.
[7] Cábala: Misteriosa doctrina religiosa vinculada con la
magia y sumamente difundida entre los judíos.
[8] Gnósticos: Tendencia mística religiosa del cristianismo
primitivo; tendencia ecléctica reaccionaria en filosofía.
[9]
Filón de Alejandría (vivió aproximadamente entre el año 20 ac y el 50 dc.). Es el
principal representante de la filosofía religiosa judaica de Alejandría; su
línea de pensamiento concilia la filosofía griega (helenista), el judaísmo y el legalismo romano, en el intento de “armonizar” la
tradición exegética judía y la filosofía estoica. Los primeros cristianos, en
el siglo I, asumieron sus apuestas esenciales, a tal punto que la formación de
lo que vendría a ser la teología cristiana tiene en sus planteamientos, un
indudable e innegable origen.
[11] Zend-Avesta: colección de “libros
sagrados” de la religión de Zoroastro, que se difundió por la antigua Persia,
Azerbaidzhán y Asia central. Se supone que fue compilada entre el siglo IX de
antes de nuestra era y el siglo IX de nuestra era.
.../... TEXTO DE IVAN JAIME URANGA FAVELA, en su blog:
[al mismo le mandamos una nota, que aparece a continuación de su escrito].../...
//de 1971 el capitalismo declinó, una nueva clase social tomo el poder mundial. Tomó el poder la clase Omecafi, palabra nueva que tiene como origen las palabras: oligarquía, mafiosa, especuladora, canalla, financiera, internacional.
LUNES, 19 DE JULIO DE 2010
La nueva clase hegemónica mundial Oligarquía Mafiosa
Especuladora Canalla Financiera Internacional (OMECAFI https://sites.google.com/site/fasdermex/omecafi), su líder es Ben Shallon Bernanke,
La clase capitalista perdió su poder hegemónico y se encuentra en agonía. Los
Estados-nación no son estados fallidos, se convirtieron en mercenarios al
servicio de la clase OMECAFI, el pueblo de EEUU y su gobierno se encuentra
sometido mediante las deudas de crédito hipotecario y al consumo, al igual que
la Unión Europea.
(Iván Jaime Uranga Favela)
Ver conferencia del Dr. Alfredo Jalife Rahme
http://vimeo.com/40009880
El país con mayor deuda en el mundo es EEUU, ver vídeo
http://vimeo.com/39883761
El país con mayor deuda en el mundo es EEUU, ver vídeo
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Capitalismo y Socialismo
Por Ali Van[1]
Los defensores del sistema capitalista en su prisa por
vanagloriarse del triunfo sobre el socialismo y decretar el fin de la historia,
a partir de la caída del muro de Berlín, considerando al “sistema triunfador”
como la única forma en que los seres humanos podemos organizarnos, motivó mi
inquietud por escribir este artículo. Más tarde contemplando las movilizaciones
a nivel internacional en contra de la globalización y los tratados comerciales
de libre mercado, comenzaron a surgir más dudas y el deseo de aclararlas. En
este trabajo expongo algunos análisis, que considero todavía demasiado
simplistas para mí, pero que pueden ser el principio para generar una polémica
y con la ayuda de las ideas que surjan de ella aclarar mis dudas e
insatisfacciones producto de mi ignorancia.
Los ideólogos del capitalismo afirman que desde que se
inició la era industrial, ningún sistema social ha logrado los resultados en
cuanto a éxito, definido éste, como el aumento material de los niveles de vida.
Fundamentado en los móviles humanos del individuo, la codicia, el deseo de ser
apreciado y el interés propio, teniendo como fin el crecimiento económico para
unos cuantos (los capitalistas) y, de manera marginal, el aumento en los
niveles de vida de las poblaciones de los países. Argumentan, que las
contrapartes del sistema capitalista: el socialismo y el comunismo han perdido
en la lucha. Ambos capitalismo y socialismo triunfaron y casi desaparecieron
los sistemas feudales, pero el comunismo, fase superior del capitalismo, no ha
existido en ninguna parte del mundo, el comunismo primitivo que aún subsiste en
lugares muy apartados del planeta y zonas indígenas marginadas de muchas partes
del mundo, no es el comunismo a que se refirieron en sus teorías sobre economía
política Marx y Lenin, como el sistema social que acabaría con el capitalismo.
Cuando se hace referencia en los textos de economía política
confundiendo los términos: socialismo y comunismo, de manera indistinta, más
bien obedece a desconocimiento del marxismo-leninismo o bien, a posiciones
ideológicas discriminatorias que, al no establecer la diferencia, confunden
premeditadamente los términos, con el fin de descalificarlos a ambos como si
fueran la misma cosa.
El socialismo al igual que el capitalismo ha tenido
sus días de gloria y decadencia el primero a partir de su nacimiento en los
inicios del siglo XX y el segundo desde el siglo anterior hasta el presente.
Ambos sistemas sociales llegaron a tener influencia sobre la mitad del mundo
aproximadamente. De acuerdo a la teoría de la contradicción, la extinción de
uno de los contrarios, traerá como consecuencia el quebranto del otro, aunque
algunos teóricos hayan decretado el fin de la historia y consideren que el
capitalismo es el sistema que prevalecerá, la realidad es que los cambios
profundos que están ocurriendo en el mundo, necesariamente, darán origen a
otros contrarios y a otra contradicción y a cambios profundos en todos los
órdenes tal como ocurrió con el invencible feudalismo y otros sistemas
anteriores, que sucumbieron en la cúspide de su poder. Y es natural, después de
llegar a la cima, todo el camino hacia adelante es pendiente abajo. “Pero
aún cuando la competencia quede relegada a los libros de historia, algo está
haciendo temblar los cimientos del capitalismo, que se parece a ese pez chino
que aletea para encontrar su camino de retorno a un río que ya no existe.”[2]
La
declinación constante de la economía mundial (corregido por inflación)[3] a partir de la década de los
setenta, en que el crecimiento disminuyó del 5% registrado en la década
anterior (60s) a 3.6%, es decir, registrando una caída del 28%. Posteriormente,
en la década de los ochenta el crecimiento fue de 2.8%, es decir, 44% menor a
los sesentas y mostrando un crecimiento de 2%[4] en la mitad de la década de los
noventa, es decir, una disminución del 60% respecto a la misma década de
referencia (60s), nos muestra que algo esta ocurriendo, con el capitalismo. Ver
la tabla siguiente:
AÑOS
|
Crecimiento Anual de la Economía Mundial
|
Disminución respecto a la década 1960-1969
|
1960-1969
|
5%
|
0%
|
1970-1979
|
3.6%
|
28%
|
1980-1989
|
2.8%
|
44%
|
1990-1995
|
2%
|
60%
|
En diciembre de 1989, el mundo fue testigo de la caída
de la bolsa de valores de Tokio, el índice Nikkei se desplomó desde 38,916
unidades a sólo 14,309 unidades registradas el 18 de agosto de 1992, la debacle
superó en términos reales a la sufrida por la bolsa norteamericana entre 1929 a
1932.[5] Los valores de la propiedad en Japón
disminuyeron en la misma proporción causando recesión. La producción industrial
japonesa para 1994 había bajado un 3% por debajo de la obtenida en1992.[6] Los magos de la economía y los
analistas predijeron un crecimiento para 1995, sin embargo, este no se dio y en
1996 iniciaron con crecimiento cero. Esta situación tiene una gran importancia
para el sistema capitalista, pues no estamos hablando de un país del Tercer
Mundo, sino de la segunda economía más importante, de un sistema que se
tambalea.
Europa occidental en los años sesenta tuvo índices de
desempleo de la mitad de los registrados por Estados Unidos, ya para el año de
1995 el índice de desempleo era de 10.8%, contra 5.4% en los Estados Unidos.[7]En términos netos, no se ha creado un solo
empleo en toda Europa en el periodo comprendido de 1973 a 1994.[8] Europa es un polo de desarrollo del
capitalismo muy importante, el cual esta lidiando con problemas económicos que
se agravan con el transcurso del tiempo. El porcentaje de la fuerza de trabajo
de la población europea, incluyendo a todas las personas en edad laboral, que
se encuentran desempleadas alcanza cuando menos el 20%. Hemos sido testigos de
las manifestaciones de jóvenes en los últimos meses. (2005)
Estados Unidos generó en este mismo periodo 38
millones de nuevos empleos netos, contando con sólo el 33% de la población de
Europa. El producto interno bruto per capita (PIB/habitante) corregido por la
inflación, aumentó un 36% en el periodo de 1973 a 1995. Sin embargo, los
salarios reales por hora disminuyeron 14%, para todos los trabajadores que no
tenían personal a su cargo (los no supervisores).[9] Hay que señalar que los aumentos de
salarios en la década de los ochenta se concentraron en el 20% superior de la
fuerza laboral, mientras el 1% superior acaparó aumentos por 64% en su salario.[10] En la sociedad Norteamericana se
han profundizado las desigualdades sociales, lo cual no tendría importancia si
se tratara de cualquier país, pero da la casualidad que es la casa del país
capitalista más poderoso del mundo.
Hay un país que acató todas las recomendaciones del
Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y otros organismos del
capitalismo internacional en 1994, tenía entre sus “aciertos”: presupuesto
equilibrado; privatizó más de mil compañías propiedad del estado (más bien del
pueblo); redujo reglamentaciones gubernamentales; acordó reducir
unilateralmente los impuestos aduaneros y firmo un acuerdo de libre comercio
con Estados Unidos y Canadá. Todas estas medidas elevaron a héroe económico
internacional a su flamante presidente de la república Carlos Salinas, que
gobernaba con mano tan firme, que las pocas voces críticas que se alzaron
contra él, fueron acalladas, ni se veían ni se oían. Ante una oferta tan
apetitosa, el capital privado ingresaba al país en abundancia. Las revistas de
negocios peleaban por las entrevistas y las fotos de Salinas aparecían en las
portadas, México se había convertido en el Tigre de América.
¿Qué sucedió en abril de 1995, al despertar de aquel
sueño? 500 mil trabajadores perdieron su empleo, otros 250 mil en peligro de
engrosar las filas de los desempleados, rompimiento de cadenas productivas.[11] El poder adquisitivo declino 30%.
Nadie podía explicar que había sucedido, ni los analistas económicos, ni los
magos, Salinas lo atribuía al “error de diciembre”, se implementó un rescate de
los Bancos que endeudaba a las futuras generaciones de mexicanos (FOBAPROA), se
rescató a los ricos y se hundió a las clases sociales económicamente inferiores
y desprotegidas. Adiós a la dirección de la World Trade Organisation (WTO), a
la que Salinas aspiraba. Ahora aparecía Salinas otra vez en las revistas, solo
que ahora como incompetente, corrupto y posiblemente como socio de traficantes
de droga, huyo del país y su hermano incomodo encarcelado. Era más fácil culpar
a Salinas que al sistema capitalista.
¿Se habían equivocado los analistas y magos de la
economía internacional? ¿Sus recetas fueron veneno puro? La verdad es que la
mayoría no sabe y los que saben no quieren decir, porque el omnipotente y
fundamentalista mercado nunca se equivoca, ¡faltaba más! Los lideres
de economías de mercado deben aplicar estas políticas, porque son las más
recomendables, si algo no sale como se planeó, no hay problema, en el camino
debe haber muertos. Desde luego que los fantasmas de estos muertos pueden
cargar con otro difunto: el sistema entero. ¡Posiblemente ya comenzaron!
Puede ser que algo interno al capitalismo ha cambiado
para causar estos resultados. Al desaparecer los enemigos del capitalismo cargaron
con las verdades eternas: el dejar operar a los mercados, el crecimiento, el
empleo pleno, la estabilidad financiera, el aumento de salarios, la mejora de
la calidad de vida..... ¿Qué se yo? ¿Qué puede hacer el capitalismo para
sobrevivir? ¿Dónde están los analistas y los magos de la economía, que no dan
soluciones? ¿Dónde será el próximo descalabro de la estabilidad económica
internacional?
Cualquier proyección sobre el futuro será errónea si
no tiene en cuenta “ese algo” o punto critico, que esta trastornando las
fortalezas internas del capitalismo.
El socialismo (aclarado el error de llamarlo
comunismo), al ser resultado de ideas revolucionarias, construyó sociedades que
requerían un individuo nuevo, pero el fracaso en crearlo en cantidad y calidad
es evidente. El impulso revolucionario fue perdiendo fuerza, ya en la segunda y
tercera generación, con dirigentes ideológicamente socialistas, burocratizados,
conservadores en la práctica diaria, aun por encima de otros elementos de la
sociedad, resultaron ser los defensores sociales más renuentes al cambio. La
dictadura del proletariado se volvió dictadura de una elite, con el
proletariado ausente.
El socialismo llamado por el marxismo-leninismo fase
de transición al comunismo, introdujo la competencia al capitalismo, con un
impulso tal, que la mayoría de las instituciones y programas sociales del
capitalismo tienen como origen el tratar de igualar los beneficios
asistenciales a la sociedad de su contraparte, no porque fueran almas
caritativas, sino porque la sociedad, sobre todo la organizada y más conciente
empujaba en esa dirección y, ante la disyuntiva de perder el poder y fracasar
anticipadamente preferían ceder, era mejor perder una pluma que el gallo
completo, razonaban. Contrariamente a lo que se puede pensar a primera vista,
la fortaleza adquirida por el capitalismo al crear las instituciones sociales,
les permitieron oponerse en mejores condiciones a su contraparte: el
socialismo.
Alguna vez los conservadores de Estados Unidos,
despectivamente se referían a los gobiernos demócratas como: pinches
socialistas. Aseguraban incluso que Estados Unidos era más socialista que la
URSS. En un recuento de las prestaciones sociales del pueblo norteamericano, no
estaban tan equivocados, por lo menos hasta que gobernó Ronald Reagan y eliminó
gran parte de las medidas sociales y privilegió con exención de impuestos a las
clases más altas de la sociedad. Ahora a los gobiernos del Tercer Mundo que
subsidian a las clases más desprotegidas de la sociedad, se les llama
populistas.
Las aportaciones del sistema capitalista y su
contraparte el sistema socialista, en cuanto al progreso material y tecnológico
de la especie humana, por evidente, esta fuera de discusión. La discusión
actual realmente se ha centrado en lo que no aportó en referencia al bienestar
humano y la destrucción de la naturaleza que causaron y siguen causando con su
peculiar manera de apropiarse de ella.
Hay un chiste buenísimo respecto al mercado: A Saúl un
comerciante judío le llega un cargamento de 10 mil latas de sardinas
procedentes de México, paga por ellas 50 mil pesos, después de verificar que no
falte ninguna caja, inicia su labor de venta ofreciéndoselas a Isaías, dice:
Isaías, te vendo 10 mil latas de sardinas que traje de México, te las doy baratas
a 150 mil pesos. Isaías contesta: ¡están muy caras te doy 70 mil! Saúl dice: ni
tu ni yo, hermano, déjame siquiera recuperar mis gastos dame 80 mil. Isaías, ya
pensando en hacer negocio, dice: esta bien, hermano, déjame contar las cajas.
Acto seguido pago el dinero. Isaías, inmediatamente, va a casa de Abraham y le
ofrece: Abraham, hermano, cómprame 10 mil latas de sardinas de calidad
superior, solo quiero recuperar mis gastos dame 200 mil pesos. Abraham dice:
estás loco, hermano, no me interesan, y en caso de animarme, sólo puedo pagarte
la mitad, ni un centavo más. Isaías contesta: Hermano, ayúdame, no ves que en
este negocio puedo perder hasta la camisa, dame siquiera 150 mil, son sardinas
calidad superior. Abraham contesta: esta bien. Cierran el trato y paga. Al día
siguiente... Abraham viene a ver a Isaías bastante molesto y dice: Isaías, las
sardinas que me vendiste ayer están echadas a perder. -¿Cómo? ¡Intentaste
comerlas! ¡Si serás tonto hermano!, esas sardinas no son para comer, son para
hacer negocio, antes de hablar mal de ellas y que alguien se entere, mejor
búscales cliente has negocio- Dice Isaías.
Los que han alcanzado éxito en el sistema capitalista,
al acumular riqueza económica, en cantidades que por su cuantía, nunca podrán
gozar cabalmente en su vida, porque con la riqueza económica sucede algo muy
curioso, en cuanto ésta rebasa la dimensión humana para causar alguna
satisfacción, se convierte en un fardo con el cual tienen que cargar y volverse
cada vez más sofisticados en cuanto a seguridad, el dilema ahora es conservar
la riqueza por el resto de su vida. Es decir, cuidar su integridad y la de sus
bienes, tienen seguridad privada y exigen al gobierno que también los proteja.
De alguna manera mientras más posesiones tienen, menos las disfrutan, estas se
convierten en una dulce trampa, les causan mucha satisfacción y también muchos
desvelos. ¿Qué soy exagerado?, solo contemplen la altura de las bardas de las
casas de las colonias de alto nivel económico, las casetas de vigilancia, las
rejas electrificadas, los carros blindados e infinidad de sistemas de
seguridad. Prisioneros de su miedo, mermadas sus posibilidades de libertad,
atrapados por un ejercito de servidores pendientes de adivinar, crear, simular,
estimular, adular, cumplir todos sus deseos y, de ser posible, en un descuido
robarles, al fin tienen mucho. Si eso no es perder la libertad, ¿Cómo se llama?
Hay millonarios en Estados Unidos (el mundo y en
México) que ni siquiera tienen una idea remota de sus propiedades, pues al
tener decenas de operadores financieros, comprando y vendiendo a diario
acciones y bienes materiales (para hacer negocio), hace mucho tiempo que
perdieron, por su misma dimensión humana, la cuenta de sus propiedades. El ser
humano no cambia su naturaleza biológica con el aumento de sus bienes
económicos. Independientemente de su riqueza económica, necesariamente, tiene los
mismos requerimientos biológicos que los demás seres humanos, cualquier exceso
que cometa en la satisfacción de esos requerimientos esenciales es castigado en
su salud. Sin embargo, quien acumula riqueza, termina atrapado por ella, pues
el impulso de cada vez obtener más, es inherente a las leyes del capital,
debido a que el crecimiento económico individual, empresarial, corporativo y
social, es el motor que impulsa al éxito en el capitalismo. En esta dinámica,
el éxito de un grupo cada vez más reducido de triunfadores, genera un amplio
grupo de perdedores, que al incrementar su número se convierten en una amenaza
para las posesiones y la integridad física de los triunfadores. De alguna
manera intuyen que si su riqueza deja de aumentar, esa debilidad será aprovechada
por sus competidores, siempre prestos a destruir a los más débiles y de esta
manera, convertirse en perdedor. El número de empresas esta decreciendo en el
mundo y sus mercados siendo absorbidos por las empresas transnacionales. En los
juegos infantiles con canicas, cuando algún niño gana todas las canicas de los
demás, se termina el juego, pues nadie, excepto el ganador, tiene canicas para
seguir jugando, el capitalismo es un juego parecido.
Los organismos internacionales: Banco Mundial, Banco Interamericano
de Desarrollo y todas las fundaciones de ayuda a los países subdesarrollados
diagnosticaron que los problemas económicos de éstos países eran originados por
tener estados demasiado obesos y que sustituían a la iniciativa privada en los
servicios de electricidad, el agua, la minería, la producción petrolera, la
telefonía y otras áreas de servicios, llegando a recetar a todos los países
subdesarrollados la privatización de todas esas empresas, sin considerar que al
venderlas, los Estados nacionales se debilitaban. Pareciera que se propusieron
la desaparición de los Estados capitalistas más débiles. ¡Afortunadamente no lo
han logrado!
En el caso de Latinoamérica a más de 20 años de
aplicadas las recetas económicas, el resultado es millones de seres humanos en
pobreza extrema y un pequeño grupo de empresarios cómplices en cada país
disfrutando de una riqueza económica que es un insulto para las sociedades de
esos países, Günter Grass afirma: “Como
antisocial se entendía a una persona que no tenía ganas de trabajar. El
antisocial de hoy en día conduce un Mercedes, es presidente de un consorcio o
de un gran banco. Es aquel gerente de una empresa que, en el informe anual de
accionistas, anuncia que ha logrado que su empresa no haya tenido que pagar
impuestos, a pesar de sus fabulosas ganancias y a pesar de haber solicitado de
sus trabajadores que renuncien aún más a sus derechos. Estos personajes son
antisociales, en el sentido que se han desprendido de su responsabilidad como
ciudadanos. En este contexto, además, les gusta aparecer como “actores
globales.”
Lejos de lo que se puede pensar, de que los
damnificados del sistema son únicamente los trabajadores asalariados de cada
país, el daño inflingido a los capitalistas de los países subdesarrollados es
brutal. Muchos empresarios que heredaron el negocio de la familia y otros que a
través de un gran esfuerzo y tráfico de influencias habían acumulado fortunas,
hoy día sobreviven de manera precaria, subempleados, sino es que han engrosado
las filas de los desempleados, algunos al perder sus fortunas desarrollaron
enfermedades como la diabetes, otros tuvieron paros cardiacos, en México esta
clase de empresarios eran millones, incluso la comunidad judía está muy
lastimada. El debilitamiento del Estado capitalista de su país y la
privatización de las principales empresas que eran sus clientes casi los
arruinó.
En las empresas que siguieron perteneciendo al estado,
con el pretexto de financiamiento, establecieron contratos de servicios
múltiples, los cuales concursan amañadamente (corrupción mediante) a nivel
internacional o exigiendo capital social muy alto, poniendo fuera del alcance
de los proveedores nacionales casi cualquier proyecto. Hay edificios de
oficinas enteros vacíos, dónde operaban las pequeñas empresas proveedoras de
Comisión Federal de Electricidad, Luz y Fuerza, Petróleos Mexicanos, Telmex y
otras empresas del Estado. El sistema capitalista global demoliendo al sistema
capitalista doméstico. El micro empresario proveedor de esas pequeñas empresas
que desaparecieron, tuvo que reducir su nivel de vida y ajustarse a sus nuevos
ingresos, no puede cerrar sus operaciones, pues no tiene otro modo de vivir.
Algunos han intentado a través de los partidos políticos incrustarse en la
burocracia del país. Sin embargo, la repugnancia que siempre han provocado en
los ciudadanos los políticos y la sucia y corrupta política que se ha
practicado en América Latina, ha convertido a la sociedad entera en analfabetos
políticos y Bertol Bretcht dramaturgo alemán nos dice:
“El peor
analfabeto es el analfabeto político, el que no oye, no habla, no participa en
los acontecimientos políticos: no sabe que el costo de la vida (el precio de
los fríjoles, del pescado, de la harina, del calzado y medicinas) depende de
las decisiones políticas.
El
analfabeto político es tan animal que se enorgullece e hincha el pecho al decir
que odia la política; no sabe el imbécil, que de su ignorancia política
proviene la prostituta, el menor abandonado, el asaltador y el peor de los
bandidos: el politiquero aprovechador, embaucador y corrompido, lacayo de las
grandes empresas nacionales y extranjeras.”
En el 2009 asistimos al gran espectáculo del Estado
más poderoso económico y militar del mundo, en el más puro POPULISMO propio de
países subdesarrollados rescatando deudores de la banca (claro que allá son
empresas transnacionales) General Motor, Citybanck, Chrysler, la Bolsa de
valore de Nueva York y otras. ¿No aplicó las recetas del BM y el BID? No
funcionó la mano invisible del libre mercado, en vez de privatizar las
estatizo.
Sospecho que al sistema económico y social que estamos
viviendo deberíamos buscarle nombre. Estoy seguro que ya no podemos llamarle
sistema capitalista, no importa que en el 80% del mundo subsista su moral, sus
instituciones económicas internacionales, la forma de hacer negocios y muchos
otros mecanismos netamente capitalistas, el sistema cambió. Me van a decir que
es parte de las crisis capitalistas como otras que ocurrieron en el pasado, de
las cuales el sistema ha salido avante. Esta vez tuvo que recurrir a medidas
que siempre criticó y, lo más grave han crecido los cinturones de miseria en
las ciudades norteamericanas antes prosperas, se des-industrializó, muchas
cadenas productivas fueron desmanteladas y llevadas al Tercer Mundo, está
enfrascado en dos guerras cuyos costos son muy altos, que en las circunstancias
actuales si la prosigue pierde y si abandona pierde.
Hay que recordar que aún subsisten enclaves del
sistema feudal en algunos países, cuando el capitalismo barrió con éste
sistema, hasta casi desaparecerlo, durante dos siglos el 19 y el 20. Sin
embargo, el sistema feudal pasó a la historia, sus reminiscencias sólo
confirman su desaparición. Posiblemente, con el sistema capitalista está
ocurriendo lo mismo. Trascurrieron muchos años y fue muy dolorosa para los
seres humanos la desaparición de la era feudal, tenemos que aprender de la
historia logrando una transición más rápida y amable.
El gran poder de las transnacionales se sustenta en la
seducción que produce en los millones de desamparados del sistema y en los
sicarios que obtienen algún beneficio de su existencia. En vez de generar
empleos, allí dónde inicia operaciones los desaparece, utiliza todos los medios
legales e ilegales para no pagar impuestos, es decir, no genera infraestructura
y bienestar en las sociedades dónde supuestamente sirve, exporta la mayoría de
sus utilidades hacia los países de origen. En la actualidad un porcentaje muy
alto de su producción proviene de maquiladoras dónde los medios de producción
no le pertenecen y no es patrón de los asalariados. Desde este punto de vista
la mayor parte de su riqueza actual es virtual, la mayoría de sus capitales
están invertidos en las bolsas de valores, dónde la propiedad está amparada por
compromisos basados en la confianza de que el mercado capitalista siga operando
y la confianza tiene que ser colectiva para que el sistema opere. Porque aunque
hay muchas barras de oro y kilos de diamantes, toneladas de minerales y otros
bienes, estos no alcanzan a respaldar todas las monedas que circulan en el
mundo. Un derrumbe de esa confianza como el ocurrido por la crisis de los
bienes raíces en 2009, pone en jaque todo el sistema.
[1] Ali Van, autoriza la reproducción total o parcial, por
cualquier medio, del presente articulo. Convencido que el conocimiento
pertenece a la humanidad entera y no a quienes los patentan y lo registran.
[2] Thurow, Lester. “EL Futuro del Capitalismo”. Ed. Javier
Vergara, Buenos Aires, Argentina. 1996.
[3] International Monetary Found, International
Statistics, Washington, D.C., varios anuarios; Stuart Holland, Towards a New
Bretton Woods (Nottingham, R.U.; Russel Press, 1994), pág. 10.
[4] Consejo de Asesores Económicos, Economic Report of the President, 1995
(Washington, D.C.,
Government Printing Office), pág. 403.
[5] Holt, Richard. The Reluctant Superpower, (Nueva
York: Kodansha International, 1995), pág. 246; “Stock Market Indexes”, Asian
Wall Street Journal, 1° de enero de 1990, pág. 18 y 24 de agosto de 1992, pág.
22.
[6] Industrial Growth, The Economist, 16 de
septiembre de 1995, pág. 122.
[7] Labour Pains, The Economist, 12 de
febrero de 1994, pág. 74.
[8] Solow, Robert. Is All That European Unemployment Necesary?. The World
Economic Laboratory, MIT Working Paper, Nro. 94-06.
[9] Economic Report of the President, 1995
(Washington, D.C.,
Government Printing Office), pág. 276, 311, 326; Consejo de Asesores
Económicos, Economic
Indicators, agosto de 1995, pág. 2, 15.
[10] Freenberg, Daniel R. y Poterba, James M., Income
Inecquality and Incomes of Very High Income Taxpayers, NBER Working Paper Nro.
4229, diciembre de 1992, pág. 122.
[11] International Herald Tribune, “México”, 2 de mayo de 1995, pág.
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Publicado por Jaime Uranga en 10:17
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Etiquetas: Bretton Woods, capitalismo, comunismo, globalizar, socialismo, subdesarrollo //
1.
saludos
desde Málaga, España.
HE LEÍDO DURANTE UNOS QUINCE MINUTOS SU BLOG,...ME INTERESA LOS ASUNTOS, LOS CUALES LOS IRÉ ESTUDIANDO CON MÁS INTENSIDAD E INTERÉS. ESTA NOTA ES PARA INFORMARLE DEL BLOG: LUKYRH.BLOGSPOT.COM DONDE SE EXPONEN ASUNTOS QUE CONSIDERO MUY SIMILARES. ESTE BLOG INTENTA SER PARTE DEL NUEVO SOCIALISMO CIENTÍFICO DEL SIGLO XXI. ESPERO QUE LE INTERESE NUESTROS ASUNTOS TEÓRICOS. ESPERANDO RESPUESTAS DE ANTEMANO LE FELICITO.
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//. 1. analisis y teoría del estado mundial capitalista
imperialista,...2.003 ...
lukyrh.blogspot.com/2013/11/analisis-y-teoria-del-estado-mundial.html
o
o
21/11/2013 - LAS FUERZAS EN LUCHA: LA HUMANIDAD Y
LA ÉLITE OTANISTA .....un problema, al revés es un
seguro, -reaseguro, lukyrh- para su permanencia de poder....... DE
ESA PLUTOCRACIA DICTATORIAL MUNDIALIZADA.
2.
REVOLUCIÓN DE LA HUMANIDAD: julio 2013
lukyrh.blogspot.com/2013_07_01_archive.html
o
o 27/7/2013 - Mi blog:lukyrh.blogspot.com,
hasta otra y gracias por dejarme publicar y comentar. ...... DE
PRODUCCIÓN CAPIMIMPERIALISTAS MUNDIALIZADA. ..... es
un proyecto de esa élite plutocrática imperialista mundial,
contra las ...
3.
REVOLUCIÓN DE LA HUMANIDAD: TEORÍA COMUNISMO TOTAL ...
lukyrh.blogspot.com/2013/10/teoria-comunismo-total-e-integral.html
o
o
17/10/2013 - Por ello decimos de que el
Todocapitalismo, la Plutocracia Europea Militarizada y
Mundial, ...... Esta oligarquía financiera mundializada,
la llamamos CLASE ...... Élite plutocrática mundial
militarizada: Financieros, políticos, ...
4.
REVOLUCIÓN DE LA HUMANIDAD: IMPERIALISMO Y ...
lukyrh.blogspot.com/2013/08/imperialismo-y-movimientos-sociales.html
o
o 29/8/2013 - La dirección de la Plutocracia Mundial,
y en nuestro caso la europea, ...esa minoría bien preparada y
parapetada de la élite financiera mundial. ..... un
sistema político económico mundializado capitalista (
Todocapitalismo ).
5. REVOLUCIÓN DE LA HUMANIDAD: Ensayo: perspectiva social ...
lukyrh.blogspot.com/2013/.../ensayo-perspectiva-social-para-el-siglo.ht...
o
o
20/7/2013 - ... es lógico que el
capital mundializado desarrolle en todos los países .....Sólo
una Élite financiera y militarizada mundial e internacional
es ...//.../...
// Manifiesto del Partido Comunista
Marx-Engels (1848)
Digitalizado para
el Marx-Engels Internet Archive por José F. Polanco en 1998. Retranscrito para
el Marxists Internet Archive por Juan R. Fajardo en 1999.
La Liga Comunista, una organización obrera internacional, que en las circunstancias de la época -huelga decirlo- sólo podía ser secreta, encargó a los abajo firmantes, en el congreso celebrado en Londres en noviembre de 1847, la redacción de un detallado programa teórico y práctico, destinado a la publicidad, que sirviese de programa del partido. Así nació el Manifiesto, que se reproduce a continuación y cuyo original se remitió a Londres para ser impreso pocas semanas antes de estallar la revolución de febrero. Publicado primeramente en alemán, ha sido reeditado doce veces por los menos en ese idioma en Alemania, Inglaterra y Norteamérica. La edición inglesa no vio la luz hasta 1850, y se publicó en el Red Republican de Londres, traducido por miss Elena Macfarlane, y en 1871 se editaron en Norteamérica no menos de tres traducciones distintas. La versión francesa apareció por vez primera en París poco antes de la insurrección de junio de 1848; últimamente ha vuelto a publicarse en Le Socialiste de Nueva York, y se prepara una nueva traducción. La versión polaca apareció en Londres poco después de la primera edición alemana. La traducción rusa vio la luz en Ginebra en el año sesenta y tantos. Al danés se tradujo a poco de publicarse.
Por mucho que
durante los últimos veinticinco años hayan cambiado las circunstancias, los
principios generales desarrollados en este Manifiesto siguen siendo
substancialmente exactos. Sólo tendría que retocarse algún que otro detalle. Ya
el propio Manifiesto advierte que la aplicación práctica de estos principios
dependerá en todas partes y en todo tiempo de las circunstancias históricas
existentes, razón por la que no se hace especial hincapié en las medidas
revolucionarias propuestas al final del capítulo II. Si tuviésemos que
formularlo hoy, este pasaje presentaría un tenor distinto en muchos respectos.
Este programa ha quedado a trozos anticuado por efecto del inmenso desarrollo
experimentado por la gran industria en los últimos veinticinco años, con los
consiguientes progresos ocurridos en cuanto a la organización política de la
clase obrera, y por el efecto de las experiencias prácticas de la revolución de
febrero en primer término, y sobre todo de la Comuna de París, donde el
proletariado, por vez primera, tuvo el Poder político en sus manos por espacio
de dos meses. La comuna ha demostrado, principalmente, que “la clase obrera no
puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola
en marcha para sus propios fines”. (V. La guerra civil en Francia, alocución
del Consejo general de la Asociación Obrera Internacional, edición alemana,
pág. 51, donde se desarrolla ampliamente esta idea) . Huelga, asimismo, decir
que la crítica de la literatura socialista presenta hoy lagunas, ya que sólo
llega hasta 1847, y, finalmente, que las indicaciones que se hacen acerca de la
actitud de los comunistas para con los diversos partidos de la oposición
(capítulo IV), aunque sigan siendo exactas en sus líneas generales, están
también anticuadas en lo que toca al detalle, por la sencilla razón de que la
situación política ha cambiado radicalmente y el progreso histórico ha venido a
eliminar del mundo a la mayoría de los partidos enumerados.
Sin embargo, el
Manifiesto es un documento histórico, que nosotros no nos creemos ya
autorizados a modificar. Tal vez una edición posterior aparezca precedida
de una introducción que abarque el período que va desde 1847 hasta los tiempos
actuales; la presente reimpresión nos ha sorprendido sin dejarnos tiempo para
eso.
Londres, 24 de junio
de 1872.
2. PROLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN ALEMANA DE 1883
Desgraciadamente, al
pie de este prólogo a la nueva edición del Manifiesto ya sólo aparecerá mi
firma. Marx, ese hombre a quien la clase obrera toda de Europa y América
debe más que a hombre alguno, descansa en el cementerio de Highgate, y sobre su
tumba crece ya la primera hierba. Muerto él, sería doblemente absurdo
pensar en revisar ni en ampliar el Manifiesto. En cambio, me creo
obligado, ahora más que nunca, a consignar aquí, una vez más, para que quede
bien patente, la siguiente afirmación:
La idea central que
inspira todo el Manifiesto, a saber: que el régimen económico de la producción
y la estructuración social que de él se deriva necesariamente en cada época
histórica constituye la base sobre la cual se asienta la historia política e
intelectual de esa época, y que, por tanto, toda la historia de la sociedad
-una vez disuelto el primitivo régimen de comunidad del suelo- es una historia
de luchas de clases, de luchas entre clases explotadoras y explotadas,
dominantes y dominadas, a tono con las diferentes fases del proceso social,
hasta llegar a la fase presente, en que la clase explotada y oprimida -el
proletariado- no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime
-de la burguesía- sin emancipar para siempre a la sociedad entera de la
opresión, la explotación y las luchas de clases; esta idea cardinal fue fruto
personal y exclusivo de Marx .
Y aunque ya no es la
primera vez que lo hago constar, me ha parecido oportuno dejarlo estampado
aquí, a la cabeza del Manifiesto.
Londres, 28 junio
1883.
F. ENGELS.
3 PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN ALEMANA DE 1890
Ve la luz una nueva
edición alemana del Manifiesto cuando han ocurrido desde la última diversos
sucesos relacionados con este documento que merecen ser mencionados aquí.
En 1882 se publicó
en Ginebra una segunda traducción rusa, de Vera Sasulich , precedida de un
prologo de Marx y mío. Desgraciadamente, se me ha extraviado el original
alemán de este prólogo y no tengo más remedio que volver a traducirlo del ruso,
con lo que el lector no saldrá ganando nada. El prólogo dice así:
“La primera edición rusa
del Manifiesto del Partido Comunista, traducido por Bakunin, vio la luz poco
después de 1860 en la imprenta del Kolokol. En los tiempos que corrían,
esta publicación no podía tener para Rusia, a lo sumo, más que un puro valor
literario de curiosidad. Hoy las cosas han cambiado. El último
capítulo del Manifiesto, titulado “Actitud de los comunistas ante los otros
partidos de la oposición”, demuestra mejor que nada lo limitada que era la zona
en que, al ver la luz por vez primera este documento (enero de 1848), tenía que
actuar el movimiento proletario. En esa zona faltaban, principalmente,
dos países: Rusia y los Estados Unidos. Era la época en que Rusia
constituía la última reserva magna de la reacción europea y en que la
emigración a los Estados Unidos absorbía las energías sobrantes del
proletariado de Europa. Ambos países proveían a Europa de primeras
materias, a la par que le brindaban mercados para sus productos
industriales. Ambos venían a ser, pues, bajo uno u otro aspecto, pilares
del orden social europeo.
Hoy las cosas han
cambiado radicalmente. La emigración europea sirvió precisamente para
imprimir ese gigantesco desarrollo a la agricultura norteamericana, cuya
concurrencia está minando los cimientos de la grande y la pequeña propiedad inmueble
de Europa. Además, ha permitido a los Estados Unidos entregarse a la
explotación de sus copiosas fuentes industriales con tal energía y en
proporciones tales, que dentro de poco echará por tierra el monopolio
industrial de que hoy disfruta la Europa occidental. Estas dos
circunstancias repercuten a su vez revolucionariamente sobre la propia
América. La pequeña y mediana propiedad del granjero que trabaja su
propia tierra sucumbe progresivamente ante la concurrencia de las grandes explotaciones,
a la par que en las regiones industriales empieza a formarse un copioso
proletariado y una fabulosa concentración de capitales.
Pasemos ahora a
Rusia. Durante la sacudida revolucionaria de los años 48 y 49, los monarcas
europeos, y no sólo los monarcas, sino también los burgueses, aterrados ante el
empuje del proletariado, que empezaba a, cobrar por aquel entonces conciencia
de su fuerza, cifraban en la intervención rusa todas sus esperanzas. El
zar fue proclamado cabeza de la reacción europea. Hoy, este mismo zar se
ve apresado en Gatchina como rehén de la revolución y Rusia forma la avanzada
del movimiento revolucionario de Europa.
El Manifiesto
Comunista se proponía por misión proclamar la desaparición inminente e
inevitable de la propiedad burguesa en su estado actual. Pero en Rusia
nos encontramos con que, coincidiendo con el orden capitalista en febril
desarrollo y la propiedad burguesa del suelo que empieza a formarse, más de la
mitad de la tierra es propiedad común de los campesinos.
Ahora bien -nos
preguntamos-, ¿puede este régimen comunal del concejo ruso, que es ya, sin
duda, una degeneración del régimen de comunidad primitiva de la tierra,
trocarse directamente en una forma más alta de comunismo del suelo, o tendrá
que pasar necesariamente por el mismo proceso previo de descomposición que nos
revela la historia del occidente de Europa?
La única
contestación que, hoy por hoy, cabe dar a esa pregunta, es la siguiente: Si la
revolución rusa es la señal para la revolución obrera de Occidente y ambas se
completan formando una unidad, podría ocurrir que ese régimen comunal ruso
fuese el punto de partida para la implantación de una nueva forma comunista de
la tierra.
Londres, 21 enero
1882.”
Por aquellos mismos
días, se publicó en Ginebra una nueva traducción polaca con este título:
Manifest Kommunistyczny.
Asimismo, ha
aparecido una nueva traducción danesa, en la “Socialdemokratisk Bibliothek,
Köjbenhavn 1885” .
Es de lamentar que esta traducción sea incompleta; el traductor se saltó, por
lo visto, aquellos pasajes, importantes muchos de ellos, que le parecieron
difíciles; además, la versión adolece de precipitaciones en una serie de
lugares, y es una lástima, pues se ve que, con un poco más de cuidado, su autor
habría realizado un trabajo excelente.
En 1886
apareció en Le Socialiste de París una nueva traducción francesa, la mejor de
cuantas han visto la luz hasta ahora .
Sobre ella se
hizo en el mismo año una versión española, publicada primero en El Socialista
de Madrid y luego, en tirada aparte, con este título: Manifiesto del Partido
Comunista, por Carlos Marx y F. Engels (Madrid, Administración de El
Socialista, Hernán Cortés, 8).
Como detalle
curioso contaré que en 1887 fue ofrecido a un editor de Constantinopla el
original de una traducción armenia; pero el buen editor no se atrevió a lanzar
un folleto con el nombre de Marx a la cabeza y propuso al traductor publicarlo
como obra original suya, a lo que éste se negó.
Después de
haberse reimpreso repetidas veces varias traducciones norteamericanas más o
menos incorrectas, al fin, en 1888, apareció en Inglaterra la primera versión
auténtica, hecha por mi amigo Samuel Moore y revisada por él y por mí antes de
darla a las prensas. He aquí el título:
Manifesto of the Communist Party, by Karl Marx and Frederick Engels. Authorised
English Translation, edited and annotated by Frederíck Engels. 1888. London , William Reeves,
185 Flett St. E. C. Algunas de las notas de esta edición acompañan a la
presente.
El Manifiesto
ha tenido sus vicisitudes. Calurosamente acogido a su aparición por la
vanguardia, entonces poco numerosa, del socialismo científico -como lo
demuestran las diversas traducciones mencionadas en el primer prólogo-, no
tardó en pasar a segundo plano, arrinconado por la reacción que se inicia con
la derrota de los obreros parisienses en junio de 1848 y anatematizado, por
último, con el anatema de la justicia al ser condenados los comunistas por el
tribunal de Colonia en noviembre de 1852. Al abandonar la escena Pública,
el movimiento obrero que la revolución de febrero había iniciado, queda también
envuelto en la penumbra el Manifiesto.
Cuando la clase
obrera europea volvió a sentirse lo bastante fuerte para lanzarse de nuevo al
asalto contra las clases gobernantes, nació la Asociación Obrera Internacional.
El fin de esta organización era fundir todas las masas obreras militantes de
Europa y América en un gran cuerpo de ejército. Por eso, este movimiento
no podía arrancar de los principios sentados en el Manifiesto. No había
más remedio que darle un programa que no cerrase el paso a las tradeuniones
inglesas, a los proudhonianos franceses, belgas, italianos y españoles ni a los
partidarios de Lassalle en Alemania . Este programa con las normas directivas
para los estatutos de la Internacional, fue redactado por Marx con una maestría
que hasta el propio Bakunin y los anarquistas hubieron de reconocer. En
cuanto al triunfo final de las tesis del Manifiesto, Marx ponía toda su
confianza en el desarrollo intelectual de la clase obrera, fruto obligado de la
acción conjunta y de la discusión. Los sucesos y vicisitudes de la lucha
contra el capital, y más aún las derrotas que las victorias, no podían menos de
revelar al proletariado militante, en toda su desnudez, la insuficiencia de los
remedios milagreros que venían empleando e infundir a sus cabezas una mayor
claridad de visión para penetrar en las verdaderas condiciones que habían de
presidir la emancipación obrera. Marx no se equivocaba. Cuando en
1874 se disolvió la Internacional, la clase obrera difería radicalmente de
aquella con que se encontrara al fundarse en 1864. En los países latinos,
el proudhonianismo agonizaba, como en Alemania lo que había de específico en el
partido de Lassalle, y hasta las mismas tradeuniones inglesas, conservadoras
hasta la médula, cambiaban de espíritu, permitiendo al presidente de su
congreso, celebrado en Swansea en 1887, decir en nombre suyo: “El socialismo
continental ya no nos asusta”. Y en 1887 el socialismo continental se cifraba
casi en los principios proclamados por el Manifiesto. La historia de este
documento refleja, pues, hasta cierto punto, la historia moderna del movimiento
obrero desde 1848. En la actualidad es indudablemente el documento más
extendido e internacional de toda la literatura socialista del mundo, el
programa que une a muchos millones de trabajadores de todos los países, desde
Siberia hasta California.
Y, sin
embargo, cuando este Manifiesto vio la luz, no pudimos bautizarlo de Manifiesto
socialista. En 1847, el concepto de “socialista” abarcaba dos categorías de
personas. Unas eran las que abrazaban diversos sistemas utópicos, y entre ellas
se destacaban los owenistas en Inglaterra, y en Francia los fourieristas, que
poco a poco habían ido quedando reducidos a dos sectas agonizantes. En la otra
formaban los charlatanes sociales de toda laya, los que aspiraban a remediar
las injusticias de la sociedad con sus potingues mágicos y con toda serie de
remiendos, sin tocar en lo más mínimo, claro está, al capital ni a la
ganancia. Gentes unas y otras ajenas al movimiento obrero, que iban a
buscar apoyo para sus teorías a las clases “cultas”. El sector obrero
que, convencido de la insuficiencia y superficialidad de las meras conmociones
políticas, reclamaba una radical transformación de la sociedad, se apellidaba
comunista. Era un comunismo toscamente delineado, instintivo, vago, pero
lo bastante pujante para engendrar dos sistemas utópicos: el del “ícaro” Cabet
en Francia y el de Weitling en Alemania. En 1847, el “socialismo” designaba
un movimiento burgués, el “comunismo” un movimiento obrero. El socialismo
era, a lo menos en el continente, una doctrina presentable en los salones; el
comunismo, todo lo contrario. Y como en nosotros era ya entonces firme la
convicción de que “la emancipación de los trabajadores sólo podía ser obra de
la propia clase obrera”, no podíamos dudar en la elección de título. Más
tarde no se nos pasó nunca por las mentes tampoco modificarlo.
“¡Proletarios de
todos los países, uníos!” Cuando hace cuarenta y dos años lanzamos al mundo
estas palabras, en vísperas de la primera revolución de París, en que el
proletariado levantó ya sus propias reivindicaciones, fueron muy pocas las
voces que contestaron. Pero el 28 de septiembre de 1864, los
representantes proletarios de la mayoría de los países del occidente de Europa
se reunían para formar la Asociación Obrera Internacional, de tan glorioso
recuerdo. Y aunque la Internacional sólo tuviese nueve años de vida, el
lazo perenne de unión entre los proletarios de todos los países sigue viviendo
con más fuerza que nunca; así lo atestigua, con testimonio irrefutable, el día
de hoy. Hoy, primero de Mayo, el proletariado europeo y americano pasa
revista por vez primera a sus contingentes puestos en pie de guerra como un
ejército único, unido bajo una sola bandera y concentrado en un objetivo: la
jornada normal de ocho horas, que ya proclamara la Internacional en el congreso
de Ginebra en 1889, y que es menester elevar a ley. El espectáculo del
día de hoy abrirá los ojos a los capitalistas y a los grandes terratenientes de
todos los países y les hará ver que la unión de los proletarios del mundo es ya
un hecho.
¡Ya Marx no vive,
para verlo, a mi lado!
Londres, 1 de mayo
de 1890.
F. ENGELS.
4 PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN POLACA DE 1892
La necesidad de
reeditar la versión polaca del Manifiesto Comunista, requiere un comentario.
Ante todo, el
Manifiesto ha resultado ser, como se proponía, un medio para poner de relieve
el desarrollo de la gran industria en Europa. Cuando en un país, cualquiera que
él sea, se desarrolla la gran industria brota al mismo tiempo entre los obreros
industriales el deseo de explicarse sus relaciones como clase, como la clase de
los que viven del trabajo, con la clase de los que viven de la propiedad.
En estas circunstancias, las ideas socialistas se extienden entre los
trabajadores y crece la demanda del Manifiesto Comunista. En este
sentido, el número de ejemplares del Manifiesto que circulan en un idioma dado
nos permite apreciar bastante aproximadamente no sólo las condiciones del
movimiento obrero de clase en ese país, sino también el grado de desarrollo
alcanzado en él por la gran industria.
La necesidad de
hacer una nueva edición en lengua polaca acusa, por tanto, el continuo proceso
de expansión de la industria en Polonia. No puede caber duda acerca de la
importancia de este proceso en el transcurso de los diez años que han mediado
desde la aparición de la edición anterior. Polonia se ha convertido en
una región industrial en gran escala bajo la égida del Estado ruso.
Mientras que en la
Rusia propiamente dicha la gran industria sólo se ha ido manifestando
esporádicamente (en las costas del golfo de Finlandia, en las provincias
centrales de Moscú y Vladimiro, a lo largo de las costas del mar Negro y del
mar de Azov), la industria polaca se ha concentrado dentro de los confines de
un área limitada, experimentando a la par las ventajas y los inconvenientes de
su situación. Estas ventajas no pasan inadvertidas para los fabricantes
rusos; por eso alzan el grito pidiendo aranceles protectores contra las
mercancías polacas, a despecho de su ardiente anhelo de rusificación de
Polonia. Los inconvenientes (que tocan por igual los industriales polacos
y el Gobierno ruso) consisten en la rápida difusión de las ideas socialistas
entre los obreros polacos y en una demanda sin precedente del Manifiesto
Comunista.
El rápido desarrollo
de la industria polaca (que deja atrás con mucho a la de Rusia) es una clara
prueba de las energías vitales inextinguibles del pueblo polaco y una nueva
garantía de su futuro renacimiento. La creación de una Polonia fuerte e
independiente no interesa sólo al pueblo polaco, sino a todos y cada uno de
nosotros. Sólo podrá establecerse una estrecha colaboración entre los obreros
todos de Europa si en cada país el pueblo es dueño dentro de su propia
casa. Las revoluciones de 1848 que, aunque reñidas bajo la bandera del
proletariado, solamente llevaron a los obreros a la lucha para sacar las
castañas del fuego a la burguesía, acabaron por imponer, tomando por
instrumento a Napoleón y a Bismarck (a los enemigos de la revolución), la
independencia de Italia, Alemania y Hungría. En cambio, a Polonia, que en
1791 hizo por la causa revolucionaria más que estos tres países juntos, se la dejó
sola cuando en 1863 tuvo que enfrentarse con el poder diez veces más fuerte de
Rusia.
La nobleza polaca ha
sido incapaz para mantener, y lo será también para restaurar, la independencia
de Polonia. La burguesía va sintiéndose cada vez menos interesada en este
asunto. La independencia polaca sólo podrá ser conquistada por el
proletariado joven, en cuyas manos está la realización de esa esperanza.
He ahí por qué los obreros del occidente de Europa no están menos interesados
en la liberación de Polonia que los obreros polacos mismos.
Londres, 10 de
febrero 1892.
F. ENGELS
5 PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN ITALIANA DE 1893
La publicación del
Manifiesto del Partido Comunista coincidió (si puedo expresarme así), con el
momento en que estallaban las revoluciones de Milán y de Berlín, dos
revoluciones que eran el alzamiento de dos pueblos: uno enclavado en el corazón
del continente europeo y el otro tendido en las costas del mar
Mediterráneo. Hasta ese momento, estos dos pueblos, desgarrados por luchas
intestinas y guerras civiles, habían sido presa fácil de opresores
extranjeros. Y del mismo modo que Italia estaba sujeta al dominio del
emperador de Austria, Alemania vivía, aunque esta sujeción fuese menos patente,
bajo el yugo del zar de todas las Rusias. La revolución del 18 de marzo
emancipó a Italia y Alemania al mismo tiempo de este vergonzoso estado de
cosas. Si después, durante el período que va de 1848 a 1871, estas dos
grandes naciones permitieron que la vieja situación fuese restaurada, haciendo
hasta cierto punto de “traidores de sí mismas”, se debió (como dijo Marx) a que
los mismos que habían inspirado la revolución de 1848 se convirtieron, a
despecho suyo, en sus verdugos.
La revolución fue en
todas partes obra de las clases trabajadoras: fueron los obreros quienes
levantaron las barricadas y dieron sus vidas luchando por la causa. Sin
embargo, solamente los obreros de París, después de derribar el Gobierno,
tenían la firme y decidida intención de derribar con él a todo el régimen burgués.
Pero, aunque abrigaban una conciencia muy clara del antagonismo irreductible
que se alzaba entre su propia clase y la burguesía, el desarrollo económico del
país y el desarrollo intelectual de las masas obreras francesas no habían
alcanzado todavía el nivel necesario para que pudiese triunfar una revolución
socialista. Por eso, a la postre, los frutos de la revolución cayeron en
el regazo de la clase capitalista. En otros países, como en Italia,
Austria y Alemania, los obreros se limitaron desde el primer momento de la
revolución a ayudar a la burguesía a tomar el Poder. En cada uno de estos
países el gobierno de la burguesía sólo podía triunfar bajo la condición de la
independencia nacional. Así se explica que las revoluciones del año 1848
condujesen inevitablemente a la unificación de los pueblos dentro de las
fronteras nacionales y a su emancipación del yugo extranjero, condiciones que,
hasta allí, no habían disfrutado. Estas condiciones son hoy realidad en
Italia, en Alemania y en Hungría. Y a estos países seguirá Polonia cuando
la hora llegue.
Aunque las
revoluciones de 1848 no tenían carácter socialista, prepararon, sin embargo, el
terreno para el advenimiento de la revolución del socialismo. Gracias al
poderoso impulso que estas revoluciones imprimieron a la gran producción en
todos los países, la sociedad burguesa ha ido creando durante los últimos
cuarenta y cinco años un vasto, unido y potente proletariado, engendrando con
él (como dice el Manifiesto Comunista) a sus propios enterradores. La unificación
internacional del proletariado no hubiera sido posible, ni la colaboración
sobria y deliberada de estos países en el logro de fines generales, si antes no
hubiesen conquistado la unidad y la independencia nacionales, si hubiesen
seguido manteniéndose dentro del aislamiento.
Intentemos
representarnos, si podemos, el papel que hubieran hecho los obreros italianos,
húngaros, alemanes, polacos y rusos luchando por su unión internacional bajo
las condiciones políticas que prevalecían hacia el año 1848.
Las batallas reñidas
en el 48 no fueron, pues, reñidas en balde. Ni han sido vividos tampoco en
balde los cuarenta y cinco años que nos separan de la época
revolucionaria. Los frutos de aquellos días empiezan a madurar, y hago
votos porque la publicación de esta traducción italiana del Manifiesto sea
heraldo del triunfo del proletariado italiano, como la publicación del texto
primitivo lo fue de la revolución internacional.
El Manifiesto rinde
el debido homenaje a los servicios revolucionarios prestados en otro tiempo por
el capitalismo. Italia fue la primera nación que se convirtió en país
capitalista. El ocaso de la Edad Media feudal y la aurora de la época
capitalista contemporánea vieron aparecer en escena una figura gigantesca.
Dante fue al mismo tiempo el último poeta de la Edad Media y el primer poeta de
la nueva era. Hoy, como en 1300, se alza en el horizonte una nueva época.
¿Dará Italia al mundo otro Dante, capaz de cantar el nacimiento de la nueva
era, de la era proletaria?
Londres, 1 de febrero
de 1893.
F. ENGELS
Manifiesto
del Partido Comunista, Por K. Marx & F. Engels
Un espectro se
cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han
conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el
zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.
No hay un solo
partido de oposición a quien los adversarios gobernantes no motejen de
comunista, ni un solo partido de oposición que no lance al rostro de las oposiciones
más avanzadas, lo mismo que a los enemigos reaccionarios, la acusación
estigmatizante de comunismo.
De este hecho se
desprenden dos consecuencias:
La primera es que
el comunismo se halla ya reconocido como una potencia por todas las potencias
europeas.
La segunda, que es
ya hora de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero
sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa
leyenda del espectro comunista con un manifiesto de su partido.
Con este fin se han
congregado en Londres los representantes comunistas de diferentes países
y redactado el siguiente Manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa,
alemana, italiana, flamenca y danesa.
I. BURGUESES Y PROLETARIOS
Toda la historia de la sociedad
humana, hasta la actualidad , es una historia de luchas de clases.
Libres y esclavos, patricios y
plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra,
opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida,
velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada
etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al
exterminio de ambas clases beligerantes.
En los tiempos históricos nos
encontramos a la sociedad dividida casi por doquier en una serie de estamentos
, dentro de cada uno de los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social
de grados y posiciones. En la Roma antigua son los patricios, los
équites, los plebeyos, los esclavos; en la Edad Media, los señores feudales,
los vasallos, los maestros y los oficiales de los gremios, los siervos de la
gleba, y dentro de cada una de esas clases todavía nos encontramos con nuevos
matices y gradaciones.
La moderna sociedad burguesa
que se alza sobre las ruinas de la sociedad feudal no ha abolido los
antagonismos de clase. Lo que ha hecho ha sido crear nuevas clases,
nuevas condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha, que han venido a
sustituir a las antiguas.
Sin embargo, nuestra época, la
época de la burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos antagonismos
de clase. Hoy, toda la sociedad tiende a separarse, cada vez más
abiertamente, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases
antagónicas: la burguesía y el proletariado.
De los siervos de la gleba de
la Edad Media surgieron los “villanos” de las primeras ciudades; y estos
villanos fueron el germen de donde brotaron los primeros elementos de la
burguesía.
El descubrimiento de América,
la circunnavegación de Africa abrieron nuevos horizontes e imprimieron nuevo
impulso a la burguesía. El mercado de China y de las Indias orientales,
la colonización de América, el intercambio con las colonias, el incremento de
los medios de cambio y de las mercaderías en general, dieron al comercio, a la
navegación, a la industria, un empuje jamás conocido, atizando con ello el
elemento revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad feudal en
descomposición.
El régimen feudal o gremial de
producción que seguía imperando no bastaba ya para cubrir las necesidades que
abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura.
Los maestros de los gremios se vieron desplazados por la clase media
industrial, y la división del trabajo entre las diversas corporaciones fue suplantada
por la división del trabajo dentro de cada taller.
Pero los mercados seguían
dilatándose, las necesidades seguían creciendo. Ya no bastaba tampoco la
manufactura. El invento del vapor y la maquinaria vinieron a revolucionar el
régimen industrial de producción. La manufactura cedió el puesto a la
gran industria moderna, y la clase media industrial hubo de dejar paso a los
magnates de la industria, jefes de grandes ejércitos industriales, a los
burgueses modernos.
La gran industria creó el
mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El
mercado mundial imprimió un gigantesco impulso al comercio, a la navegación, a
las comunicaciones por tierra. A su vez, estos, progresos redundaron
considerablemente en provecho de la industria, y en la misma proporción en que
se dilataban la industria, el comercio, la navegación, los ferrocarriles, se
desarrollaba la burguesía, crecían sus capitales, iba desplazando y esfumando a
todas las clases heredadas de la Edad Media.
Vemos, pues, que la moderna
burguesía es, como lo fueron en su tiempo las otras clases, producto de un
largo proceso histórico, fruto de una serie de transformaciones radicales
operadas en el régimen de cambio y de producción.
A cada etapa de avance
recorrida por la burguesía corresponde una nueva etapa de progreso
político. Clase oprimida bajo el mando de los señores feudales, la
burguesía forma en la “comuna” una asociación autónoma y armada para la
defensa de sus intereses; en unos sitios se organiza en repúblicas municipales
independientes; en otros forma el tercer estado tributario de las monarquías;
en la época de la manufactura es el contrapeso de la nobleza dentro de la
monarquía feudal o absoluta y el fundamento de las grandes monarquías en
general, hasta que, por último, implantada la gran industria y abiertos los
cauces del mercado mundial, se conquista la hegemonía política y crea el
moderno Estado representativo. Hoy, el Poder público viene a ser, pura y
simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de
la clase burguesa.
La burguesía ha desempeñado,
en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario.
Dondequiera que se instauró,
echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas.
Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con
sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés
escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó
por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor
caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada
de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y
redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a
una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para
decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las
ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo,
escueto, de explotación.
La burguesía despojó de su
halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso
acontecimiento. Convirtió en sus servidores asalariados al médico, al jurista,
al poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.
La burguesía desgarró los
velos emotivos y sentimentales que envolvían la familia y puso al desnudo la
realidad económica de las relaciones familiares .
La burguesía vino a demostrar
que aquellos alardes de fuerza bruta que la reacción tanto admira en la Edad
Media tenían su complemento cumplido en la haraganería más indolente.
Hasta que ella no lo reveló no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del
hombre. La burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las
pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha
acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de
los pueblos y las cruzadas.
La burguesía no puede existir
si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que
tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen
social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que
tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de
producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue
de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción,
por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una
inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y
mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y
venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces.
Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y,
al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar
con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.
La necesidad de encontrar
mercados espolea a la burguesía de una punta o otra del planeta. Por todas
partes anida, en todas partes construye, por doquier establece relaciones.
La burguesía, al explotar el
mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello
cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios destruye los cimientos
nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a
tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para
todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes
las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y
cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en
todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a
satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su
satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local
y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la
red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de
interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción
material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de
las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones
y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las
literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.
La burguesía, con el rápido
perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades
increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las
naciones más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada
con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a
capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su odio contra el extranjero.
Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía
o perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es
decir, a hacerse burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.
La burguesía somete el campo
al imperio de la ciudad. Crea ciudades enormes, intensifica la población
urbana en una fuerte proporción respecto a la campesina y arranca a una parte
considerable de la gente del campo al cretinismo de la vida rural. Y del
mismo modo que somete el campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y
semibárbaros a las naciones civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos
burgueses, el Oriente al Occidente.
La burguesía va aglutinando
cada vez más los medios de producción, la propiedad y los habitantes del
país. Aglomera la población, centraliza los medios de producción y
concentra en manos de unos cuantos la propiedad. Este proceso tenía que
conducir, por fuerza lógica, a un régimen de centralización política.
Territorios antes independientes, apenas aliados, con intereses distintos,
distintas leyes, gobiernos autónomos y líneas aduaneras propias, se asocian y
refunden en una nación única, bajo un Gobierno, una ley, un interés nacional de
clase y una sola línea aduanera.
En el siglo corto que lleva de
existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas
mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas.
Basta pensar en el sometimiento de las fuerzas naturales por la mano del
hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y la
agricultura, en la navegación de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo
eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la
navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo...
¿Quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la
sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales
energías y elementos de producción?
Hemos visto que los medios de
producción y de transporte sobre los cuales se desarrolló la burguesía brotaron
en el seno de la sociedad feudal. Cuando estos medios de transporte y de
producción alcanzaron una determinada fase en su desarrollo, resultó que las
condiciones en que la sociedad feudal producía y comerciaba, la organización
feudal de la agricultura y la manufactura, en una palabra, el régimen feudal de
la propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las fuerzas
productivas. Obstruían la producción en vez de fomentarla. Se habían
convertido en otras tantas trabas para su desenvolvimiento. Era menester
hacerlas saltar, y saltaron.
Vino a ocupar su puesto la
libre concurrencia, con la constitución política y social a ella adecuada, en
la que se revelaba ya la hegemonía económica y política de la clase burguesa.
Pues bien: ante nuestros ojos
se desarrolla hoy un espectáculo semejante. Las condiciones de producción
y de cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la moderna
sociedad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos
medios de producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar
los espíritus subterráneos que conjuró. Desde hace varias décadas, la
historia de la industria y del comercio no es más que la historia de las
modernas fuerzas productivas que se rebelan contra el régimen vigente de
producción, contra el régimen de la propiedad, donde residen las condiciones de
vida y de predominio político de la burguesía. Basta mencionar las crisis
comerciales, cuya periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para la
existencia de la sociedad burguesa toda. Las crisis comerciales, además de
destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan una parte
considerable de las fuerzas productivas existentes. En esas crisis se
desata una epidemia social que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera
parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad
se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría
que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado
esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio están a
punto de perecer. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada
civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado
comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no sirven ya para
fomentar el régimen burgués de la propiedad; son ya demasiado poderosas para
servir a este régimen, que embaraza su desarrollo. Y tan pronto como
logran vencer este obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazan
dar al traste con el régimen burgués de la propiedad. Las condiciones sociales
burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas
engendrada. ¿Cómo se sobrepone a las crisis la burguesía? De dos maneras:
destruyendo violentamente una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose
nuevos mercados, a la par que procurando explotar más concienzudamente los
mercados antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando otras más
extensas e imponentes y mutilando los medios de que dispone para precaverlas.
Las armas con que la burguesía
derribó al feudalismo se vuelven ahora contra ella.
Y la burguesía no sólo forja
las armas que han de darle la muerte, sino que, además, pone en pie a los
hombres llamados a manejarlas: estos hombres son los obreros, los proletarios.
En la misma proporción en que
se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, desarrollase también el
proletariado, esa clase obrera moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo
y que sólo encuentra trabajo en la medida en que éste alimenta a incremento el
capital. El obrero, obligado a venderse a trozos, es una mercancía como
otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos los cambios y modalidades de la
concurrencia, a todas las fluctuaciones del mercado.
La extensión de la maquinaria
y la división del trabajo quitan a éste, en el régimen proletario actual, todo
carácter autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero. El
trabajador se convierte en un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige
una operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, los gastos que
supone un obrero se reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo que
necesita para vivir y para perpetuar su raza. Y ya se sabe que el precio
de una mercancía, y como una de tantas el trabajo , equivale a su coste de
producción. Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el
salario pagado al obrero. Más aún: cuanto más aumentan la maquinaria y la
división del trabajo, tanto más aumenta también éste, bien porque se alargue la
jornada, bien porque se intensifique el rendimiento exigido, se acelere la
marcha de las máquinas, etc.
La industria moderna ha
convertido el pequeño taller del maestro patriarcal en la gran fábrica del
magnate capitalista. Las masas obreras concentradas en la fábrica son
sometidas a una organización y disciplina militares. Los obreros,
soldados rasos de la industria, trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de
sargentos, oficiales y jefes. No son sólo siervos de la burguesía y del
Estado burgués, sino que están todos los días y a todas horas bajo el yugo
esclavizador de la máquina, del contramaestre, y sobre todo, del industrial
burgués dueño de la fábrica. Y este despotismo es tanto más mezquino, más
execrable, más indignante, cuanta mayor es la franqueza con que proclama que no
tiene otro fin que el lucro.
Cuanto menores son la
habilidad y la fuerza que reclama el trabajo manual, es decir, cuanto mayor es
el desarrollo adquirido por la moderna industria, también es mayor la proporción
en que el trabajo de la mujer y el niño desplaza al del hombre.
Socialmente, ya no rigen para la clase obrera esas diferencias de edad y de
sexo. Son todos, hombres, mujeres y niños, meros instrumentos de trabajo,
entre los cuales no hay más diferencia que la del coste.
Y cuando ya la explotación del
obrero por el fabricante ha dado su fruto y aquél recibe el salario, caen sobre
él los otros representantes de la burguesía: el casero, el tendero, el
prestamista, etc.
Toda una serie de elementos
modestos que venían perteneciendo a la clase media, pequeños industriales,
comerciantes y rentistas, artesanos y labriegos, son absorbidos por el
proletariado; unos, porque su pequeño caudal no basta para alimentar las
exigencias de la gran industria y sucumben arrollados por la competencia de los
capitales más fuertes, y otros porque sus aptitudes quedan sepultadas bajo los
nuevos progresos de la producción. Todas las clases sociales contribuyen,
pues, a nutrir las filas del proletariado.
El proletariado recorre
diversas etapas antes de fortificarse y consolidarse. Pero su lucha
contra la burguesía data del instante mismo de su existencia.
Al principio son obreros
aislados; luego, los de una fábrica; luego, los de todas una rama de trabajo,
los que se enfrentan, en una localidad, con el burgués que personalmente los
explota. Sus ataques no van sólo contra el régimen burgués de producción,
van también contra los propios instrumentos de la producción; los obreros,
sublevados, destruyen las mercancías ajenas que les hacen la competencia,
destrozan las máquinas, pegan fuego a las fábricas, pugnan por volver a la
situación, ya enterrada, del obrero medieval.
En esta primera etapa, los
obreros forman una masa diseminada por todo el país y desunida por la
concurrencia. Las concentraciones de masas de obreros no son todavía fruto de
su propia unión, sino fruto de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus
fines políticos propios tiene que poner en movimiento -cosa que todavía logra-
a todo el proletariado. En esta etapa, los proletarios no combaten contra sus
enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, contra los vestigios de la
monarquía absoluta, los grandes señores de la tierra, los burgueses no
industriales, los pequeños burgueses. La marcha de la historia está toda
concentrada en manos de la burguesía, y cada triunfo así alcanzado es un
triunfo de la clase burguesa.
Sin embargo, el desarrollo de
la industria no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las aprieta y
concentra; sus fuerzas crecen, y crece también la conciencia de ellas. Y
al paso que la maquinaria va borrando las diferencias y categorías en el
trabajo y reduciendo los salarios casi en todas partes a un nivel bajísimo y
uniforme, van nivelándose también los intereses y las condiciones de vida
dentro del proletariado. La competencia, cada vez más aguda, desatada
entre la burguesía, y las crisis comerciales que desencadena, hacen cada vez
más inseguro el salario del obrero; los progresos incesantes y cada día más
veloces del maquinismo aumentan gradualmente la inseguridad de su existencia;
las colisiones entre obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada
vez más señalado, de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a
coaligarse contra los burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus
salarios. Crean organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión de
posibles batallas. De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones.
Los obreros arrancan algún
triunfo que otro, pero transitorio siempre. El verdadero objetivo de estas
luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y
consolidando la unión obrera. Coadyuvan a ello los medios cada vez más
fáciles de comunicación, creados por la gran industria y que sirven para poner
en contacto a los obreros de las diversas regiones y localidades. Gracias
a este contacto, las múltiples acciones locales, que en todas partes presentan
idéntico carácter, se convierten en un movimiento nacional, en una lucha de
clases. Y toda lucha de clases es una acción política. Las ciudades
de la Edad Media, con sus caminos vecinales, necesitaron siglos enteros para
unirse con las demás; el proletariado moderno, gracias a los ferrocarriles, ha
creado su unión en unos cuantos años.
Esta organización de los
proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político, se ve
minada a cada momento por la concurrencia desatada entre los propios
obreros. Pero avanza y triunfa siempre, a pesar de todo, cada vez más
fuerte, más firme, más pujante. Y aprovechándose de las discordias que
surgen en el seno de la burguesía, impone la sanción legal de sus intereses
propios. Así nace en Inglaterra la ley de la jornada de diez horas.
Las colisiones producidas
entre las fuerzas de la antigua sociedad imprimen nuevos impulsos al
proletariado. La burguesía lucha incesantemente: primero, contra la
aristocracia; luego, contra aquellos sectores de la propia burguesía cuyos
intereses chocan con los progresos de la industria, y siempre contra la
burguesía de los demás países. Para librar estos combates no tiene más remedio
que apelar al proletariado, reclamar su auxilio, arrastrándolo así a la
palestra política. Y de este modo, le suministra elementos de fuerza, es decir,
armas contra sí misma.
Además, como hemos visto, los
progresos de la industria traen a las filas proletarias a toda una serie de
elementos de la clase gobernante, o a lo menos los colocan en las mismas
condiciones de vida. Y estos elementos suministran al proletariado nuevas
fuerzas.
Finalmente, en aquellos períodos
en que la lucha de clases está a punto de decidirse, es tan violento y tan
claro el proceso de desintegración de la clase gobernante latente en el seno de
la sociedad antigua, que una pequeña parte de esa clase se desprende de ella y
abraza la causa revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus manos el
porvenir. Y así como antes una parte de la nobleza se pasaba a la
burguesía, ahora una parte de la burguesía se pasa al campo del proletariado;
en este tránsito rompen la marcha los intelectuales burgueses, que, analizando
teóricamente el curso de la historia, han logrado ver claro en sus derroteros.
De todas las clases que hoy se
enfrentan con la burguesía no hay más que una verdaderamente revolucionaria: el
proletariado. Las demás perecen y desaparecen con la gran industria; el
proletariado, en cambio, es su producto genuino y peculiar.
Los elementos de las clases
medias, el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el
labriego, todos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su
existencia como tales clases. No son, pues, revolucionarios, sino
conservadores. Más todavía, reaccionarios, pues pretenden volver atrás la
rueda de la historia. Todo lo que tienen de revolucionario es lo que mira
a su tránsito inminente al proletariado; con esa actitud no defienden sus
intereses actuales, sino los futuros; se despojan de su posición propia para
abrazar la del proletariado.
El proletariado andrajoso ,
esa putrefacción pasiva de las capas más bajas de la vieja sociedad, se verá
arrastrado en parte al movimiento por una revolución proletaria, si bien las
condiciones todas de su vida lo hacen más propicio a dejarse comprar como
instrumento de manejos reaccionarios.
Las condiciones de vida de la
vieja sociedad aparecen ya destruidas en las condiciones de vida del
proletariado. El proletario carece de bienes. Sus relaciones con la
mujer y con los hijos no tienen ya nada de común con las relaciones familiares
burguesas; la producción industrial moderna, el moderno yugo del capital, que es
el mismo en Inglaterra que en Francia, en Alemania que en Norteamérica, borra
en él todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión, son para
él otros tantos prejuicios burgueses tras los que anidan otros tantos intereses
de la burguesía. Todas las clases que le precedieron y conquistaron el
Poder procuraron consolidar las posiciones adquiridas sometiendo a la sociedad
entera a su régimen de adquisición. Los proletarios sólo pueden
conquistar para sí las fuerzas sociales de la producción aboliendo el régimen
adquisitivo a que se hallan sujetos, y con él todo el régimen de apropiación de
la sociedad. Los proletarios no tienen nada propio que asegurar, sino
destruir todos los aseguramientos y seguridades privadas de los demás.
Hasta ahora, todos los
movimientos sociales habían sido movimientos desatados por una minoría o en
interés de una minoría. El movimiento proletario es el movimiento
autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa. El
proletariado, la capa más baja y oprimida de la sociedad actual, no puede
levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos desde los cimientos
hasta el remate, todo ese edificio que forma la sociedad oficial.
Por su forma, aunque no por su
contenido, la campaña del proletariado contra la burguesía empieza siendo
nacional. Es lógico que el proletariado de cada país ajuste ante todo las
cuentas con su propia burguesía.
Al esbozar, en líneas muy
generales, las diferentes fases de desarrollo del proletariado, hemos seguido
las incidencias de la guerra civil más o menos embozada que se plantea en el
seno de la sociedad vigente hasta el momento en que esta guerra civil
desencadena una revolución abierta y franca, y el proletariado, derrocando por
la violencia a la burguesía, echa las bases de su poder.
Hasta hoy, toda sociedad
descansó, como hemos visto, en el antagonismo entre las clases oprimidas y las
opresoras. Mas para poder oprimir a una clase es menester asegurarle, por
lo menos, las condiciones indispensables de vida, pues de otro modo se
extinguiría, y con ella su esclavizamiento. El siervo de la gleba se vio
exaltado a miembro del municipio sin salir de la servidumbre, como el villano
convertido en burgués bajo el yugo del absolutismo feudal. La situación
del obrero moderno es muy distinta, pues lejos de mejorar conforme progresa la
industria, decae y empeora por debajo del nivel de su propia clase. El obrero
se depaupera, y el pauperismo se desarrolla en proporciones mucho mayores que
la población y la riqueza. He ahí una prueba palmaria de la incapacidad
de la burguesía para seguir gobernando la sociedad e imponiendo a ésta por
norma las condiciones de su vida como clase. Es incapaz de gobernar,
porque es incapaz de garantizar a sus esclavos la existencia ni aun dentro de
su esclavitud, porque se ve forzada a dejarlos llegar hasta una situación de
desamparo en que no tiene más remedio que mantenerles, cuando son ellos quienes
debieran mantenerla a ella. La sociedad no puede seguir viviendo bajo el
imperio de esa clase; la vida de la burguesía se ha hecho incompatible con la
sociedad.
La existencia y el predominio
de la clase burguesa tienen por condición esencial la concentración de la
riqueza en manos de unos cuantos individuos, la formación e incremento
constante del capital; y éste, a su vez, no puede existir sin el trabajo
asalariado. El trabajo asalariado Presupone, inevitablemente, la
concurrencia de los obreros entre sí. Los progresos de la industria, que
tienen por cauce automático y espontáneo a la burguesía, imponen, en vez del
aislamiento de los obreros por la concurrencia, su unión revolucionaria por la
organización. Y así, al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve
tambalearse bajo sus pies las bases sobre que produce y se apropia lo
producido. Y a la par que avanza, se cava su fosa y cría a sus propios
enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado sin igualmente
inevitables.
II. PROLETARIOS Y COMUNISTAS
¿Qué relación guardan los
comunistas con los proletarios en general?
Los comunistas no forman un
partido aparte de los demás partidos obreros.
No tienen intereses propios
que se distingan de los intereses generales del proletariado. No profesan
principios especiales con los que aspiren a modelar el movimiento proletario.
Los comunistas no se distinguen
de los demás partidos proletarios más que en esto: en que destacan y
reivindican siempre, en todas y cada una de las acciones nacionales
proletarias, los intereses comunes y peculiares de todo el proletariado,
independientes de su nacionalidad, y en que, cualquiera que sea la etapa
histórica en que se mueva la lucha entre el proletariado y la burguesía,
mantienen siempre el interés del movimiento enfocado en su conjunto.
Los comunistas son, pues,
prácticamente, la parte más decidida, el acicate siempre en tensión de todos
los partidos obreros del mundo; teóricamente, llevan de ventaja a las grandes
masas del proletariado su clara visión de las condiciones, los derroteros y los
resultados generales a que ha de abocar el movimiento proletario.
El objetivo inmediato de los
comunistas es idéntico al que persiguen los demás partidos proletarios en
general: formar la conciencia de clase del proletariado, derrocar el régimen de
la burguesía, llevar al proletariado a la conquista del Poder.
Las proposiciones teóricas de
los comunistas no descansan ni mucho menos en las ideas, en los principios
forjados o descubiertos por ningún redentor de la humanidad. Son todas
expresión generalizada de las condiciones materiales de una lucha de clases
real y vívida, de un movimiento histórico que se está desarrollando a la vista
de todos. La abolición del régimen vigente de la propiedad no es tampoco
ninguna característica peculiar del comunismo.
Las condiciones que forman el
régimen de la propiedad han estado sujetas siempre a cambios históricos, a
alteraciones históricas constantes.
Así, por ejemplo, la
Revolución francesa abolió la propiedad feudal para instaurar sobre sus ruinas
la propiedad burguesa.
Lo que caracteriza al
comunismo no es la abolición de la propiedad en general, sino la abolición del
régimen de propiedad de la burguesía, de esta moderna institución de la
propiedad privada burguesa, expresión última y la más acabada de ese régimen de
producción y apropiación de lo producido que reposa sobre el antagonismo de dos
clases, sobre la explotación de unos hombres por otros.
Así entendida, sí pueden los
comunistas resumir su teoría en esa fórmula: abolición de la propiedad privada.
Se nos reprocha que queremos
destruir la propiedad personal bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo
humano, esa propiedad que es para el hombre la base de toda libertad, el
acicate de todas las actividades y la garantía de toda independencia.
¡La propiedad bien adquirida,
fruto del trabajo y del esfuerzo humano! ¿Os referís acaso a la propiedad del
humilde artesano, del pequeño labriego, precedente histórico de la propiedad
burguesa? No, ésa no necesitamos destruirla; el desarrollo de la
industria lo ha hecho ya y lo está haciendo a todas horas.
¿O queréis referimos a la
moderna propiedad privada de la burguesía?
Decidnos: ¿es que el trabajo
asalariado, el trabajo de proletario, le rinde propiedad? No, ni mucho
menos. Lo que rinde es capital, esa forma de propiedad que se nutre de la
explotación del trabajo asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a
condición de engendrar nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto de
su explotación. La propiedad, en la forma que hoy presenta, no admite
salida a este antagonismo del capital y el trabajo asalariado. Detengámonos un
momento a contemplar los dos términos de la antítesis.
Ser capitalista es ocupar un
puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la
producción. El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en
marcha más que por la cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que,
en rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de
la sociedad. El capital no es, pues, un patrimonio personal, sino una
potencia social.
Los que, por tanto, aspiramos
a convertir el capital en propiedad colectiva, común a todos los miembros de la
sociedad, no aspiramos a convertir en colectiva una riqueza personal. A lo
único que aspiramos es a transformar el carácter colectivo de la propiedad, a
despojarla de su carácter de clase.
Hablemos ahora del trabajo
asalariado.
El precio medio del trabajo
asalariado es el mínimo del salario, es decir, la suma de víveres necesaria
para sostener al obrero como tal obrero. Todo lo que el obrero asalariado
adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente necesita para seguir
viviendo y trabajando. Nosotros no aspiramos en modo alguno a destruir
este régimen de apropiación personal de los productos de un trabajo encaminado
a crear medios de vida: régimen de apropiación que no deja, como vemos, el
menor margen de rendimiento líquido y, con él, la posibilidad de ejercer
influencia sobre los demás hombres. A lo que aspiramos es a destruir el
carácter oprobioso de este régimen de apropiación en que el obrero sólo vive
para multiplicar el capital, en que vive tan sólo en la medida en que el
interés de la clase dominante aconseja que viva.
En la sociedad burguesa, el
trabajo vivo del hombre no es más que un medio de incrementar el trabajo
acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado será, por el
contrario, un simple medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del
obrero.
En la sociedad burguesa es,
pues, el pasado el que impera sobre el presente; en la comunista, imperará el
presente sobre el pasado. En la sociedad burguesa se reserva al capital
toda personalidad e iniciativa; el individuo trabajador carece de iniciativa y
personalidad.
¡Y a la abolición de estas
condiciones, llama la burguesía abolición de la personalidad y la
libertad! Y, sin embargo, tiene razón. Aspiramos, en efecto, a ver
abolidas la personalidad, la independencia y la libertad burguesa.
Por libertad se entiende,
dentro del régimen burgués de la producción, el librecambio, la libertad de
comprar y vender.
Desaparecido el tráfico,
desaparecerá también, forzosamente el libre tráfico. La apología del libre
tráfico, como en general todos los ditirambos a la libertad que entona nuestra
burguesía, sólo tienen sentido y razón de ser en cuanto significan la
emancipación de las trabas y la servidumbre de la Edad Media, pero palidecen
ante la abolición comunista del tráfico, de las condiciones burguesas de
producción y de la propia burguesía.
Os aterráis de que queramos
abolir la propiedad privada, ¡cómo si ya en el seno de vuestra sociedad actual,
la propiedad privada no estuviese abolida para nueve décimas partes de la
población, como si no existiese precisamente a costa de no existir para esas
nueve décimas partes! ¿Qué es, pues, lo que en rigor nos reprocháis?
Querer destruir un régimen de propiedad que tiene por necesaria condición el
despojo de la inmensa mayoría de la sociedad.
Nos reprocháis, para decirlo
de una vez, querer abolir vuestra propiedad. Pues sí, a eso es a lo que
aspiramos.
Para vosotros, desde el
momento en que el trabajo no pueda convertirse ya en capital, en dinero, en
renta, en un poder social monopolizable; desde el momento en que la propiedad
personal no pueda ya trocarse en propiedad burguesa, la persona no existe.
Con eso confesáis que para
vosotros no hay más persona que el burgués, el capitalista. Pues bien, la
personalidad así concebida es la que nosotros aspiramos a destruir.
El comunismo no priva a nadie
del poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder
de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno.
Se arguye que, abolida la
propiedad privada, cesará toda actividad y reinará la indolencia universal.
Si esto fuese verdad, ya hace
mucho tiempo que se habría estrellado contra el escollo de la holganza una
sociedad como la burguesa, en que los que trabajan no adquieren y los que
adquieren, no trabajan. Vuestra objeción viene a reducirse, en fin de
cuentas, a una verdad que no necesita de demostración, y es que, al desaparecer
el capital, desaparecerá también el trabajo asalariado.
Las objeciones formuladas
contra el régimen comunista de apropiación y producción material, se hacen
extensivas a la producción y apropiación de los productos espirituales. Y
así como el destruir la propiedad de clases equivale, para el burgués, a
destruir la producción, el destruir la cultura de clase es para él sinónimo de
destruir la cultura en general.
Esa cultura cuya pérdida
tanto deplora, es la que convierte en una máquina a la inmensa mayoría de la
sociedad.
Al discutir con nosotros y
criticar la abolición de la propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas
burguesas de libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta de que esas
mismas ideas son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de
producción, del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de
vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación
en las condiciones materiales de vida de vuestra clase.
Compartís con todas las
clases dominantes que han existido y perecieron la idea interesada de que
vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas
que desaparecen en el transcurso de la producción, descansa sobre leyes
naturales eternas y sobre los dictados de la razón. Os explicáis que haya
perecido la propiedad antigua, os explicáis que pereciera la propiedad feudal;
lo que no os podéis explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra
propiedad.
¡Abolición de la
familia! Al hablar de estas intenciones satánicas de los comunistas,
hasta los más radicales gritan escándalo.
Pero veamos: ¿en qué se funda
la familia actual, la familia burguesa? En el capital, en el lucro
privado. Sólo la burguesía tiene una familia, en el pleno sentido de la
palabra; y esta familia encuentra su complemento en la carencia forzosa de relaciones
familiares de los proletarios y en la pública prostitución.
Es natural que ese tipo de
familia burguesa desaparezca al desaparecer su complemento, y que una y otra
dejen de existir al dejar de existir el capital, que le sirve de base.
¿Nos reprocháis acaso que
aspiremos a abolir la explotación de los hijos por sus padres? Sí, es
cierto, a eso aspiramos.
Pero es, decís, que
pretendemos destruir la intimidad de la familia, suplantando la educación
doméstica por la social.
¿Acaso vuestra propia educación
no está también influida por la sociedad, por las condiciones sociales en que
se desarrolla, por la intromisión más o menos directa en ella de la sociedad a
través de la escuela, etc.? No son precisamente los comunistas los que inventan
esa intromisión de la sociedad en la educación; lo que ellos hacen es modificar
el carácter que hoy tiene y sustraer la educación a la influencia de la clase
dominante.
Esos tópicos burgueses de la
familia y la educación, de la intimidad de las relaciones entre padres e hijos,
son tanto más grotescos y descarados cuanto más la gran industria va
desgarrando los lazos familiares de los proletarios y convirtiendo a los hijos
en simples mercancías y meros instrumentos de trabajo.
¡Pero es que vosotros, los
comunistas, nos grita a coro la burguesía entera, pretendéis colectivizar a las
mujeres!
El burgués, que no ve en su
mujer más que un simple instrumento de producción, al oírnos proclamar la
necesidad de que los instrumentos de producción sean explotados colectivamente,
no puede por menos de pensar que el régimen colectivo se hará extensivo
igualmente a la mujer.
No advierte que de lo que se
trata es precisamente de acabar con la situación de la mujer como mero
instrumento de producción.
Nada más ridículo, por otra
parte, que esos alardes de indignación, henchida de alta moral de nuestros
burgueses, al hablar de la tan cacareada colectivización de las mujeres por el
comunismo. No; los comunistas no tienen que molestarse en implantar lo
que ha existido siempre o casi siempre en la sociedad.
Nuestros burgueses, no
bastándoles, por lo visto, con tener a su disposición a las mujeres y a los
hijos de sus proletarios -¡y no hablemos de la prostitución oficial!-, sienten
una grandísima fruición en seducirse unos a otros sus mujeres.
En realidad, el matrimonio
burgués es ya la comunidad de las esposas. A lo sumo, podría reprocharse
a los comunistas el pretender sustituir este hipócrita y recatado régimen
colectivo de hoy por una colectivización oficial, franca y abierta, de la mujer.
Por lo demás, fácil es comprender que, al abolirse el régimen actual de
producción, desaparecerá con él el sistema de comunidad de la mujer que
engendra, y que se refugia en la prostitución, en la oficial y en la
encubierta.
A los comunistas se nos
reprocha también que queramos abolir la patria, la nacionalidad.
Los trabajadores no tienen
patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante,
siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder político, su
exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un
sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la
burguesía.
Ya el propio desarrollo de la
burguesía, el librecambio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la
producción industrial, con las condiciones de vida que engendra, se encargan de
borrar más y más las diferencias y antagonismos nacionales.
El triunfo del proletariado
acabará de hacerlos desaparecer. La acción conjunta de los proletarios, a
lo menos en las naciones civilizadas, es una de las condiciones primordiales de
su emancipación. En la medida y a la par que vaya desapareciendo la
explotación de unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación
de unas naciones por otras.
Con el antagonismo de las
clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad de las naciones
entre sí.
No queremos entrar a analizar
las acusaciones que se hacen contra el comunismo desde el punto de vista
religioso-filosófico e ideológico en general.
No hace falta ser un lince
para ver que, al cambiar las condiciones de vida, las relaciones sociales, la
existencia social del hombre, cambian también sus ideas, sus opiniones y sus
conceptos, su conciencia, en una palabra.
La historia de las ideas es
una prueba palmaria de cómo cambia y se transforma la producción espiritual con
la material. Las ideas imperantes en una época han sido siempre las ideas
propias de la clase imperante .
Se habla de ideas que
revolucionan a toda una sociedad; con ello, no se hace más que dar expresión a
un hecho, y es que en el seno de la sociedad antigua han germinado ya los
elementos para la nueva, y a la par que se esfuman o derrumban las antiguas
condiciones de vida, se derrumban y esfuman las ideas antiguas.
Cuando el mundo antiguo
estaba a punto de desaparecer, las religiones antiguas fueron vencidas y
suplantadas por el cristianismo. En el siglo XVIII, cuando las ideas
cristianas sucumbían ante el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba
desesperadamente, haciendo un último esfuerzo, con la burguesía, entonces
revolucionaria. Las ideas de libertad de conciencia y de libertad
religiosa no hicieron más que proclamar el triunfo de la libre concurrencia en
el mundo ideológico.
Se nos dirá que las ideas
religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas, etc., aunque sufran
alteraciones a lo largo de la historia, llevan siempre un fondo de perennidad,
y que por debajo de esos cambios siempre ha habido una religión, una moral, una
filosofía, una política, un derecho.
Además, se seguirá arguyendo,
existen verdades eternas, como la libertad, la justicia, etc., comunes a todas
las sociedades y a todas las etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el
comunismo -continúa el argumento- viene a destruir estas verdades eternas, la
moral, la religión, y no a sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir
violentamente todo el desarrollo histórico anterior.
Veamos a qué queda reducida
esta acusación.
Hasta hoy, toda la historia
de la sociedad ha sido una constante sucesión de antagonismos de clases, que
revisten diversas modalidades, según las épocas.
Mas, cualquiera que sea la
forma que en cada caso adopte, la explotación de una parte de la sociedad por
la otra es un hecho común a todas las épocas del pasado. Nada tiene,
pues, de extraño que la conciencia social de todas las épocas se atenga, a
despecho de toda la variedad y de todas las divergencias, a ciertas formas
comunes, formas de conciencia hasta que el antagonismo de clases que las
informa no desaparezca radicalmente.
La revolución comunista viene
a romper de la manera más radical con el régimen tradicional de la propiedad;
nada tiene, pues, de extraño que se vea obligada a romper, en su desarrollo, de
la manera también más radical, con las ideas tradicionales.
Pero no queremos detenernos por
más tiempo en los reproches de la burguesía contra el comunismo.
Ya dejamos dicho que el
primer paso de la revolución obrera será la exaltación del proletariado al
Poder, la conquista de la democracia .
El proletariado se valdrá del
Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de
todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado,
es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando
fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías
productivas.
Claro está que, al principio,
esto sólo podrá llevarse a cabo mediante una acción despótica sobre la
propiedad y el régimen burgués de producción, por medio de medidas que, aunque
de momento parezcan económicamente insuficientes e insostenibles, en el
transcurso del movimiento serán un gran resorte propulsor y de las que no puede
prescindiese como medio para transformar todo el régimen de producción vigente.
Estas medidas no podrán ser
las mismas, naturalmente, en todos los países.
Para los más progresivos
mencionaremos unas cuantas, susceptibles, sin duda, de ser aplicadas con
carácter más o menos general, según los casos .
1.a Expropiación de la
propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos.
2.a Fuerte impuesto
progresivo.
3.a Abolición del derecho de
herencia.
4.a Confiscación de la
fortuna de los emigrados y rebeldes.
5.a Centralización del
crédito en el Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y
régimen de monopolio.
6.a Nacionalización de los
transportes.
7.a Multiplicación de las
fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora de
terrenos con arreglo a un plan colectivo.
8.a Proclamación del deber
general de trabajar; creación de ejércitos industriales, principalmente en el
campo.
9.a Articulación de las
explotaciones agrícolas e industriales; tendencia a ir borrando gradualmente
las diferencias entre el campo y la ciudad.
10.a Educación pública y
gratuita de todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las fábricas
bajo su forma actual. Régimen combinado de la educación con la producción
material, etc.
Tan pronto como, en el
transcurso del tiempo, hayan desaparecido las diferencias de clase y toda la
producción esté concentrada en manos de la sociedad, el Estado perderá todo
carácter político. El Poder político no es, en rigor, más que el poder
organizado de una clase para la opresión de la otra. El proletariado se ve
forzado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución
le lleva al Poder; mas tan pronto como desde él, como clase gobernante, derribe
por la fuerza el régimen vigente de producción, con éste hará desaparecer las
condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por
tanto, su propia soberanía como tal clase.
Y a la vieja sociedad
burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, sustituirá una asociación
en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos.
III. LITERATURA SOCIALISTA Y COMUNISTA
1. El socialismo
reaccionario
a) El socialismo feudal
La aristocracia francesa e
inglesa, que no se resignaba a abandonar su puesto histórico, se dedicó, cuando
ya no pudo hacer otra cosa, a escribir libelos contra la moderna sociedad
burguesa. En la revolución francesa de julio de 1830, en el movimiento
reformista inglés, volvió a sucumbir, arrollada por el odiado intruso. Y
no pudiendo dar ya ninguna batalla política seria, no le quedaba más arma que
la pluma. Mas también en la palestra literaria habían cambiado los
tiempos; ya no era posible seguir empleando el lenguaje de la época de la
Restauración. Para ganarse simpatías, la aristocracia hubo de olvidar
aparentemente sus intereses y acusar a la burguesía, sin tener presente más interés
que el de la clase obrera explotada. De este modo, se daba el gusto de
provocar a su adversario y vencedor con amenazas y de musitarle al oído
profecías más o menos catastróficas.
Nació así, el socialismo
feudal, una mezcla de lamento, eco del pasado y rumor sordo del porvenir; un
socialismo que de vez en cuando asestaba a la burguesía un golpe en medio del
corazón con sus juicios sardónicos y acerados, pero que casi siempre movía a
risa por su total incapacidad para comprender la marcha de la historia moderna.
Con el fin de atraer hacia
sí al pueblo, tremolaba el saco del mendigo proletario por bandera. Pero
cuantas veces lo seguía, el pueblo veía brillar en las espaldas de los
caudillos las viejas armas feudales y se dispersaba con una risotada nada contenida
y bastante irrespetuosa.
Una parte de los
legitimistas franceses y la joven Inglaterra, fueron los más perfectos
organizadores de este espectáculo.
Esos señores feudales, que
tanto insisten en demostrar que sus modos de explotación no se parecían en nada
a los de la burguesía, se olvidan de una cosa, y es de que las circunstancias y
condiciones en que ellos llevaban a cabo su explotación han desaparecido. Y, al
enorgullecerse de que bajo su régimen no existía el moderno proletariado, no
advierten que esta burguesía moderna que tanto abominan, es un producto
históricamente necesario de su orden social.
Por lo demás, no se molestan
gran cosa en encubrir el sello reaccionario de sus doctrinas, y así se explica
que su más rabiosa acusación contra la burguesía sea precisamente el crear y
fomentar bajo su régimen una clase que está llamada a derruir todo el orden
social heredado.
Lo que más reprochan a la
burguesía no es el engendrar un proletariado, sino el engendrar un proletariado
revolucionario.
Por eso, en la práctica
están siempre dispuestos a tomar parte en todas las violencias y represiones
contra la clase obrera, y en la prosaica realidad se resignan, pese a todas las
retóricas ampulosas, a recolectar también los huevos de oro y a trocar la
nobleza, el amor y el honor caballerescos por el vil tráfico en lana, remolacha
y aguardiente.
Como los curas van siempre
del brazo de los señores feudales, no es extraño que con este socialismo feudal
venga a confluir el socialismo clerical.
Nada más fácil que dar al
ascetismo cristiano un barniz socialista. ¿No combatió también el cristianismo
contra la propiedad privada, contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No
predicó frente a las instituciones la caridad y la limosna, el celibato y el
castigo de la carne, la vida monástica y la Iglesia? El socialismo
cristiano es el hisopazo con que el clérigo bendice el despecho del
aristócrata.
b) El socialismo
pequeñoburgués
La aristocracia feudal no es
la única clase derrocada por la burguesía, la única clase cuyas condiciones de
vida ha venido a oprimir y matar la sociedad burguesa moderna. Los
villanos medievales y los pequeños labriegos fueron los precursores de la
moderna burguesía. Y en los países en que la industria y el comercio no
han alcanzado un nivel suficiente de desarrollo, esta clase sigue vegetando al
lado de la burguesía ascensional.
En aquellos otros países en
que la civilización moderna alcanza un cierto grado de progreso, ha venido a
formarse una nueva clase pequeñoburguesa que flota entre la burguesía y el
proletariado y que, si bien gira constantemente en torno a la sociedad burguesa
como satélite suyo, no hace más que brindar nuevos elementos al proletariado,
precipitados a éste por la concurrencia; al desarrollarse la gran industria
llega un momento en que esta parte de la sociedad moderna pierde su
substantividad y se ve suplantada en el comercio, en la manufactura, en la
agricultura por los capataces y los domésticos.
En países como Francia, en
que la clase labradora representa mucho más de la mitad de la población, era
natural que ciertos escritores, al abrazar la causa del proletariado contra la
burguesía, tomasen por norma, para criticar el régimen burgués, los intereses
de los pequeños burgueses y los campesinos, simpatizando por la causa obrera con
el ideario de la pequeña burguesía. Así nació el socialismo
pequeñoburgués. Su representante más caracterizado, lo mismo en Francia que en
Inglaterra, es Sismondi.
Este socialismo ha analizado
con una gran agudeza las contradicciones del moderno régimen de producción. Ha
desenmascarado las argucias hipócritas con que pretenden justificarlas los
economistas. Ha puesto de relieve de modo irrefutable, los efectos
aniquiladores del maquinismo y la división del trabajo, la concentración de los
capitales y la propiedad inmueble, la superproducción, las crisis, la
inevitable desaparición de los pequeños burgueses y labriegos, la miseria del
proletariado, la anarquía reinante en la producción, las desigualdades
irritantes que claman en la distribución de la riqueza, la aniquiladora guerra
industrial de unas naciones contra otras, la disolución de las costumbres
antiguas, de la familia tradicional, de las viejas nacionalidades.
Pero en lo que atañe ya a
sus fórmulas positivas, este socialismo no tiene más aspiración que restaurar
los antiguos medios de producción y de cambio, y con ellos el régimen
tradicional de propiedad y la sociedad tradicional, cuando no pretende volver a
encajar por la fuerza los modernos medios de producción y de cambio dentro del
marco del régimen de propiedad que hicieron y forzosamente tenían que hacer
saltar. En uno y otro caso peca, a la par, de reaccionario y de utópico.
En la manufactura, la
restauración de los viejos gremios, y en el campo, la implantación de un
régimen patriarcal: he ahí sus dos magnas aspiraciones.
Hoy, esta corriente
socialista ha venido a caer en una cobarde modorra.
c) El socialismo alemán o
"verdadero" socialismo
La literatura socialista y
comunista de Francia, nacida bajo la presión de una burguesía gobernante y
expresión literaria de la lucha librada contra su avasallamiento, fue importada
en Alemania en el mismo instante en que la burguesía empezaba a sacudir el yugo
del absolutismo feudal.
Los filósofos,
pseudofilósofos y grandes ingenios del país se asimilaron codiciosamente
aquella literatura, pero olvidando que con las doctrinas no habían pasado la
frontera también las condiciones sociales a que respondían. Al
enfrentarse con la situación alemana, la literatura socialista francesa perdió
toda su importancia práctica directa, para asumir una fisonomía puramente
literaria y convertirse en una ociosa especulación acerca del espíritu humano y
de sus proyecciones sobre la realidad. Y así, mientras que los postulados
de la primera revolución francesa eran, para los filósofos alemanes del siglo
XVIII, los postulados de la “razón práctica” en general, las aspiraciones de la
burguesía francesa revolucionaria representaban a sus ojos las leyes de la
voluntad pura, de la voluntad ideal, de una voluntad verdaderamente humana.
La única preocupación de los
literatos alemanes era armonizar las nuevas ideas francesas con su vieja
conciencia filosófica, o, por mejor decir, asimilarse desde su punto de vista
filosófico aquellas ideas.
Esta asimilación se llevó a
cabo por el mismo procedimiento con que se asimila uno una lengua extranjera:
traduciéndola.
Todo el mundo sabe que los
monjes medievales se dedicaban a recamar los manuscritos que atesoraban las
obras clásicas del paganismo con todo género de insubstanciales historias de
santos de la Iglesia católica. Los literatos alemanes procedieron con la
literatura francesa profana de un modo inverso. Lo que hicieron fue
empalmar sus absurdos filosóficos a los originales franceses. Y así, donde el
original desarrollaba la crítica del dinero, ellos pusieron: “expropiación del
ser humano”; donde se criticaba el Estado burgués: “abolición del imperio de lo
general abstracto”, y así por el estilo.
Esta interpelación de
locuciones y galimatías filosóficos en las doctrinas francesas, fue bautizada
con los nombres de “filosofía del hecho” , “verdadero socialismo”, “ciencia
alemana del socialismo”, “fundamentación filosófica del socialismo”, y otros
semejantes.
De este modo, la literatura
socialista y comunista francesa perdía toda su virilidad. Y como, en
manos de los alemanes, no expresaba ya la lucha de una clase contra otra clase,
el profesor germano se hacía la ilusión de haber superado el “parcialismo
francés”; a falta de verdaderas necesidades pregonaba la de la verdad, y a
falta de los intereses del proletariado mantenía los intereses del ser humano,
del hombre en general, de ese hombre que no reconoce clases, que ha dejado de
vivir en la realidad para transportarse al cielo vaporoso de la fantasía
filosófica.
Sin embargo, este socialismo
alemán, que tomaba tan en serio sus desmayados ejercicios escolares y que tanto
y tan solemnemente trompeteaba, fue perdiendo poco a poco su pedantesca
inocencia.
En la lucha de la burguesía
alemana, y principalmente, de la prusiana, contra el régimen feudal y la
monarquía absoluta, el movimiento liberal fue tomando un cariz más serio.
Esto deparaba al “verdadero”
socialismo la ocasión apetecida para oponer al movimiento político las
reivindicaciones socialistas, para fulminar los consabidos anatemas contra el
liberalismo, contra el Estado representativo, contra la libre concurrencia
burguesa, contra la libertad de Prensa, la libertad, la igualdad y el derecho
burgueses, predicando ante la masa del pueblo que con este movimiento burgués
no saldría ganando nada y sí perdiendo mucho. El socialismo alemán se
cuidaba de olvidar oportunamente que la crítica francesa, de la que no era más
que un eco sin vida, presuponía la existencia de la sociedad burguesa moderna,
con sus peculiares condiciones materiales de vida y su organización política
adecuada, supuestos previos ambos en torno a los cuales giraba precisamente la
lucha en Alemania.
Este “verdadero” socialismo
les venía al dedillo a los gobiernos absolutos alemanes, con toda su cohorte de
clérigos, maestros de escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas, pues les servía
de espantapájaros contra la amenazadora burguesía. Era una especie de
melifluo complemento a los feroces latigazos y a las balas de fusil con que
esos gobiernos recibían los levantamientos obreros.
Pero el “verdadero”
socialismo, además de ser, como vemos, un arma en manos de los gobiernos contra
la burguesía alemana, encarnaba de una manera directa un interés reaccionario,
el interés de la baja burguesía del país. La pequeña burguesía, heredada
del siglo XVI y que desde entonces no había cesado de aflorar bajo diversas
formas y modalidades, constituye en Alemania la verdadera base social del orden
vigente.
Conservar esta clase es
conservar el orden social imperante. Del predominio industrial y político de la
burguesía teme la ruina segura, tanto por la concentración de capitales que
ello significa, como porque entraña la formación de un proletariado
revolucionario. El “verdadero” socialismo venía a cortar de un tijeretazo -así
se lo imaginaba ella- las dos alas de este peligro. Por eso, se extendió
por todo el país como una verdadera epidemia.
El ropaje ampuloso en que
los socialistas alemanes envolvían el puñado de huesos de sus “verdades
eternas”, un ropaje tejido con hebras especulativas, bordado con las flores
retóricas de su ingenio, empapado de nieblas melancólicas y románticas, hacía
todavía más gustosa la mercancía para ese público.
Por su parte, el socialismo
alemán comprendía más claramente cada vez que su misión era la de ser el alto
representante y abanderado de esa baja burguesía.
Proclamó a la nación alemana
como nación modelo y al súbdito alemán como el tipo ejemplar de hombre. Dio a
todos sus servilismos y vilezas un hondo y oculto sentido socialista,
tornándolos en lo contrario de lo que en realidad eran. Y al alzarse
curiosamente contra las tendencias “barbaras y destructivas” del comunismo,
subrayando como contraste la imparcialidad sublime de sus propias doctrinas,
ajenas a toda lucha de clases, no hacía más que sacar la última consecuencia
lógica de su sistema. Toda la pretendida literatura socialista y
comunista que circula por Alemania, con poquísimas excepciones, profesa estas
doctrinas repugnantes y castradas .
2. El socialismo burgués
o conservador
Una parte de la burguesía
desea mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar la
perduración de la sociedad burguesa.
Se encuentran en este bando
los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a mejorar
la situación de las clases obreras, los organizadores de actos de beneficencia,
las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el
alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales de toda laya.
Pero, además, de este
socialismo burgués han salido verdaderos sistemas doctrinales. Sirva de
ejemplo la Filosofía de la miseria de Proudhon.
Los burgueses socialistas
considerarían ideales las condiciones de vida de la sociedad moderna sin las
luchas y los peligros que encierran. Su ideal es la sociedad existente,
depurada de los elementos que la corroen y revolucionan: la burguesía sin el
proletariado. Es natural que la burguesía se represente el mundo en que
gobierna como el mejor de los mundos posibles. El socialismo burgués
eleva esta idea consoladora a sistema o semisistema. Y al invitar al
proletariado a que lo realice, tomando posesión de la nueva Jerusalén, lo que
en realidad exige de él es que se avenga para siempre al actual sistema de
sociedad, pero desterrando la deplorable idea que de él se forma.
Una segunda modalidad,
aunque menos sistemática bastante más práctica, de socialismo, pretende
ahuyentar a la clase obrera de todo movimiento revolucionario haciéndole ver
que lo que a ella le interesa no son tales o cuales cambios políticos, sino
simplemente determinadas mejoras en las condiciones materiales, económicas, de
su vida. Claro está que este socialismo se cuida de no incluir entre los
cambios que afectan a las “condiciones materiales de vida” la abolición del
régimen burgués de producción, que sólo puede alcanzarse por la vía
revolucionaria; sus aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas
que son conciliables con el actual régimen de producción y que, por tanto, no
tocan para nada a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado,
sirviendo sólo -en el mejor de los casos- para abaratar a la burguesía las
costas de su reinado y sanearle el presupuesto.
Este socialismo burgués a
que nos referimos, sólo encuentra expresión adecuada allí donde se convierte en
mera figura retórica.
¡Pedimos el librecambio en
interés de la clase obrera! ¡En interés de la clase obrera pedimos aranceles
protectores! ¡Pedimos prisiones celulares en interés de la clase
trabajadora! Hemos dado, por fin, con la suprema y única seria aspiración
del socialismo burgués.
Todo el socialismo de la
burguesía se reduce, en efecto, a una tesis y es que los burgueses lo son y
deben seguir siéndolo... en interés de la clase trabajadora.
3. El socialismo y el
comunismo crítico-utópico
No queremos referirnos aquí
a las doctrinas que en todas las grandes revoluciones modernas abrazan las
aspiraciones del proletariado (obras de Babeuf, etc.).
Las primeras tentativas del
proletariado para ahondar directamente en sus intereses de clase, en momentos
de conmoción general, en el período de derrumbamiento de la sociedad feudal,
tenían que tropezar necesariamente con la falta de desarrollo del propio
proletariado, de una parte, y de otra con la ausencia de las condiciones
materiales indispensables para su emancipación, que habían de ser el fruto de
la época burguesa. La literatura revolucionaria que guía estos primeros
pasos vacilantes del proletariado es, y necesariamente tenía que serlo, juzgada
por su contenido, reaccionaria. Estas doctrinas profesan un ascetismo
universal y un torpe y vago igualitarismo.
Los verdaderos sistemas
socialistas y comunistas, los sistemas de Saint-Simon, de Fourier, de Owen,
etc., brotan en la primera fase embrionaria de las luchas entre el proletariado
y la burguesía, tal como más arriba la dejamos esbozada. (V. el capítulo
“Burgueses y proletarios”).
Cierto es que los autores de
estos sistemas penetran ya en el antagonismo de las clases y en la acción de
los elementos disolventes que germinan en el seno de la propia sociedad
gobernante. Pero no aciertan todavía a ver en el proletariado una acción
histórica independiente, un movimiento político propio y peculiar.
Y como el antagonismo de
clase se desarrolla siempre a la par con la industria, se encuentran con que
les faltan las condiciones materiales para la emancipación del proletariado, y
es en vano que se debatan por crearlas mediante una ciencia social y a fuerza
de leyes sociales. Esos autores pretenden suplantar la acción social por
su acción personal especulativa, las condiciones históricas que han de
determinar la emancipación proletaria por condiciones fantásticas que ellos
mismos se forjan, la gradual organización del proletariado como clase por una
organización de la sociedad inventada a su antojo. Para ellos, el curso
universal de la historia que ha de venir se cifra en la propaganda y práctica
ejecución de sus planes sociales.
Es cierto que en esos planes
tienen la conciencia de defender primordialmente los intereses de la clase
trabajadora, pero sólo porque la consideran la clase más sufrida. Es la
única función en que existe para ellos el proletariado.
La forma embrionaria que
todavía presenta la lucha de clases y las condiciones en que se desarrolla la
vida de estos autores hace que se consideren ajenos a esa lucha de clases y como
situados en un plano muy superior. Aspiran a mejorar las condiciones de
vida de todos los individuos de la sociedad, incluso los mejor
acomodados. De aquí que no cesen de apelar a la sociedad entera sin
distinción, cuando no se dirigen con preferencia a la propia clase gobernante.
Abrigan la seguridad de que basta conocer su sistema para acatarlo como el plan
más perfecto para la mejor de las sociedades posibles.
Por eso, rechazan todo lo
que sea acción política, y muy principalmente la revolucionaria; quieren
realizar sus aspiraciones por la vía pacífica e intentan abrir paso al nuevo
evangelio social predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos
que, naturalmente, les fallan siempre.
Estas descripciones
fantásticas de la sociedad del mañana brotan en una época en que el
proletariado no ha alcanzado aún la madurez, en que, por tanto, se forja
todavía una serie de ideas fantásticas acerca de su destino y posición,
dejándose llevar por los primeros impulsos, puramente intuitivos, de transformar
radicalmente la sociedad.
Y, sin embargo, en estas
obras socialistas y comunistas hay ya un principio de crítica, puesto que
atacan las bases todas de la sociedad existente. Por eso, han contribuido
notablemente a ilustrar la conciencia de la clase trabajadora. Mas, fuera
de esto, sus doctrinas de carácter positivo acerca de la sociedad futura, las
que predican, por ejemplo, que en ella se borrarán las diferencias entre la
ciudad y el campo o las que proclaman la abolición de la familia, de la propiedad
privada, del trabajo asalariado, el triunfo de la armonía social, la
transformación del Estado en un simple organismo administrativo de la
producción.... giran todas en torno a la desaparición de la lucha de clases, de
esa lucha de clases que empieza a dibujarse y que ellos apenas si conocen en su
primera e informe vaguedad. Por eso, todas sus doctrinas y aspiraciones
tienen un carácter puramente utópico.
La importancia de este
socialismo y comunismo crítico-utópico está en razón inversa al desarrollo histórico
de la sociedad. Al paso que la lucha de clases se define y acentúa, va
perdiendo importancia práctica y sentido teórico esa fantástica posición de
superioridad respecto a ella, esa fe fantástica en su supresión. Por eso,
aunque algunos de los autores de estos sistemas socialistas fueran en muchos
respectos verdaderos revolucionarios, sus discípulos forman hoy día sectas
indiscutiblemente reaccionarias, que tremolan y mantienen impertérritas las
viejas ideas de sus maestros frente a los nuevos derroteros históricos del
proletariado. Son, pues, consecuentes cuando pugnan por mitigar la lucha
de clases y por conciliar lo inconciliable. Y siguen soñando con la
fundación de falansterios, con la colonización interior, con la creación de una
pequeña Icaria, edición en miniatura de la nueva Jerusalén... . Y para levantar
todos esos castillos en el aire, no tienen más remedio que apelar a la
filantrópica generosidad de los corazones y los bolsillos burgueses. Poco
a poco van resbalando a la categoría de los socialistas reaccionarios o
conservadores, de los cuales sólo se distinguen por su sistemática pedantería y
por el fanatismo supersticioso con que comulgan en las milagrerías de su
ciencia social. He ahí por qué se enfrentan rabiosamente con todos los
movimientos políticos a que se entrega el proletariado, lo bastante ciego para
no creer en el nuevo evangelio que ellos le predican.
En Inglaterra, los owenistas
se alzan contra los cartistas, y en Francia, los reformistas tienen enfrente a
los discípulos de Fourier.
Después de lo que dejamos
dicho en el capítulo II, fácil es comprender la relación que guardan los
comunistas con los demás partidos obreros ya existentes, con los cartistas
ingleses y con los reformadores agrarios de Norteamérica.
Los comunistas, aunque
luchando siempre por alcanzar los objetivos inmediatos y defender los intereses
cotidianos de la clase obrera, representan a la par, dentro del movimiento
actual, su porvenir. En Francia se alían al partido
democrático-socialista contra la burguesía conservadora y radical, mas
sin renunciar por esto a su derecho de crítica frente a los tópicos y las
ilusiones procedentes de la tradición revolucionaria.
En Suiza apoyan a los
radicales, sin ignorar que este partido es una mezcla de elementos
contradictorios: de demócratas socialistas, a la manera francesa, y de
burgueses radicales.
En Polonia, los comunistas
apoyan al partido que sostiene la revolución agraria, como condición previa
para la emancipación nacional del país, al partido que provocó la insurrección
de Cracovia en 1846.
En Alemania, el partido
comunista luchará al lado de la burguesía, mientras ésta actúe
revolucionariamente, dando con ella la batalla a la monarquía absoluta, a la
gran propiedad feudal y a la pequeña burguesía.
Pero todo esto sin dejar un
solo instante de laborar entre los obreros, hasta afirmar en ellos con la mayor
claridad posible la conciencia del antagonismo hostil que separa a la burguesía
del proletariado, para que, llegado el momento, los obreros alemanes se
encuentren preparados para volverse contra la burguesía, como otras tantas
armas, esas mismas condiciones políticas y sociales que la burguesía, una vez
que triunfe, no tendrá más remedio que implantar; para que en el instante mismo
en que sean derrocadas las clases reaccionarias comience, automáticamente, la
lucha contra la burguesía.
Las miradas de los comunistas
convergen con un especial interés sobre Alemania, pues no desconocen que este
país está en vísperas de una revolución burguesa y que esa sacudida
revolucionaria se va a desarrollar bajo las propicias condiciones de la
civilización europea y con un proletariado mucho más potente que el de
Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el XVIII, razones todas para que
la revolución alemana burguesa que se avecina no sea más que el preludio
inmediato de una revolución proletaria.
Resumiendo: los comunistas
apoyan en todas partes, como se ve, cuantos movimientos revolucionarios se planteen
contra el régimen social y político imperante.
En todos estos movimientos se
ponen de relieve el régimen de la propiedad, cualquiera que sea la forma más o
menos progresiva que revista, como la cuestión fundamental que se ventila.
Finalmente, los comunistas
laboran por llegar a la unión y la inteligencia de los partidos democráticos de
todos los países.
Los comunistas no tienen por
qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran
que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el
orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la
perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no
tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un
mundo entero que ganar.
¡Proletarios de todos los
Países, uníos! .///.
.../...INDIGNADOS
E IDEALISMO DEL M15M.../...
// "15-M
// "15-M
Intentos de aproximar ética, política y democracia"
JORDI MIR GARCIA Y ENRIC PRAT
CARVAJAL
Viernes 3 de enero de 2014
Orígenes del 15-M
En el 15-M
confluyeron un conjunto heterogéneo de personas y grupos que dieron apoyo a lo
que acabaría siendo una especie de plataforma o espacio de movilización que
recogía distintas reivindicaciones, unas de carácter económico y social, y
otras de naturaleza política. Sus críticas a la realidad económica, social y
política existente, así como sus propuestas, contaron con la simpatía y el
apoyo de muchas organizaciones sociales y amplios sectores de la sociedad.
¿Cómo explicar la gran dimensión social e importancia política que adquirió el
15-M? Se pueden apuntar, al menos, tres tipos de factores que condujeron al
surgimiento del 15-M y que favorecieron su posterior extensión en la sociedad.
En primer
lugar, amplios sectores de la población percibían como injustas las
consecuencias sociales de las medidas adoptadas por los gobiernos para hacer
frente a la crisis económica y financiera iniciada unos años antes. Como indicó
Vicenç Navarro, una serie de políticas públicas aprobadas en España en los
últimos años habían dañado y continuaban dañando el bienestar y la calidad de
vida de las clases populares, tales como facilitar a los empresarios que puedan
despedir a los trabajadores más fácilmente, congelar las pensiones, reducir y
privatizar servicios públicos como la sanidad y la educación, y mantener una
legislación que penaliza a las personas que no pueden pagar sus hipotecas. /1.
En segundo
lugar, la reacción de muchas personas, destacando entre ellas los jóvenes, que
a través de la movilización social quisieron dejar claro que estaban indignadas
por las consecuencias de la crisis y de las políticas públicas aplicadas
(aumento del paro y de la precariedad, extensión de la pobreza y de la
exclusión social, pérdida de derechos laborales, deterioro de los servicios
públicos…) y que no aceptaban el mensaje ideológico de los gobiernos, de muchos
empresarios, de los organismos internacionales y de los grandes medios de
comunicación en el que, como dijo Vicenç Navarro, se aseguraba que no había
otra alternativa y que la presión de los mercados financieros exigía esos
sacrificios sociales /2.
Este segmento
indignado de la sociedad no confiaba en que el sistema financiero y económico
que había causado la crisis tuviera capacidad de resolución de los problemas
sociales existentes. Además, consideraba que las instituciones políticas de la
democracia representativa no estaban representando la voluntad popular sino los
intereses de una minoría privilegiada articulada en torno al sector financiero
y las grandes empresas, y que los grandes partidos políticos habían mostrado,
desde hacía mucho tiempo, su incapacidad para atender las justas demandas de
una parte mayoritaria de la ciudadanía, así como muy poca voluntad de
cumplimiento de sus propios programas electorales.
El 15-M ha
denunciado que lo más básico de nuestra democracia no funciona bien. El acceso
a la sanidad pública ha empeorado porque las políticas de austeridad han
conducido al cierre de centros de atención primaria, quirófanos y plantas de
hospitalización. En el ámbito de la educación se han aplicado recortes
presupuestarios que han supuesto una disminución del profesorado, una mayor precariedad
de los contratos laborales, un aumento del número en la ratio de estudiantes en
clase, y un aumento considerable de los precios de las matrículas
universitarias. En el campo de la vivienda, se han ido multiplicando el número
de personas afectadas por impago de hipotecas o de alquileres. El 15-M expresó
en las plazas la percepción existente en la sociedad de que los derechos
sociales más básicos están en peligro. Por otra parte, el 15-M canalizó el
creciente sentimiento de indignación de la población ante unas políticas
públicas orientadas al rescate de las entidades financieras en situación de
quiebra, pero que son consideradas como responsables del dolor que sufren
muchas personas debido a las hipotecas concedidas u otros productos como las
participaciones preferentes y por las retribuciones de sus altos cargos.
Algunos casos que han merecido mucha atención son Bankia y CatalunyaCaixa.
En tercer
lugar, el 15-M y las movilizaciones contra los recortes sociales expresaron
públicamente, en las calles y en las plazas de nuestras ciudades y pueblos, un
malestar, una indignación y unas ideas críticas que se habían ido gestando y
expresando parcialmente en los últimos meses y años. Joan Subirats consideraba
que con el 15-M emergió de golpe “algo que se había ido tejiendo en la red y que había
tenido antes breves pero significativos destellos”:
Muchos de los
jóvenes que se han movilizado estos días tuvieron su primera experiencia
política contra la guerra de Irak. Algunos percibieron la fuerza que podía
tener la red tras el intento de manipular el atentado del 11-M por parte del
PP. Después, con acciones esporádicas vinculadas a la vivienda, a la oposición
a la ley Sinde o a la defensa de Wikileaks, se fueron comprobando las
potencialidades (y límites) de la movilización on-line.
Pero, el 15-M
ha cambiado de escala y de dimensión al conseguir traspasar las fronteras en
las que se movían los ciberactivistas. Se ha demostrado que la intensidad del
intercambio y la comunicación digital no tiene por qué ir en detrimento de la
presencial /3.
Por lo tanto,
las ideas críticas que el 15-M expresó en las plazas y en las calles se fueron
formando en ese conjunto de movilizaciones de calle y on-line, a través de la
intercomunicación y la acción en el barrio, en la universidad, en Internet…
Difícilmente las acampadas surgidas tras las manifestaciones del 15-M hubieran
tenido la solidez que mostraron sin la larga trayectoria de movilizaciones
sociales que han estado activas en los últimos años, como las protagonizadas
por los movimientos de las okupaciones, por una globalización alternativa,
universitario, por una vivienda digna o por la cultura libre.
Las propuestas democráticas del 15-M
El 15-M ha sido
una de las pocas movilizaciones o espacios de lucha social que ha planteado
recientemente y de manera masiva reivindicaciones concretas para la mejora o la
reforma de la democracia existente. En este punto, es interesante tener en
cuenta, como indicaron Charles Tilly y Lesley J. Wood, que “los
movimientos sociales no fomentan ni defienden necesariamente la democracia” y que “es mucho más habitual que los movimientos nazcan
alrededor de un interés o de un agravio concreto que de las reivindicaciones
democráticas como tales”/4.
El 15-M no
rechazaba la democracia en general, pero sí criticaba el deterioro y las
insuficiencias de la democracia que tenemos actualmente y proclamaba que
aspiraba a una regeneración y mejora sustancial de la democracia existente.
¿Por qué no rechazaba la democracia? Por dos motivos evidentes: porque la gran
mayoría de la ciudadanía y también de las personas que participaron en el 15-M
consideran que en las democracias actuales hay instituciones, derechos y
libertades que son positivas y que se han de preservar, muchas de las cuales
han sido fruto de las luchas democráticas de diferentes movimientos sociales y
políticos; y porque existe una consciencia bastante generalizada entre la
población y en bastantes personas del 15-M de las dificultades de construir una
democracia basada exclusivamente en la asamblea en lugares donde el número de
ciudadanos es muy numeroso.
Ahora bien, el
15-M puso de relieve una cuestión que es evidente desde hace tiempo: la
democracia actual necesita reformas profundas y urgentes. En sus propuestas
iniciales, el 15-M planteó tres tipos de correcciones a la democracia actual:
que la democracia tenga un alto contenido social; que se regenere la democracia
representativa, eliminando sus patologías; y que la democracia incorpore
mecanismos de democracia participativa y directa.
Sobre el
contenido social que habría de tener la democracia, hay que consultar el
documento de propuestas para la regeneración de nuestro sistema político y
económico, que se discutió en las asambleas de las acampadas del 15-M, y que se
estructuró inicialmente en ocho bloques temáticos. En el punto 2 se proponía la
eliminación de los privilegios de las entidades financieras. En el punto 3 se
reclamaba la eliminación de los privilegios para las grandes fortunas. En el
punto 4 se proponían diferentes medidas para combatir el paro y para mejorar la
calidad de vida de todas las personas. El punto 5 estaba dedicado al derecho a
la vivienda. El punto 6 estaba centrado en la demanda de unos servicios
públicos de calidad. Y en el punto 8 se exigía una reducción de los gastos
militares, más necesaria que nunca, ya que buena parte de los recursos que se
destinan a la defensa, a los ejércitos, a la fabricación de armas y a la
investigación militar se podrían destinar a cubrir las necesidades sociales
básicas de la población /5.
El 15-M
denunció el paro, la precariedad, los bajos salarios, las reformas
antisociales, el hecho de que los bancos que han provocado la crisis económica
se queden con las viviendas de las personas que no pueden pagar las hipotecas,
y la corrupción de bastantes empresarios y políticos. Acusó a los poderes
políticos y económicos de la precaria situación y les exigió un cambio de
rumbo. De hecho, en el Manifiesto de la plataforma Democracia Real Ya se dice,
textualmente, que el funcionamiento del actual sistema económico y de gobierno es
un obstáculo para el progreso de la humanidad; que la clase política sólo
atiende a los intereses de los grandes poderes económicos; y que la voluntad
del sistema es la acumulación de dinero, despilfarrando recursos, destruyendo
el planeta, generando paro y consumidores infelices /6.
En relación a
la democracia representativa, el 15-M reclamó la eliminación de los privilegios
que tienen los representantes políticos electos y que estos realicen la función
para la cual han sido elegidos. En su Manifiesto, la plataforma Democracia Real
Ya denunciaba que la mayor parte de la clase política no escucha al pueblo y
señalaba que su función debería ser llevar la voz del pueblo a las
instituciones, facilitando la participación política ciudadana mediante líneas
directas /7. El 15-M ha criticado a la clase política porque se
ha convertido en un instrumento de defensa de los intereses económicos de los
empresarios y porque no defiende con suficiente firmeza los bienes públicos.
Estos problemas son el trasfondo de los gritos que tanto se pudieron escuchar
en las movilizaciones del 15-M: “Lo llaman democracia y no lo es”, “Que no, que no, que no nos
representan”.
Entre las
propuestas del 15-M hay algunas que hacían referencia a la necesidad de una
democracia representativa reformada, como la modificación de la Ley Electoral
para garantizar un sistema auténticamente representativo y proporcional que no
discrimine a ninguna fuerza política ni voluntad social; y el establecimiento
de mecanismos efectivos que garanticen la democracia interna en los partidos
políticos, entre ellos las listas abiertas, la elección directa de los
concejales, y la publicidad y transparencia en la financiación de los partidos
políticos /8.
El 15-M no se
limitó a denunciar que la democracia representativa que tenemos se ha
deteriorado y a proponer medidas para su reforma. También ha expresado que
nuestra democracia tiene unos límites que conviene superar. ¿Qué tipo de
democracia política reclamaba el 15-M? Planteaba la necesidad de construir una
democracia más completa, en la cual la población pueda participar de manera
efectiva a la hora de tomar decisiones relevantes, en particular cuando se
hayan de aprobar las leyes y las políticas públicas fundamentales.
Entre las
diferentes propuestas del 15-M figuran algunas directamente relacionadas con la
aspiración a una democracia participativa, como el referéndum obligatorio y
vinculante para las cuestiones de gran envergadura (incluidas las directivas
europeas) y el presupuesto participativo /9.
Los mecanismos
de democracia participativa y directa propuestos por el 15-M han sido creados y
desarrollados en diferentes lugares del mundo, en España y en Catalunya, como
el referéndum, la iniciativa legislativa popular y el presupuesto
participativo.
Comparando este
conjunto de propuestas del 15-M con las que han ido planteando en las últimas
décadas diferentes organizaciones y movimientos sociales (sindicatos de
trabajadores, movimiento altermundista, movimiento por una vivienda digna…) y
partidos políticos de la izquierda transformadora (Iniciativa per Catalunya
Verds, Izquierda Unida, candidaturas alternativas y populares…) se puede llegar
a la conclusión que no hay diferencias sustantivas. Ha sido la forma de
plantear estas reivindicaciones, en su radicalidad y en su voluntad de actuar
aunque haya quien diga que es imposible, lo que contribuye a ver el 15-M como
un fenómeno singular.
Un fenómeno poliético y politizador
Quim Brugué
considera que el 15-M se puede interpretar tanto como un fenómeno antipolítico
como un fenómeno de politización. Por una parte, expresaba un sentimiento
antipolítico: hacia los políticos, por su incapacidad para resolver los
problemas sociales; hacia la clase política, por sus privilegios y su
distanciamiento respecto a la sociedad; y, en general, hacia la política
convencional existente. Pero, por otra parte, el 15-M contribuyó a una
politización de sectores de la sociedad que se habían alejado de la política,
practicando la política desde la base, desde las plazas y las calles de muchas
ciudades y pueblos. Esta segunda dimensión del 15-M es, según Brugué, la más
esperanzadora, porque puede convertirse, más allá del enfrentamiento con la
política convencional, en una propuesta de política diferente y renovada, que
deje de ser monopolio de las instituciones y se extienda por el conjunto de la
sociedad /10. Estas percepciones críticas hacia la política
convencional están presentes, en mayor o menor medida, en la mayoría de las
democracias de los países occidentales.
¿La ciudadanía
es responsable de que lo que ha ocurrido en la política convencional e
institucional? En parte, sí, por su renuncia a hacer política. Quim Brugué
considera que la ciudadanía ha de vigilar y ha de ser beligerante con los
comportamientos incorrectos de los políticos, ha de indignarse ante la mala
política, pero también ha de ser igual de exigente con sus propios
comportamientos, sobre todo por lo que se refiere a su implicación en los
asuntos colectivos, para poder convertir la indignación en la semilla de procesos
de transformación y mejora /11.
Pues bien, las
personas que se vincularon al 15-M realizaron las dos cosas que apunta Brugué:
expresaron un distanciamiento hacia los partidos políticos con representación
en las instituciones del Estado, una crítica y una indignación ante la mala
política, pero se implicaron participando directa y activamente en las
actividades del 15-M para intentar conseguir un cambio social y político. Es
por ello que la crítica del 15-M a la denominada clase política no puede ser
confundida con desinterés por la política ni ser catalogada de antipolítica.
A lo que
asistimos, en términos generales, es a una reivindicación de la participación
en las decisiones de todo aquello que nos afecta. A la exigencia de otra
política. Una política con más participación, mejor representación, más
transparente y con mayores mecanismos de rendición de cuentas, atenta a las
necesidades y derechos del conjunto de la ciudadanía.
Desde hace años
las encuestas sobre participación política nos ofrecen indicadores del
crecimiento destacable de las formas que se consideran no tradicionales.
Proliferan espacios de participación que no son los considerados convencionales
(partidos políticos, sindicatos…) y también las maneras de hacer menos
habituales (horizontalidad, asamblearismo, desobediencia civil…). La democracia
para muchas personas significa: elecciones, partidos políticos, constitución y
parlamentos. No es poco, pero eso ya no es suficiente hoy.
Lo que ya no es
suficiente hoy hace años que viene siendo planteado por personas y colectivos
sin el impacto que hoy se está consiguiendo. Por ejemplo, Francisco Fernández
Buey en Ni tribunos. Ideas y materiales para un programa ecosocialista, en 1996, había planteado claramente cual era su manera de entender la política
y lo que hacía falta, usando una expresión suya, para soldar la herida abierta
entre política y democracia en la sociedad civil:“1º volver a fundamentar
filosóficamente, con punto de vista, el carácter noble de la participación
política; y 2º razonar la renovada creencia en otra forma de participación
política sin que ésta se disuelva en un nuevo fundamentalismo; o sea, razonar
una forma de participación política concreta y alternativa tan alejada de la
repetición de la ilusión como de la mera negación de lo que hay” /12.
Fernández Buey
proponía tres cosas: el reforzamiento de la sociedad civil frente al Estado y
la partitocracia, promover el carácter noble de la actividad política entendida
como participación ciudadana, y la necesidad de otra forma de hacer política
basada en la coherencia y la consecuencia, contra el desfase enorme que
generalmente existe entre lo que se dice y lo que se hace.
Hoy asistimos a
un proceso que está implicando una reducción de servicios públicos y de los
salarios, y un aumento de la población desempleada. ¿Cómo resistir? Haciendo
política, una política que no puede ser la que hasta ahora se ha estado
haciendo desde las instituciones. Una política en la que las personas
representantes verdaderamente lo sean de las representadas, con espacios
amplios para la participación directa, de incorporación de todas aquellas
personas que quieran participar. Una política que construye legitimidad más
allá de la legalidad establecida. Una legitimidad compartida que se quiere
transformadora de lo existente pasa por cuestionar la legalidad vigente y
cambiarla.
Incidencia política del 15-M
Para valorar
correctamente la incidencia política de los movimientos sociales se necesita
perspectiva histórica, porque la gran mayoría de sus impactos suelen producirse
de forma lenta y acumulativa y a visualizarse a medio y largo plazo. En muchas
ocasiones, los movimientos sociales no consiguen, a corto plazo, sus objetivos
políticos, pero en cambio, sus ideas pueden ser adoptadas por amplios sectores
de la sociedad, creándose así las bases políticas para lograr cambios
sustantivos posteriores.
Por otra parte,
solo en algunas ocasiones los movimientos sociales consiguen plasmar
nítidamente los objetivos políticos que persiguen, siendo más habitual que estos
se logren de forma parcial o que el resultado final sea un híbrido entre lo que
planteaba el movimiento social y los propósitos de las instituciones públicas y
de otros actores políticos y sociales.
Pero se pueden
apuntar algunos de los impactos políticos inmediatos y a corto plazo del 15-M y
especular sobre sus previsibles efectos en un futuro próximo.
El efecto
inmediato más relevante del 15-M fue cambiar la dinámica de resignación,
frustración, impotencia, parálisis, apatía y pasividad que había en la sociedad
ante los efectos de la crisis económica que se inició en el 2008 y de las
posteriores políticas públicas aplicadas por los gobiernos (reforma del mercado
laboral, recortes de la dotaciones económicas a los servicios públicos…). Esto
puede verse claramente en los estudios que muestran el amplio apoyo recibido
del conjunto de la sociedad.
Otro de los
efectos inmediatos, señalado por Antonio Domènech, fue, “en plena
campaña electoral para distintos comicios locales y autonómicos”, eclipsar rápidamente la aburrida y vacía
“publicidad comercial que los partidos políticos españoles venían
formulariamente presentando como genuina propaganda política”. El 15-M se convirtió, durante unos meses, “en el centro indiscutible de la vida política
española, colocando a nuestro país en la portada de todos los grandes medios de
comunicación internacionales y suscitando, según todas las encuestas formales e
informales, un caudal irrepresable de simpatía entre las más amplias capas de
la población” /13.
En fin, el 15-M
ha producido cambios importantes en las personas que ya se movilizaban
anteriormente, y en las que no lo hacían y se sumaron por primera vez, bien
fuera por su juventud o por su falta de ánimo o conciencia. Es decir, el
impacto inmediato del 15-M, tanto movilizador como mediático y sensibilizador,
fue indiscutible y muy relevante.
A corto plazo,
el 15-M generó efectos positivos en otras plataformas de lucha y movimientos
sociales, y contribuyó a que se formaran diferentes mareas en defensa de los
servicios públicos y de los derechos sociales. Sin duda, las manifestaciones y
las acampadas del 15-M supusieron un punto de inflexión en los procesos de
movilización social de los últimos años y la apertura de un nuevo periodo de
acciones colectivas contenciosas. Se puede decir que el 15-M fue el inicio de
un nuevo ciclo de protesta, que se ha sostenido, con altibajos, durante dos
años y medio.
El 15-M ha
dinamizado la movilización, la ha hecho más amplia y plural, y ha contribuido a
aumentar el número de personas implicadas en acciones colectivas de protesta a
través de las diferentes mareas y plataformas de lucha. Grupos y entidades muy
activas en este periodo de movilización han ido afianzando su organización,
como es el caso de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH).
La PAH surgió
antes del 15-M pero que se ha desarrollado ampliamente gracias al nuevo
escenario de movilización generado por el 15-M. Una parte de las personas que
impulsan la PAH provienen de movimientos sociales como el de las okupaciones,
el altermundista y por una vivienda digna, y sus experiencias de acción
colectiva son anteriores al 15-M, pero el desarrollo que les ha llevado a la
implantación social que ahora tienen, su capacidad de dar respuesta a tantos
desahucios con prácticas de desobediencia civil no violenta, y su incidencia en
el debate público y en la agenda política, no habrían sido posibles sin el
fenómeno del 15-M, al menos con la rapidez y la intensidad que se ha dado. En
un corto espacio de tiempo, la PAH ha logrado sensibilizar, a entidades
sociales, a partidos políticos, a instituciones democráticas y a la población
en general, sobre la indignidad y la injusticia de los desahucios; y su presión
política ha sido decisiva en los cambios legislativos parciales que se han ido
introduciendo.
Aunque las
propuestas del 15-M eran concretas, el hecho de que se presentaran de forma
global, así como su alejamiento voluntario de las instituciones políticas
encargadas de aprobar las leyes y las políticas públicas, desplazó el protagonismo
reivindicativo hacia las diferentes plataformas de lucha y mareas que se han
movilizado después del 15-M y que han desarrollado acciones por demandas
parciales relacionadas con derechos sociales básicos (vivienda, trabajo…) y con
la defensa de servicios públicos como la sanidad y la educación. Por ejemplo,
en el caso de la defensa de la sanidad pública en Catalunya, un conjunto de
colectivos y plataformas se han unido para promover una Iniciativa Legislativa
Popular (ILP).
Es difícil
prever los posibles impactos a medio y largo plazo del 15-M, entre otras
razones porque la duración y la evolución del actual ciclo de protestas son
imprevisibles. Pero se puede pronosticar que los temas planteados por el 15-M
perdurarán en el tiempo, porque, como indicó Antoni Domènech, responden a
necesidades muy vivas y hondas de nuestra sociedad. Lo más probable es que las
críticas y las propuestas del 15-M permanezcan durante un largo periodo porque
suponen un “principio de rectificación democrática de la degeneración de
nuestra vida política y económica” y pueden ser el “germen de un proceso aún más ambicioso,
constituyente” /14.
Esperemos que
estos pronósticos sean acertados y haya capacidad suficiente no sólo para
resistir las políticas autoritarias y de recortes sociales de los gobiernos
sino también para regenerar el sistema político y construir una alternativa
viable al modelo económico actual.
Uno de los
efectos posibles de la actividad de los movimientos sociales es conseguir
transformaciones significativas del sistema político, entre ellas la creación
de las bases sociales y políticas que faciliten la irrupción de nuevos partidos
políticos afines a los movimientos sociales.
¿Provocará el
15-M un cambio en el actual sistema de partidos políticos? ¿En qué sentido? ¿Conseguirá
consolidarse y obtener un apoyo suficiente la nueva formación política Red
Ciudadana Partido X, cuyos promotores surgieron del 15-M?
¿Contribuirá el
15-M a impulsar una reforma de los partidos políticos establecidos a partir de
su denuncia del divorcio existente entre ellos y la población? Las respuestas a
estas incógnitas se irán dando en los próximos años. Por el momento, se pueden
aportar los siguientes datos y reflexiones.
La experiencia
histórica demuestra que construir un nuevo partido político que tenga una
implantación social relevante es bastante complicado. En ese sentido, vale la
pena conocer el proceso de formación del partido verde alemán, Die Grünen, el partido más destacado de la última generación de partidos políticos de
izquierdas en Europa Occidental.
Para que
pudiera fundarse un partido como Die Grünen tuvieron que confluir un conjunto de factores,
señalados por Jorge Riechmann: un gran crecimiento de la consciencia ecologista
de la población; la falta de sensibilidad de los partidos políticos
tradicionales ante los problemas energéticos y medioambientales; el surgimiento
de una nueva generación de iniciativas ciudadanas y movimientos sociales a lo
largo de las décadas de 1950, 1960 y 1970 (pacifistas, ecologistas,
antinucleares y feministas), que movilizaron a centenares de miles de personas
y que afirmaron su autonomía respecto a los partidos políticos tradicionales y
a los sindicatos, creando así las condiciones políticas y las estructuras
activistas necesarias para la construcción del partido verde; y la formación,
entre 1976 y 1980, de partidos regionales verdes y listas electorales verdes y
alternativas que obtuvieron buenos resultados en algunas elecciones municipales
y regionales, que se fusionaron y crearon Die Grünen en 1980 /15.
Por lo tanto,
de la experiencia del proceso de creación de se desprende que la construcción
de un nuevo tipo de partido político, que tenga un gran apoyo social y
electoral e incidencia política significativa, no es nada fácil.
Por otra parte,
hay que recordar que de los movimientos altermundistas que se desarrollaron
durante los primeros años de la década de 2000, que fueron muy masivos, en
Europa Occidental no surgió una nueva generación de partidos políticos.
El 15-M ha
tenido efectos en algunos de los grupos políticos a los que dirigían sus
críticas. En algunas de las organizaciones políticas tradicionales de la
izquierda, significativamente en aquellas más cercanas a las ideas y propuestas
que han surgido de las movilizaciones de los últimos años, como ICV e IU, se
está produciendo una especie de 15-M. En su interior se están dando procesos de
reflexión sobre las nuevas maneras de hacer política que han emergido en los
últimos años. Muchas personas de estos colectivos tienen dobles y triples militancias,
algunas en organizaciones tradicionales (partido político, sindicato,
asociación de vecinos y vecinas…) y otras en plataformas de lucha y grupos
recientes (PAH, mareas…). El intercambio que esa multipertenencia genera puede
llevar a escenarios muy ricos en todas las direcciones. En los grupos
tradicionales se puede avanzar hacia un funcionamiento más horizontal y en los
nuevos puede ganar peso la importancia de trabajar con las organizaciones
tradicionales y los grupos políticos con representación institucional.
Ideas poliéticas para continuar: confluencia en la acción y desobediencia
civil
Para abrir un
proceso global de transformación política, económica y social, hay dos
instrumentos que pueden ser muy útiles y necesarios: la confluencia en la acción
de las organizaciones sociales y políticas transformadoras, y la práctica
generalizada de la desobediencia civil no violenta.
Es un buen
momento para tomar conciencia de las limitaciones que tienen los diferentes
espacios, colectivos y organizaciones, y pensar en las fortalezas que pueden
surgir del trabajo conjunto. ¿Podrían producirse sinergias a partir de ahora?
¿Dónde estarían
las claves para un posible encuentro? El programa de mínimos o común
denominador se puede situar en la voluntad de defender unos derechos que se
consideran justos para el conjunto de las personas que configuran la sociedad.
Unos derechos que están en peligro por las políticas de austeridad y de
recortes que están adoptando los gobiernos para hacer frente a la crisis económica
y financiera que estamos padeciendo, causada por inversores especuladores y por
la negligencia de las autoridades estatales.
En ese posible
programa de mínimos también se podría incluir la lucha contra la deriva
autoritaria y antidemocrática del gobierno del PP, concretamente contra la
actual criminalización de la acción colectiva contenciosa, la desautorización
de las formas contestatarias de hacer política, y las medidas de seguridad
aprobadas contra el activismo político y social. Una buena muestra es el
contenido del actual proyecto de ley de seguridad ciudadana impulsado por el
gobierno del PP y sus posibles consecuencias para los que practican la acción
política colectiva contenciosa.
Ahora bien,
para que esta unidad de acción sea posible es imprescindible que en las
organizaciones de la izquierda política transformadora se produzca un cambio de
percepción sobre su papel y sus relaciones con los movimientos sociales. Han de
respetar escrupulosamente la independencia de los movimientos sociales y han de
concebir una orientación estratégica para el cambio político, económico y
social basada en el acompañamiento y la colaboración entre los movimientos
sociales y las fuerzas políticas transformadoras.
Lo aprendido de
la Transición sobre la relación entre política institucional y ciudadana nos
debería enseñar lo que no hay que hacer. Para que el aprendizaje sea efectivo
habrá que entender que lo hecho desde entonces, y que a muchos sectores
vinculados a las instituciones pudo agradar por lo que suponía de tranquilidad
y fortalecimiento de los partidos, es lo que nos sitúa en la crisis política de
la democracia representativa a la que hemos llegado hoy. La demanda de más
democracia y de mayor calidad democrática ha ido ganando apoyo, hasta ser algo
más que una reivindicación de la que el sistema pueda prescindir. No es el
primer periodo en el que ocurre. En el anterior, el que va de la década de 1960
hasta mediados de la década de los setenta en diferentes partes del mundo, se
respondió teorizando que la crisis de la democracia se había producido por
exceso de democracia y aplicando políticas de control de la misma. ¿Dónde nos
llevaría hoy volver a insistir en esa crisis por exceso como algunas voces
institucionales ya hacen?
Durante mucho
tiempo, cuando nos preguntábamos por ejemplos de desobediencia civil en nuestro
país, recurríamos a la movilización contra el servicio militar obligatorio.
Recordábamos a Pepe Beunza, a los objetores de Can Serra, al Movimiento de
Objeción de Conciencia, a los insumisos… Hoy es la PAH la que está utilizando
la desobediencia civil como instrumento para impedir los desahucios, algo que
consideran injusto e ilegítimo; para acompañar y generar solidaridad hacia las
personas afectadas por los desahucios; y para lograr que su voz resuene desde
los barrios más castigados hasta los medios de comunicación comerciales de gran
difusión y las cámaras parlamentarias.
Paralizar un
desahucio es desobedecer una orden judicial, es desobedecer a sabiendas las
leyes que nos rigen. Pero cuando se considera que hay leyes injustas, la
desobediencia pasa a ser un deber para muchas personas. Del deber de obedecer
se pasa al deber de desobedecer. Desobedecer una ley para que sea substituida,
modificada, y buscar así que la legalidad esté más cerca de la legitimidad. Hay
quien entiende que la legalidad crea la legitimidad. Otras personas consideran
que aquello que se entiende como legítimo, bueno, adecuado, es lo que después
convendrá convertir en ley. Se busca una desobediencia que haga de nuestra
sociedad un espacio más civil.
Desde la PAH se
considera, además, que las ejecuciones hipotecarias y los desahucios por
razones económicas en el Estado español violan, de entrada, normativas
existentes que justifican que no deban obedecerse las órdenes judiciales: los
artículos 24 (sobre la tutela judicial efectiva) y 47 (sobre el derecho a la
vivienda) de la Constitución española; el artículo 25 de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos; el artículo 11 del Pacto Internacional de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC); y las Observaciones
Generales del comité DESC de Naciones Unidas números 3 (obligaciones de los
estados miembros), 4 (derecho a una vivienda) y 7 (prevención de desahucios
forzosos). La Constitución española, la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y
las Observaciones Generales del comité DESC de Naciones Unidas deberían ser
constituyentes de una legalidad que no permitiera los desahucios que estamos viviendo.
Ante el dolor que generan, desobediencia.
Las personas
desobedientes no acostumbran a agradar al conjunto de una sociedad que se
quiere democrática. Pero hoy, como en otros momentos, nuestra democracia da
claras muestras de que es un proceso en el que nos queda mucho por avanzar. Las
condiciones en las que están viendo tantas personas y familias, el
comportamiento de entidades financieras que incluso han sido nacionalizadas por
sus malas prácticas, llevan a que la desobediencia civil tenga gran apoyo
social. Y que incluso las propuestas de un ministro del Interior de reformar el
Código Penal para que la desobediencia pacífica sea tipificada como delito de
atentado contra la autoridad merezcan considerable contestación.
La
desobediencia civil no es lo fácil de hacer, un primer recurso, una rabieta, lo
que se lleva, un “no porque no”… La desobediencia civil llega después de un
largo proceso en el que se han intentado agotar todas las posibilidades
(contactos, negociaciones…) para evitar el dolor de las personas que se
quedarán sin casa después de haberse quedado sin trabajo. La desobediencia que
se quiere civil necesita decisión para enfrentarse a una realidad bien
consolidada e impulsar una de nueva, especialmente cuando muy pocas personas
pueden llegar a atreverse. La desobediencia civil es un grito que busca avisar
de las injusticias que se están cometiendo, de la democracia que se está
perdiendo, y que va acompañado de propuestas para tener cuidado de las personas
que lo están pasando mal y construir una legalidad legítima y civil.
Otoño del 2013
http://revistes.ub.edu/index.php/oximora/article/view/9775/12604
Jordi Mir Garcia y Enric Prat Carvajal son profesores, respectivamente, de
la Universidad Pompeu Fabra y Universidad Autónoma de Barcelona
Notas
1/ Vicenç Navarro, “El movimiento Democracia Real Ya y la hipocresía del
establishment mediático”,www.vnavarro.org
2/ Vicenç Navarro, “El movimiento Democracia Real Ya y la hipocresía del
establishment mediático”,www.vnavarro.org
3/ Joan Subirats “15-M: dos semanas, otro paisaje”, El País, 29 de mayo del
2011.
4/ Charles Tilly y Lesley J. Wood, Los movimientos sociales, 1768-2008. Desde sus
orígenes a Facebook, Barcelona, Crítica, 2010, p. 245.
5/ Propuestas de la plataforma Democracia Real Ya. www.democraciarealya.es
6/ Manifiesto de la plataforma Democracia Real Ya. www.democraciarealya.es
7/ Manifiesto de la plataforma Democracia Real Ya. www.democraciarealya.es
8/ Propuestas de la plataforma Democracia Real Ya. www.democraciarealya.es
9/ Propuestas de la plataforma Democracia Real Ya. www.democraciarealya.es
10/ Quim Brugué, És la política, idiotes!, Girona, Papers amb Accent,
2012, pp. 24-25.
11/ Quim Brugué, És la política, idiotes!, Girona,
Papers amb Accent, 2012, p. 31
12/ Francisco Fernández Buey, “Introducción: política como ética de lo
colectivo” en Francisco Fernández Buey y Jorge Riechmann, Ni tribunos. Ideas
y materiales para un programa ecosocialista, Madrid, Siglo XXI, 1996, p.
XIV.
13/ Antoni Domènech, “Mejor al revés: ¿cuál es la alternativa real al
Movimiento del 15 de Mayo?”.www.sinpermiso.info, 22 de mayo del 2011.
14/ Antoni Domènech, “Mejor al revés: ¿cuál es la alternativa real al
Movimiento del 15 de Mayo?”.www.sinpermiso.info, 22 de mayo del 2011.
15/ Jorge Riechmann, Los verdes alemanes: historia y análisis de un experimento ecopacifista a
finales del siglo XX, Granada, Comares, 1994, pp. 42, 49-50, 53-54, 62, 71
y 126. //
.../...M15M EN VALENCIA .../...
//" Participación ciudadana
El movimiento 15M se funde en la lucha vecinal
Representantes
de este movimiento se han convertido en un revulsivo de las asociaciones de
vecinos y de las rígidas juntas de distrito
07.01.2014 | 08:25
El movimiento 15M surgió hace dos años en las plazas
de las grandes ciudades españolas. M.A.Montesinos
Los grupos
de movilización ciudadana han estado unidos entre sí por valores comunes o
acciones concretas. Ahora esa antigua simbiosis se ha hecho patente en el
movimiento 15M y en las asociaciones de vecinos de Valencia, cuyos miembros han
empezado a entrecruzarse de la misma forma que sus ideas, sus actividades o sus
protestas. Lo que fue un movimiento singular pervive dos años después en la
lucha vecinal.
JOSÉ PARRILLA |
VALENCIA Como una
evolución natural de la lucha social, el movimiento 15M ha prolongado en las
asociaciones de vecinos de Valencia el trabajo iniciado hace dos años en
asambleas populares. Sus mensajes han calado en el movimiento vecinal y su
presencia se hace cada vez mayor en las asociaciones e incluso en las juntas
municipales de distrito, el máximo contacto al que pueden aspirar con los
responsables municipales.
Dirigentes
vecinales como Vicent Soler, de San Marcelino, o Rafael Medina, de Torrefiel,
han visto potenciadas sus respectivas asociaciones con la labor de jóvenes
procedentes de estos movimientos y han defendido de forma entusiasta su
participación en actividades, programas festivos o acciones culturales.
También han
estado presentes en las últimas juntas municipales de distrito, donde
protagonizaron las mayores protestas por las dificultades que se ponen a la
participación ciudadana.
«El hecho de
que miembros de formaciones del 15M se hayan sumado a las asociaciones de
vecinos es a mi parecer una consecuencia natural de la movilización ciudadana,
que debe encontrar cauces desde donde hacer patente el malestar general»,
explicó a este periódico Eugenio Moltó, miembro del 15M de San Marcelino y
colaborador de la asociación de vecinos.
Para Moltó
«sólo aquellas asociaciones abiertas, poco temerosas de los cambios y sin
significación partidista» han acogido a los participantes de este movimiento
social, que, por otra parte, han aportado «un mayor dinamismo» a las
organizaciones.
Desmovilización
Echando la vista atrás, Moltó recuerda que «fue precisamente la izquierda más socialdemócrata la que al grito de ¡Ya está la izquierda en las instituciones, ya no hacen falta las asociaciones! tocó a desmovilización general», una desmovilización que acabó por desinflar a «las combativas» entidades vecinales, que «perdieron su capacidad crítica y reivindicativa».
Echando la vista atrás, Moltó recuerda que «fue precisamente la izquierda más socialdemócrata la que al grito de ¡Ya está la izquierda en las instituciones, ya no hacen falta las asociaciones! tocó a desmovilización general», una desmovilización que acabó por desinflar a «las combativas» entidades vecinales, que «perdieron su capacidad crítica y reivindicativa».
Ahora, sin
embargo, «es un hecho que el 15M atomizado se está dejando ver con o sin siglas
en la trastienda política de muchas de las protestas sociales que se producen
casi a diario. Y el movimiento vecinal, como germen catalizador de los
intereses de los vecinos, no podía quedarse al margen», explica. «Es pronto
para aventurar un renacer del asociacionismo, pero veremos a dónde el camino
nos lleva», concluyó.
En esa misma dinámica ha entrado también L. C., miembro del 15M de Torrefiel y colaboradora de la asociación de vecinos junto a una docena de compañeros. En realidad, dice, «nos apoyamos mutuamente».
En esa misma dinámica ha entrado también L. C., miembro del 15M de Torrefiel y colaboradora de la asociación de vecinos junto a una docena de compañeros. En realidad, dice, «nos apoyamos mutuamente».
«Desde que
el 15M dejó la plaza y se instaló en los barrios, la idea era acercarse a los
vecinos», dice. Y una vez allí, se han encontrado puertas nuevas como las de
las juntas de distrito.
En estas
juntas, precisamente, han tenido un contacto directo con otros vecinos, con los
representantes políticos y también con los miembros del equipo de Gobierno que
las manejan, un paso interesante pese a que no están reconocidos como
movimiento social y tienen que intervenir como particulares.
Para L.C.,
no obstante, lo más importante para el movimiento es el trabajo en la calle. Y
en este sentido, su actividad es muy intensa. En Torrefiel, por ejemplo, se
está poniendo en marcha la moneda social ECO y ya han hecho varios mercadillos
con la colaboración de los vecinos, que ponen el material que lo hace posible.//
Nota: Como se ve aquí no entramos casi nada al asunto,...sin embargo en artículos posteriores si hablamos algo,...quizás bastante más,...ya que se tratan asuntos sobre Ucrania, Asia, Latino América, el Multiimperialismo,.. y otros asuntos interesantes y determinantes sobre la lucha de clase global,...la lucha por la sostenibilidad y sustentación de la humanidad,...además de inicios de asuntos como táctica y estrategia revolucionaria global, de la humanidad proletaria-popular,... ( Lukyrh. en 19-5-2.014).
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